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Conocí a Plébot –por segunda vez– una noche de la primavera pasada, en la inauguración de una exposición a la cual me había arrastrado mi mujer, que es crítica de arte. Habría preferido esperarme en el bar de al lado hasta que se acabara, pero ella, desde que se le notaba la barriga, insistía en que nos dejáramos ver juntos en público, ya que estaba convencida de que la hija era mía.
Por lo tanto, a pesar de que las cosas tardaron poco en salirse de madre, mi intención era pasar la velada desapercibido en una posición estratégica, discreta pero cercana al cava. Aún iba por la primera copa y el segundo omeprazol cuando me llamó la atención un niño vestido a la última moda –bambas manchadas de barro, tejanos agujereados y camiseta promocional de Marina d’Or– que repartía «gracias por venir» a los carroñeros que lo orbitaban. No me lo podía creer, era clavado al tipo que unas pocas horas antes me había mutilado el coche. Me abrí paso entre esa gentuza hasta que lo tuve delante. Sí, era él, el del ojo de gato. Me imaginé que le reventaba el cráneo con una botella, pero ni siquiera pude poner cara de enfado. Simplemente me quedé inmóvil, mudo, como siempre que la expectativa de acción y/o emoción me bloquea las capacidades motora y/o de habla. Apartar la mirada o ahogarme en aquella pupila felina, me sentía incapaz de decidirme.
Exactamente lo que me había pasado esa misma tarde, cuando lo había conocido por primera vez: salía hacia el trabajo y lo había sorprendido intentando ponerme el retrovisor, que colgaba de los cables, en su sitio. Según él, se lo había encontrado así mientras pasaba por allí, y le había sabido tan mal, ya que era un «puto fan» del «puto diseño» de mi «puto carro», que se había sentido con la obligación moral de arreglarlo. Evidentemente, no me lo tragué. Por desgracia, por más que la violencia en general y reventar cráneos en concreto me parecen fantasías de lo más entretenidas, en la práctica soy de aquellos que no podemos ni aplastar los mosquitos que se cuelan en la habitación las noches de verano, sino que debemos capturarlos vivos y sacarlos por la ventana sanos y salvos si queremos evitar que los remordimientos por haber acabado con una vida nos provoquen más insomnio que una picada con Zika en el escroto. Así pues, con las susodichas capacidades bloqueadas, mientras me enfrentaba al vértigo que producía aquel ojo insondable, nos interrumpió una pandilla de adolescentes uniformadas.
–¡Tías, que es Riu!
Automáticamente extendí los brazos para que se colocaran a mi alrededor y nos hicimos unas cuantas fotos, pero cuando se fijaron en el colgado ese se les cayó la baba y también quisieron posar con él. Me lanzaron sus móviles y tardé un par de segundos en reaccionar, al cabo de los cuales me vi obligado a retratar una sesión completa de posturitas ridículas sobre el capó de mi propio coche.
–Otra, por si acaso –me iban ordenando–, otra.
Y tras esas niñas vinieron más, y luego más todavía, y parecía que el colegio entero tuviera que presenciar mi humillante caída en la jerarquía de la celebridad, y todas querían una foto y otra, por si acaso. Faltaba muy poco para que me explotara la cabeza, así que me disculpé, subí al coche y me largué, con el retrovisor aún colgando de los cables.
–¡Gracias por venir, colega! –me decía ahora Plébot, y me hizo volver a sentir como si estuviera a punto de saltar al mar desde una roca de quince metros de altura.
Era obvio que estaba colocado, lo hago constar para que se entiendan mejor los acontecimientos posteriores. Y la sala entera se debía de dar cuenta, pero era a mí a quien miraban, susurrando y señalándome con desprecio. Por fin caí: aquel niño que poco antes me había roto el retrovisor del coche, ahora presentaba su última colección de escultura en la galería más trendy de Barcelona.
Poca cosa, buena o mala, puedo decir sobre él que no se haya publicado ya. Pero esto no será una biografía exhaustiva ni un tratado sobre su obra; esto, si me sale bien, será el relato de cómo nos encontramos cuando los dos estábamos perdidos y de cómo nos volvimos a perder mientras estábamos en México. No habrá espadas ni dragones, no habrá amor romántico, no habrá crímenes, pistas, sospechosos, detectives antiheroicos. No habrá más que barro. Y es que me he puesto a escribir, tal cual me salía, por una única razón: lo necesitaba para expiar mis pecados.
