1.ª edición: octubre, 2013
© 2013 by Joaquín Carbonell
© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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Para Marta y Candela, que hicieron abuelo a José Antonio y justificaron ese apodo que sobrellevó cuando ellas no habían nacido. Las dos fueron, al final de su vida, un motor de alegría para lograr que Labordeta siguiera resistiendo.
A Juana, la viuda de Labordeta, maestra como él de todos nosotros. A Eloy Fernández Clemente, que ha tenido la gentileza de supervisar y aconsejar con infinita paciencia. A Miguel Ángel Liso, que ha puesto tanto de su parte. A Toño Berzal, que nos llevó hasta los escenarios. A Eduardo Paz, que compartió canciones y esperanzas desde el principio. A Félix Romeo, que le hubiera gustado ver este libro.
Yo os digo que os unáis
jóvenes del mundo.
Yo os digo que el gran destino
duerme en el fondo de tanto pecho
esperando que el hombre descubra
un puro mensaje para el hombre.
MIGUEL LABORDETA,
Abisal Cáncer, 1948
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Un hermaño
La buena hierba
1. Uno de los nuestros: su muerte
2. La Zaragoza gusanera (1935-1964)
3. Teruel existió (1964-1970)
4. La década (1970-1980)
5. Furgoneta y manta (1980-1991)
6. España a hombros (1991-2000)
7. Señor diputado (2000-2006)
8. Cuesta arriba (2006-2010)
9. Labordeta post mórtem
«Como esos viejos árboles / batidos por el viento»
Obras escritas y publicadas por Labordeta
Discografía
Libros consultados
Fotografías
Un hermaño
En la vida lo importante son las sensaciones, las cosas que emanan, que llegan sin avisar. Labordeta me transmitía todo eso.
Al estar con él me sentí como un hermano, yo no sabía que tenía un hermano en Aragón, y además un hermano maño: ¡un hermaño!
Era una persona llana y abierta que decía: «Si te falta algo aquí estoy yo», te sentías arropado. Su trayectoria es una línea recta. No hizo ninguna concesión, solo las pequeñitas para adaptarse.
Es una hierba que no abunda mucho... Su vida se regía por una trayectoria moral, eso requiere tener voluntad y carácter y decir que no cuando es necesario.
Paco Ibáñez
La buena hierba
Hace tiempo que descubrí que el género humano se divide, en primera instancia, en buena gente y mala gente. Luego podemos trazar todas las subdivisiones que queramos. Labordeta es buena gente. Una buena persona. Con su genio, su mala hostia, sus prontos, pero siempre desde el manantial de la buena agua. A partir de ahí, todo lo que quieras.
Afrontar la biografía de José Antonio Labordeta estaba cantado. Me estaba esperando a los pocos meses de fallecer, cuando recordé la de días y horas pasados a su lado, cuando me di cuenta de que había sido, después de Juana de Grandes, su mujer, la persona que más años había permanecido a su lado. Exactamente desde 1966, cuando le conocí en Teruel. Con nadie he convivido tanto tiempo nunca.
Creo que he desarrollado una pequeña teoría para desarrollar la biografía de cualquier personaje: se trata de encontrar el motor que ha hecho funcionar su vida. Todo el mundo posee una energía que le proporciona sentido a su existencia. Descubrir esa chispa, ese impulso, ese estilo, te facilita el trabajo para dar sentido a esa andadura.
¿Cuáles han sido los rasgos más sobresalientes de la personalidad de José Antonio Labordeta? A mi parecer, en primer lugar, su innegociable sentido de la justicia; no he sabido el porqué, pero en todas las actividades de su vida he descubierto una actitud siempre a la contra: contra el poder establecido, contra el abuso, contra la injusticia. Ello le ha dotado de una ética rigurosa, de una moral que nunca se ha doblegado, de una forma de ser y de estar, que le ha impedido ejercer ese dicho tan repetido, pero tan incómodo de «el fin justifica los medios». No es cierto.
El segundo rasgo se refiere a su feroz individualismo. Labordeta ha sido siempre él, en un club que solo lo forma él, y en una asociación a la que no ha permitido a nadie hacerse socio. Para que nadie albergara ninguna duda, creó la IDA, la Izquierda Depresiva Aragonesa, de la que él era el presidente, el secretario y la señora de la limpieza.
El tercer impulso de ese motor sería, precisamente, esa tendencia inevitable a la melancolía, a los márgenes oscuros de la existencia, sin alcanzar, por supuesto, el Walk on the Wild Side, de Lou Reed... José Antonio ha soportado momentos de tortura en su vida, a causa de esa obsesión por preguntarse por el sentido de la existencia. Por creer que hemos venido a sufrir a este valle de miserias, y que la felicidad es una especie botánica frágil y rara... Esa pulsión la compartió con su hermano Miguel, ejemplo único de personalidad atacada de vida. «Todos los Labordeta eran así, muy interiorizados», me contó Juana, la mujer de José Antonio.
Por último, y en aparente paradoja con lo anterior, a Labordeta le ha movido una urgencia por ser querido por los demás y, en consecuencia, una generosa actitud de apertura afectiva. Todos los consultados para este libro han destacado que era un hombre bueno, tal como apuntamos arriba, una buena persona. Le encantaba que lo amasen, pero también tenía verdadera necesidad de que los demás supiesen que él les estimaba, por encima de ese rostro que parecía hecho para derribar muros.
Toda su vida ha girado alrededor de esos sentimientos, con lo que mi labor ha ido dirigida a ordenarla en función de esas etapas, de esos rasgos vitales, que se han multiplicado a lo largo de su existencia. La mayoría de las cosas que hizo y que le sucedieron fueron fomentadas por esos impulsos.
Escribir, por ejemplo, la principal necesidad emotiva de su persona. No pudo concebir la existencia sin reflexionar sobre ella por escrito. Con mucha mayor comodidad y eficacia en la poesía que en la prosa. Creo que la canción, cantar, no fue uno de los principales motores de su vida. Constituyó un descubrimiento casi casual, un atributo algo descuidado que le causaba mucho regocijo, que ejecutó con poco esfuerzo, pero que no alcanzó la profundidad de motivación de su poesía. Es posible que muchos lectores no estén de acuerdo con esta apreciación, y es posible, sin duda, que yo yerre el veredicto, pero creo que hubiera preferido alcanzar la popularidad que le dio la canción en la faceta de poeta...
A todos estos valores hay que añadir su desapego por la fama y la popularidad. La contempló con saludable distancia, con ironía, casi con desprecio, como si esa fascinación que provocaba fuese equivocada. Esa actitud tan poco calculada se convirtió, precisamente, en uno de sus mayores atractivos. Como nunca tuvo que protegerse de nada ni caminar por el filo del arribismo, fue un ser libre. Su mofa pública de los oropeles y las vanidades le convirtieron en un ser insólito ante tanta estupidez. Fue siempre natural y espontáneo, virtudes muy escasas hoy en día...
La escritura de esa vida, que ya fue relatada por él en numerosas ocasiones, me ha exigido una labor extraña para mí: existe tanta información sobre su persona, que mi verdadera tarea ha sido la de podar ramas del árbol, más que la de adornarlo. He sufrido eliminando, quitando, rechazando información, datos y testimonios que hubieran construido un libro majestuoso pero demasiado voluminoso para las necesidades editoriales. Entiéndanlo así; los errores, las ausencias, las decisiones y el tono hay que achacármelos a mí. Pero, por otra parte, el proyecto encargado con tanta generosidad por Ediciones B supondrá poner en el «mercado» una biografía de la que carecía José Antonio.
