El color del té

Fragmento

Creditos

Título original: The Color of Tea

Traducción: Irene Saslavsky

1.ª edición: noviembre 2013

© Ediciones B, S. A., 2013

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B. 25.490-2013

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-655-7

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Contents
Contenido
Portada
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
L'arrivé – La llegada
Remède de delivrance – Remedio de urgencia
La Ville-Lumière – La Ciudad de la Luz
La poudre à canon – Gunpowder
Une petite flamme – Una pequeña llama
Un bon début – Un buen comienzo
Raiponce – Rapunzel
L'espoir – La esperanza
Un peude bonté – Un poco de amabilidad
Rêve d'un ange – Sueño de un ángel
Coeur curatif – Corazón curativo
Le dragon rouge – El dragón rojo
Cirque – Circo
La fièvre – La fiebre
Brise d'été – Brisa estival
Saison orageuse – Estación de tormentas
Verre de mer – Cristal de mar
Une vie tranquille – Una vida tranquila
Pardon – Perdón
Thé pur deux – Té para dos
Un petit Phénix – Un pequeño Fénix
La foi – La fe
Prenez ce baiser – Reciba este beso
Les soeurs – Las hermanas
Le retour – El regreso a casa
La môme piaf – El gorrioncillo
La promesse – La promesa
Epílogo
Macarons
Agradecimientos
Dedicatoria

Para Matt.

Te encontré y ahora lo sé.

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Prólogo

Llegamos a Macao a finales del año del cerdo dorado. Al parecer, se trata de un tipo de año que acontece cada seis décadas, y que se caracteriza por traer buena fortuna. Así pues, cuando llegamos a lo que iba a ser nuestro nuevo hogar, justo cuando el año del cerdo dorado estaba a punto de acabar, había cerdos gordos y rosados bailando en anuncios de bancos, cerdos de dibujos animados vestidos con pijamas chinos colgados en las panaderías y pequeños cerdos dorados de recuerdo a la venta en las oficinas de correos. Todos esos gorrinos sonrientes y rechonchos resultaban de lo más acogedores. Era como si dijeran: «¡Bienvenidos a Macao! ¡Ya veréis como os gustará! ¡A nosotros nos encanta!» Y la verdad era que yo estaba dispuesta a aceptar toda la buena suerte que el cerdo dorado pudiera darme.

Macao es un apéndice de China, formado por una península y dos islas unidas por un hilo de terreno ganado al mar. Se trata de un país diminuto de veintiocho kilómetros cuadrados, engullido por el progreso y el juego, que en una época fue colonia portuguesa. Es el único lugar de China donde se puede echar una moneda en una máquina tragaperras o poner una ficha sobre una mesa cubierta de fieltro verde. El equivalente asiático de Las Vegas: luces brillantes y dinero rápido.

Desembarcamos del ferry procedente de Hong Kong el 8 de enero de 2008, una bonita fecha para empezar de nuevo e iniciar una nueva etapa. Nuestras maletas estaban cargadas de aquellas prendas ligeras que solamente usábamos durante el breve pero encantador verano británico. Mi marido australiano y su pelirroja flor inglesa de mejillas rosadas encarábamos aquella nueva aventura con ingenuo optimismo. Estábamos muy ilusionados.

A pesar de todo, era invierno, y uno especialmente crudo, de los más fríos que se recordaban, por lo que bajamos del barco tiritando. Cada día amanecía nublado. El apartamento no tenía calefacción central, y tardamos un poco en darnos cuenta de que necesitábamos un humidificador. Las paredes empezaron a llenarse de moho, que se fue extendiendo rápidamente, y había noches en las que era incapaz de sentirme los dedos. Era esa clase de frío húmedo que se mete en los huesos y no se va.

Aquí es donde empezaré, relatando nuestra vida a partir de este frío mes de enero, justo antes de que dé comienzo el año de la rata. Cuando ya no pudimos seguir escapando de la realidad; cuando la vida nos dio caza, después de seguirnos de Melbourne a Londres, y de Londres a Macao. Tanto trajín para acabar expuestos, incapaces de seguir refugiándonos en los detalles más triviales de nuestra vida, como quién se encarga de preparar el desayuno o quién va a recoger la ropa a la tintorería.