Pues bien, en ningún momento acabó de confesarse culpable del destrozo, el tal Plébot, sino que se fue por las ramas, enlazando palabras, frases y temas a un ritmo tan acelerado que casi costaba seguirle el hilo, y acompañaba este discursillo con gestos igualmente frenéticos:
–¿Sabes cuál es el problema? Los putos chemtrails, hacen que a la peña se le vaya la olla. Pero conmigo no podrán, esos cabrones. ¿Sabes por qué? –Me quedé callado, suponiendo que era una pregunta retórica–. ¡Exacto, legumbres! Eso sí que les jode, que comamos legumbres, pero no el veneno que venden en el súper, ¿eh? Me zamparía unos garbanzos, ahora mismo, ¡que les den por el puto culo! ¿Dónde podríamos encontrar unos garbanzos decentes, a estas horas? O mejor, lentejas. No, garbanzos, garbanzos. Mira, te haré un regalo que vale por cien retrovisores, a ver si te animas, ¿eh?
Yo me conformaba con un solo retrovisor, pero más adelante comprobé que no exageraba. Corrió hacia un rincón y regresó dando un par de brincos, haciéndome ofrenda de una figurita que representaba un colibrí con un maletín a escala que se acababa de abrir, dejando brotar una triste cascadita de papeles. El maletín traidor le confería un inquietante carácter humano, como si un infeliz corredor de seguros se hubiera transformado en pajarito para huir de su infierno de vida. No entiendo mucho del tema, pero me pareció un cincuenta por ciento mierda, y el otro cincuenta por ciento sublime, si tal cosa es posible.
Y es que a mí la escultura me la resopla bastante, por decirlo finamente. «¡Maldito psicópata!», me insultaría ahora Alzina, mi mujer, que siempre se inventa que la falta de afecto durante la infancia me incapacitó para desarrollar no solo la artística, sino todo tipo de sensibilidad. Es cierto que no acostumbro a fingir que me conmueva la vigésima boda de mis compañeros del colegio, o la muerte de treinta y seis desconocidos en Bagdad, pero me emociono fácilmente por motivos más prosaicos, como cuando veo un led fundido en un cartel luminoso, que se me escapa una lágrima (me pasó una vez), o cuando entran los dos metros al mismo tiempo en la estación, que se me escapa la risa (esto sí que me pasa bastante). De la misma manera, tengo que reconocer que esa esculturita me pareció un juguete precioso y patético al mismo tiempo, el problema es que no sabía si tenía que reír o llorar.
–¿De qué está hecha? –me interesé para que la conversación no derivara hacia el terreno emocional, y la verdad es que era sorprendentemente ligera.
–¿Estás familiarizado con el concepto «ácido poliláctico»?
–Vagamente –intenté mentir, pero entonces las mentiras se me daban fatal y no coló.
–Pues para que lo entiendas, de plástico.
A pesar de mi mente inferior, comprendí que se trataba de un material utilizado habitualmente en impresión 3D. Alzina llevaba las cejas por sombrero desde que había visto cómo Plébot me obsequiaba con una de sus cotizadísimas creaciones. Y no porque la entusiasmaran, más bien decía que no aportaban nada nuevo, sino porque era plenamente consciente de su valor: después me explicaría que ya había un montón de «impresores», pero que él era de los dos o tres primeros que se podían considerar mainstream, un mérito que no se debía tanto a su talento artístico como a su dominio de los procesos de viralidad. Especuladores, nuevos ricos y esnobazos tomaban turno pacientemente en la lista de espera para comprarle una figura y alardear de ella en internet mediante dosis semiletales de postureo. Estábamos viviendo una época dorada de la historia del arte en la que las obras se revaluaban exclusivamente por su popularidad en las redes. Leí la tarjeta de presentación atada a una de las patas del colibrí: Mr. Carnelly, se llamaba. Me pregunté por cuánto lo podría vender.