Tuve la fortuna de frecuentarlo casi a diario durante los últimos diez años de su vida. Fue una etapa muy dulce. José Antonio exhibía más que nunca su humor somarda, su retranca tan aragonesa. Estaba francamente divertido. En esos viajes en furgoneta, en tantos escenarios compartidos, con tantas meriendas, risas, chistes, nostalgias y recuerdos, gocé con su presencia. Ha constituido uno de los regalos que la vida me ha deparado. Parece ser, me comentó Juana, su mujer, que él también disfrutó mucho con mi presencia. Entiendo que eso es la amistad. Nunca creí, cuando lo descubrí en Teruel en 1966, que aquel hombre iba a ser tan fundamental en mi vida...
Eloy Fernández Clemente, gran amigo de ambos, sentenció al poco de fallecer que «tardaremos años en darnos cuenta de la importancia de Labordeta». Estoy de acuerdo. Lo tuvimos tan cerca y tan próximo, que es ahora, cuando se ha ido, que empezamos a calcular que su figura es irrepetible. Su legado es tan generoso y creativo, su pasión por la tierra en la que vivió y sufrió tan entrañada, que, en efecto, tardaremos años en asumir lo que José Antonio Labordeta significó para nosotros. Cada día lo echamos más de menos.
Joaquín Carbonell
1
Uno de los nuestros: su muerte
Yo pienso que al Mundial de Fútbol llego. Seguro, seguro.
Labordeta (abril de 2010)
A las ocho en la plaza San Felipe. Si tienes un instrumento, tráelo.
Llamamiento por SMS a rendir
homenaje a Labordeta, al día
siguiente de su fallecimiento
Era un gran español y un gran patriota.
Juan Carlos I
Me despierta el sonido del móvil. Miro el reloj antes de responder y compruebo la hora: la una y cuarto de la madrugada del domingo.
—¿Sí? —pregunto.
—Hola Joaquín. Soy Miguel Ángel Liso. Que José Antonio ha muerto...
—...
—¿Me has oído?
—Sí... Gracias.
Y colgué.
Y de pronto se me vino encima todo un muro. El peso emocional que en el fondo estaba esperando a cualquier hora. Me recliné sobre la cama sin saber bien qué hacer. Me sentí grogui como un boxeador. ¿Qué se hace en esos casos?
Me levanté y automáticamente fui a la cocina y tomé agua. La cabeza no cesaba de darme vueltas.
¿Qué debo hacer ahora?
¿Acudo al hospital? ¿Llamo a su familia?
Me vuelvo a acostar. Y la cabeza se me convierte en una batidora, que recibe oleadas de voces, de imágenes. Debe de ser que estoy todavía soñando. Veo con claridad el rostro de José Antonio sonriendo. Me mira burlón, como hacía siempre que se sentía feliz. «¡Mira que eres pesao, Carbonell!», creo escuchar.
La cabeza me duele terriblemente. Me vuelvo a levantar y me tomo una pastilla de algo, da igual.
¿Cómo es posible?, me pregunto. Si hace dos días estaba formidable, me respondo... Bueno, no tan formidable. Estaba realmente fatal. Tanto, que no me atreví a subir al Miguel Servet a visitarle. No me agradan nada, nada, los hospitales. Leí por ahí que a Labordeta (yo casi siempre le llamaba Labordeta, cuando había alguien presente) le producían sarpullido esos centros de salud, con ese olor tan peculiar. A mí me pasa lo mismo.
Fui algún día hasta la habitación 802 (he de revistar este dato) cuando era abatido por la agresión de la enfermedad y se quedaba sin defensas. Al poco rato me sentía incómodo. Pero a José Antonio lo vi de primera casi siempre. Lo vi instalado. Lo veía dominando el ambiente, controlando la habitación, bromeando con las enfermeras. Yo me decía: cuánto me gustaría, si un día tengo que acudir al hospital, sentirme tan bien como Labordeta. Era un enfermo un poco de broma, porque todos sabíamos que en un par de días volvía a casa. Y como esa operación sucedió varias veces, los encuentros en el hospital casi eran rutinarios. En ocasiones me encontraba con Luis Alegre y siempre con Juana.
Todo eso te viene a la cabeza cuando te comunican una noticia tan tremenda. A estas alturas yo ya esperaba un desenlace trágico. Durante ese fin de semana lo estuve rumiando. Llamé a su hija Ángela y le pregunté por su estado. Más tarde añadí: «¿Subo a verle?» Me respondió que mejor no; que estaba mal y que no ayudaba nada en la habitación. Eso fue el jueves.
Y ahora que lo recuerdo, me asombra que en mi cabeza se agolpasen los recuerdos, las canciones, los viajes y las visitas a su casa. Todas esas imágenes pugnaban por entrar en mi memoria y al atascarse me causaron un dolor como hacía años no había sentido.
Ya no dormí. Me levanté, tomé un libro cualquiera y dejé a mi mujer reposando en la cama, ajena a todo. Esperé a que la mañana iluminara la ventana del salón.
A las ocho conecté Radio Nacional de España, el programa de Pepa Fernández, para detectar si conocía la noticia. No lo supe de inmediato, así que le envié un SMS. Al rato la escuché con la voz quebrada.
Le envié otro SMS: «¿Voy?»
Me respondió: «¡Claro!»
Era el 19 de septiembre, domingo. Y acababa de estrenar colaboración con su programa «No es un día cualquiera». Una colaboración un tanto forzada, todo hay que decirlo. Labordeta llevaba un año participando en el programa de Pepa, desde un espacio muy divertido (divertido mientras lo hizo él) llamado «El gruñidero». Fue un invento de Pepa para tener cerca a José Antonio. Y como ese hombre soltaba las cosas según le venían al caletre, Pepa descubrió que sería un acierto incorporarlo a un espacio donde pusiera voz a las quejas de los españoles. Lo fue. Un gran acierto. Lo compartió con José María Íñigo, y juntos formaron una pareja... irreconciliable. Dos auténticos gruñones que a veces se mordían entre ellos. Dos caracteres.
El programa regresaba en septiembre con el curso. A primeros de mes, Pepa habló con Labordeta y detectó en su voz que estaba muy débil.
—¿Cómo te ves para comenzar el programa el doce? —le preguntó la jefa.
—Cojonudo.
—¿Seguro?
—¡Coño!
—Bueno...
A Pepa se le ocurrió algo sobre la marcha. De repente:
—Mira, José Antonio, vamos a hacer una cosa: como a lo mejor algún día vas a estar fastidiado, sin ganas de nada, podríamos hablar con el Carbo y que esté en... en el banquillo. Que tú no te encuentras con ganas, habla Carbonell. ¿Te parece? Pero, vamos, tú eres el titular.
—Me parece bien. ¿Has hablado con Carbonell? —le sugirió Labordeta.
—No, en absoluto. Ahora le llamo. No creo que tenga inconveniente.
Debuté el primer domingo, el 12. Labordeta nos escuchó. Pero antes de ponerme delante de su micrófono, acudí a su casa para decírselo en persona, a fin de evitar cualquier tipo de herida sentimental. Lo encontré en la cama. Fue la primera vez que lo veía en el lecho. Y le detecté una voz muy, muy débil. Su voz, para mí, era el retrato de su estado de ánimo. Tan mal la escuché, que cometí la grosería de decírselo:
—Coño, Labordeta, hoy tienes la voz jodida...
—Es por la postura en la cama, por estar recostado...
—Eso debe de ser...
Lo vi muy débil, muy indefenso. Había aprendido a escucharle por la radio todos los domingos y captar su estado de ánimo por su tono de voz: hoy está mejor, hoy está débil, hoy está eufórico. Muchas mañanas, tras el programa, le llamaba de inmediato para comentarle su participación. Casi siempre había risas entre nosotros y sé que agradecía mucho mi llamada.
Por eso, esa mañana de domingo del 19 de septiembre, yo tenía una cita con los escuchantes de «No es un día cualquiera». Pero ¿qué voy a hacer hoy?, me preguntaba a las once, camino de la calle Albareda. ¿En qué consistirá el programa?
