Título original: Make me love you
Traducción: Irene Saslavsky
1.ª edición: marzo 2017
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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ISBN DIGITAL: 978-84-9069-662-0
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1
—Esto es intolerable. ¿Cómo se atreve ese ridículo y disoluto heredero real a presentarles un ultimátum a los Whitworth?
Si bien estaba bastante envejecido y era veinticinco años mayor que su esposa, el rostro de Thomas Whitworth aún desafiaba el paso del tiempo. A pesar de que su cabello se había vuelto completamente blanco, casi no tenía arrugas. Todavía era un hombre apuesto, aunque viejo y martirizado por el dolor en las articulaciones, pero poseía la naturaleza y la terquedad necesarias para disimularlo; era capaz de aparentar estar sano y fuerte en presencia de otros, aunque tuviera que recurrir a un gran esfuerzo de voluntad. El orgullo lo exigía, y él era un hombre muy orgulloso.
—Ahora es el regente, nombrado de manera oficial. Tanto Inglaterra como sus súbditos están en sus manos —dijo Harriet Whitworth, retorciendo las suyas propias—. Y te ruego que bajes la voz, Thomas. Su emisario aún no ha salido por la puerta principal.
Una vez que el emisario hubo abandonado la habitación, Thomas se desplomó en el sofá.
—¿Acaso crees que me importa que me oiga? —gruñó, dirigiéndose a su mujer—. Tiene suerte de que no lo haya echado de una patada en el culo.
Harriet corrió hacia la puerta del salón y, por si acaso, la cerró antes de regresar junto a su marido y susurrar:
—Sin embargo, no queremos que nuestras opiniones sobre el príncipe regente lleguen directamente a sus oídos.
Harriet era joven cuando se casó con Thomas, conde de Tamdon, era un muy buen partido y aún una beldad a los cuarenta y tres años gracias a sus cabellos rubios y sus ojos azules y cristalinos. Creyó que podía amar a ese esposo escogido por sus padres, pero él no hizo nada para fomentar ese sentimiento, así que jamás lo experimentó. Thomas era un hombre de carácter duro, pero ella había aprendido a convivir con él sin convertirse en el blanco de sus iras y sus despotriques, y también a no provocarlos nunca.
No le quedó más remedio que volverse tan dura e insensible como él, y creyó que jamás le perdonaría por convertirla en una copia de sí mismo, pero al menos no se mofaba de sus opiniones y de vez en cuando incluso tenía en cuenta sus sugerencias. Eso significaba mucho en el caso de un hombre como Thomas, así que a lo mejor la apreciaba un poco, aunque jamás lo demostrara. Y no se trataba de que ella todavía deseara su afecto: la verdad es que deseaba que muriera de una vez, para poder volver a ser la misma de antes... si es que aún quedaba algo de su ser anterior. Pero Thomas Whitworth era demasiado terco como para morir a tiempo.
Le trajo una manta y trató de envolverle las piernas, pero él lo rechazó: quería hacerlo él mismo. Aunque era verano, Thomas sentía frío con facilidad mientras otros ya sudaban. Detestaba sus dolencias y sus doloridas articulaciones; casi todos sus ataques de furia estaban dirigidos contra él mismo, porque ya no era el robusto hombre de antaño, pero su ira actual solo estaba dirigida contra el príncipe regente.
—¡Qué audacia intolerable! —exclamó Thomas—. ¿Acaso crees que no es consciente de lo que toda la nación piensa de él? Es un hedonista sin el menor interés por la política, solo por los placeres que le brinda su sangre real. Esto solo es un ardid destinado a confiscar nuestra riqueza porque, como de costumbre, está profundamente endeudado debido a sus extravagancias y el Parlamento no le concede ningún alivio.