Di el primer vistazo serio a la galería, un auténtico zoológico de animales de distintos tamaños y colores, todos ellos con algún atributo desasosegante: había una salita completamente ocupada por una vaca con obesidad mórbida que engullía una Big Mac muy alegremente, un rincón en el que seis gatitos que acababan de abrir los ojos ignoraban los pezones de su madre porque estaban ocupados jugando al Candy Crush, un orangután con corbata –nudo Windsor– que se encañonaba una pistola contra la frente con una mano mientras con la otra se grababa con el móvil. El autor de tales aberraciones estaba describiendo las expediciones que había emprendido por la zona alta de Barcelona para vender las primeras piezas a la salida de los coles, cuando el galerista montó un número porque mi Mr. Carnelly ya estaba adjudicado.
El agente de Plébot tuvo que intervenir y, al cabo de unos cuantos gritos, el comprador, que era un pijo camuflado con camisa de cuadros, aceptó canjearlo por un tapir asiático vestido solo con unos pantaloncitos obscenamente cortos, más obscenos que si no hubiera llevado nada, ya que a duras penas le tapaban la cola. El galerista era un lameculos y volvió a modular la voz cuando el cliente se quedó satisfecho, pero el agente se llevó a Plébot hacia el fondo y, a pesar de que no podíamos oír de qué hablaban, era obvio que lo estaba aleccionando. Me esperaba que Plébot le mandara a paseo, pero aguantó la bronca asintiendo obedientemente.
Luego se reintrodujo en nuestro grupito haciendo unas florituras y nos invitó a rematar la noche en el piso de una amiga que vivía ahí cerca. Un tipo con la barba tan larga que se le debía enredar con el vello púbico cuando se desnudaba le recomendó que se quedara en la galería hasta que se hubiera marchado todo el mundo.
–Sí, buena idea –respondió muy serio, pero a continuación caminó tranquilamente hacia la salida.
Lo seguimos, ¿qué más podíamos hacer? En mi caso me dejé llevar por la corriente porque todavía no me veía con agallas de meterme en la cama. Alzina, en cambio, que tiene menos marcha que la Cenicienta, y especialmente entonces que estaba a las puertas del tercer trimestre de embarazo, se subió a un taxi.
–No vuelvas tarde –me pidió antes de arrancar, mirándose a mi nuevo amigo de reojo.
En el 22@ quedaba aún un par de solares vacíos. Andábamos por el lado de uno de ellos cuando Plébot hizo emergir el tapir por su bragueta, exhibiéndolo orgullosamente. Le pregunté si no se estaría buscando problemas y respondió que se la sudaba, agitando el pobre animalito arriba y abajo. Lo metió entre las barras de la valla y lo depositó sobre las hierbas. El barbudo intentó convencerlo para que se lo diera a él, al menos, que trataría de colocarlo en el mercado negro, pero Plébot gritó que un tapir no podía estar entre cuatro paredes, que su hábitat era la selva malaya. Y allí se quedó, pastando en shorts de adolescente desbocada, mientras su creador corría y saltaba calle abajo, cruzaba de una acera a la otra, se adelantaba y volvía atrás, como si temiera que el corazón se le parase si se quedaba quieto tan solo un segundo.
La noche prometía, y yo ya me había decidido a trabajarme a ese personaje tan pintoresco para que aceptara ir a mi programa. Cerca de la playa picó al timbre de uno de los pisos nuevos y esperamos un buen rato sin recibir respuesta. Eso no tenía ninguna pinta de fiesta, pero insistimos hasta que nos abrieron. Nos metimos en el ascensor los seis o siete que éramos y jugamos a «Polla», es decir, que uno empezaba susurrando «polla» muy flojito y el siguiente lo tenía que decir aunque fuera un poquito más fuerte, y así hasta que acabamos gritando «¡POLLA!» a plena voz, y Plébot nos ordenó que nos calláramos, que los vecinos estaban durmiendo. Entonces levantó una pierna exageradamente para dejar escapar un pedo que se debió registrar en los sismógrafos.
–Perdón –se disculpó, con voz de niña avergonzada–, se m’ha escapao.