Me encontré con una Pepa abatida por el dolor. Apenas pude comunicarme con ella para trazar el tono del espacio, porque como en Radio Nacional de España no hay publicidad, nunca descansa. En directo, en antena, brotó toda la tristeza que sentíamos en forma de llanto. Ella y yo. Sin códigos ni normas. No recuerdo ahora de qué se habló, pero creo que escuchamos algunas de sus intervenciones más divertidas en «El gruñidero» del curso anterior. Sonaron también canciones y creo que aporté los últimos recuerdos vividos a su lado. Me enteré de que su cuerpo iba a ser trasladado por la tarde al palacio de la Aljafería, sede del Parlamento Aragonés, para ser despedido por todo el pueblo.
A la salida de Radio Nacional de España recibí una llamada de un compañero de El Periódico; en resumen, me pedía si podía escribir algo. Ya: «Ahora voy hacia allá», le tranquilicé.
Yo ya sabía que el día que sucediese lo que sucedió, me iba a tocar compartir dos sentimientos: la quietud y el aislamiento, para asumir despacio la tristeza, y la solicitud por parte de los medios de comunicación para comentar precisamente mi sentimiento. Trabajo a diario en El Periódico de Aragón desde su creación (1990) y conozco perfectamente cómo funciona ese negocio. Yo ya sabía que formaba parte de esa colección de personajes más o menos relevantes, próximos a Labordeta. Y que en esos «dolorosos momentos» iba a ser solicitado para hablar. Haciendo de tripas corazón (perdón por el tópico) acudí de inmediato a la redacción del periódico, donde a mil por hora (siempre es a mil por hora) redacté unos folios con mis impresiones a flor de piel.
—¿Puedes escribir unos cuatro folios? —me preguntó Antonio Ibáñez, que se encargó de coordinar un suplemento especial.
—¡Cuatro folios! ¡Estás loco! Imposible. No sabría qué escribir.
Escribí los cuatro folios y me quedó la impresión de que no había contado todo lo que quería contar.
Al poco comenzó a sonar mi móvil. Era inevitable. Durante toda la mañana, atendí a medios de toda España y, por supuesto, de Aragón. Intenté no repetir a todos lo mismo para no acabar con el síndrome de futbolista, pero me resultaba muy difícil comentar algo original, ya que las preguntas suelen ser similares.
Entre ellas hubo una que me llamó la atención: «¿Qué te ha aportado Labordeta?» No recuerdo quién la formuló. Mi cabeza se trasladó a Teruel, donde descubrí al verdadero maestro, y vi su figura sonriente. Me salió casi sin pensar: «Decencia. Me enseñó a ser decente», respondí con la voz quebrada.
Era cierto. De entre todas las lecciones y las enseñanzas que nos regaló el maestro, siempre flotó en el aire la ejemplaridad de su comportamiento. Y ante las propuestas de jugar sucio, de reblar por comodidad, de bajar la guardia, siempre resaltó su enérgica actitud de entereza ética. Una entereza que a menudo defendió con brusquedad. Creo que todo eso era decencia.
A media tarde me dirijo a la Aljafería. Hace un día claro, caluroso, un septiembre gozoso en su esplendor. Un preludio a los Pilares con nostalgia del verano. Cuando me aproximo al palacio árabe («Palacio de la Alegría», significa su nombre), distingo una multitud. Una multitud es miles y miles de personas que lo cubren todo. Colas de gentes que tratan de llegar hasta el patio donde está instalado el féretro para... ¿Para qué? Para decirle adiós, supongo. Para verle por última vez. Para lanzarle una flor. Para firmar en el libro de despedida.
Para estar allí.
Me topo con numerosos conocidos. Alguien me ha indicado previamente que acuda por una puerta lateral, por donde se tiene acceso a la sala. Me encuentro con la ministra Sinde, que no conozco y que alguien me presenta. También saludo a Uxue Barkos, la parlamentaria navarra, a la que saludé en el Congreso, cuando fui a visitar a Labordeta. Él me la presentó con mucho afecto, como una amiga y un pequeño refugio en momentos de soledad política. Saludé a Marcelino Iglesias, el presidente de Aragón. A numerosos amigos comunes.
Entonces me llamó Pepa Fernández para decirme que estaba llegando y que la esperara. La esperé y saludé al director de Radio Nacional de España, que la acompañaba. Félix Cartagena, promotor musical, me llamó al móvil para indicarme que Serrat llegaba desde Barcelona para estar un momento con la familia... En efecto, se desplazó desde su ciudad en el AVE para ofrecer el último adiós al amigo, incluso al paisano, dado que los orígenes de Serrat (Belchite era el pueblo de su madre) se funden con los de Labordeta, cuya madre también procedía de la comarca. Nunca se frecuentaron demasiado, pero brotaba entre ellos un cariño especial, la complicidad de saber que hablaban el mismo idioma... Me viene a la memoria el día de «Pilares» en que Labordeta, Eduardo Paz y yo ofrecíamos un concierto en la sala Multiusos. Era 2007. El mismo día, a la misma hora, Joan Manuel cantaba a su público en el mismo recinto, pero en la sala Mozart. A través de los mánagers nos comunicamos para quedar en tierra de nadie y saludarnos. Ya que no podíamos asistir como espectadores, al menos queríamos vernos unos minutos para desearnos suerte. El encuentro fue muy emotivo y alegre; Serrat es un tipo muy positivo, siempre con alguna pequeña broma en la boca. Fue Labordeta, en cambio, el que nos hizo reír a todos: «¿Sabes? —le dijo a Serrat—, siempre fuimos cantantes de protesta y ahora lo somos de próstata.» Guardo una fotografía de todos posando en los fríos pasillos del Auditorio.
Serrat estuvo un momento en la capilla acompañando a la familia y eso significó, de paso, que la foto recorriese el mundo entero, especialmente en los medios latinoamericanos.
Los periódicos locales pudieron reaccionar a tiempo y despertar a los aragoneses con la noticia del fallecimiento en la portada. Pero habían previsto cubrir con todo lujo de detalles la inauguración y la primera carrera del circuito Motorland de Alcañiz. A esas horas solo llegaron a informar de la noticia.
El Periódico abrió con una gran fotografía a todo color, y el texto «Adiós a un mito». Dentro incluyó un cuadernillo, ya preparado con anterioridad. En una columna a la derecha incorporaba información sobre el Premio de Motorland.
El Heraldo abrió con una foto del cantautor en blanco y negro en la parte superior del periódico y abajo una imagen en color de Motorland.
El lunes, El Periódico dedicó toda la portada y todas las aperturas a la despedida del pueblo aragonés a Labordeta. Un extenso y laborioso trabajo que cubrió todos los ángulos del acontecimiento. Dieciséis páginas a todo color.
El Heraldo insertó en portada dos noticias: a la izquierda, una gran fotografía del premio de Motorland, y a la derecha, otra de la despedida del pueblo a Labordeta. Eso sí, hasta la página 14 no comenzó el especial de seis páginas dedicadas al funeral del cantautor. De la 2 a la 13 se dedicó a relatar lo sucedido en Alcañiz alrededor del Gran Premio Motorland.
Entre las opiniones de numerosas personalidades que comentaron el fallecimiento de Labordeta, apareció la de José Ángel Biel, líder del Partido Aragonés, que declaró que «Hoy es un día negro para Aragón». Muchos comentarios giraron alrededor de esa frase; algunos hacían alusión a que el cantautor había tenido la osadía de ir a morir el mismo día en que Motorland, un proyecto personal de Biel, se inauguraba ante el mundo. Visto así, podía entenderse que fue un día muy negro, en efecto.
El martes, El Periódico dedicó toda su portada a rememorar el funeral que se había celebrado el lunes. La portada completa y ocho páginas sobre el funeral y la despedida del pueblo aragonés.
El Heraldo nos sorprendió con la foto del funeral de Labordeta en la parte inferior de la página y un extraño titular arriba: «Zapatero y el rey de Marruecos apuestan por el respeto y la buena voluntad ante problemas», un asunto sorprendente por el nulo interés para el lector aragonés.