—No estoy tan segura de que sea así —dijo Harriet—. Podían pasar por alto un duelo, pese a aquella vieja prohibición que el emisario se empeñó en mencionar. Dos duelos causarían sorpresa, pero aun así podían ser pasados por alto porque nadie ha muerto, al menos todavía. Pero el último duelo que Robert libró con ese lobo del norte fue demasiado y se ha convertido en un escándalo. Es culpa de nuestro hijo; podía haberse negado.
—¿Y ser tildado de cobarde? Por supuesto que no podía negarse. Al menos esta vez casi mata a Dominic Wolfe; puede que el cabrón aún muera a causa de las heridas y podremos poner punto final a esta feroz vendetta y al osado ardid del regente, que pretendía aprovecharla.
—¿Crees que el príncipe Jorge se está tirando un farol? ¿Que no hará nada si no formamos esta alianza que lord Wolfe nos exige? Me temo que no. Un duelo es por el honor, pero tres ya son un intento de asesinato y hubo un clamor popular excesivo en contra de los duelos por parte de sectores que, en este caso, apoyarán por completo al regente. Opino que le pongamos fin de esta manera, ¿o acaso quieres que nuestro hijo se vea obligado a volver a arriesgar su vida? ¿Es necesario que te recuerde que el propio Robert ya ha sido herido en esos duelos?
—No hace falta que me recuerdes eso, mujer. Pero el príncipe regente está tan loco como su padre si cree que un casamiento entre nuestras familias pondrá fin a la vendetta de Dominic. Si se la entregamos es tan probable que Wolfe asesine a tu hija como que se la lleve a la cama.
Harriet frunció los labios. La enfurecía que siempre se refiriera a Brooke como hija de ella, no de él, pero siempre había sido así desde el día que nació. Thomas se había limitado a echarle un vistazo a la hermosa hija que ella le había dado y luego le dio la espalda con un gruñido: lo que deseaba eran hijos, numerosos hijos, no niñas llorosas. Pero Harriet solo le había dado dos hijos, y no por elección propia: otros cinco embarazos habían acabado en abortos.
Pero entonces dijo lo que sabía que él quería oír, y con las mismas palabras insensibles que él hubiese utilizado.
—Mejor ella que Robert. Robert es tu heredero, Brooke solo es otra boca que alimentar en esta casa.
El heredero de los Whitworth escogió ese momento para abrir las puertas del salón y reunirse con ellos. Era evidente que había oído los últimos comentarios y, en tono aburrido, Robert dijo:
—Enviadla de inmediato. Wolfe no la aceptará. Será él quien pierda sus tierras y su título mientras nosotros acatamos la solapada «sugerencia» del regente respecto de una alianza.
Harriet no esperaba otra cosa de su hijo, quien no albergaba ningún amor por su hermana. De un metro setenta y ocho de estatura, casi la misma de su padre y tan apuesto y robusto como antaño había sido Thomas, Robert tenía sus defectos, pero ella lo adoraba a pesar de todo.
Sus dos hijos se parecían a Thomas, tenían su mismo cabello antaño negro y sus ojos verde claro. Brooke incluso superaba a Harriet en estatura por unos centímetros, pero Robert era tan hedonista como el príncipe regente y a los veintitrés años ya había acumulado unas cuantas amantes, tanto en su hogar de Leicestershire como en Londres. Podía ser encantador... cuando quería algo. O de lo contrario era bastante parecido a su padre: desdeñaba tanto a sus iguales como a los criados.
Todo el asunto enfurecía a Thomas demasiado como para que lo tratara con su indiferencia habitual.
—Si has vuelto a meterte en una situación como aquella del año pasado... Si has quebrantado tu palabra...
—No lo he hecho —se apresuró a decir Robert.
—Dijiste que esos duelos carecían de importancia, que eran triviales, ¡pero el empeño de este hombre huele a una disputa que no tiene nada de trivial! ¿Qué diablos le hiciste?