Había llegado el momento de buscarme la vida por mí misma, de crear algo de la nada. El fin de una esperanza y el principio de otra.

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L’arrivée – La llegada

Caramelo dulce y ahumado con relleno

de crema de mantequilla salada

Esta es la clase de viaje que haría mi madre. Subirte a un bus en un país extranjero cuya lengua te es totalmente ajena y cuya escritura no parece más que una sucesión de garabatos; y sola, salvo por la multitud de rostros que se vuelven y te miran fijamente. A ella le encantaría esto; ojos castaños escrutando la piel pálida y el cabello rojo; cuerpos cálidos apretujados unos contra otros mientras las ruedas van pasando por heridas del asfalto. Me pongo nerviosa y comienzo a sentirme algo mareada. Sujeto el bolso con fuerza y me disculpo en inglés, en vano, por estar en medio y molestar. Como Pete diría, me siento como un pulpo en un garaje.

A través de la ventanilla, mugrienta, veo la silueta de Macao. Avanzamos por el puente que va de la isla de Taipa a la península, como si nos estuviéramos metiendo directamente en el cielo, blanco y espeso. El bus efectúa varias paradas, frenando en el último momento, de modo que los pasajeros que van de pie caen unos encima de otros, como si fueran bolos. A pesar de todo, nadie se queja. Pasamos por el casino Lisboa, que está pintado con un tono naranja similar al de un mal cóctel, y que tiene ventanas redondas al estilo de los años sesenta. Luego, el nuevo y flamante Gran Lisboa, que parece surgir del suelo como una piña gigante, con pétalos puntiagudos elevándose hacia el cielo. El bulbo de la base está iluminado como una gran pantalla convexa que emite anuncios publicitarios, peces, monedas y ofertas varias. Los pasajeros, la mayoría de los cuales visten camisa blanca y pantalón negro, bajan del autobús empujándome, y yo aprieto mi bolso contra el cuerpo y noto las esquinas de la guía que llevo dentro contra las costillas.

Llegamos al centro de la ciudad y las calles se vuelven más estrechas y difíciles de transitar. La mayor parte de los edificios son viejos bloques de apartamentos ennegrecidos por la edad, con manchas alargadas que caen de los marcos de las ventanas y ropa descolorida que cuelga de los minúsculos tendederos. Los ciclomotores sortean el tráfico frenéticamente mientras en las aceras hay hombres sentados, sorbiendo tallarines en cuencos de plástico. Apenas levantan la cabeza ante el ruido de los tubos de escape, de los cláxones y el chirrido de frenos. Poco a poco, la temperatura va subiendo y dejo de tener frío. Me quito el pañuelo que tenía alrededor del cuello y lo guardo en el bolso. Tengo la esperanza de llegar a San Malo, pero, como no sé cantonés, no puedo pedirle a nadie que me ayude. Al menos, tengo la seguridad de que nadie intentará trabar una conversación conmigo. Un pequeño motivo de regocijo.

Mantengo la cabeza vuelta hacia la ventanilla, buscando los puntos de referencia sobre los que he leído. Entramos en un barrio donde la calzada está compuesta por pequeños adoquines portugueses blancos y negros, dispuestos en ondas y otras formas imaginativas. En lugar de casinos deslumbrantes y bloques de apartamentos, hay edificios históricos. Los marcos de las ventanas son de color crema y las fachadas rosadas o amarillas; los mismos colores de los huevos de pascua. Todo es menos vívido que en la fotografía que hay en la guía, pero lo reconozco de inmediato.

—¡San Malo! —anuncia entonces el conductor. Me pongo de pie, pasando entre gente que se queda observando el color de mi cabello en lugar de mirarme a los ojos.

Hay turistas por todas partes, grupos cargados con bolsas de souvenirs que siguen a un guía, hombre o mujer, pertrechado con un sombrero de ala ancha y una pequeña bandera amarilla que ondea sobre su cabeza.