La capilla está situada en un porche del patio de los naranjos, un pequeño recinto frutal y radiante de aguas. Se dice que se levantó a semejanza del Patio de los Leones de Granada. Posee una cercanía estética, pero el de la Aljafería es pequeño, propio de una finca particular, doméstico y manejable. He cantado una vez allí y he paseado por él en numerosas ocasiones, casi siempre acompañando a alguna visita forastera.
Antes de acceder a la capilla ardiente, paso con Pepa Fernández por una pequeña sala donde descansa un momento Juana. Juana. La veo saludar a los numerosos conocidos y amigos que van llegando. Está muy serena, muy entera. Mantiene una compostura admirable, y para todo el mundo tiene una palabra de agradecimiento y una sonrisa.
Nos abrazamos conteniendo la emoción. En el abrazo van todos esos días de angustia, de pesadumbre, de pena. De silencios ante la decrepitud lenta e imparable de Labordeta. Juana siempre se refería a su marido como Labordeta. Así le hablaba a él: Labordeta, mira esto; Labordeta, acuérdate de aquello.
Juana no puede contener la emoción y rompe a llorar en nuestro abrazo. Yo también. Me conmueve lo que me dice:
—No sabes cuánto bien le hiciste a José Antonio —ahora dijo José Antonio— en los últimos días...
—Gracias...
—Me lo dijo muchas veces. Te descubrió en esas visitas tranquilas que le hacías muchas mañanas. Le diste mucho.
—Él me dio mucho más a mí, Juana. Muchas gracias. También yo descubrí un Labordeta muy tierno.
En ese porche de arcos mudéjares contemplo el féretro de José Antonio. A sus pies rebosan las coronas llegadas de todas partes. Me indican que Sabina ha enviado una. Hay otra de los aviadores de la República.
Las gentes llegadas de todo Aragón van pasando en silencio y emocionadas ante su cuerpo inerte. Las hijas y la familia están sentadas a la derecha del féretro. A la izquierda, están las autoridades.
Nadie como Antonio Ibáñez y Roberto Miranda para describir esas escenas contenidas. Lo hicieron en la crónica que abría El Periódico de Aragón del lunes 20. Lo titularon «Aragón está de duelo», y uno de los subtítulos era: «Miles de ciudadanos rinden el mayor homenaje de la historia en honor de Labordeta.»
Era cierto, a media noche aún había filas —siguen contando— «y las Cortes prolongan el horario de la capilla ardiente».
«Ni Costa, ni Fleta, ni siquiera Cavia, cuando tuvieron que bajar su féretro del tren que lo llevaba a enterrar a Madrid contra la voluntad ciudadana. Nadie tuvo un duelo tan multitudinario y sentido. Hasta en algunos pueblos como en Novillas —donde cantamos hace poco— se paró la actividad por la mañana, las campanas tocaron a muerto, y hubo pregón. Como si hubiera muerto un hijo del pueblo. Después, pusieron sus canciones.
»Dolían las lágrimas de tantos ciudadanos —prosigue el reportaje—. Una señora de noventa y seis años se apoyaba en el bastón y lloraba desconsolada. Iba sola. Los amigos de Labordeta se escondían tras gafas oscuras: Ismael Grasa, Vicky Calavia, Cristina Grande, Antonio Pérez Lasheras, Mari Burges, Rodolfo Notivol, Yolanda Polo, Eva Cosculluela, Eloy Fernández, Emilio Gastón, Javier Tomeo.»
El periódico nos trae de paso las escuetas declaraciones de personalidades institucionales. El Rey fue abordado en la prueba motociclista que se celebró en Alcañiz el mismo domingo de su muerte y confesó que «ha muerto un gran amigo mío. Era un gran español y un gran patriota. Siento su muerte». Es posible que todas las palabras que pronunció el Rey fuesen ciertas y sentidas.
Sin duda, era un gran español y un gran patriota.
Numerosas veces se entrevistaron y Labordeta me contó que era un tipo muy campechano. «Un día en palacio hablamos de su etapa en la Academia Militar de Zaragoza —me contó Labordeta— y nos reímos mucho porque nos contamos los bares adonde íbamos a merendar y eran los mismos. Empezando por la Mejillonera y la tasca de los calamares. Le solté que en mi pueblo, cuando vamos bien de Cariñena, gritamos viva el Rey y viva la República. Al Rey le hizo gracia pero creo que a los de Chunta no les hizo ninguna.»
Todos, absolutamente todos los políticos españoles pronunciaron algunas palabras de condolencia sobre Labordeta. Los próximos a él lo hicieron de manera natural, espontánea, casi gozosa al mostrar que habían compartido amistades y roces. Lo llamativo fue constatar que aquellos que chocaron en sus ideologías se vieron forzados a tener que decir algo. Mariano Rajoy manifestó que «destacó por su compromiso político».
Duran i Lleida contó que «En la faceta musical de Labordeta quedó patente su clara lucha antifranquista». Federico Trillo, cuyo padre fue gobernador civil en Teruel, coincidiendo con la estancia de Labordeta como profesor, manifestó: «Siendo yo ministro, me criticó mucho y le respondí con unos versos suyos. Zanjó la cuestión diciendo: “¡Así no se puede!”»
Con el presidente del Partido Aragonés, José Ángel Biel, nunca hicieron buenas migas. En realidad, creo que se tenían una especial desafección. No se tragaban. Y eso que Biel era de Teruel. O quizá por eso. Biel tuvo que decir algo a los medios de comunicación y dijo: «Es un día negro para Aragón. El Abuelo Labordeta era una persona muy especial.» Es curioso que el vicepresidente de Aragón de entonces (con el PSOE) utilizara el apelativo «Abuelo», que solo se lo «concedía» a la gente muy próxima.
Me gusta también recordar dos declaraciones que hicieron otras dos personas muy próximas a José Antonio. Mercedes Gallizo, por una parte, directora de Instituciones Penitenciaras, con la que mantuvo una relación muy entrañable mientras ambos estuvieron en Madrid: «Se ha ido la persona más importante que ha tenido Aragón en los últimos setenta y cinco años. Encarnó los mejores valores.» Y José Luis Melero, bibliófilo y hombre de Chunta y Rolde, muy unido afectivamente al Abuelo (¡ahora sí!), también contó algo sustancioso: «No estaba pagado de sí mismo, cuando tenía razones sobradas para que se creyera lo importante que era.»
En realidad, la noticia de su fallecimiento fue trending topic en Internet, es decir, la noticia más valorada del día, el suceso más comentado. En el magnífico suplemento que elaboraron mis compañeros del diario, recogieron testimonios de gente notable. La parte superior del periódico, página a página, venía con la pequeña foto y una frase de ellos. Un sinfín de nombres propios y palabras de reconocimiento. El profesor y escritor Santiago Gascón declaró que su manera de homenajearle fue «acudir al Café de Levante —su refugio natural—, a la misma hora que lo hacía él. Y me alegro de que aquí haya tanta cola aunque haya que esperar mucho, porque es una buena señal». Pero el periódico también desplegó un alarde gráfico fruto de un trabajo desmesurado, con manifestaciones de ciudadanos de a pie. Una chica contaba que «Siempre que me lo encontraba por la calle, le saludaba y me decía algo». Un educador social declaró que «Hablaba y le creías por su honestidad». Otro soltó que «Crecí con sus canciones y estoy muy triste»...
