Créditos
Título original: The Madagaskar Plan
Traducción: Francisco Pérez Navarro
1.ª edición: febrero 2017
© Guy Saville, 2015
© Ediciones B, S. A., 2017
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-632-3
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Contenido
Portadilla
Créditos
Mapa 1
Mapa 2
De nuevo para mi Cole personal
Nota autor
Citas bibliográficas
El mundo de 1940 a 1952
Hampstead, Londres, 4 de octubre de 1952, 1:15 horas
PRIMERA PARTE
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
SEGUNDA PARTE
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14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
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27
28
29
30
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TERCERA PARTE
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33
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36
37
38
39
40
41
42
43
44
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CUARTA PARTE
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NOTAS DEL AUTOR
AGRADECIMIENTOS
Notas
Mapa 1
Mapa 2
De nuevo para mi Cole personal
De nuevo
para
mi Cole personal
Nota autor
Los que tengan un detallado conocimiento del norte de Madagascar, advertirán que, en aras de la narración, me he tomado ciertas libertades con la geografía. Por la misma razón he simplificado el enorme entramado de organizaciones, departamentos e individuos que los nazis hubieran tenido que emplear para llevar a cabo su Plan Madagaskar. Espero que los expertos en ambos asuntos me perdonen estas licencias.
Citas bibliográficas
«Espero que el concepto de judío desaparezca por completo ante la posibilidad de una gran emigración a África o a cualquier otra colonia.»
HEINRICH HIMMLER,
memorando a Adolf Hitler, 25 de mayo de 1940
«A pesar de las dudas ideológicas del Führer, creo firmemente que esta arma nos proporcionará la victoria definitiva en África.»
WALTER HOCHBURG,
comunicado secreto enviado a Germania el 22 de marzo de 1953
El mundo de 1940 a 1952
El mundo de 1940 a 1952
En mayo de 1940, durante varias horas se creyó que las fuerzas británicas concentradas en Dunquerque conseguirían escapar. Entonces Hitler ordenó destruirlas.
En el desastre subsiguiente murieron miles de soldados británicos y unos doscientos cincuenta mil fueron hechos prisioneros. El primer ministro Churchill dimitió. Lo sucedió en el cargo Lord Halifax, que, en vista del terror de la gente, negoció la paz. En octubre de aquel año, Gran Bretaña y Alemania firmaron un pacto de no agresión y crearon el Consejo de la Nueva Europa. A los países ocupados —Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca y Noruega— se les garantizó cierta autonomía, siempre que permanecieran bajo gobiernos de derechas, y pasaron a ocupar un lugar junto a Italia, España y Portugal. Aunque debilitado, el Imperio británico seguía abarcando gran parte del mundo.
En 1941, con las fronteras occidentales aseguradas, Hitler lanzó una invasión sorpresa sobre la Unión Soviética; dos años después, esta ya no existía. El Reich se extendía del Rin a los Urales y su capital fue rebautizada como Germania. La camarilla hitleriana empezó a reclamar la devolución de las colonias alemanas perdidas tras el Tratado de Versalles. «El día que consolidemos la reorganización de Europa —anunció Hitler como respuesta ante un público expectante formado por miembros de las SS— nos centraremos en África.»
Los ejércitos del Reich se dirigieron hacia el ecuador y a su paso conquistaron una vasta franja de tierra que abarcaba del Sahara al Congo belga. A medida que los límites de aquel nuevo territorio se acercaban a las fronteras del Imperio británico, Hitler y Halifax firmaban nuevos acuerdos de paz, que garantizaban la mutua neutralidad entre ambos países. Aquellos acuerdos culminaron en la Conferencia de Casablanca de 1943, en la que el continente se dividió —«se partió», según Churchill— entre ambos poderes. Gran Bretaña mantenía sus intereses en África oriental y Alemania se quedaba con la occidental. Otras negociaciones le garantizaron a Mussolini un pequeño imperio colonial italiano, y Portugal mantuvo sus colonias de Angola y Mozambique.
En medio de toda aquella turbulencia, Estados Unidos se mantuvo tozudamente aislacionista.
El Imperio africano de Alemania se dividió en seis provincias. Las administraciones civiles y militares fueron sustituidas poco a poco por gobernadores de las SS que respondían ante Himmler, pero que actuaban de forma semiautónoma y gozaban de un poder casi ilimitado. El más ambicioso fue Walter Hochburg, gobernador del Kongo. Creador de ciudades nuevas y resplandecientes, así como de una red africana de autopistas, Hochburg explotó vorazmente los recursos naturales para «fortalecer el vigor de Europa». También fue responsable de la deportación de la población negra al Sahara y pocos se atrevían a cuestionarlo.
A pesar de una década de paz y prosperidad, Hochburg no descansaba: quería que la esvástica sobrevolase toda África. En 1952, atacó la Angola portuguesa y empezó a preparar la invasión de la británica Rodesia del Norte. La Oficina Colonial de Londres y ciertos elementos de Germania que temían el creciente poder de Hochburg decidieron actuar contra él. Prepararon un chapucero intento de asesinato para provocar la invasión apresurada de Rodesia y, así, obligarlo a dividir sus fuerzas para luchar en dos frentes. La derrota tenía que acabar con sus ambiciones.
El 21 de septiembre de 1952, mientras el ejército alemán estaba ocupado en Angola, Hochburg ordenó que sus pánzer entrasen en Rodesia. A Hitler le prometió una victoria relámpago.
Hampstead, Londres, 4 de octubre de 1952, 1:15 horas
Hampstead, Londres, 4 de octubre de 1952, 1:15 horas
No tenía noticias desde la mañana que partieron. Ni telegramas ni cartas ni jadeantes mensajeros que llegaran al amanecer. Ni una sola palabra de Burton desde hacía cinco semanas y un día, únicamente informes por radio que ella no quería escuchar: guerra en el Kongo y miles de muertos. Luchaba por no contar una hora tras otra.
Madeleine Cranley yacía de costado envuelta en las sábanas, intentando dormir, con la larga y negra cabellera desparramada sobre la almohada. En su interior sentía palpitar el niño que llevaba en las entrañas desde hacía ya cinco meses. Lo esperaba para febrero. Siempre que comía con su esposo procuraba atiborrarse, con la esperanza de que un aumento de peso disimulara el embarazo. Su garganta parecía permanentemente atascada con comida no deseada: pasteles, púdines y salsas mezcladas con ácidos gástricos. La mandíbula le dolía de tanto masticar.
El reloj del vestíbulo dio la media; después, las dos. Madeleine entraba y salía de la consciencia; hasta que estiró el brazo y apagó la luz.
La tensión de su rostro cedió, la calidez la envolvió... y cuando el sueño ya le ofrecía el descanso, oyó unas pisadas distantes. Imaginó que eran las de Burton. Él había viajado a África con el corazón henchido de venganza para matar al gobernador de las SS en el Kongo, aunque ella le había suplicado que no lo hiciera. Ahora había vuelto... y se deslizaba en su cama como solía hacer las escasas noches que podían pasar juntos. Su cuerpo frío, su olor a almizcle y humo. Antes de rendirse a sus brazos quería que supiera lo furiosa que estaba con él, que casi la había hecho enloquecer de preocupación. Él susurró una disculpa, pero ella no la necesitaba, tenerlo de nuevo en casa era suficiente. Iban a pasar el futuro juntos.
Se le escapó un sollozo. Burton nunca iría allí.
Repasó las demás posibilidades de la casa. No reconocía el familiar calzado acolchado de los sirvientes y no podía ser su esposo, que esa noche se encontraba lejos, ocupado en sus negocios. Las pisadas tampoco pertenecían a su hija Alice. Eran demasiado toscas, demasiado torpes.
Había un extraño en la casa.