Le prometí a Pete que hoy saldría del apartamento y me dedicaría a explorar nuestra nueva ciudad. La excusa que he puesto para quedarme en casa era que tenía que esperar a que trajeran el sofá, que, por alguna razón, no llegó con el resto de los muebles. No obstante, ambos sabemos que eso no es realmente lo que estoy esperando. A principios de semana, me sorprendió leyendo Qué esperar cuando se está en estado de buena esperanza, mientras me encontraba tomando un baño caliente. Fingió no reparar en el título del libro y apartó inmediatamente sus ojos color avellana de mí, al tiempo que me sugería salir a visitar la ciudad y a tomar un poco de aire fresco. Solo ahora me doy cuenta de que me he acostumbrado de tal modo a refugiarme en el apartamento y permanecer anónima, que enfrentarme a la muchedumbre me resulta abrumador. Me meto por una calle secundaria, lejos de la multitud y del barullo, y trato de encontrar el templo que se menciona en la guía.

No tardo en hallarme delante de una gran puerta de madera de dos hojas, pintada con sendos dioses ataviados como guerreros, con ojos saltones y largas barbas movidas por el viento. Ya no oigo el ruido provocado por los grupos de turistas, y los adoquines blancos y negros de la calle están gastados y estropeados. He encontrado el templo tan fácilmente que es como si mis pies ya conocieran el camino. Me detengo ante un pequeño abeto podado que hay en una maceta junto a la entrada, cuyas agujas tiritan con el viento. Del interior llega olor a incienso y, un tanto insegura, decido subir los escasos peldaños. Dentro está oscuro, y hay estatuas, oro, frutas y pinturas. Sobre el suelo de cemento, cae cera de color ámbar de las velas que hay encendidas, y encima de mí quema el incienso, que cuelga del techo en gruesas volutas de color azafrán, como serpientes coloradas. Un gato con el pelaje a manchas negras, blancas y rubias pasa junto a mí. Me sobresalto un poco, y el animal se vuelve y me mira fijamente. De repente, alguien resopla.

—Se llama Molly; vive aquí —dice una voz en inglés, aunque con acento chino.

Tengo que entornar los ojos para distinguir la silueta de una joven en la penumbra, vestida con un chándal ajustado. Está de cuclillas, casi como la gata, y masca chicle. Tiene los ojos maquillados con lápiz negro, y una expresión facial a medio camino entre la curiosidad y el tedio, aunque no soy capaz de discernir cuál de las dos sensaciones es la correcta.

—¿Has venido a ver a mi tía? —pregunta.

—¿Te refieres a la vidente?

—Ajá —responde la joven con cierta desgana y sin asentir—. Sígueme.

Se pone de pie y se dirige a un lateral del templo, donde hay un patio minúsculo. Los rayos de sol que se cuelan dejan ver las motas de polvo danzando en el aire fresco. La muchacha sostiene un teléfono móvil engarzado con brillantes, y con un pequeño colgante de oro que pende de la parte inferior. Se vuelve y me lleva hasta una mujer mayor. La adivina no resulta ser en absoluto como me la imaginaba. Tal vez yo esperaba una especie de Lao Tzu con barba blanca y vestido con pijama de seda, pero lo cierto es que viste pantalones vaqueros y está sentada en una banqueta. Tiene el rostro muy moreno y el ceño fruncido, como si algo la irritara.

—No te preocupes —dice la joven del chándal—. Está de mal humor, pero te traduciré sus respuestas. Su inglés es atroz, así que pregúntame lo que quieras saber y yo se lo transmitiré a ella.

La chica desvía momentáneamente su mirada hacia mi mano izquierda, con la que tengo agarrado el bolso, y vuelve a dirigirla hacia mis ojos.

—¿Estás casada?

—Sí.

—De acuerdo. Bueno, tú solo dime sobre qué quieres saber: dinero, salud...

Sé exactamente lo que deseo preguntar, pero no consigo pronunciarlo. Nos miramos unos instantes, y me planteo la posibilidad de marchar de aquí ahora mismo.

—Claro —murmuro al fin.