Viví esas jornadas en una pequeña nube, sin saber muy bien dónde estaba. Sin tiempo apenas para constatar la pérdida de mi amigo, forzado por los medios a enviar unas palabras, un escrito, una declaración. Al releer el artículo que escribí para El Periódico, me asombra la lucidez con la que expresé mis sentimientos a toda velocidad. Lo titulé «Estamos desnietados», atendiendo a la misma expresión que le escuché por la radio a Paco Paricio, de los Titiriteros de Binéfar. Me pareció la definición exacta para nuestra desolación, porque José Antonio fue un poco el hermano mayor, el padre e incluso el Abuelo, tal y como era conocido en toda España. El reportaje iba ilustrado con una foto (todo a mil por hora, pedirla a quien la tenía, en este caso, Félix Cartagena) de Labordeta en Ejea de los Caballeros, donde celebró (y nosotros con él) su último concierto: el 3 de septiembre de 2009. Meses más tarde, el presidente de la Diputación de Zaragoza, Javier Lambán, nos reunió a su familia y sus amigos para inaugurar una placa en esa misma plaza, que señala que fue allí donde el cantautor dio su último concierto. Un hermoso gesto.
Toda la mañana y parte de la tarde del lunes, Aragón entero siguió rindiendo su tributo al amigo. Se calcula que cincuenta mil personas acudieron al palacio de la Aljafería y soportaron horas de cola, hasta acceder al patio donde esperaba el cantautor. Esa misma mañana, Aragón TV reclamó la colaboración de una serie de personas que tratábamos a Labordeta. La televisión autonómica convirtió en especial y monográfico su programa «Sin ir más lejos» para dedicarlo a la figura del cantautor. Allí estuvimos Eloy Fernández, José Ramón Marcuello, Emilio Gastón, Félix Romeo, Mari Carmen Magallón y yo. Continuamente se iban proyectando imágenes de José Antonio como telón de fondo de nuestras palabras. Recuerdo que Félix relató esta vieja anécdota que le hacía mucha gracia: en un viaje por Francia de Labordeta, acompañado por el propio Félix y Luis Alegre, en la frontera con España, el guardia civil, al pararlos, saludó a José Antonio con alborozo: «¡Hombre, Carbonell!» Esa confusión fue la risa de fondo hasta que llegaron a Zaragoza. Y siempre que me encuentro a esos testigos me lo recuerdan. Probablemente, ellos no saben que a mí me sucedió lo mismo, pero al revés; que en multitud, pero multitud de ocasiones, se me han dirigido admiradores (?) saludándome con un inequívoco «¡Hola, Labordeta!».
Durante la emisión del especial «Sin ir más lejos» en Aragón TV, nos sorprendieron con la conexión en directo, vía telefónica, con ¡Federico Jiménez Losantos! Ese gesto por parte de alguien que mantiene propuestas ideológicas y políticas tan alejadas de las de Labordeta llegó a conmovernos. Más adelante contaremos la vinculación de ese periodista turolense con todos nosotros, pero para el lector no iniciado, advertimos de entrada que Federico (como nosotros mismos) fue alumno de José Antonio en Teruel.
Federico estuvo muy gracioso, muy ocurrente, tal y como le conocen sus oyentes. Pero antes de la conexión, «Sin ir más lejos» ofreció un fragmento de un programa emitido el 8 de octubre de 2009, precisamente para conmemorar la figura de Labordeta como pregonero de las fiestas del Pilar. En él se ve al cantautor jovial, todavía enérgico, y le sorprenden con la aparición de la voz de Federico, cosa que alegra a Labordeta, que de inmediato, sin encomendarse a nadie, suelta: «Federico se leyó toda la literatura sudamericana gracias a mi biblioteca.» Se oye en lo alto un «¡Sí, señor!». La presentadora Susana Luquín le preguntaba a Federico:
—¿Cómo era Labordeta como profesor?
—Un profesor extraordinario —comenta Federico—. Aparte de dejarnos los libros sin cobrar, esas novelas eran buenas...
—¿Y cómo era Federico como alumno? —inquiere el presentador Fernando Pescador.
—Era un alumno muy listo, con mucha gracia —comenta Labordeta en la grabación—. Yo siempre cuento una anécdota muy graciosa: teníamos una profesora canaria y un día la profesora salió un poco asustada diciéndome que Federico le había preguntado que «si el Gonsalo de Berseo que digo yo es el mismo Gonzalo de Berceo que dice él».
Esa era la ironía de Federico. Se ve en la grabación a Luis del Val disfrutando de esas ironías...
En un momento, Susana les hace una pregunta muy sutil a los dos:
—¿Y cómo se llevan? Lo digo por eso de las ideologías...
—Nos vemos muy poco, pero no hablamos de eso. Como tenemos tan buenos recuerdos, hablamos de esos recuerdos —comenta Labordeta—. Mira, Federico, ayer estuve en la Pompeu Fabra de Barcelona, inaugurando el curso, y me preguntaron por ti, naturalmente. Y se quedaron sorprendidos de que hablara bien de ti —soltó Labordeta entre las risas del público.
Creo que es muy interesante hacer hincapié en esa facilidad de José Antonio para relacionarse con gentes muy alejadas ideológicamente de sus principios políticos, pero muy cercanas en vivencias. En esos casos (y lo he constatado en varias ocasiones), Labordeta siempre escogía el camino del afecto, es decir, era capaz de aparcar piedras que le impidiesen acercarse sin tropezar a la gente por la que sentía afecto sin doblez. Ese era especialmente el caso de Federico Jiménez Losantos, alumno suyo en Teruel y hoy en día una de las voces más politizadas en España, una de las cabezas más inteligentes de entre los periodistas y pensadores que se dedican a esta profesión, con una inclinación incuestionable a la derecha más recalcitrante.
Volvamos, pues, al programa «Sin ir más lejos» celebrado el lunes 20 de septiembre, con la participación de amigos y alumnos de Labordeta, en el que de nuevo conectan con Federico. Lo primero que suelta es conmovedor, viniendo de quien viene.
«Gracias por llamar —advierte Federico—, y voy a procurar no sacar el trapo, porque llevo dos días sin llorar y no voy a empezar a llorar ahora en Zaragoza.»
Le preguntaron a Federico por la capacidad de Labordeta como maestro. Y Federico comentó algo sorprendente: «Sobre todo es admirable que a la hora de formar a una persona, no se le forme desde un punto de vista sectario, sino por la calidad de la lectura, de la pintura, del trabajo. Lo fundamental es que Labordeta nos educó en libertad, y Joaquín no me dejará mentir. Labordeta fue para mí especialmente un segundo padre. Se murió mi padre y mi casa era el colegio (San Pablo), y mi casa la casa de Labordeta. Y, además, porque siempre que nos dejaba una novela o un libro era por una razón: era buena o mala, no de derechas o izquierdas.»
Creo que ha sido muy interesante rescatar este documento que significa tanto sobre el talante que nos unió a los antiguos «paulinos», los alumnos del San Pablo, que prosperamos con esa decencia que ya nombré, gracias a los profesores, Labordeta entre ellos. Algo nos ha unido siempre pese a la distancia y, cuando nos encontramos, sabemos reconocernos, como pertenecientes a una misma camada sentimental.
Y ya que estamos en esa tesitura de las emociones, veo en ese vídeo del programa que guardo que, tras esas intervenciones que nos hicieron a todos reír (yo también le recordé a Federico lo malo que era jugando al fútbol), toma la palabra Félix Romeo (¡una nueva vuelta de tuerca al dolor!) y añade: «Estaba pensando al escuchar esta conexión entre Federico, Joaquín y Carmen, una cosa, y es que, aunque estén en ideologías separadas, a los tres les unió con Labordeta la poesía. Federico, Carmen y Joaquín son poetas los tres, y eso habla de la semilla que sembró Labordeta entre sus alumnos.»