Madeleine encendió la lámpara y ladeó la cabeza para oír mejor. La casa crujió rompiendo apenas el silencio. ¿Se habría imaginado las pisadas? Durante años, tras su llegada a Inglaterra como refugiada, había turbado sus sueños el sonido de botas militares subiendo escaleras.
Creyó haber oído las pisadas en la planta superior, cómo cruzaban una puerta y descendían por la escalera principal. Unas suelas gruesas amortiguadas por la alfombra.
Apartó las sábanas y, todavía confusa, apoyó los pies en el suelo. La luz iluminaba la casa, aunque debería estar a oscuras. Subió por las escaleras, consciente del peso poco manejable de su barriga. Por encima de ella había dos pisos: el más alto era el de las dependencias de la servidumbre y el de debajo estaba reservado a los invitados y albergaba el cuarto de Alice.
Abrió la puerta intentando hacer el menor ruido posible, por si acaso su hija había tenido una pesadilla. De pronto sintió que se le cortaba la respiración. La lámpara de la mesita de Alice estaba encendida iluminando la habitación de su hija... pero la cama estaba vacía. Madeleine pasó la mano por debajo de la colcha: el colchón aún estaba caliente.
—¿Elli? —susurró. Era el apodo con el que llamaba a su hija.
Una puerta comunicaba el dormitorio con el cuarto de los juguetes. Madeleine la abrió, pero solo encontró oscuridad y el destello de los ojos de un caballo-balancín. La niebla se agolpaba contra la ventana. De vuelta al dormitorio, revisó el armario ropero. A veces Alice se escondía allí, bajo montones de mantas y ositos de peluche. También estaba vacío. Pensó en aquella vez que Elli se había perdido en la granja de Burton. «No te preocupes; la encontraremos», le dijo él. Su tono era tan resuelto, tan confiado...
Regresó al piso inferior y se inclinó sobre la balaustrada.
—¿Elli? —llamó.
Apareció el ama de llaves, la señora Anderson. Iba vestida de negro, con el pelo negro recogido en un moño. Siempre se comportaba con un servilismo que incomodaba a Madeleine, consciente de que, como señora de la casa, se sentía más extranjera que el jardinero polaco.
—¿Ha visto a Elli?
La señora Anderson dejó que una inusual sonrisa asomara a sus labios.
—Alice —rectificó, marcando las sílabas— está aquí abajo, con nosotros.
—¿Qué está haciendo?
—Nada de lo que tenga que preocuparse, señora Cranley.
—¡Es plena noche! Mi hija debería estar en la cama.
—Igual que usted.
—¿Qué acaba de decir?
Otra leve sonrisa burlona apareció en el rostro de la señora Anderson antes de desaparecer.
Madeleine volvió a su habitación para buscar una bata y unas zapatillas. Quería estar calzada al enfrentarse al ama de llaves. Cruzó la puerta y frenó de golpe, agarrándose la barriga.
Sobre la cama había una maleta, la misma maltrecha maleta con la que había huido de Viena catorce años antes tras la anschluss, cuando los nazis se apoderaron del país.
—Te dije que la tiraras, pero la señora Anderson me informó de que la tenías escondida en el sótano desde que te mudaste.
Su marido. Jared.
Era empleado civil de la Oficina Colonial y vestía el uniforme oficial, un traje de color pardo de raya diplomática y chaleco. El olor de la noche impregnaba su ropa: otoñal, húmedo, penetrante. La brillantina le oscurecía el cabello rubio. Sus ojos parecían húmedos, como si hubiera llorado hacía poco. Estaba llenando la maleta.
—Creí que esta noche estarías fuera.
—Recibí buenas noticias y quería compartirlas contigo.
—¿Por eso está Elli abajo?
—No deberías llamarla así, en serio. Suena demasiado alemán. La gente ya habla demasiado.
Jared siguió llenando la maleta, pero no parecía haber ninguna lógica en las prendas que escogía: vestidos veraniegos, medias de lana, su cárdigan favorito... Tomó una camisola de seda y la apretó con las manos.
—No recuerdo haberte comprado esto. Parece barata.
Madeleine la reconoció como un regalo de Burton. El rubor hormigueó en sus mejillas. Desde hacía un mes aguantaba muchas de esas inocentes provocaciones. Durante el desayuno, Jared le había leído en voz alta algunos titulares de The Times: «LOS NAZIS RETROCEDEN HASTA LA FRONTERA DEL KONGO» o «COMIENZA EL ASEDIO DE ELISABETHSTADT»; a continuación le había preguntado qué sentía al saber que estaban muriendo tantos soldados en África. Pero él no podía saberlo, ¿verdad? ¿Cómo si no iba a poder sentarse allí, comerse una tostada o sorber su té darjeeling, sabiendo que al otro lado de la mesa su esposa estaba embarazada del hijo de otro hombre? El agotamiento estaba volviéndola paranoica.
—¿Adónde vamos? —preguntó, intentando que su voz sonase suave y ligera como una esponja.
Él ignoró la pregunta y metió la camisola en la maleta. Sin saber qué hacer, Madeleine esperó en silencio a que su marido terminase, siempre protegiéndose el abdomen con las manos, sintiendo el frío en los pies descalzos. Finalmente, Jared lanzó varios frascos de perfume en la maleta, la cerró y la levantó con una mano para probar lo que pesaba.
—No queremos que pese demasiado. —La miró directamente a los ojos—. No en tu estado.
Madeleine sintió la presión de su vejiga. Forzó una sonrisa.
—¿En qué estado?
Jared soltó la maleta, cruzó el dormitorio y se paró frente a ella, amenazante. Madeleine sintió la urgencia de dar un paso atrás... pero la controló.
Él alargó las manos hasta tocar la chaqueta de su pijama. Madeleine se había comprado tres recientemente, de estilo imperio y de una talla muy grande para que ocultasen su cintura. Jared empezó a desabrocharle los botones. Podría haber resultado seductor de no ser por la rudeza de sus ojos. Sus manos suaves y de uñas bien cuidadas le rodearon la panza. Solo una delgada barrera de piel separaba aquellos dedos de su niño.
Madeleine no pudo evitarlo: dio un paso atrás.
En respuesta, él se inclinó hacia delante como si fuera a besarla en la oreja y le susurró algo. Lo hizo con una voz tan baja que Madeleine apenas pudo captarla.
Pero creyó oír un «lo sé».
De alguna parte le llegó un fuerte olor a cigarrillo. Madeleine dio otro paso atrás y su espalda chocó contra la puerta. Los dedos que le rodeaban el vientre presionaron con más fuerza, hasta que la presión se elevó hasta sus costillas. La criatura dio una patada.
—Jared, por favor... Me haces daño.
Él volvió a hablar. Esta vez fue una declaración. Su rostro era una máscara blanca y fría, desaparecida toda la indiferencia de las semanas anteriores.
—Lo sé todo sobre tu amante y tú. —Un rugido en sus oídos, a la vez agudo y ensordecedor, un retumbar sordo. Necesitaba sentarse—. La granja, la modesta vida que planeabais juntos. Lo sé desde la primavera.
Madeleine sacudió la cabeza.
—Te lo di todo —siguió él—. Y así me lo pagas.
Hacía mucho tiempo que sabía que llegaría aquel momento y había ensayado la respuesta. Quería recriminarle la forma en que había reducido su mundo, aunque lo disfrazase con bailes de gala y suites de lujo en distintas capitales europeas. Y el tono con el que insistía en que ella comía como un obrero famélico y sus muecas de desaprobación si le sonreía demasiado amablemente a un portero. «Todo el mundo debe saber cuál es su sitio, Madeleine.» Y los años que había pasado interpretando el papel de esposa —gustosamente al principio—, sin creerse el papel de esposo de Jared. Madeleine no sentía la necesidad de justificarse, solo de explicarse. Burton no era la causa de su distanciamiento; simplemente le había ofrecido la vida que ella deseaba. Pero ahora, viendo lágrimas en los ojos de Jared, el remordimiento se apoderó de ella.