La joven me acerca otra banqueta de plástico para que me siente delante de la adivina, que me mira fijamente. Tiene el cabello teñido de negro, con un gran mechón blanco que le sale de la parte de arriba de la cabeza. Me escruta como si buscara algún defecto en mí, con el rostro a escasos centímetros del mío, y yo, nerviosa, bajo la vista hacia el suelo. Veo que lleva puestas unas sandalias con tiras doradas y con falsos emblemas de Gucci cosidos de mala manera a los costados. Me pone la mano en la mandíbula, sujetándomela con las curtidas yemas de sus dedos.

—¿Qué clase de videncia es esta? —pregunto.

—Sang Mien —contesta la traductora—. Lectura de cara.

La adivina me agarra del hombro para que me acerque más a ella. Noto que me ruborizo, como si la mujer pudiera leer mis pensamientos, mis deseos más profundos y mis pesares más amargos.

—Vaya —digo.

—Dice que ya está lista —me comunica la joven con un bostezo, arrastrando a continuación su banqueta sobre las baldosas y poniéndose a mi lado. Su tía escupe una frase y la sobrina procede a traducir.

—Dice que tu cara es muy cuadrada.

Asiento; ciertamente, mi rostro podría describirse, eufemísticamente, como «ancho».

—Eso significa que eres una persona práctica. La forma de tus ojos demuestra que no eres precisamente optimista, pero que... eres intuitiva, y algo creativa. Tienes una mandíbula recia, lo cual quiere decir que tienes determinación y que puedes llegar a ser muy testaruda; aunque también eres generosa.

Se produce un breve silencio. La adivina mira a su sobrina, que parece estar pensando en cómo traducir algo.

—No sé cuál es la palabra exacta —dice—. Significa que no haces nada demasiado fuera de lo corriente, que no eres problemática. ¿Me entiendes?

Vuelvo a asentir. Debe de significar que soy conformista, y tiene razón. No como mi madre.

La vidente sigue escrutándome. Dice que mis orejas demuestran que aprendo rápido, pero también que puedo ser tímida. Luego se fija en mi nariz, y noto que me ruborizo. Mi apellido de soltera es Raven,1 así que, cuando era más joven, solían llamarme Cara de Pico.

—La forma de tu nariz dice que eres independiente, que puedes ser tu propia jefa.

Ojalá las chicas que se burlaban de mí en el colegio hubiesen sabido eso.

—Y mi tía dice algo así como que también significa que trabajas para ayudar a la gente.

—Ajá —respondo. No estoy segura de que mi actual ocupación, si es que puede llamarse así, sea ayudar a nadie. Yo más bien diría que soy una esposa que sigue a su marido, que es quien trae el pan a casa. Me recuerda al trabajador del zoo que está todo el día detrás del elefante, haciendo ya sabéis qué. Pete siempre ha sido el más ambicioso de los dos, así que hemos ido donde se le ha necesitado; concretamente, donde los casinos le han necesitado. Antes de esta última mudanza trabajé de camarera en cafeterías, bares musicales, restaurantes y bares de hoteles. Nada especial, lo justo para evitar estar desempleada y aburrida. Supongo que, quizás, eso podría considerarse ayudar a la gente. Es un trabajo que está dentro del sector servicios, pero no me parece correcto. Un médico, un bombero o un voluntario que presta ayuda humanitaria en África sí que sirven a las personas. Supongo que si soy buena camarera no es solo porque me encante la comida, sino también porque crecí aprendiendo cómo atender las necesidades de otra persona. Lo llevo en la sangre; o en la nariz, según parece.

La adivina se inclina hacia delante para cogerme la mano, y me acomodo en el banco. Empieza a dolerme la espalda. Muy concentrada, la mujer mira las líneas de la palma de mi mano y noto su aliento húmedo y cálido contra la piel.

—Mi tía dice que tienes un amor. Tu marido, ¿verdad? Dice que solo tienes uno.

Asiento de nuevo. Eso era fácil de adivinar. Llevamos casados el tiempo suficiente para que la alianza de oro rosa de mi mano izquierda prácticamente se haya fundido con al dedo, y la piel de debajo haya adquirido un color exageradamente pálido y se haya arrugado.