Las muestras de dolor por el amigo, por el familiar que se fue, fueron interminables y de todos los formatos. No hay espacio aquí para evocarlas todas, pero quiero destacar solo un puñado que simboliza la tragedia que supuso para un pueblo que casi (y veremos por qué) unánimemente entendió que se iba uno de los suyos. Aragón TV también dedicó un especial del «Dándolo todo jota» a Labordeta, y el niño Anchel Pablo, una voz conmovedora por su calidad, entona el Somos, quizá la composición de José Antonio más acertada para describirnos como pueblo. Veo también, al repasar esas horas, el gesto del Real Zaragoza, que en su partido de la jornada quiso dedicar un homenaje al fenomenal aficionado y socio que fue, que últimamente cedió su tarjeta a Félix Romeo, para que alguien la aprovechase. Ese domingo, el Zaragoza guardó un minuto de silencio en el estadio, mientras en los altavoces sonaba La albada, estremeciendo a toda La Romareda. Al ver esas imágenes, descubro que los jugadores zaragocistas y su rival, el Hércules, se abrazan todos en círculo para escuchar estrechados la voz del cantautor. Desconozco cómo se formalizó ese homenaje, pero no me cabe duda de que detrás estaba la mano cálida de Pepe Melero, amigo de Labordeta y miembro de la directiva de la Sociedad Deportiva del Zaragoza.
Pero mal favor le haría a este libro si evitase aquellas referencias al cantautor servidas los días del duelo. Quiero decir que no todas las palabras fueron de loa. Casi todas lo fueron, pero un puñado casi insignificante relució con luz propia. Destacó el artículo escrito por Salvador Sostres en El Mundo (20 de septiembre), bajo el título de «España después de Labordeta». De una dureza insólita, de una crueldad innecesaria, de un odio indisimulado, el artículo recibió 1.866 respuestas también airadas de fans y menos fans del cantautor, que replicaron con expresiones que no deben tener cabida aquí por su dureza contra el columnista.
Creo que vale la pena insertar parte del artículo para dar a conocer el tono del escrito de Sostres:
De verdad que me sabe mal que Labordeta se haya muerto y de verdad que le tenía un cierto cariño. Siempre me pareció demasiado tosco, pero insisto: tosco con cariño. Descanse en paz, amén, y todas esas cosas en las que él no creía pero que espero sinceramente que Ellas sí crean en él.
Dicho esto, hay que poner sobre el tapete algunas cuestiones. La primera es que es muy lamentable que todos nuestros cantautores sean comunistas. Esa cosa tan casposa del puño cerrado y de la equivocación sistemática, sin la más mínima decencia intelectual que les lleve por lo menos a reconocer que la economía de mercado les ha ido maravillosamente bien para engordar sus arcas. Es una lástima que uno tenga que pensar, cuando escucha algunas de las bellísimas canciones de Aute, de Sabina, de Lluís Llach o de Serrat, que en el fondo hablan de otras cosas.
La segunda cuestión es la mochila. Ahora que Labordeta ya pasó, hay que empezar a superar la mochila y el concepto de la excursión. Todo este gusto por lo rural y por el «contacto con la naturaleza» no lleva a nada bueno. Reblandece los espíritus y nos vuelve coñazos y cursis. Además de profundamente insinceros. Hay demasiados bosques, demasiados caminos, demasiadas rutas. En la mayor parte del territorio español falta asfalto, casinos, cines, bares que cierren tarde con pianistas imposibles. Faltan coctelerías, grandes restaurantes, carreteras como Dios manda, túneles para no tener que dar tantas vueltas. Todos esos inquietantes paisajes por los que Labordeta caminaba remiten al atraso, a lo ancestral, al tercermundismo de donde venimos. [...]
Y como consecuencia directa de la segunda cuestión viene la tercera. Desaparecido Labordeta es hora de que desaparezcan, también, todos aquellos productores de quesos que promocionaba en sus programas. No hay nada tan peligroso para la salud pública como los productos que vienen «directamente de la granja» y que incluso presumen de no haber pasado por ningún tipo de control. Nada. [...] Labordeta fue siempre un buen hombre. Un buen hombre totalmente equivocado, pero un buen hombre. Su «puño cerrado» y en alto del que tanto presumía fue siempre un escarnio a los millones de muertes que su ideología ha causado. Sus canciones van a sonar por última vez el día de su funeral y tal vez en algún documental de La 1 cuando dentro de muchos años vuelvan a mandar los socialistas.
Su ruralismo de mochila y botas es precisamente lo contrario de lo que necesita España, que ya ha tenido bastante de perder el tiempo mirando árboles y se tiene que poner de una puñetera vez a trabajar.
Bueno, si el columnista Sostres pretendió pinchar en las emociones de tantos hombres «de campo», ese campo que amó Labordeta, logró una respuesta fantástica. Creo que ese tipo de escritos van dirigidos a espolear la atención, a suscitar respuesta a cualquier precio para garantizar una audiencia fuera de lo común. Es extraño que alguien escriba sobre una persona a la que apenas conoce. Sostres ha dado suficientes muestras de saber cómo se logran esas atenciones. Creo que hay que citar aquí su artículo (y evitamos otros similares en medios ultramontanos) para conocimiento del lector más neutro.
El hecho de repasar todos esos documentos para recoger en este libro lo que supuso la figura del cantautor me está causando verdaderos problemas, porque cada vídeo, cada periódico, cada foto es un empujón sentimental, una llamarada que me trae con una precisión exacta el momento en que viví esas circunstancias. Siempre veo la figura irónica del amigo y maestro, su mirada entre tierna y un poco cabrona a veces, sus respuestas ingeniosas, extremadamente lúcidas, con un tono que se ajusta a lo que entendemos por humor aragonés. Si eso existe, Labordeta fue el modelo genuino.
Constatar todo eso cuando se ha convivido con tanta intensidad con alguien, sea un amigo o un familiar, causa daño. Un día le recordé a Juana, su mujer, que soy, tras ella, la persona que más tiempo ha frecuentado a Labordeta. Casi ininterrumpidamente desde 1966 hasta el 10 de septiembre de 2010, en que lo vi por última vez.
Regreso a casa para descansar un poco de tantas emociones. Logro tumbarme pero me resulta imposible detener el pensamiento, que sigue girando como una batidora. No sé por qué, me viene a la cabeza un concierto que vi en DVD hace unos meses del grupo The Band, unos músicos canadienses que acompañaron varios años a Bob Dylan. Muchos aficionados saben que Scorsese grabó su último concierto con el título The Last Waltz, en un festival por el que pasaron desde Neil Young y Eric Clapton hasta Bob Dylan. Entre canción y canción, los músicos hablan. Una voz pregunta por qué se retiran. El guitarrista Robbie Robertson relata que han estado sobre el escenario dieciséis años (1960-1976) y «la verdad es que no me veo hasta los veinte en la carretera. Se me haría insoportable». A continuación, el propio Robertson describe el ambiente en que se movían en los primeros años de su carrera, un espacio sin confort ni grandes sueldos: «Teníamos que robar salchichones en las tiendas. El primer concierto que dimos fue en un pueblo del sur, en una nave inmensa, descomunal, sin techo. Solo había tres espectadores. Alguien tiró un petardo y hubo un conato de bronca, pero no pudo ser, no había suficiente gente como para pelear.» ¿A qué viene todo eso? A que cuando vi y escuché el DVD, me reconocí en ese papel de ¿pionero? No eran mucho mejores las cosas en nuestros primeros años de recorrer los pueblos con la música al hombro. Y pese a que este libro está dedicado a la carrera y la vida de José Antonio Labordeta, nuestras andanzas musicales a veces caminaron de la mano. En aquellos tiempos nos contrataban a la par, creyendo algunos que éramos pareja de hecho...