—Nunca quise que pasara. —La culpabilidad la había hecho rechazar a Burton más de una vez. Se acercó a su marido, rozando apenas la negra tela de su traje—. Lo siento, Jared, yo...
Él le apartó la mano y le dio la espalda. Sus hombros delataron un ligero estremecimiento. Ninguno de los dos habló durante un momento largo. Madeleine creyó oír que alguien se movía al otro lado de la puerta, que alguien estaba escuchando. Otra vez aquel rastro de tabaco.
—Voy a darte la oportunidad de elegir —cedió Jared por fin. Tragó saliva ostensiblemente y emitió un chasquido como si sus próximas palabras le supieran a rancio—. Puedes marcharte esta noche, o puedo perdonártelo todo y seguir como antes. Un aborto sería lo mejor, pero si te parece demasiado, estoy dispuesto a criar el niño como si fuera mío. No hace falta que nadie sepa la verdad.
Madeleine se sentía como atontada.
—¿Y bien?
—Jared, yo... yo...
—Elige.
Como ella no respondía, Jared repitió la palabra. Pero, esa vez, Madeleine creyó percibir algo siniestro en su tono. Desprecio. Brutalidad.
—Necesito vestirme —balbuceó Madeleine, dando unos pasos hasta llegar junto a la maleta.
—¿De verdad lo eliges a él antes que a todo esto? —preguntó él, moviéndose por la habitación con los brazos abiertos como si quisiera abarcarla toda: la cama Spink & Edgar, las sábanas de lino Peter Reed, los armarios repletos de los mejores vestidos de temporada, los cajones llenos de anillos de perlas y diamantes que nunca le habían importado.
Ella pensó en las habitaciones vacías y barridas por el viento de la granja, y en lo cómoda que se sentía allí.
—Lo siento, Jared. Lo amo.
—¿Me has amado a mí alguna vez?
—Ya ni me acuerdo.
—Una cosa más antes de que decidas... —apuntó el, sentándose.
—Demasiado tarde para eso.
Jared sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y lo depositó en las manos de Madeleine.
—Te dije que vine corriendo. Esperaba esta noticia desde hace semanas y tenía ganas de compartirla contigo.
El sello del sobre estaba roto. Contenía una carta y una docena de páginas mecanografiadas llenas de nombres.
—No comprendo... —balbuceó ella.
Era un comunicado del Almirantazgo acerca de un buque de guerra inglés en el golfo de Kamerún, el HMS Ibis. Se había hundido, presumiblemente torpedeado por la Kriegsmarine, la armada alemana. El nombre, Ibis, no significaba nada para ella, pero, aun así, algo se agitó en sus entrañas. Y no era el bebé. Habían podido rescatar de las aguas a una treintena de hombres, todos los demás habían muerto.
Levantó la vista hacia Jared.
—La segunda hoja —indicó él—. Una lista de los fallecidos.
Madeleine dirigió la atención a esa página y leyó la lista. Estaba al final: Burton Cole.
De repente, todo el mundo pareció inclinarse hacia un lado, como si ella misma estuviera en el barco atacado. Las hojas se le cayeron de las manos y planearon hasta sus zapatos Cranley. Tuvo que esforzarse para respirar, para llenar mínimamente sus pulmones de aire.
—Todo salió mal en el Kongo —explicó su marido, deleitándose en sus palabras—. Tuvo que huir hasta Angola... para tomar un barco con el que regresar a casa. O eso es lo que tu amante pretendía.
—El Kongo... —dijo ella, y a punto estuvo de quebrársele la voz—. ¿Cómo sabes lo del Kongo?
—¿Quién te crees que lo envió allí y planeó su reencuentro con Hochburg?
—¿Tú?
—Cole era perfecto para ese trabajo, aunque sin ser consciente de que estaba planeado por la Oficina Colonial. Atrajo a Hochburg hasta nuestra trampa para que invadiera Rodesia. Cuando hubo cumplido su misión, lo abandonamos a su suerte.
Ella temblaba, casi doblada sobre sí misma, contemplando al hombre que había sido su marido como si fuera la primera vez que lo veía. Como en aquella ocasión que le golpeó. Un puñetazo en pleno estómago que le hizo caer de rodillas. Ni siquiera se acordaba del motivo. Después, Jared se disculpó por perder el control, juró que no se repetiría jamás y llenó la casa con tantos lirios que su fragancia llegó a provocarle náuseas. Nunca se lo contó a Burton.
—Eso debería hacer más fácil tu decisión. —Su tono era neutro, el de un funcionario civil informando a su ministro—. Supongo que ahora te quedarás. Estoy seguro de que podremos dejar atrás ese estúpido asunto y...
Ella saltó hacia él, le arañó el rostro y le dejó un rastro sangriento.
Cranley la empujó violentamente, lo que hizo que tropezase y cayera al suelo. Sintió que el niño rebotaba dentro de ella como una piedra.
Su esposo dio un paso adelante y pisoteó la lista de los marineros ahogados. Su mano se cerró formando un puño. Ella vio el destello de su anillo de bodas. Si la golpeaba con él, podía romperle los dientes.
—Soporté el desprecio de todos por ti —escupió, enfurecido—. Jared Cranley, el hombre que podía tener a cualquier mujer que deseara, pero que se casó con una criada judía, que se casó por amor. —Soltó un bufido mientras buscaba su pañuelo—. Por ahí dicen que soy el hombre más romántico de Londres.
Madeleine se puso en pie sollozando, tomó la maleta y abrió la puerta. Buscaría a Alice y juntas se irían a la granja.
—Este es el señor Lyall —anunció Cranley.
Un hombre de nariz aplastada y barba espesa le cerraba el paso. Vestía un traje negro y parecía que hubiera dormido con él puesto. El hedor a tabaco que flotaba a su alrededor le provocó una mueca de asco involuntaria.
Quiso pasar junto a él, pero el hombre la bloqueó. Intentó golpearlo con la maleta para abrirse paso, pero el cierre cedió y la ropa se desparramó por toda la habitación. Madeleine quiso empujarlo; de repente se encontró en el suelo, sintiendo un dolor agudo en el culo y sin fuerzas para levantarse.
Lyall blandía una cachiporra. La apoyó contra su boca.
—Siempre tuviste una sonrisa preciosa —reconoció Cranley. Miró la ropa diseminada por el dormitorio, antes de dirigirse a Lyall—. Olvida la maleta. Solo quiero que se vaya.
Ella sintió que se le desgarraba el pijama cuando él la obligó a levantarse.
—¿Y Alice? —preguntó.
—Tendrá todo lo que necesite: un hogar maravilloso y un padre que la adora. La señora Anderson será una institutriz excelente.
—¿Me lo prometes?
—Puede que tú seas una puta judía, pero Alice es mi hija. —Se secó la sangre de la mejilla con el pañuelo—. Será mejor que te vayas sin histerias, no quiero que se altere.
—¿Y yo? —Su tono era neutro, nada suplicante.
—Tendrás más de lo que te mereces.
—Vamos, señora Cranley —urgió Lyall, sujetándola del brazo.
La arrastró hasta el recibidor. Al final de las escaleras, la puerta principal se abría a la niebla exterior. Abajo, también vestido de negro, esperaba un hombre rechoncho empuñando una pistola y con uno de los abrigos de piel de Madeleine doblado sobre el brazo.
—¿Adónde me lleváis? —preguntó ella.
Un recuerdo aulló en su mente: el momento en el que los nazis llegaron en busca de su padre, allá en Viena. Los golpes en la puerta, la casa invadida con uniformes y armas. Su madre hizo aquella misma pregunta. «Solo queremos que firme algunos papeles», ladró uno de los camisas pardas. Papá regresó dos días después con la camisa sucia, sin corbata, incapaz de controlar sus temblores.