—Parece que es un buen hombre, pero tanto él como tú estáis un poco tristes; aquí —prosigue la traductora, señalándose el pecho a la altura de lo que supongo que es el corazón.

Asiento poco a poco.

—Tendrás una vida buena y saludable, sin problemas de dinero. Te quedarás en Macao un tiempo, aunque no demasiado.

La vidente frunce el entrecejo, me mira y vuelve a bajar la vista hacia la palma de mi mano. Trago saliva. La joven se guarda el teléfono móvil en el bolsillo y se acerca a su tía y a mí. La mujer vuelve a hablar en cantonés, subiendo un poco el volumen. Me inclino hacia delante, como tratando de entender algo de lo que dice, cosa que, obviamente, no consigo. La adivina deja de hablar y le hace una seña con el dedo a su sobrina.

—Vale, vale —dice la muchacha, poniendo los ojos en blanco—. Mi tía está hablando de niños, pero puede querer decir una cosa o todo lo contrario. Lo hace a menudo.

Suspiro levemente, deseando que la mujer me suelte de una vez, pero ella sigue con la mirada clavada en la palma de mi mano.

—Puede que venga uno... —sigue la traductora, haciendo una pausa que se prolonga unos instantes, mientras me fijo en las motas de polvo que revolotean a nuestro alrededor—. Vaya uno a saber —concluye, encogiéndose de hombros.

—No entiendo —digo, inquieta.

—Ya, lo dice como si tuviera sentido, pero no lo tiene. Pero también dice que lo más importante es que no te preocupes. Lo que significa que puede haber un bebé.

De repente, vuelvo a sentirme triste y mareada. Pedirme que no me preocupe es un consejo ridículo. Quiero preguntarle más cosas, y mil preguntas me bailan en la mente. Justo cuando estoy a punto de hablar, la adivina vuelve a abrir la boca, mirando a su sobrina. Me suelta la mano y la joven niega con la cabeza y aparta la vista de su tía, que se acerca a ella y levanta la voz.

—Perdón... —digo, pero no parecen oírme.

La tía pone una mano en la rodilla de su sobrina al tiempo que la señala. Entonces, la joven palidece y vuelve el rostro, para luego seguir departiendo de manera acalorada con la vidente en cantonés. Miro alternativamente a una y a otra, mientras sus voces suenan más ásperas y urgentes.

Me siento como si estuviese mirando a quien no debo. Cuanto más alto habla la adivina, más intensamente su sobrina fija las negras pupilas en mí.

—¿Puedo preguntar...?

—Eso es todo, basta —dice la traductora, bajando la vista. La adivina sigue hablando, pero ella me mira con una sonrisa forzada, al parecer sin hacer caso de las palabras de su tía.

Me pongo de pie lentamente y con esfuerzo, como si mis piernas se resistieran a obedecerme, pero la muchacha no hace el mínimo ademán de ayudarme. Meto la mano en mi bolso en busca de la cartera.

—¿Ciento cincuenta?

—Sí —responde la muchacha. Hace una pausa y añade—: Eso no incluye la propina.

—Ah, claro —digo, y le entrego dos billetes de cien dólares hongkoneses, nuevos y crujientes.

Los coge con ambas manos y vuelve a mirarme a los ojos. Su tía sigue murmurando y ahora sacude la cabeza. La muchacha no hace el menor caso de ella.

—Puedes quedarte con el cambio —agrego.

—Gracias —dice en tono inexpresivo.

Mientras me alejo del dulce aroma del incienso, noto que se me llenan los ojos de lágrimas, tal vez por efecto de la luz exterior. Respiro hondo.

Fuera, la multitud se mueve como un único ser, más grande que la suma de sus partes. Entre las nubes, el sol semeja una yema de huevo. Me acerco al bordillo y extiendo la mano para indicarle a un taxista que se detenga. Subo y le digo al conductor lo único que sé en cantonés:

—Gee Jun Far Sing.

1 «Cuervo», en inglés. (N. de la T.)