—Nada. Solo me he topado con él un par de veces en Londres. Sea cual sea el motivo por el cual desea verme muerto, no lo reconoce. Supongo que se trata de celos o de algún desaire que le hice, uno tan ridículo que se avergüenza de admitirlo.
—Entonces tenías buenos motivos para negarte a batirte en duelo.
—¿Crees que no lo intenté? ¡Me llamó mentiroso! Eso no podía pasarlo por alto, ¿verdad?
Harriet conocía a su hijo. Tendía a no ser sincero cuando la verdad no le convenía, pero Thomas le creía, desde luego. No querría castigar a su adorado hijo.
Más calmado, Thomas preguntó:
—¿Sabías que plantearían esta absurda exigencia?
—Sí, me advirtieron que Jorge tal vez lo intentaría y por eso regresé a Londres. Él presta atención a los estúpidos consejos de sus aduladores y compinches, que lamentan que una vez más ande corto de dinero. Para poder llevar a cabo su amenaza, Jorge confía en que ignoraremos su ridícula afirmación de que, gracias a esta estúpida alianza, la violencia acabará y reinará la paz. Supongo que no lo complaceréis al respecto, ¿verdad?
—¿Entonces no crees que se está tirando un farol?
—No, por desgracia. Napoleón está matando a muchos ingleses en el continente y los consejeros del regente no creen que sea bueno para la moral de la nación que los nobles se maten entre ellos en casa; y el príncipe hace gestiones para asegurar que todos compartan ese sentimiento. Si le desobedecemos tendrá todo el apoyo necesario para blandir el martillo real contra nosotros.
Thomas suspiró y miró a su esposa.
—¿Dónde está la muchacha? Supongo que habrá que decirle que se casará.
2
Antes de que empezaran a buscarla, Brooke salió de su escondite bajo la ventana abierta del salón y echó a correr hacia los establos. Lo había oído todo, incluso lo que el emisario les dijo a sus padres. Esa mañana iba de camino al establo cuando el hombre llegó en su elegante carruaje, y llevada por la curiosidad se escondió allí de cuclillas para descubrir por qué había acudido. Sus padres rara vez tenían visitas. No hacían vida social en el hogar, solo cuando iban a Londres, así que sus amigos en el condado eran escasos; además, nunca le contaban nada y por eso escuchar a escondidas se había convertido en una costumbre.
Primero la buscarían en su habitación, luego en el invernáculo, después en los establos, los tres lugares que ella frecuentaba. Sin detenerse para comprobar el esguince de la pata delantera del semental ni para saludar al nuevo potrillo, llamó al caballerizo para que se apresurara a preparar a Rebel, su yegua. La había llamado así porque eso es lo que ella era: una rebelde, al menos en el fondo. Brooke detestaba casi todos los aspectos de su vida y quería cambiarla, pero carecía del poder para hacerlo, por supuesto, y finalmente la había aceptado.
Decidió no esperar al mozo de cuadra, que seguramente estaría almorzando; no era obligatorio que la acompañara puesto que ella tenía permiso para cabalgar por las tierras de los Whitworth. Sin embargo, estas eran extensas, solo una cuarta parte estaba destinada a una amplia granja donde criaban ovejas cuya lana había enriquecido a los Whitworth durante décadas. ¡Y no es que algún miembro de la familia hubiera esquilado alguna vez una oveja! El resto del terreno era abierto o boscoso y ello le permitía una buena galopada, que es lo que necesitaba ahora. Quería disponer de bastante tiempo con el fin de digerir todo lo que acababa de escuchar, antes de que sus padres compartieran las «noticias» con ella.
Su primera reacción fue una enorme desilusión, porque los duelos de Robert impedirían que pudiera asistir a la temporada social de Londres, tal como le habían prometido. Planear ese viaje había estrechado la relación con su madre; en los últimos años Brooke casi no la había visto y, si no la conociese, incluso podría haber pensado que la idea del viaje excitaba a Harriet.