—Todo está arreglado —le informó Lyall. Su voz era la pantomima de la de una dama—. No tardaremos en llegar.
Madeleine clavó los pies en la alfombra y tensó las piernas, pero Lyall tiró de ella hasta el borde de la escalinata.
—Mi esposa tuvo un aborto, la pobre. Se cayó por las escaleras.
Luchó un instante más, pero finalmente dejó de oponer resistencia y se abrazó el vientre. Mientras la llevaban hacia la salida, giró la cabeza para echar un último vistazo a su esposo.
Cranley estaba enmarcado en el dintel del dormitorio. La miró un segundo, antes de volver a examinar la sangre de su pañuelo.
Los nombres de los muertos seguían bajo sus pies.
PRIMERA PARTE
PRIMERA PARTE
GRAN BRETAÑA
Le quitaron todo lo que amaba: su corazón y su familia, sus creencias y todo aquello de lo que formaba parte.
ELEANOR COLE,
Carta a su hermana, 1930
1
1
Schädelplatz, Kongo alemán,
26 de enero de 1953, 5:30 horas
El personal de los pánzer lo llamaba Nasornstahl, «rinoacero», y se suponía que era impenetrable. Habían soldado una viga de ese acero atravesando la entrada.
Se oyó un retumbar y un chasquido, como el del trueno en una nube tormentosa; y la puerta explotó. Por todo el pasillo volaron llamas y esquirlas de metal. Antes de que el humo se aclarase, los guerrilleros belgas emergieron de la barricada, apartando la deformada viga. Entre los europeos se veían caras negras.
El Oberstgruppenführer Walter Hochburg sintió un escalofrío de incredulidad, rápidamente sustituido por rabia. Sus ojos negros brillaban.
Ningún negro, ningún negro vivo, había pisado jamás la Schädelplatz, su cuartel general secreto. Apoyó el fusil en los sacos de arena —era un BK44, regalo personal de Himmler—, y apretó el gatillo. Las tropas de las Waffen-SS que lo flanqueaban hicieron lo mismo.
El pasillo se llenó con más guerrilleros.
—Mantened la posición —rugió Hochburg. Su voz era la de un barítono puro.
Pero los hombres de ambos lados ya estaban retirándose al siguiente reducto. Hochburg los siguió a regañadientes, convencido de su invencibilidad, con el fusil buscando pieles oscuras. Llegó hasta la segunda barricada de sacos de arena y se refugió tras ella para recargar el arma.
—Oberstgruppenführer!
Ante él se hallaba su nuevo ayudante, el Gruppenführer Zelman: cara plana, rubio, imperturbable. Los botones de su uniforme brillaban como si fueran de plata. Había emergido de un pasillo lateral.
—¿Novedades? —preguntó Hochburg.
—Unos mil guerrilleros, quizá más, artillería incluida —informó en voz baja—. La entrada principal y la del sur han cedido. No resistiremos mucho más.
—¿Dónde están mis helicópteros?
—Tiene que marcharse, Oberstgruppenführer. De inmediato. Su escolta espera para llevarlo hasta Stanleystadt.
Stanleystadt, la mayor ciudad del norte del Kongo.
—¿Y dejar nuestro santuario en manos de negros? ¡Nunca! —No quería ver un solo negrata a menos de mil kilómetros a la redonda de su Schädelplatz. Hochburg metió un nuevo cargador en su BK44—. Coge un fusil y combate. Tú, el personal auxiliar, los cocineros, los porteros, todos. Hasta el último hombre.
—No he venido a África para morir, Oberstgruppenführer.
—Entonces no tienes derecho a estar aquí.
No era la primera vez que Hochburg lamentaba no tener a Kepplar, su anterior ayudante. A pesar de sus fallos era un hombre que habría disfrutado defendiendo la Schädelplatz. Zelman era primo de la esposa de Heydrich y se lo habían asignado tras el fracaso de la invasión de Rodesia. «Para vigilarme», le dijo Hochburg el día mismo de su llegada.
Entre ellos cayó una granada.
Zelman sujetó a Hochburg y tiró de él hacia el pasillo lateral. La explosión convirtió la entrada del pasillo en un diluvio de cascotes.
—Yo se la hubiera devuelto —protestó Hochburg, poniéndose en pie y sacudiéndose el polvo. Cuando el ataque lo despertó había elegido el uniforme negro, el que mejor se ajustaba a su musculatura. Ahora estaba sucio y desgarrado.
Zelman se abrió camino por los pasillos de piedra de la Schädelplatz hasta la entrada principal. Allí se detuvo bruscamente.
Hochburg había estado allí quince minutos antes, exigiendo a la base de Kondolele que enviase sus helicópteros de combate. Tendría que haber centinelas en la puerta, pero no veía a nadie. Empujó a un lado a su ayudante y entró en el centro de mando. Frente a él solo vio el amanecer perlado de nubes, un resplandor rosa y naranja.
—No puede ser... —balbuceó Hochburg, sintiendo que se le revolvían las tripas. Su voz sonaba como si estuviera pisando serpientes con sus botas militares.
El centro de mando había recibido un impacto directo. En medio de la sala, la mesa-mapa de África Central estaba partida en dos y, sobre ella, habían llovido pedazos de techo. Los triángulos negros que representaban unidades de las Waffen-SS se veían diseminados por el suelo. Hochburg se agachó para recoger uno. Jugueteó con él entre los dedos como si fuera una piedra preciosa. Los cadáveres sembraban el suelo, los cables sueltos chisporroteaban. Solo los teletipos parecían intactos, vomitando partes de guerra. En aquellos momentos ya debería ser el amo de Rodesia del Norte, sus minas de cobre al servicio del Reich, sus ciudades y sus polvorientas llanuras libres de la amenaza negra. Los pánzer la habían invadido el año anterior, pero se encontraron con que las fuerzas británicas estaban esperándolos. Su prometida victoria relámpago se convirtió en una prolongada retirada, con los británicos cruzando la frontera y rodeando Elisabethstadt, la tercera ciudad del Kongo. Desde entonces, el asedio se había convertido en un juego de ataques y contraataques. Con el ejército de Hochburg ocupado en el sur, los restos de la Fuerza Pública Belga aprovecharon la situación y lanzaron por el norte un ataque de guerrillas a gran escala. Los belgas, anteriores gobernantes del Kongo, habían estado organizando la insurgencia desde que la esvástica se alzase sobre la colonia hacía una década; ahora estaban envalentonados.
Una operadora de radio suplicaba por el micrófono. Hochburg se guardó el triángulo negro en el bolsillo y apoyó la mano en el hombro de la mujer. Tenía el cabello lleno de polvo y la parte derecha del rostro cubierta de quemaduras.
—¿Alguna noticia de los helicópteros, Fräulein?
—Hemos perdido contacto con Kondolele, Oberstgruppenführer.
—¿Refuerzos?
—Stanleystadt ha informado de que una hora antes del amanecer lanzaron una nueva ofensiva contra la ciudad. No pueden enviarnos refuerzos.
—Tiene que marcharse —interrumpió Zelman.
Hochburg se pasó la mano por su calva cabeza.
—No.
—Con todo respeto, Oberstgruppenführer, si lo capturan lo exhibirán por las calles de Lusaka...
—¿Crees que eso me importa?
—A Germania,1 sí, sobre todo si lo llevan ante un tribunal de negros.
Hochburg suspiró.
—Si no estuvieras tan desesperado por salvarte tú mismo, resultarías más convincente.
—Desde aquí no puede organizar una contraofensiva. Su mayor esperanza es llegar a Stanleystadt.
—Este es mi hogar.
—No podemos contar con los helicópteros ni con más hombres. Schädelplatz está perdida.
La operadora de radio levantó la mano pidiendo permiso para hablar.