En el ático nos recibió una monada en kimono con el pelo al estilo champiñón. Sufrí porque tenía cara de acabarse de despertar, pero aparentemente se alegró mucho de vernos, ya que nos dictó la clave del wifi y se puso a repartir latas de cerveza con una sonrisa que no parecía demasiado falsa. Acepté mi lata solo por educación, pero le pedí un vaso, y salimos a la terraza. Ahí arriba, una dulce brisa que bajaba de la sierra substituía el bochorno que castigaba a los desgraciados que vivían a ras de calle.
–Se acerca el verano –anunció Plébot solemnemente, y supuse que se refería a un estado de ánimo, porque faltaba bastante para el solsticio.
Boquiabierto, recorrí con la mirada el panorama que se extendía desde el Maresme hasta Montjuïc, estampa coronada por un prometedor tercio creciente. Nos dispusimos alrededor de una mesa baja, sobre unos cojines para sentarse en el suelo. Plébot tardó poco en revelarnos cómo Gloria, así se llamaba nuestra anfitriona, podía permitirse vivir sola en un pisazo como ese. Con mucho tacto, le torció el brazo hasta que apreciamos las cicatrices que le ornamentaban la muñeca.
–Tranquis, si hubiera querido matarse de verdad se habría cortado así –nos aclaró mientras indicaba la forma estándar de seccionarse las venas–. Solo lo hizo para promocionar su libro, ¿a que sí?
Aún sonriendo, Gloria se excusó, se metió en el piso y volvió enseguida con un ejemplar de su obra maestra, Happy Ending, que se había convertido en un icono del género de autoayuda. Más tarde, en petit comité, confesó que lo había escrito a modo de testamento, y que el tono era de todo menos optimista. De hecho, esa historia sí que acababa –spoiler alert– en suicidio.
–Odio los finales felices en el sentido positivo del término –aseguró, y estuve a punto de preguntarle si no odiaba los pleonasmos, también, pero no quise interrumpirla–. Me hacen sentir que mi vida es una mierda, como cuando te despiertas de un sueño maravilloso. Prefiero las pesadillas.
Sus lectoras debían pensar lo mismo, ya que diariamente recibía una montaña de mensajes de niñas a las que había «salvado». Irónicamente, este éxito la entristecía profundamente porque, según decía, no se había captado su intención. El rollo motivacional le provocaba tanta vergüenza ajena como a cualquier persona decentemente alfabetizada, pero todos estos mensajes hacían referencia a conceptos tan infantiles como «sueño», «lucha», «inspiración» y un largo y tedioso etcétera. A mí, que tenía un libro a medias desde hacía años, me parecía admirable, y hasta envidiable, que hubiera escrito algo que se había llegado a publicar, pero difícilmente habría segunda parte, teniendo en cuenta que la autora no vivía en un entresuelo, precisamente.
–Tía, la próxima vez prueba saltando desde aquí, ¿eh? –me leyó la mente Plébot mientras escupía al vacío para sondar la altura.
–Vale, quizá mañana. –Y no dejó de sonreír.
A pesar de que yo, como todo el mundo, también tengo fantasías suicidas, nunca había pensado seriamente en matarme, pero hacía tanto que no sonreía que se me habían atrofiado los músculos cigomáticos. Gloria, en cambio, se comportaba como si estuviera encantada de la vida, literalmente, así que si no estaba fingiendo es que debía estar zumbada de verdad. Eso sí, juzgando por sus muñecas, tenía un poco menos de imaginación que yo. Personalmente, me quedo satisfecho matando el rato –y solo el rato–, preguntándome qué sería lo último que sentiría si me volara los sesos, si me tirara a la vía de la línea 3, si me bebiera una botella de lejía de un trago. Por algún motivo oscuro que tampoco me preocupa demasiado, estos pensamientos me proporcionan la calma que no encuentro en un paseo por la montaña o un masaje relajante, ni siquiera si es con final feliz en el sentido positivo del término. De hecho, es cuando intento evitarlos que me viene la angustia. Por ejemplo, si un taxista conduce como un pirado, he de inventarme una historieta que acabe con cerebros empotrados contra un stop, en caso contrario noto como si me fuera a estallar el pecho.