Se quejan los chicos de The Band de ese áspero ambiente que rodeó sus primeros años profesionales, y si pudiera hablar con ellos les contaría que no se puede trasladar a Aragón su vara de medir. Aquellos primeros años de nuestra aventura musical no tienen parangón con nada que conozca. Echaré mano de mi memoria cuando me enfrente a esa etapa bronca, juvenil y esperanzada, que a día de hoy ha durado desde antes del 13 de noviembre de 1973, fecha oficial de partida con el concierto de todos nosotros en el Teatro Principal (aunque, al menos tres años antes, ya frecuentáramos todo tipo de escenarios), hasta el 3 de septiembre de 2009, en que Labordeta ofreció (con Eduardo Paz y conmigo) su último concierto: ¡treinta y seis años casi ininterrumpidos! ¿Qué dirían los chicos de The Band de esa cifra? Lo más asombroso de todo ello es que se puede considerar que La Bullonera, Labordeta y servidor fuimos precursores de una manera (nueva) de hacer música popular. Treinta y cinco años después los tres grabamos un disco conjunto: ¡Vayatres! (2008). Creo que no existen muchos ejemplos similares.
Les contaría a esos descomunales músicos de The Band que Labordeta ofreció su primer concierto pagado (?) en 1969 en Zaragoza. El escenario fue bajo techo, pero ligeramente más tétrico que el de los chicos canadienses: en la sala de disección de cadáveres de la Facultad de Medicina (hoy remozada y convertida en Aula Magna). Existe una fotografía en la que se ve a José Antonio al lado del profesor Juan José Carreras.
Contaré que todavía no comprendo qué sucedió para que una persona adulta, madura, con el prestigio de un apellido, profesor de instituto, poeta, se lanzase con más de treinta y cinco años a recorrer pueblos y barrios llevando a la gente sus nuevas canciones que hablaban de Aragón. Detrás no había nada ni nadie; solo el empuje de miles de ciudadanos que veían en ese cantautor un símbolo de la lucha contra la dictadura. Labordeta (y cada uno de nosotros) conducía su propio automóvil, cargando un pesado y vulgar equipo de sonido que había que montar y desmontar. Y mientras iba desgranando las canciones, debía vigilar, con el tercer ojo, el volumen de sonido, el treble y el bass por si había que rectificar. Cantantes y técnicos, pipas y mánagers. Cuatro en uno. Y siempre solos por esas carreteras inhóspitas, ahogados por el calor exterior o por un frío inhumano.
Lo rememoro y creo que The Band eran unos privilegiados.
A las nueve de la noche del lunes 20 de septiembre de 2010, se decidió que había que transportar el cadáver del cantautor hasta el cementerio de Torrero, donde iba a ser incinerado al día siguiente. Todo el mundo había pasado por la capilla ardiente. Todos los telediarios españoles ofrecieron una apabullante dosis de información sobre el sepelio. No se me ocurre pensar ahora, a vuelapluma, qué otro personaje español hubiera recibido semejante muestra de atención por parte de los medios y de su propio pueblo. Se habló de la cifra de cincuenta mil personas que soportaron horas para decirle adiós.
A la hora prevista, una monumental cantidad de público aguardaba en la explanada de la Aljafería la salida del féretro. La familia, con Juana, sus hijas Ana, Ángela y Paula, y sus nietas Carmela y Marta, salieron fuera del recinto para testimoniar su gratitud a todos cuantos se habían congregado. Se entonó de manera espontánea El canto a la libertad.
Y sucedió algo imprevisible: cuando el coche fúnebre salió del palacio con los restos del cantautor, la misma multitud pretendió acompañarle caminando (más de diez kilómetros), lo que entorpeció el ya lento desplazamiento. El automóvil, rodeado de gentes, no podía avanzar. Tuvo que rogar que le dejasen continuar la marcha, so pena de que se produjese algún desagradable accidente. Entre silencios de acero, llantos contenidos y piropos discretos, Labordeta emprendió su último viaje, hacia el barrio de Torrero, lugar donde se ubica el cementerio. Un barrio donde había cantado cientos de veces (en el cine Venecia, en la Asociación de Vecinos de la calle Granada), donde tuvo incluso su local de ensayo. Un barrio donde brotaba la figura gris del presidio de ese nombre, y que desconozco si José Antonio llegó a penetrar alguna vez con su guitarra...
Mientras tanto, cientos de personas se habían citado a través de las redes sociales, ese gran invento. «A las ocho en la plaza San Felipe. Si tienes un instrumento, tráelo», rezaba la invitación de móvil en móvil. Esos cientos de aficionados huérfanos entonaron Somos, La albada y remataron con El canto a la libertad.
Quedan aún flecos para rematar ese traje de sus últimas horas, detalles que les darán una idea aproximada de la convulsión que vivió Zaragoza y todo Aragón esos días soleados y amables de septiembre. Con Eloy Fernández, íntimo desde Teruel, compañero de tantos proyectos y aventuras, que frecuentó todos los días al enfermo y que dejó constancia de una labor impagable, para servir como correa de transmisión con todos cuantos quisieron haber visitado a José Antonio en los días de dulce y cruda enfermedad, cosa que las circunstancias volvían inviable: «Le hablaba a Juana de tanta gente que me preguntaba por la calle, por teléfono, por correo electrónico. Le decía que si le preguntaban dijera que ¡sí que le había dado recuerdos y ánimos!, no me fuera a olvidar de alguien.»
Queda la constancia de que el cantautor quiso ser convertido en cenizas y que sus últimos restos fueran arrojados al vacío de un hermoso valle del norte de Huesca. Y una pequeña cantidad fue depositada en la tumba de Hombres Ilustres de la Ciudad, en una ceremonia íntima con la asistencia tan solo de familiares y amigos.
Aragón quedó conmocionado por el duelo. Era el primer fallecimiento importante (más aún que el del alcalde Sáinz de Varanda) de la democracia, un pulso al dolor social de todo un pueblo que se había habituado con excesiva comodidad a la presencia de «uno de los suyos». Este se iba y de repente ese pueblo se sintió huérfano. Quedaban sus canciones inmortales; joyas de tres minutos que aglutinaron los distintos tipos de genio de las gentes del Somontano, las Cinco Villas, el Bajo Aragón o las Minas. Todos se vieron reconocidos en esas coplas sencillas que hablaban de ríos sin agua y cosechas apedregadas. Detrás había un talento descomunal para encontrar el común que movía a todos en una misma dirección. Lo curioso es conocer que el cantautor no quería ser cantante. Lo publicó Juan Carlos Garza, repasando palabras de José Antonio: «Tenía treinta y tres años y nunca había pensado ser cantante; de pequeño pretendía ser obispo y decir misa en casa. Había pensado también ser actor, poeta... pero cantante, nunca. Lo de la canción había sido siempre algo marginal.»
Y como las malas noticias a veces llegan acompañadas, al día siguiente nos sorprendimos con otra vuelta de tuerca dolorosa: el fallecimiento, también por cáncer, de Lola Olalla, la que fuera su representante durante varios años. De nuevo me encargaron dejar constancia de su figura en El Periódico. Probablemente fuera el único en la redacción capaz de pergeñar un apresurado perfil de memoria. Este es el obituario publicado el martes 21:
El destino ha querido jugar con los afectos. A las pocas horas de morir José Antonio Labordeta, fallecía también en Zaragoza Lola Olalla, la que fue su primera mánager, la mujer que llevó sus asuntos musicales y ayudó a impulsar su obra en toda España.
Lola fue de las primeras mujeres que ejercieron el complicado asunto de cerrar contratos, organizar recitales y ordenar agendas, siempre desde una discreta segunda línea, para la proyección de un cantautor que acababa de recalar en Zaragoza desde su destino como profesor en Teruel y que ya tenía un primer single, Cantar y callar, que sería secuestrado en el estado de excepción de 1969.
En la década de los setenta, cuando los cantautores estaban en su apogeo, Lola Olalla no solo dirigía los asuntos de José Antonio, sino que realizó actividades como promotora, organizando conciertos de cantantes como Hilario Camacho, Carlos Cano, Javier Krahe o el propio Sabina. Con su esposo, Plácido Serrano, locutor de Radio Popular en aquellos tiempos, crearon un caldo de cultivo que contribuyó a enriquecer y difundir la canción de autor española.