—Schädelplatz es algo más que las paredes que nos rodean. Es un ideal, un faro que guía nuestros corazones. —Parecía demasiado vergonzosa para mirar a los ojos de Hochburg directamente—. Y mientras usted sobreviva, Oberstgruppenführer, lo seguirá siendo.
—La chica tiene razón —apoyó Zelman—. No tenemos que morir.
Hochburg consideró sus palabras, reticente a admitir la verdad. Palmeó amablemente la espalda de la operadora.
—Aquí ya no puedes hacer nada. Ven con nosotros, estarás a salvo.
—Me quedo, Herr Oberstgruppenführer. Seguiré insistiendo para que nos manden los helicópteros.
—¿Lo ves, Zelman? De tener un batallón de chicas como ella, ya habría ganado esta guerra.
Salió en tromba de la sala, enarbolando su fusil.
—¿Adónde va? —preguntó Zelman.
Las luces de los pasillos parpadearon por encima de Hochburg. Podían oírse esporádicas ráfagas de disparos y los gritos de los guerrilleros belgas levantaban ecos en los espesos muros. Se sintió defraudado por no cruzarse con nadie de camino a su estudio.
Los Leibwachen, su guardia personal, lo esperaban. Los había despedido antes cuando, incitados por Zelman, vigilaban todos y cada uno de sus movimientos. Vestían trajes oscuros y empuñaban fusiles de asalto BK44. Uno de ellos sujetaba la correa de Fenris, su mastín ridgeback rodesiano. Hochburg cogió la cara del perro entre las manos e inhaló su fuerte aliento.
Las ventanas francesas del estudio habían estallado hacia dentro y habían cubierto el suelo de cristales. Una humareda espectral flotaba en el aire.
—Traedme gasolina —ordenó Hochburg sin dejar de mirar las paredes cubiertas de libros—. Después bajad a la plaza y asegurad la zona. Que alguien se encargue del perro.
Se acercó a su mesa, abrió un cajón y sacó un saquito atado con un cordón. Dentro había un cuchillo que, al extraerlo, dejó escapar un destello plateado. Era el cuchillo que Burton había querido hundirle en el corazón.
Burton Cole.
Él tenía la culpa de la muerte de Eleanor, el gran amor de su vida y madre del propio Burton. Ella había escogido a su hijo antes que a él y así se condenó a sí misma a una muerte salvaje. Hochburg nunca se lo perdonaría a Burton. Pese a los años transcurridos, el dolor por Eleanor seguía tan candente como su sed de venganza. El deseo de ver arder, literalmente, al hijo de ella y disfrutar con cada grito de su agonía aceleró su sangre más que nunca, por encima de todo alivio, como el picor de un miembro fantasma. Burton ya estaba muerto, torpedeado y ahogado en la costa de África Occidental. El propio Hochburg dio la orden, una decisión que había llegado a lamentar.
A medida que la guerra se extendía por toda la frontera de Rodesia con el Kongo, pasaba las noches imaginando los últimos segundos de Burton, el pánico del muchacho cuando el barco empezó a escorarse y se propagaban las llamas, su dilema entre rendirse al fuego o al agua. Un hombre se habría lanzado por la borda; el instinto humano siempre buscaba la supervivencia, aunque solo fueran unos minutos más. Al final, inevitablemente, Burton tragaría agua salada: ese era el momento que Hochburg lamentaba haberse perdido.
Lo había engañado la última mirada que dirigió a los ojos del muchacho, su mezcla de triunfo y fracaso. Después Burton se habría hundido hacia la oscuridad y el olvido, una liberación que a Hochburg le era negada. Sabía quién de los dos estaba condenado a sufrir más: él vivía todos los días con el dolor de la pérdida de Eleanor.
Un leibwache entró portando una lata llena de gasolina. Tras él irrumpió Zelman.
—Han llegado al centro de mando. Solo tenemos unos minutos.
—¿Qué le ha pasado a la operadora? —preguntó Hochburg.
Su ayudante se acercó al retrato del Führer y accionó el interruptor oculto en el marco. Lo hizo con una familiaridad que le puso los pelos de punta a Hochburg. La pintura se deslizó a un lado para revelar una estancia oculta. En el suelo había una trampilla que conducía a un pasaje subterráneo hasta la Schädelplatz.
—No pienso escabullirme así —sentenció Hochburg, desenvainando el cuchillo.
—Oberstgruppenführer, debemos irnos ahora —imploró Zelman.
Hochburg se giró hacia el leibwache que llevaba la lata de gasolina.
—Los libros —señaló. Quizá fuera demasiado tarde para salvar la Schädelplatz, pero sus enemigos no iban a saquear sus preciosos volúmenes. Supervisó el rociado de su biblioteca y, una vez concluido, le ordenó a Zelman que le prendiera fuego. Hacerlo él mismo le rompería el corazón.
Se asomó a la barandilla de la balconada. Abajo, la plaza estaba vacía a excepción de sus hombres, que habían formado un perímetro siguiendo sus instrucciones. El bombardeo continuaba y los breves estallidos de luz iluminaban intermitentemente aquel recinto sagrado. Tenía que salvar un último objeto.
El más preciado de todos.
Bajo sus botas se extendía una inmensidad de cráneos humanos. «Veinte mil calaveras de negros», como solía resumir Hochburg ante sus visitantes. Era el lugar que daba nombre a la Schädelplatz, «la plaza de las Calaveras», un terreno empedrado con huesos.
Rodeado por la neblina rosada del amanecer, se permitió saborear por última vez el ambiente de la plaza. Era la fortaleza de su corazón: un vasto cuadrado con el perímetro protegido por claustros y torres de guardia en las esquinas, desde las que los soldados estaban disparando contra la jungla exterior. La pared norte estaba recubierta de andamiajes, allí donde reparaban el daño causado por Burton y su equipo de asesinos el año anterior. A Burton lo había contratado una camarilla formada por industriales rodesianos y la inteligencia británica. Al fallar su intento de asesinato, Hochburg aprovechó el incidente para justificar su ataque contra Rodesia. Flanqueado por un leibwache, Hochburg buscó una herramienta entre el material de construcción; después, caminó a zancadas hasta el centro de la plaza, arrastrando a Fenris tras él.
Hochburg alzó el pico por encima de su cabeza y lo clavó con fuerza en el suelo una vez, dos veces, haciendo volar trozos de cemento y pedazos de hueso.
Una de las torres de guardia desapareció en una bola de fuego y una sección del muro se volatilizó tras un segundo estallido. Un tanque irrumpió en la plaza; tras él, llegaron los guerrilleros belgas. Uno de ellos portaba un estandarte de estrellas amarillas sobre un fondo azul pavo real: la antigua bandera del Congo belga, que en aquel momento era símbolo de la resistencia. La ondeaba mientras entraba en la plaza.
—¿De dónde ha sacado la guerrilla un tanque? —preguntó Hochburg. Era un viejo Crusader británico, procedente de la guerra en el desierto contra Rommel.
Redobló sus esfuerzos en clavar el pico con furia, atento a no darle a la calavera central de la plaza. El tanque giró en su dirección y disparó. El obús redujo su estudio a un boquete humeante. En la plaza aparecieron más tropas de las SS. Zelman llegó junto a Hochburg; los Leibwachen formaron un círculo en torno a ellos. El pico volvió a golpear el suelo y el cráneo central quedó liberado.
Fenris lo olisqueó mientras Hochburg lo recogía delicadamente. Limpió varios pedazos de cemento pegados al cráneo y contempló las cuencas de los ojos. Cuando Eleanor escogió a Burton y no a él, huyó a la selva y los salvajes la asesinaron. Hochburg se dedicó a darles caza. El cráneo que ahora tenía en sus manos era del primer negro que había matado, un acto con el que dio comienzo su misión de transformar África. Había creado aquella plaza en honor de Eleanor.
Se suponía que sus sueños, sus ambiciones para el continente, no debían terminar así.