Ni Gloria ni ninguno de los integrantes del séquito de Plébot llegaba a la treintena. Cuando me interrogaron dejé escapar vagamente que tenía los mismos años que Homer Simpson. Me sentía un poco ridículo rodeado de tanta criatura, y más cuando me preguntaron si me daba miedo ser padre. Todos ellos estaban en edad fértil, pero me miraban como si estuviera a punto de poner un huevo. Por suerte, o no, Gloria sacó el tema de mi sección, que siempre acababa como el rosario de la aurora –el tema, pero muy pronto la propia sección también–. Por lo menos ella era «superfán», según juraba por dios, y le pasó el móvil al barbudo pidiéndole: «¿Nos haces una selfie?» Se me abrazó como un koala con vértigo, pero, desgraciadamente, fui incapaz de disfrutar del abrazo: entiendo que se ponga en duda mi pertenencia al siglo XXI si digo autorretrato en vez de selfie, pero me confunde cualquier uso no normativo del lenguaje, trátese o no de anglicismos. Si empezamos así, pronto nos estaremos comunicando a pedradas.
Gloria tiró la segunda piedra colgando la foto precisamente con el hashtag #selfie, seguido de #Riu #friends #smile #love #happymoments #goodvibes #instajigai y no sé cuántas #mierdas más, y Plébot y los demás, que ya tenían los móviles a mano, se apresuraron a ponerle likes a mansalva. A continuación me acribillaron a preguntas sobre el funcionamiento interno de la industria del espectáculo: que cuántos millones me pagaban anualmente, que cuántos gramos de cocaína consumía semanalmente, que cuántas becarias me tiraba diariamente... La respuesta a las tres, que yo supiera, era cero, pero preferí no contestar para hacerme el críptico. Seguidamente se sumó el tipo de la barba, que también era del ramo del artisteo. Poco antes se había autodefinido, con mucho orgullo, como «violador de subvenciones en serie». Su última aportación a la humanidad, pagada con los impuestos de todos los que pagamos impuestos, era Ex-pongo’15, una colección de trastos supuestamente vintage nacidos el mismo año que él, entre los cuales destacaba un Tamagotchi hackeado que, como yo, podía sobrevivir sin necesidad de afecto. Pues bien, el Violador hizo gala de una exquisita diplomacia:
–El programa en sí es un truñaco –criticó, tan constructivamente como pudo–, pero «Preguntas pervertidas» no está mal del todo.
–«Perversas» –corregí, aunque me parecía más adecuada su propuesta de título.
Se refería a mi sección de entrevistas, «Preguntas perversas», que era solo una de las partes del «truñaco». Además, era de aquellas personas tan molestas que no entienden cómo funcionan los mecanismos básicos del diálogo, que solo hablan para demostrar cuánto saben, sin interés alguno por lo que les dices, y te miran a los ojos sonriendo mientras les replicas, que hasta dan la impresión de que te están escuchando, pero en verdad están construyendo mentalmente su siguiente intervención, así que entonces vuelven con algo que no tiene nada que ver con lo que acabas de aportar tú, y hacen que el mundo sea una mierda de sitio.
Los demás, que no llegué a distinguir entre ellos ya que su particular manera de alejarse de las masas era adoptar el estilo más popular del momento, se añadieron a la lapidación. Aunque coincidían en que mi parte era lo único que salvarían de la hoguera, venían a decir que tras diez años en antena el formato comenzaba a agotarse, que al principio, cuando entrevistaba a gente menos conocida, aún era cañero, pero que ahora había degenerado en poco más que un masaje a los famosetes.
–Nueve años –puntualicé, a ver si así lo arreglaba un poco.
Sopesé recordarles que no solo mi parte, sino el programa entero, tenía una audiencia considerable si teníamos en cuenta que no dejaba de ser un clásico magazín de sobremesa en el que nunca se había visto un pezón, pero supe frenarme a tiempo. En el fondo, esa pandilla de niñatos me hacía rabiar porque tenían razón: al cabo de nueve temporadas ya había entrevistado a todas las estrellitas del limitado firmamento local, y algunas las estaba repitiendo por segunda y por tercera vez. En realidad, desde joven había querido dedicarme a la radio, donde todavía era posible ejercer periodismo auténtico, pero todo el mundo insistía: «Con esa cara, tú tienes que hacer pantalla.» Y la cagué. Así aprendí que la gente es imbécil y que sus consejos son una mierda.