Lola Olalla ha fallecido de un cáncer, el mismo mal que acabó con Labordeta. En los últimos meses se vieron en alguna ocasión, cuando la enfermedad hacía mella en los dos. Ni Lola pudo despedir a su amigo, ni José Antonio tuvo tiempo de conocer el trágico final de su primera mánager, su impulsora.
Pasó el día y la rutina nos empujará a los trabajos diarios. Tendremos que aprender a sobrevivir sin la presencia del amigo, del hermano, del padre, del esposo, del maestro. Y será duro. Al final de este libro lo sabremos. Me queda por delante la tarea de repasar su amplísima existencia, tan abrumadora... Repleta de canciones, de poemas, de novelas. Repleta amigos por toda España. Al final del libro volveré a recordar la noche del domingo 19 de septiembre, en que la voz de Miguel Ángel Liso me sobresaltó a la una y cuarto de la madrugada. Ahora que lo pienso, nunca le pregunté a Miguel Ángel quién le comunicó la amarga noticia. Que no se me olvide.
2
La Zaragoza gusanera (1935-1964)
Labordeta era muy discreto con las chicas y, además, afectuoso y galante; las trataba muy bien, sin gamberrerías.
Emilio Gastón
De Bélgica traje el Boogie-Boogie. Les encantó a todos, fue una novedad. Vi a José Antonio muy atento para aprender.
José Antonio García Dils
Todos los Labordeta tenían un algo especial.
Juana, viuda de Labordeta
«Con Labordeta éramos todo lo amigos que se suele ser en la infancia. Con él mucho porque cuando yo estudiaba párvulos en Santo Tomás, me acompañaba a mi casa en Costa. Yo tenía un futbolín en casa y por eso venía a menudo: un futbolín de muelles que disparaba la pierna de los futbolistas. Un juguete rarísimo de ver.
»Teníamos corredores para jugar a la pelota en una fachada que daba al mercado. Pero él no venía a párvulos porque los primeros estudios los hizo en el Colegio Alemán, supongo que porque todo el mundo tenía que nadar y guardar la ropa. Eso pensaría su padre: al menos que no nos cierren el colegio.»
Estas palabras son de su entrañable amigo Emilio Gastón, que el tiempo no logró distanciar. Juntos emprendieron numerosas aventuras, desde ese entusiasmo juvenil por la poesía, hasta el compromiso de militar en un partido como el Partido Socialista de Aragón.
En ese colegio propiedad de sus padres, José Antonio vio pasar su infancia. Una infancia todo lo feliz que puede ser en una España que contempla una guerra en el horizonte. Los datos de su nacimiento ya son conocidos por muchos de sus seguidores: 10 de marzo de 1935, en la ciudad de Zaragoza, hijo de Miguel y Sara.
«Siempre que vuelvo a aquellos días reproduzco la misma escena», contó muchos años después José Antonio en Regular, gracias a Dios. «Un niño que soy yo, con su gorrita, sus guantes, su chaquetita, una cartera de cuero tipo mochila y un grueso abrigo —en mi memoria siempre es invierno—, esperando el tranvía que a diario me llevaba hasta el lugar donde se levantaba el Colegio Alemán.»
La memoria de Labordeta está hablando del año 1941, es decir, de un niño de seis años, que acudía desde el Caserón del Buen Pastor, donde se ubicaba el colegio que dirigían sus padres en la plaza de San Cayetano, hasta la calle Cervantes, pasada la plaza Aragón, donde le esperaba el Colegio Alemán.
El colegio presumía de toda la parafernalia que adornaba la ideología alemana, una potencia dispuesta a someter a Europa a una dicha irrechazable. En el centro del vestíbulo, una gran cruz gamada recibía a los alumnos zaragozanos.
Labordeta siempre se preguntó por qué razón nunca le preguntó a su padre por qué le llevaron a ese colegio. ¿Por qué no lo educaron en el propio centro de la familia? Su padre era un modesto profesor de latín, represaliado, como tantos maestros y profesores de España, por el Régimen que había ganado la guerra. Como no podían ejercer dentro de la administración, su salida eran las clases particulares. Conozco el clima de ese humillante trato, porque mi padre también sufrió ese injusto trato; maestro nacional como era, fue descabalgado de su título y su futuro se ciñó a una granja de gallinas...
José Antonio conocía con seguridad la respuesta de su padre: si el pequeño asistía al Colegio Alemán, el Régimen comprobaría que los Labordeta eran una familia decente: «No me atreví nunca a preguntárselo, y cuando pudo llegar la hora de hacerlo murió, y yo me quedé con esa pregunta atada a la piel», pensó Labordeta muchos años después. Una pregunta que le acompañó toda su vida.
El niño de seis años observaba en silencio que su padre, junto a sus hermanos mayores, Manolo y Miguel, seguía con discreta atención los pormenores de la guerra que Alemania había desatado en toda Europa, desde Radio Londres: «Lo hacían como si se tratara de un ritual, y de la misma manera señalaban en un Atlas Salinas la marcha de los combates», recuerda José Antonio.
La historia conoce que Alemania fue derrotada, por lo que el Colegio Alemán cerró sus puertas. El pequeño José Antonio pasó a ser alumno del centro donde residían sus amigos, y sus padres y hermanos formaban parte del cuadro de profesores. Un día, cuando el pequeño ya había crecido, su hermano Miguel le deslizó la respuesta a aquella intriga existencial que martirizó al alumno del Colegio Alemán: «Para papá era importante que no te llamasen “de la cáscara amarga”, como a nosotros. Quería que tu historia y tu vida fuesen otra.»
En el colegio de la familia, José Antonio recibió una educación laica, en la medida que se podía evitar cualquier referencia a la doctrina nacional-católica. Tuvo profesores como Pedro Dicenta, Ángel Mingote, Enrique Moliner (hermano de María Moliner), Francisco Oliván Bayle, José Manuel Blecua o Ildefonso Manuel Gil, todos ellos deudores de la Institución Libre de Enseñanza.
Ahí se rompió la trayectoria de los hijos. Al igual que sucede en esas familias campesinas, donde los padres deciden «salvar» a uno de los chicos, don Miguel eligió a José Antonio para que su futuro no fuese contaminado por los olores de la posguerra. El mayor de los hermanos era Manolo, luego estaban Miguel y Luis, que murió joven tras pasar unos años enfermo de epilepsia. A Luis le siguió José Antonio y finalmente Donato. Todos varones.
«Era como ha sido siempre, bromista y gamberrote. Conocía a las gentes del mercado y los llamaba por su nombre, porque algunos iban a estudiar al colegio. Chillaba y ya cantaba de maravilla. Cantaba zarzuela. Manolo, el hermano mayor, también cantaba y era el que le enseñaba las zarzuelas», nos contó Emilio Gastón.
NIKÉ
Toda esa hornada de alumnos y amigos, Emilio Gastón, Julio Antonio Gómez, Rosendo Tello, García Dils, Rey del Corral (más joven), Vicente Cazcarra y José Antonio, todos ellos ya escribían poesía a los quince años. Miguel, que tenía catorce años más que José Antonio, vigilaba desde arriba, les aconsejaba lecturas, les mostraba su propia creación poética. Miguel fue el guía, el modelo, por eso su figura adquiere una dimensión en la vida de José Antonio que quizá no haya sido bien interpretada. Se puede percibir como una pasión de hermano, una devoción que ciega, pero cuando José Antonio exhibía su admiración con tozudez, mostraba sobre todo el reconocimiento a una calidad contrastada, que no voló a alturas nacionales porque Miguel se encerró en esa «gusanera» zaragozana, con escasas posibilidades de difusión.
Con quince o dieciséis años les permiten entrar en la OPI-Niké, una especie de peña poética fundada por García Brines (que muy pronto se extrañó a Estados Unidos), Manuel Pinillos, Miguel Dicenta y Miguel Labordeta, y que se reunían en la cafetería Niké de la calle Requeté Aragonés. OPI eran las sig