Hochburg guardó la calavera en el saquito que había cogido del estudio. Derrotaría a los insurgentes, los expulsaría a la selva y los exterminaría hasta que todos los árboles gotearan sangre escarlata. Entonces construiría una nueva Schädelplatz más grande, más impresionante que ninguna de las existentes.
La plaza desbordaba de belgas.
—Mi jardín. Puede ser nuestra única vía de escape —gritó Hochburg, haciéndole un gesto cortés a su ayudante—. Guíanos, Gruppenführer.
Zelman permaneció imperturbable en medio de los Leibwachen.
Hochburg se alejó corriendo del centro de la plaza, con Fenris tras sus talones y los otros intentando mantener el ritmo. Ya llegaban a los claustros cuando otro tanque entró en la plaza destrozando la pared más alejada. Rodó hacia ellos seguido por guerrilleros que concentraban el fuego contra la pequeña banda de nazis ocultos tras la columnata. Los Leibwachen de Hochburg cayeron en torno a él, que respondió con su BK44.
—Guarde una bala para usted —advirtió Zelman—. No deben cogerlo vivo.
Hochburg hizo caso omiso. Sus últimas balas serían para los negros. Cogió la correa de Fenris y se lanzó hacia la puerta del jardín. Tras él podía oír el repiqueteo de las botas de Zelman.
El segundo Crusader iba armado con un lanzallamas. Un chorro naranja y negro rugió a través del cuadrado. Los cráneos llevados allí desde las seis provincias del África alemana se vieron reducidos a ceniza.
Escudado por los claustros, con el pecho ardiendo, Hochburg logró llegar hasta el arco que conducía al jardín. Era su santuario, trabajaba en él hasta que le dolía la espalda, plantando todos y cada uno de los ejemplares con sus propias manos, tal como le había enseñado Eleanor.
Ahora se retorcían llameantes.
Apenas sentía ya la intensidad del calor. Fenris se liberó de la correa y echó a correr a través del follaje, allí donde se fundían la tierra cultivada y la selva. Hochburg se detuvo un instante con la boca abierta y la mandíbula caída; después, se lanzó hacia el infierno tras su perro.
2
2
Suffolk, Inglaterra, 28 de enero, 15:30 horas
—¡Detenga el coche!
—Aún no hemos llegado...
—¡Pare!
El taxista frenó bruscamente.
—Ahora retroceda. Creo que he visto algo.
A punto estuvo el taxista de replicar, pero se lo pensó mejor. Puso la marcha atrás y retrocedió por la vacía carretera. Un espeso bosque de robles, fresnos y olmos la flanqueaba por los dos lados. El sol del ocaso se filtraba entre ellos.
—Aquí.
El coche volvió a detenerse.
Burton Cole salió del taxi y se detuvo ante un hueco entre los árboles, sintiendo que se le cortaba la respiración. Sobre él, el viento azotaba las ramas. No tenía que haber mandado el telegrama.
—Está bien escondido —dijo el taxista, siguiendo su mirada—. ¿Es suyo?
Burton afirmó con la cabeza. Tenía el pelo rubio trigueño y los ojos del color de una tarde otoñal, tranquilos pero alertas. Oculto entre los troncos y el follaje había un Riley RMF negro. Metió la mano, la mano derecha, su única mano, en el bolsillo y sacó un billete.
—Me quedo aquí —le dijo al taxista, entregándole el dinero por la ventanilla.
—No tengo cambio de cinco.
—Tómese libre el resto del día, bébase una cerveza. Y si alguien le pregunta, ni me ha visto ni me ha traído hasta aquí.
—¿La policía? —preguntó el taxista, mirando desconfiadamente el dinero.
—Un marido celoso —respondió Burton, forzando una sonrisa.
El taxista asintió comprensivo y estrujó el billete.
—Un par de pintas y no recordaré una mierda.
Burton se echó la mochila al hombro y cerró la puerta del vehículo. Iba sin afeitar y llevaba un chaleco de piel de oveja sobre un traje de segunda mano. El pantalón y la chaqueta eran de viscosa marrón, y tenían el sudor de un cuerpo desconocido impregnando la ropa. Cuando Hitler devolvió los prisioneros ingleses de Dunquerque ordenó que, en lugar de entregarlos con su uniforme, los vistieran con aquellos «trajes de paloma» fabricados apresuradamente. Pocos de los prisioneros quisieron conservar aquella ropa y podían encontrarse fácilmente amontonados en las traperías.
El taxi maniobró para cambiar de dirección y aceleró en dirección a la estación de tren en la que Burton se había apeado aquella misma tarde.
Pasados unos segundos, el paisaje quedó en silencio.
En cuanto estuvo solo, Burton sacó su Browning HP, insertó un cargador y se la metió en el cinturón. Se encontraba a poco más de un kilómetro de su casa y conocía de sobra los alrededores. Antes de comprar la granja, cuando iba con Madeleine, había aparcado allí en varias ocasiones; era un lugar discreto para dejar el coche. Después desaparecían entre los árboles, sintiendo un lecho de hojas bajo los pies. Quizás el Riley era de una pareja que buscaba algo de privacidad.
Cruzó la carretera y puso la mano sobre el capó: el metal estaba frío. Atisbó el interior, pero solo descubrió un cenicero lleno de colillas. Todas las puertas estaban cerradas.
Se aflojó el cuello de la camisa y aspiró profundamente. No estaba el tiempo para aventuras de amantes.
En el barro se veían huellas —dos pares, masculinas— que se alejaban del coche y seguían el camino que conducía a la granja. Burton aceleró el paso. Sus botas emitían un sordo chapoteo. Eran lo único que había conseguido en Angola, cogidas de los pies de un cadáver, los cordones mal atados. Nunca se imaginó lo difícil que resultaba ser manco.
Había sido idiota enviando los telegramas.
El primero lo mandó desde Ciudad del Cabo antes de que lo admitieran en el hospital, cuando aún deliraba por el agotamiento y los remordimientos. Sin ninguna precaución, lo envió a la mansión londinense de Madeleine, cuyo esposo había enviado a Burton al Kongo para que lo mataran; ¿qué podía hacerle ahora en Inglaterra? «ESTÁS EN PELIGRO. ¡MÁRCHATE INMEDIATAMENTE! VUELVO A TI», dictó. Incluso en su estado febril, comprendió que era mejor cambiar la última frase por «VUELVO A CASA». Mandó otro desde Mombasa y un tercero en Nochebuena desde Alejandría. Las frases eran idénticas, pero el tono, más desesperado. Probablemente ya era demasiado tarde, pero no podía soportar más días de un tedioso viaje por mar sintiéndose impotente. Al no recibir ninguna respuesta, no se atrevía a pensar en lo que podía haber pasado.
El bosque dio paso a campo abierto. Diez minutos después, Burton descubrió un letrero desgastado por el tiempo: Granja Saltmeade. Ese momento había alimentado sus esperanzas durante el largo viaje. Se fijó en la imagen de unas ventanas iluminadas, en el aroma de la leña de manzano retorciéndose en el fuego de la chimenea, en Maddy abriendo la puerta con su vestido de flores azules, el vientre abultado por el niño que nacería pronto. Su primer hijo. Él la abrazaría, se hincaría de rodillas ante ella y le pediría perdón por abandonarla para ir a matar a Hochburg y para así poder perdonarse a sí mismo.
El letrero no hizo que se sintiera aliviado, solo le provocó más ansiedad y más ira de la que ya palpitaba dentro de él desde que había dejado África.
Quinientos metros de un camino lleno de baches llevaban hasta la granja; la casa aún no era visible desde allí. Aceleró el paso, asumiendo que quizá se dirigía hacia una trampa, pero la esperanza era demasiado fuerte. Por eso había ido hasta la granja.
—Dios, por favor... —susurró Burton—. Por favor.