Brooke hubiera hecho las maletas y hubiese estado preparada para partir a Londres de inmediato. Ya tenía los baúles y el nuevo guardarropa que llevarían. Harriet le había brindado una temporada social en Londres no porque quisiera hacerlo o porque creyera que complacería a Brooke, sino porque era lo que la sociedad esperaba de sus padres y Harriet siempre hacía lo que esperaban de ella. Brooke nunca había tenido tantas ganas de emprender ese prometido viaje. Pero las promesas quedaron en nada...
Entonces el temor la invadió: tendría que casarse con un completo desconocido. Mientras galopaba con Rebel a través del prado, pensó que no hay mal que por bien no venga, porque era una manera rápida y segura de escapar de su familia. La idea de ir a Londres y no encajar la había preocupado, porque su don de gentes era tan escaso que quizá no encontraría a un hombre dispuesto a casarse con ella. Ahora esa preocupación había desaparecido.
La decepción y el temor aún la invadían, pero no pudo evitar una sonrisa. Era la primera vez que sentía emociones tan contradictorias, pero su temor ante ese hombre desconocido —que sería «tan capaz de asesinarla como de llevársela a la cama» y vivía muy lejos— no anularía la dicha que le causaba abandonar su hogar. Que la arrojaran en brazos de ese tal Wolfe, ese lobo, no era el modo de escapar que hubiera preferido, pero cualquier cosa era mejor que vivir con una familia que no sentía afecto por ella.
Cuando alcanzó el bosque refrenó a la yegua y enfiló por un sendero que solía recorrer cuando acompañaba a Alfreda, su doncella, para recoger hierbas. Ellas mismas habían creado el sendero en sus numerosos paseos hasta la parte más profunda del bosque. Desmontó cuando llegó a un solitario y soleado claro, alzó la vista al cielo y dio rienda suelta a su ira; luego a su miedo, y finalmente soltó una carcajada de alivio porque por fin ya no estaría a merced de esas personas sin corazón cuya sangre compartía.
«Dios —pensó—, no echaré de menos este lugar ni estas personas... bueno, a excepción de los criados.» Alice, la doncella de la planta superior, le había regalado una caja de cintas bordadas a mano para la temporada en Londres. Brooke derramó lágrimas cuando se dio cuenta del tiempo y el amor dedicados a confeccionarlas. O Mary, la cocinera, que siempre tenía un abrazo y un pastelito para ella. O William, su mozo de cuadra, que hacía todo lo posible por hacerla reír cuando ella estaba de un humor melancólico.
Si Alfreda no podía acompañarla, la echaría demasiado de menos. La doncella había estado a su lado desde que Brooke nació, cuando Harriet no tuvo más leche y Alfreda, que acababa de perder a su propio bebé, había sido contratada para que la amamantara. Después Alfreda se había convertido en su niñera y finalmente en su doncella. Había cumplido treinta y tres años, tenía cabellos negros y ojos de un color tan oscuro que también parecían negros; además era una madre para ella, mucho más de lo que Harriet jamás había sido. También era la mejor amiga de Brooke. Sencilla, mandona, y a veces escandalosamente directa, Alfreda no era servil en absoluto y se consideraba igual a todo el mundo. Brooke pasaba mucho tiempo cuidando las plantas del invernáculo para que Alfreda dispusiera de hierbas durante todo el año.
Los aldeanos de Tamdon confiaban en Alfreda para curar sus dolencias. Acudían a la cocina y le hacían sus pedidos a Alfreda a través del personal de cocina, y ella entonces les hacía llegar sus remedios de hierbas del mismo modo a cambio de una moneda. Hacía tanto tiempo que la doncella ayudaba a las personas que Brooke imaginaba que a esas alturas ya sería rica. Y si bien la llamaban una bruja en vez de sanadora, no dejaban de acudir suplicando las pócimas. Alfreda no era una bruja, solo poseía un antiguo saber acerca de las propiedades medicinales de las plantas y las hierbas, un saber que en su familia había sido transmitido de una generación a otra. Alfreda guardaba el secreto de sus talentos curativos frente a la familia de Brooke porque temía que la acusaran en serio de ser una bruja y la echaran de la casa.