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Remède de délivrance – Remedio de urgencia

Violeta con crema y relleno amargo

de grosella negra

Por fin, tres días más tarde, llegan los sofás. Un hombre toca el timbre y se queda quieto junto a dos compañeros sudorosos y dos sofás en sus respectivas cajas, mirándome como preguntándome: «Y ahora, ¿qué?»

Hace que los entren en casa y que los desembalen, y, antes de irse, me indica el espacio del albarán donde debo firmar. Ahora ya puedo sentarme en el salón y mirar por la ventana.

Vivimos en la sexta planta de Gee Jun Far Sing, en el complejo de Supreme Flower City. Los apartamentos son sorprendentemente espaciosos, y los muebles apenas si llenan el nuestro. Hay también una Super Flower City y una Grand Flower City, y, próximamente, una Prince Flower City, pero nuestro flamante edificio violeta es supremo. Resulta complicado no reparar en una construcción de cuarenta plantas de ese color, que se eleva hacia el cielo cual flor exótica. Si se mira un poco más de cerca, uno se percata de que no está pintada, sino revestida con pequeños azulejos de color violeta, como si de píxeles se tratase. Resulta que casi todos los edificios de apartamentos están hechos de la misma manera. Me imagino esas mismas baldosas impresas en sábanas, papel de empapelar paredes o dibujadas en la cobertura de una tarta nupcial.

Desde la ventana se ven el aparcamiento para residentes, que se encuentra en la cuarta planta, un solar y el edificio de apartamentos Nova City, que está justo enfrente, y que ya tiene unos años. Una vez debió de ser blanco, pero en la actualidad es tan gris como el cielo en un día con los índices de polución ambiental especialmente altos, y está manchado por el agua sucia que desprenden los aparatos de aire acondicionado. El bloque está vacío, y se supone que pronto van a convertirlo en un parque, o eso me han dicho. Cada semana surgen nuevos rumores: que si lo transformarán en un aparcamiento subterráneo, en una estación de una nueva línea de metro elevada, que harán otro casino... Pero lo cierto es que no sucede nada, y el edificio sigue sin ocupar, y cada vez más desvencijado.

Mientras contemplo el paisaje y hago lo que mejor se me da, que no es otra cosa que esperar, suena el teléfono, y el corazón me da un vuelco. Respiro hondo y trato de recomponerme. «Coge el teléfono, Grace», me digo. El corazón me va tan deprisa como un caballo de carreras en el Grand National. Me imagino mi diagnóstico en sus manos, una carpeta con adhesivos rojos y amarillos en un lado, en los que puede leerse «G. Millar». Aguardo a que el tono de su voz revele algo, pero la conexión es bastante mala. Oigo que carraspea.

—Hola, doctor Lee —lo saludo.

Me lo imagino en el extremo opuesto de la línea; al otro lado del mundo. El doctor Lee es más joven de lo que parece, supongo que por culpa de lo mucho que sonríe. Las arrugas que tiene en su redondo semblante se concentran alrededor de las mejillas, como si llevara años dando buenas noticias a sus pacientes. Pienso en su amplia sonrisa, y en sus brazos cargados con bebés rollizos y risueños vestidos de rosa o azul. A pesar de que llama desde su despacho de Londres, él es de Hong Kong, por lo que conoce Macao, que está a un tiro de piedra. De hecho, solía pasar sus vacaciones de verano aquí.

Pasaron dos años de dedos cruzados y relaciones sexuales programadas antes de que visitara su despacho, pintado de color verde y con flores de plástico en la recepción. Antes de él, había acudido a un endocrino. Mis niveles de hormonas folículo estimulantes eran elevados, y ambos sabíamos lo que eso quería decir. Resultaba más fácil hablar de eso que de la palabra maldita, aunque peor fue cuando, con toda naturalidad, barajaron una posible infertilidad, sin tener en cuenta lo mal que eso haría que me sintiera.

—Lo intentaremos con otro médico —le dije a Pete.