No rezaba desde que era niño, desde que Hochburg mató a sus padres, desde Dunquerque, cuando la artillería alemana convirtió la costa en un matadero. Ni siquiera cuando se vio atrapado en el consulado de Angola sin esperanza de poder escapar. Ahora las palabras se agolpaban en sus labios, rogando un momento de gracia. Si tuviera la fe suficiente, Madeleine estaría esperándolo.
Una ráfaga de viento barrió el camino. Burton oyó cerca el ulular de una chimenea, un sonido triste y débil.
De repente se sintió expuesto: era un blanco perfecto para un francotirador. Se apartó del camino. Llegaría a la casa por detrás, protegido por las hileras de manzanos y membrillos. Tardó varios minutos en abrirse paso y, de repente, resbaló en la hierba y se cayó; desde el suelo pudo oler el frío de la noche concentrándose en la tierra.
Había una hilera de espinos blancos que formaba una barrera natural alrededor del huerto y protegía los frutales del viento. Mientras se aproximaba, Burton sintió que algo había cambiado, algo antinatural, como si la disposición del huerto estuviera distorsionada. Se deslizó por un hueco en el seto hasta poder ver la casa. En las ventanas solo había sombras; en la chimenea ni rastro de vida. Pero no fue la casa lo que más le impactó, sino la escena que lo rodeaba.
Se le cortó la respiración.
Se tambaleó y la mochila se deslizó de su hombro. Las piernas le fallaron y cayó de rodillas.
Cranley.
Solo Cranley podía haber hecho aquello.
Burton tuvo que apartar la vista. Sintió como si le hubieran dado un golpe en el pecho con tal ferocidad que le había dejado todo el cuerpo entumecido. Lo observaban dos cuervos, como centinelas vestidos con un elegante uniforme negro.
Había descubierto la granja hacía un par de años, en abril. Lo recordaba por las noticias de la mañana: el duque y la duquesa de Windsor habían aceptado la invitación del Führer para asistir en Germania a su fiesta de cumpleaños. La gente no sabía si mostrar su indignación o seguir con la cabeza agachada. Madeleine pasaba unos días en el hogar familiar de la costa de Suffolk, mientras que su marido y Alice se habían quedado en Londres. Burton la recogió allí y viajaron hacia el interior, donde no hubiera la menor posibilidad de encontrarse con alguien conocido. Caminaron juntos explorando los bosques y los prados, y se habían detenido a comer junto a un muro semiderruido desde el que podían ver la granja. Mientras se comían los sándwiches de queso y chutney, soñaron con poder vivir en un lugar como aquel. Al final se convirtió en uno de sus lugares preferidos. A ambos les atraía su aislamiento y su estado desvencijado, ruinoso. Era un lugar que pedía a gritos que no restauraran.
La misma semana que decidieron compartir su vida apareció mágicamente un letrero: «En venta.»
—No creo en las coincidencias —dijo Madeleine, luchando por contener una sonrisa.
—Bien. Yo tampoco —coincidió Burton.
El hijo del propietario les había enseñado la finca, disculpándose por el aspecto destartalado que tenía todo. Les explicó que su padre había muerto recientemente y que él no tenía ganas de encargarse de la granja: el trabajo le parecía demasiado duro y los beneficios, escasos, y más con la política agrícola de Alemania. Con las vastas y fértiles llanuras rusas y la infinita riqueza africana, Hitler había alcanzado su sueño autárquico. Es más, Alemania empezaba a exportar alimentos, más baratos que los de los granjeros británicos.
—Está el huerto, por supuesto —explicó el hijo—. Es un buen negocio, la gente siempre preferirá las manzanas inglesas.
Los llevó hasta los árboles frutales. Las ramas ya estaban floreciendo.
—Hay membrillos —exclamó Madeleine, aspirando el aroma.
—Tenemos manzanos y membrillos, perales, ciruelos de varios tipos y cerezos —añadió el hijo.
—Mis favoritos son los membrillos —insistió Madeleine, pasando un brazo por la cintura de Burton—. ¿Sabes lo que representan?
—Eva tenía uno en el Jardín del Edén —contestó él, recordando su infancia. Sus padres habían sido misioneros.
—No me refiero a esos cuentos de hadas. En la antigua Grecia, el novio y la novia tenían que comer sus frutos en la noche de bodas.
—¿De verdad? —A él le encantaba que la mente de Madeleine fuera el tesoro de una infancia pasada entre libros—. Pero nosotros no creemos en coincidencias, ¿te acuerdas?
Tres meses después, y gracias a que Burton le pidió prestada una pequeña fortuna a su tía, la granja y el huerto eran suyos. A veces, se preguntaba si había hecho bien porque, por más que se lo prometiera a Madeleine, le era imposible silenciar por completo los cantos de sirena de la aventura. La granja necesitaba mucho más trabajo del que él podía hacer, y descubrió que era mucho mejor con las armas que con los aperos de labranza. Pero era el primer hogar que tenía desde su infancia y había momentos —cuando reparaba el tejado, aspiraba el aroma de una tostada en la cocina u observaba las zapatillas de Maddie junto a la cama—, en los que sentía una satisfacción que no había sentido nunca. Era una vida que siempre se le había negado.
La humedad de la hierba le estaba empapando el pantalón. Se levantó con el rostro encendido y espantó a los cuervos, que se elevaron graznando y planearon bajo los rayos de sol. Burton se dirigió en dirección opuesta y atravesó el huerto.
Cranley había derribado los árboles a hachazos. Los árboles que florecían con frutos dorados, cuyos anillos habían crecido durante decenios, estaban reducidos a meros tocones. Burton dedujo que no había sido recientemente, antes del invierno: la madera expuesta a la intemperie estaba ennegrecida por la escarcha. Desparramadas, las ramas rotas sembraban el terreno como cadáveres caídos en un campo de batalla.
El acto en sí parecía frenético, como si Cranley hubiera sido incapaz de controlarse. Burton pudo oír en su cabeza el terrible golpeteo de los hachazos, el crujido de los troncos al quebrarse y caer. Y a Cranley aullando de placer. No habían talado todos los árboles, algunos tenían enormes heridas, pero seguían en pie; otros parecían intactos. Burton se acercó a uno de los indemnes; necesitaba sentir en la palma de la mano la seguridad que transmitía su corteza.
Podía sentir la bilis en la garganta, provocándole náuseas y ganas de vomitar. Y con la bilis, llegó el ansia de matar a Cranley, una furia que había ido creciendo dentro de él durante meses.
Pasó por encima de un tronco caído y se dirigió hacia la casa...
... Pero se detuvo de repente.
Había visto algo en una de las ventanas superiores: un rostro en la oscuridad, el contorno de una camisa blanca y una corbata. Un instante después, la figura había desaparecido. Solo el movimiento de una cortina sugería que había un extraño en su casa.
Burton estudió la destrucción de su huerto. Estaban esperándolo. Quizás el propio Cranley.
«Bien», pensó Burton hirviendo de rabia. «Bien.»
Buscó su Browning, la empuñó firmemente y se lanzó hacia la casa.
3
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Oyó una voz en el interior de la casa. Una voz familiar, una voz imposible.
«África tiene forma de pistola... y el Kongo es su gatillo.»
Alguien había forzado la puerta trasera. El marco no pudo resistir contra una buena palanca.
Burton empujó la puerta con el muñón del brazo izquierdo. Había perdido esa mano durante su huida de Angola. En los meses siguientes aprendió a reprimir la angustia cada vez que miraba la manga vacía, pero la falta de peso más allá de la muñeca seguía pareciéndole antinatural. Entró en la cocina con la pistola por delante.
Esperaba oler el familiar aroma a mosto y manzanas; en su lugar, solo le llegaba el de tabaco. La escasa luz del atardecer bañaba las paredes y los armarios con un brillo escarlata. Burton probó el interruptor de la luz. Nada. En la mesa había una linterna y, junto a ella, media barra de pan, un montón de migas y un tarro abierto con una cuchara que aún goteaba mermelada. Habían apagado varios cigarrillos sobre la madera de la mesa, lo que había dejado un conjunto de quemaduras.