—Sueles tener motivos para enfurecerte y llorar, pero ¿por qué estás riendo? ¿Qué te ha complacido, cielo? ¿El viaje a Londres?
Brooke echó a correr hacia Alfreda cuando la doncella apareció de detrás de un árbol.
—A Londres no. Pero un viaje, desde luego. Tengo unas noticias un tanto buenas para compartir.
—¿Un tanto buenas? —preguntó Alfreda, riendo—. ¿Es que no te he enseñado los peligros que suponen las contradicciones?
—Esta es inevitable. Me dan en matrimonio a un enemigo de mi hermano; no por voluntad propia de mis padres, sino a petición del príncipe regente.
Alfreda arqueó una ceja.
—Los miembros de la familia real no piden: exigen.
—Exactamente, y amenazan con graves consecuencias si sus exigencias no son satisfechas.
—¿Te negarías a obedecer?
—Yo no, mis padres. Pero han decidido no esperar a ver si el regente se está tirando un farol, y en cambio, me enviarán a ese hombre. Robert cree que el hombre me rechazará, así que después de todo tal vez no me veré obligada a casarme con él.
—Todavía no me has dicho qué te complace a ti de este arreglo.
—Estaría dispuesta a casarme con él si eso significa que habré puesto punto final al vínculo con mi familia. Y hay algo a su favor: ha intentado matar a mi hermano en tres ocasiones y por eso ya me cae bien.
—¿Te refieres a los duelos recientes mencionados por tus padres?
—Sí.
—En general, se da por satisfecho el honor tras un único duelo. ¿Alguna vez averiguaste por qué fueron tres?
Brooke sonrió, porque Alfreda conocía su propensión a escuchar en secreto.
—Mi madre se lo preguntó a Robert la última vez que estuvo en casa, pero él esquivó la pregunta diciendo que era una trivialidad, que no merecía la pena hablar de ello. Es obvio que era algo más, pero hoy, cuando mi padre le preguntó qué había provocado la ira de ese lord del norte, Robert afirmó ignorarlo. Pero tú y yo sabemos muy bien que es un mentiroso.
Alfreda asintió con la cabeza.
—Al menos tienes puntos en común con ese hombre con el que pretenden casarte. Eso es un buen comienzo.
—Bueno, sí: ambos compartimos el mismo desagrado por mi hermano, pero yo no traté de matar a Robert, como él me acusó a mí cuando era una niña —contestó Brooke en tono rotundo—. Aquel día, cuando trataba de alcanzar el pie de la escalera antes que él, realmente tropecé y choqué contra su espalda. Tuve suerte y me aferré a la barandilla mientras que él rodó escalera abajo. Pero él afirmó que lo había empujado adrede y mis padres le creyeron, como siempre lo han hecho. Así que me encerraron en mi habitación hasta que Robert se recuperara, ¡pero juro que él fingió que necesitaba unas semanas más para que su tobillo se curara, porque sabía que yo detestaba estar encerrada! Pero me da igual lo que piense. Robert me odiaba desde mucho antes, como tú bien sabes.
Alfreda le rodeó los hombros con un brazo y la estrechó.
—Dejar de ver a ese odioso muchacho te hará mucho bien.
Brooke hubiera incluido a toda su familia en esa afirmación, pero no lo dijo.
—Puede que parta antes de una semana. ¿Vendrás conmigo? Por favor, di que sí.
—Por supuesto que te acompañaré.
—Entonces dediquemos el día a abastecernos de nuevas provisiones y de hierbas con raíces que tú podrás replantar. No sabemos si en el norte hallaremos todas las hierbas que necesitas.