Plébot entró en escena para evitar la escabechina. Si mi sección era tan popular debía de ser por algo, decía. Hasta Bailando de Enrique Iglesias se nos podía pegar si la escuchábamos suficientes veces («Yo quiero estar contigo, vivir contigo / bailar contigo, tener contigo / una noche loca, / con tremenda loca. / ¡Ooh, ooh, ooh, ooh!», sí, hace así, lo acabo de mirar). No me convencía en exceso, su comparación, pero se me metió en el bolsillo apoyándome cuando empezaba a sentirme acorralado.
–¿Qué cojones es, el éxito? –se preguntó a sí mismo–. ¿El olor de un pedo que solo le gusta al que se lo ha tirado? Si a la peña le mola, pues ya está, ¿no?
Me sorprendió descubrir que pensábamos igual. O al menos eso entendí de su analogía con los pedos: que la cultura no podía estar reservada a una élite. Sin música pop, libros de autoayuda y teleheces, la mayor parte de la gente no podría acceder a ella. El éxito, como mínimo parcialmente, era llegar a este público, esto no lo podía negar nadie sin caer en la hipocresía. Y si un producto no te gusta, escucha otra cosa, lee otro libro o mira otro canal. Apaga la tele, mejor.
Con Alzina habíamos mantenido conversaciones sobre la relatividad de los gustos en infinidad de ocasiones, pero ella se dedicaba a la crítica profesionalmente, así que era lógico que defendiera firmemente el entrenamiento del espíritu crítico y el rechazo a todo aquello que fuera poco original o demasiado simple. En cambio, Plébot era un adolescente en la cresta de la ola y me hubiera esperado un posicionamiento más vanidoso por su parte, es decir, que pusiera su obra como ejemplo de la relación directa entre talento y reconocimiento. Al contrario, pronosticó muy gráficamente que, de la noche a la mañana, la gente que ahora le lamía el culo «cambiaría la lengua por un dildo».
–Es lo único que me da miedo en este mundo –le susurró a la luna.
Esto contrastaba con su actitud pedante en cualquier otro ámbito, como el de las conquistas amorosas, tal como comprobaría muy pronto, así que nunca llegué a descartar la posibilidad de que estuviera impostando esta humildad. Aunque pensándolo bien, tenía todo el sentido del mundo que se pusiera de parte de la cultura popular, ya que sus obras eran el paradigma de esta: unas digeribles papillas a base de Jeff Koons y Pokémon, endulzadas con los perros jugando al póquer de Kash Coolidge. Llegados a este punto le pedí que se mojara, que todos tenemos una opinión, y que nos diera la suya sobre mi sección. Entonces juró que no la había visto nunca, pero no le creí.
–Lo siento, tío, pero es que ni tengo tele, ¿sabes?
Su ojo de gato me impedía saber si se estaba mofando de mí. Ya he dicho que hasta ese día yo tampoco había oído hablar de él, así que creía que llevaba una lente de contacto con finalidades presuntamente estéticas pero resultados ciertamente inquietantes. Poco después, por otras fuentes (él nunca me sacó el tema y yo no soy mucho de preguntar), me enteré de que padecía coloboma, una enfermedad que puede llegar a afectar gravemente a los ojos pero que, en su caso, solo le había otorgado una pupila vertical que mucha gente consideraba, en lugar de una grotesca deformidad, su atributo más atractivo.
Por fin comprendía qué sentían mis invitados, que solían quejarse de mi ambigüedad tras pasar por el plató. Me arriesgué a probar mi propia medicina y, palabra por palabra, vomité la sinopsis oficial que había torturado a tantos espectadores durante años y años de promos. En resumen, mi trabajo consistía en entrevistar a actores, deportistas, políticos y chusma por el estilo, tratando de hacerles aflorar un perfil inédito con una serie de preguntas que definíamos como «perversas», de aquí el título. Plébot no parecía muy convencido.
–Pero ¿exactamente en qué se distingue de las entrevistas normales? –quiso saber.
–Pues que en las entrevistas normales –pausa dramática– el entrevistador no soy yo.
–Y que los entrevistadores normales no suelen tener Asperger –me diagnosticó el Violador.
–Ni yo –precisé, fingiendo no percatarme de que estaba siendo sarcástico–. Técnicamente soy neurotípico.