La rabia volvió a brotar en Burton. No por la intrusión, sino por la descuidada indiferencia de aquellos actos, los de alguien al que no le importaba que lo descubrieran. Pensó en el rígido orden que Cranley insistía en mantener en su propio hogar. Madeleine lo encontraba agobiante.
La voz procedía de salón y parecía intencionadamente amplificada. Avanzó hacia ella, intentando escuchar por encima de su entonación cualquier ruido que indicase el escondite del intruso: el crujido de la madera del suelo, una tos contenida...
«... No debemos consentir que el continente se convierta en un dominio alemán», declaraba Churchill. De fondo, una multitud se dividía en aplausos y abucheos. «Por lo tanto, insto al primer ministro a reconsiderar el vergonzoso compromiso del Ministerio de Asuntos Exteriores...»
En el salón no había nadie, y la puerta que daba a un oscuro cuarto sin ventanas estaba abierta. Burton observó la escalera, pero ningún rostro se asomó por encima de la barandilla. Sobre una mesita auxiliar vio un transistor Grundig, una de esas nuevas radios portátiles alemanas que todo el mundo deseaba desesperadamente y que no le interesaban ni a Burton ni a Madeleine.
«... Y apelar en su lugar al nuevo presidente al otro lado del Atlántico. Solo podremos contener a los nazis con la ayuda de Estados Unidos.»
Accionó el botón de apagado con el cañón de su Browning. África era su tierra natal y el continente en el que había pasado la mayor parte de su vida: primero en Togo; más tarde en el Sahara y, tras la muerte de sus padres, como soldado de la Legión Extranjera francesa. Durante la conquista nazi había combatido como mercenario por todo el continente y esperaba no volver a oír hablar de él.
Sintió una repentina corriente de aire. Un hombre trajeado que se desplazaba en silencio le lanzó un segundo golpe. La barra de hierro golpeó a Burton en el hombro, lo que le obligó a soltar la Browning. No llevaba zapatos, por eso no lo había oído acercarse, así que pisó con fuerza sus pies descalzos.
El hombre cayó hacia delante, agarrándose a él. Ambos cayeron sobre la mesita, que destrozaron, y después al suelo. La voz de Churchill retumbó de nuevo —«... Inglaterra es más débil de lo que queremos admitir, necesitamos el poderío norteamericano...»—, seguida del crujido de la estática.
Burton tenía la espalda contra el suelo y el peso del otro sobre él. Sus puñetazos le nublaron la vista. Se apoderó de la radio y la estrelló contra la cabeza de su contrincante. Su mano quedó llena de pedazos ensangrentados del transistor.
En el piso superior se abrió una puerta. Los escalones de madera crujieron.
En el salón, el hombre trajeado se puso en pie. Le lanzó una patada a Burton que lo mandó de nuevo al suelo. Algo duro, metálico, con forma de L se clavó en la espalda de Burton. Luchó por cogerlo.
El hombre del traje avanzó hacia él enarbolando la palanca de hierro.
—¡Lyall, ya tengo al cabrón! —gritó hacia las escaleras, antes de volverse hacia Burton—. Has roto mi puta radio. ¿Sabes lo que me costó?
Burton le disparó en la rótula.
El hombre cayó agarrándose la pierna herida.
—¿Dónde está Madeleine?
—¡Lyall!
—¿Qué le habéis hecho?
En la pared tras él explotó un pedazo de yeso. Lyall estaba en las escaleras con un revólver en la mano. Llevaba un traje negro idéntico al del otro y unos refinados zapatos sin cordones. Los labios y la mandíbula quedaban ocultos tras una espesa barba. Burton le apuntó con su Browning y disparó dos veces antes de cargar contra él.
Cuando llegó al rellano, Lyall ya había desaparecido y las puertas de todas las habitaciones estaban cerradas. Era como el juego que practicaba con Hochburg cuando era pequeño: las tres puertas del lavadero. Cuando abría una de ellas y lanzaba uno de sus rugidos de león, el tío Walter provocaba terror y risas tanto a su madre como a él. El padre de Burton había sido demasiado confiado al permitir que Hochburg entrase en sus vidas. Burton, pistola en mano, revisó primero la habitación de Alice: estaba fría y húmeda, vacía excepto por un saco de dormir que nunca había estado allí. Por la ventana pudo ver los campos cada vez más oscurecidos. Se preguntó qué mentiras le habría contado Cranley a Alice sobre su madre.
Pasó a otra habitación —también vacía—, y por último al dormitorio principal. El hacha utilizada en el huerto también había cumplido con su trabajo allí.
Las paredes y el armario habían recibido muchos tajos, y una de las puertas colgaba de sus bisagras como una mandíbula rota. Las sábanas estaban desgarradas y el colchón rajado. La ropa de Burton se hallaba esparcida por el suelo y apestaba a orina. La Browning tembló de indignación en su mano.
En aquel momento, el cañón de un revólver le tocó la mejilla y presionó la carne contra sus dientes.
—Suelta la pistola —dijo Lyall.
Su voz era áspera como la de una anciana.
Burton dejó que la Browning cayera de su mano.
—Las manos en la cabeza. Y date la vuelta.
Se vio obligado a salir de la habitación con el cañón del revólver contra la nuca. Y se imaginó dónde se había escondido.
Si a Madeleine le importaba un solo lujo, ese era el baño. Le explicó a Burton que tras huir de Viena pasó años sin tener un baño apropiado, y tenía que lavarse el cuerpo con un trapo y un cuenco, o compartiendo las instalaciones y el agua grisácea de unos baños públicos de la calle Merlin. Por unas peregrinas razones de higiene, a los judíos solo se les permitía acudir los martes por la tarde y podía pasarse horas sumergida hasta la barbilla en burbujas aromáticas. La única vez que Burton había visto su cuarto de baño en Hampstead —mármol italiano, grifos de oro— se desanimó, pero decidió que lucharía para poder ofrecerle algo semejante. No, algo mejor. Descubrir que la granja tenía buena fontanería fue una de las razones para comprarla.
—Abre la puerta —ordenó Lyall.
En el cuarto de baño había una bañera esmaltada en blanco, un lavabo y un espejo. Las paredes y el suelo estaban embaldosados, pero chapuceramente. Lyall había preparado montones de toallas que les facilitasen las tareas de limpieza cuando hubieran acabado con él.
—De rodillas.
Burton dudó en obedecer, hasta que el revólver le presionó con más fuerza.
—Eres Burton Cole —dijo Lyall. No se trataba de una pregunta sino de una afirmación.
—No.
Lyall rebuscó en su chaqueta, sin dejar de apuntar a Burton.
—Entonces, ¿quién eres?
—Oí que este lugar estaba vacío y pensé en venir a ver si había algo de valor.
—La mayoría de los ladrones no llevan una Browning HP.
—La tengo desde mi época del ejército. No me he llevado nada, así que puedes dejarme marchar.
Lyall encontró lo que estaba buscando y chasqueó la lengua. Puso un papel frente a Burton.
Era su expediente militar. Cranley debió de conseguirlo del Ministerio de la Guerra. En el interior había una foto suya sobre fondo blanco. Era de hacía diez años, cuando firmó, antes de ser degradado. Sus años de servicio en la Legión no contaban mucho en el ejército británico. No le importó; lo que quería era luchar contra los alemanes. Burton miró a su antiguo yo. «Dios mío, ¿qué le ha pasado a ese chico?», pensó.
—Fuiste capturado en Dunquerque —aseguró Lyall, pellizcando el hombro de Burton.
—No. Me escapé.
—Cabrón con suerte. Yo me pasé seis meses en un campo de concentración. Y a eso, Halifax2 lo llam