El doctor Lee nos ofreció esa sonrisa suya tan característica, y sentimos una nueva chispa de esperanza. El doctor tenía hijos, y eso solo podía ser una buena señal, ¿no es cierto? Había fotos de ellos sobre el escritorio, convenientemente dispuestas de modo que los clientes no pudieran verlas, pero se reflejaban en la vitrina que el doctor Lee tenía detrás. Una mujer sin hijos repara en esa clase de cosas.

Él me animó a tratarme con acupuntura, hacer yoga y dejar de consumir trigo. Perdí cinco kilos y crucé los dedos de ambas manos antes de cada prueba. Sin embargo, el maquillaje corrido me traicionó todas y cada una de las veces. Demasiadas lágrimas derramadas en ese lavabo. Deseaba quedarme embarazada con toda mi alma, y luego deseaba tener un período normal. Recé, pero fue en vano. Solo quedaba una prueba. Incluso Pete me pidió, con un susurro, que fuese la última.

Él había tenido que aguantarlo todo: mis hormonas, mis cambios de humor, mis llantos... Además, yo también estaba demasiado cansada para ponerme a discutir con él. Aquella era la última vez.

Ahora, mientras contemplo Macao, siento la apremiante necesidad de aplazar lo que el doctor tiene que decirme.

—Grace, ya tengo los resultados.

El tono de su voz no deja lugar a dudas. Pienso en las fotos de sus hijos.

—Me temo que no es lo que esperábamos. Pensaba que con el tratamiento hormonal y las terapias alternativas tendríamos una oportunidad, pero...

La voz del doctor Lee se convierte en un mero zumbido. Soy incapaz de escuchar lo que dice, y lo cierto es que tampoco me importa. Lo único que consigo oír es el término «fallo ovárico prematuro». Soy una vieja de poco más de treinta años.

Cuando Pete llega a casa, yo sigo tumbada en el sofá. Ya es de noche, pero las cortinas siguen corridas. No he tenido valor de llamar para contárselo, aunque lo he pensado.

Él me escruta con la mirada mientras se quita los zapatos.

—¿Grace? —dice.

Me imagino lo que está viendo: a su esposa, acurrucada y con cara de estar harta. Se sienta a mi lado y me coge la mano. Entonces, apoya la espalda contra el respaldo y suspira. Ambos clavamos la vista en el televisor, porque es lo que tenemos delante, a pesar de que está apagado. Ese rectángulo negro es como la tercera persona de la conversación.

Al cabo de un buen rato, dice:

—Tenemos que hablar del tema, Grace. Tiene que haber algo más que podamos hacer.

Su tono de voz es enérgico y alentador. Es su voz de macho alfa, la voz que hace que los demás hombres graviten a su alrededor como lobos en torno al líder de la manada. Supongo que es por eso por lo que es un mánager tan bueno. O tal vez sea cosa de sus feromonas. Nunca se pone bálsamo para después del afeitado, así que siempre huele a él, a esa esencia salada que solía volverme loca. Ya no.

Sacudo la cabeza.

—Gracie, ¿qué te ha dicho exactamente? —pregunta Pete. Me aprieta los dedos con ternura, pero es evidente que está siendo condescendiente, y yo no quiero que se compadezcan de mí.

Dice algo más, pero no lo escucho, si bien me vuelvo hacia él y lo miro. Tiene el cabello espeso y rizado, más propio de un músico que de un hombre de negocios. Como siempre, le vendría bien un corte de pelo. Ya se lo recordaré más adelante. Hace demasiado tiempo que no me fijo realmente en él y, a través de la tristeza en la que me hallo sumida, caigo en la cuenta de lo mucho que nos hemos distanciado. En cierto modo, Pete me parece un extraño. Estos últimos años intentando tener un hijo han hecho que cada uno haya acabado yendo a la suya. Me fijo en sus cejas, de color castaño, y en las bolsas debajo de sus ojos, consecuencia de la falta de sueño. A cada lado de la boca, en las mejillas, tiene lo que parecen dos paréntesis. Pete inclina la cabeza hacia un lado y frunce el ceño. Hay tanta pena en su rostro que hasta me entran náuseas. ¿Qué puedo decir?

—No quiero hablar de ello —sentencio.