Y era verdad: de pequeño me pasaba las tardes sentado en el andén de la línea 3 viendo pasar los metros, en lugar de robando caramelos en el colmado o dándome de hostias con los otros niños del barrio. Mi madre, ansiosa por demostrar que no era responsabilidad suya que le hubiera salido un hijo especialito, me llevó al médico para que me colgara alguna etiqueta. Solo le pudieron decir que me gustaban mucho los trenes (un diagnóstico pésimo, ya que solo me gusta el metro). Bueno, y que me faltaba una figura paterna, pero nada de Asperger.
A estas alturas ya estoy acostumbrado a que, a raíz de mi papel en la tele, me troleen colocándome más aquí o más allá en el espectro autista. He llegado a asumir que para una gran parte de la audiencia no soy un natural del humor seco, sino el propio chiste. Según Alzina lo que pasa es que soy un cínico, tanto dentro como fuera del plató, y esto descoloca a la gente. En mi humilde opinión, si es que aún tengo derecho a opinar, mi único problema es que siento un desencanto genuino hacia todo lo que me rodea. Atención: desencanto, no desprecio. Va, colgadme.
Suerte que estaba Gloria, la única de los presentes –incluyéndome a mí– dispuesta a hacer algún tipo de esfuerzo para disimular la evidencia de que mi vida era un fraude.
–Es que tendrías que verlo, Plébot, es buenísimo –exageró–. Yo me meo con las preguntas pervertidas.
–Perversas –corregí de nuevo, pero quizá sería más fácil cambiar el título por aclamación popular.
De una manera que más bien parecía que hablara de un concurso de los años ochenta, explicó la mecánica de la sección con un poco más de ganas que las que le había puesto yo: que los invitados escogían al azar de entre diez paneles, tras cada uno de los cuales se escondía un dilema, que en cualquier momento podían negarse a responder o plantarse y no elegir más paneles, y que si los resolvían todos podían plantearme un dilema a mí. Al principio, estos dilemas que acabaron dando el nombre a la sección eran tan solo el esqueleto de la entrevista, una excusa para introducir temas diversos, pero con los años habían ido ganando protagonismo y ahora los estirábamos hasta el punto de que ocupaban gran parte de la media hora que duraba el espacio. En cuanto al premio, a mí me parecía una recompensa bastante roñosa a cambio de superar tal ordalía, pero, ya fuera por puro deseo de venganza o por simple chafardería, había un gran interés por verme cambiar el rol de verdugo por el de víctima. Afortunadamente, todavía nadie se había atrevido con los diez paneles, y yo estaba convencido de que cuando llegara el día sería el último.
Plébot escuchaba con atención, asintiendo con la cabeza espasmódicamente y botando sobre el cojín. Entonces se le antojó hacerme una pregunta perversa de cosecha propia. Aproveché para dejarle caer que antes viniera al programa y completara los diez paneles, y me aseguró que sí, que sí, que lo haría, pero de todas formas se quiso lanzar con un dilema que habría hecho sudar a mi equipo de guionistas:
–¿Qué preferirías –dice–, que a tu hija le cortaran una falange del meñique de la mano izquierda justo al nacer, de forma que no conservaría ningún recuerdo del dolor, o que a ti te amputaran las dos manos ahora mismo, sin anestesia ni mariconadas?
Este era el tipo de pregunta perversa que solía acabar con la paciencia de mis invitados. La acción no era mi fuerte, pero se escapaba de mi comprensión que alguien se sintiera incapaz de tomar una decisión no vinculante entre dos situaciones hipotéticas. Por ejemplo, en este caso, independientemente de lo que respondiera, nadie acabaría mutilado, pero el simple hecho de reflexionar sobre ello me permitiría conocerme un poco mejor a mí mismo. En cambio, todas las personas a las que había entrevistado hasta entonces, sin excepción, se habían rendido ante uno u otro dilema. Aún no tengo claro si les daba miedo conocerse a sí mismos o si se conocían perfectamente pero querían asegurarse de que los espectadores no lo hicieran.
–Depende –concluí.
–¿De qué?
–De qué falange fuera.
Se hizo un silencio, esa pausa que acostumbra a alterar el ritmo de las conversaciones en las que est