He adquirido un nuevo talento. He pasado de esperar a dormir. Pete consigue que alguien le recete somníferos, y yo sustituyo las comidas por ellos, tomándolos a intervalos regulares para evitar estar despierta. No tengo ganas de estar consciente.

Un día, despierto envuelta en un sudor grasiento. He soñado con mamá.

Estábamos en un campo de amapolas, cuyos pétalos, rojos y seductores, se agitaban con la brisa mientras caminábamos entre ellos. Mamá iba algunos pasos por delante y cantaba, o eso creo recordar. Tal vez hablaba con las flores, porque tenía la cabeza inclinada hacia ellas y una sonrisa de oreja a oreja dibujada en el rostro. Se puso el cabello detrás de las orejas. La luz del sol nos calentaba, y la brisa era fresca. «Te adoro, Gracie mía», parecía querer decir mamá con su expresión de felicidad, lo mismo que solía decirme de pequeña, cuando me arropaba por la noche. Todo parecía estar bien hasta que, de repente, oí un estruendo, como un rayo o un latigazo contra el suelo, y una bandada de pájaros salió volando. Mamá y yo nos miramos, y vi que su cara palidecía y su expresión se apagaba. Era como si se estuviese volviendo transparente.

Creo que vi que su boca dibujaba la palabra «perdón». De golpe, sentí un miedo horrible. Traté de acercarme a ella, pero mi falda se enganchó con las amapolas. Mamá seguía cantando, pero en voz tan baja que yo solo veía moverse sus labios, pintados de rojo. Se estaba desvaneciendo, y me puse a llorar. Por fin, conseguí asirla y apoyé la oreja contra su boca, mientras mis lágrimas corrían por su cuello y su blusa. Entonces la oí susurrar la letra de Summertime.

Me incorporo e intento que el recuerdo del sueño se desvanezca. La imagen de su rostro, el sonido de su voz e incluso la fragancia de su perfume favorito se resisten a abandonar mi mente, y me dejan aturdida y sin aliento. Alargo la mano hasta la mesilla de noche y cojo otro somnífero. Tardará una media hora en hacerme efecto, pero estar despierta resulta demasiado doloroso. Me duelen los músculos, pero el corazón aún más. Dirijo la vista hacia la ventana y entrecierro los ojos a causa de la luz del sol que se cuela por ella. Se acerca la primavera, y el año del cerdo dorado está a punto de concluir. Y ahora, ¿qué?

Fue en esos momentos, encerrada en el baño, esperando a que la prueba saliera de color azul, cuando empecé a pensar de nuevo en mamá. Ahora está conmigo aquí, en Macao, paseándose por mis sueños. «Las hijas no entienden realmente a sus madres hasta que ellas mismas se convierten en madres», me dijo una vez una compañera de trabajo. Puede que tuviese razón. Mamá me ha venido a la cabeza mientras aguardaba en salas de espera de médicos y miraba a mujeres con niños en sus cochecitos. Hacía mucho tiempo que la había apartado a ella y sus misterios de mis pensamientos y, sin embargo, ahí estaba de nuevo, cogiendo mis manos de niña y bailando conmigo, haciendo pasteles de barro y compartiendo sonrisas y lágrimas. No podía dejar de pensar en ella y en todo lo que vivimos juntas. Había días que me daba la impresión de verla en la carnicería o subiéndose al tren. De todos modos, dijera lo que dijese mi compañera de trabajo, creo que jamás entenderé a mamá. Me masajeo las sienes y recuesto la cabeza en la almohada.

Pete ha dejado los restos de un bocadillo en la mesita de noche, en un plato blanco, debajo del cual hay una libreta. No puedo evitarlo. Ya se ha convertido en una costumbre. Cojo la libreta y busco un bolígrafo. Empecé a escribirle cartas a mamá cuando Pete y yo comenzamos a intentar ser padres. Hay algo en ello que me relaja, que hace que me sienta mejor, al menos durante un rato. Algunas mujeres tienen un diario; yo le escribo a mamá, esa pelirroja indomable, la persona que conoce lo mejor y lo peor de mí

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