—¿Dónde en el norte?
—No lo sé. Aún no me han dicho nada, en realidad. Yo solo...
La risa de Alfreda la interrumpió.
—Sí, ya sabemos cómo te haces con la información.
3
Tras dedicar toda la tarde a ayudar a Alfreda a recoger sus hierbas predilectas, Brooke regresó a la casa señorial al atardecer. Quería alcanzar su habitación sin ser vista, cambiarse de ropa y cenar antes de ponerse a disposición de la familia; en caso de que hubiesen enviado jinetes en su busca, ninguno se había acercado a los bosques. Pero sus padres no necesitaban hablar con ella de inmediato, era más probable que le informaran de la boda el mismo día de la partida y no antes: la consideración que le prodigaban sus padres era muy escasa.
Recorrió el pasillo a toda prisa y pasó junto al comedor, a esa hora probablemente ocupado por sus padres y su hermano. Brooke jamás cenaba en ese comedor.
«Le desagrada recordar que tú no eres un hijo varón, así que no se lo recordaremos con tu presencia.» Albergaba un vago recuerdo de las palabras de su madre, pronunciadas cuando ella aún era una niña pequeña; era uno de los escasos gestos bondadosos prodigados por su madre que Brooke recordaba, y no habría tenido apetito si se hubiera visto obligada a comer con ellos. Le gustaba comer en la cocina con los criados: allí reinaban las risas, las chanzas y la camaradería. Algunos habitantes de la casa sentían aprecio por ella y llorarían cuando se marchara... pero no su familia.
Cuando comenzó a remontar la escalera, el tercer peldaño chirrió, y como en ese momento nadie estaba hablando en el comedor, oyeron el chirrido.
—¡Muchacha! —gritó su padre.
El tono de voz hizo que pegara un respingo, pero se dirigió inmediatamente al comedor y se quedó en el umbral con la cabeza gacha. Era una hija obediente, al menos ellos creían que lo era; jamás infringía las reglas... a menos que tuviera la absoluta certeza de que no la descubrirían. Nunca discutía ni alzaba la voz y tampoco dejaba de obedecer una orden incluso cuando deseaba hacerlo. Su hermano la consideraba un tímido ratón, su padre dejó claro que no debía hacerse notar y que prefería no verla ni oírla. La reacción a sus escasas chispas de rebelión infantil fueron reprimidas con cachetadas o duros castigos y aprendió a parecer dócil con rapidez a pesar de que bullía de ira en su interior.
—¿Es que hace tanto tiempo que no te veo, hermana, o es que has crecido de la noche a la mañana? Ya no pareces un tímido ratoncito, ciertamente.
Brooke se enfrentó a la mirada de Robert: a él podía mirarlo a los ojos, no merecía su respeto y jamás lo obtendría, pero resultaba irritante y mortificante que toda esa situación (y el papel que ella se veía obligada a interpretar) fuese culpa de Robert. No cabía duda de que había hecho algo horrendo para que el lord del norte se enfadara lo bastante como para exigir un duelo, y no una vez sino en tres ocasiones.
—Yo tampoco recuerdo haberte visto en años, así que es muy posible que estés en lo cierto y que haya pasado mucho tiempo —contestó con voz monótona.
Evitó que su rostro expresara la menor emoción, algo que resultaba fácil tras haber aprendido el arte del disimulo. Su escasamente afectuosa familia jamás adivinó cuánto dolor le había causado a lo largo de los años.
Aunque su padre la había llamado, aún no le había dirigido la palabra; tal vez él también estaba sorprendido al notar que ya no era la niña pequeña que de vez en cuando veía por ahí. Ella siempre se esforzó por evitar que notara su presencia; la casa era grande y resultaba fácil esquivarlo si uno conocía sus costumbres. Al igual que Robert, Thomas solía pasar mucho tiempo en Londres hasta hacía unos años, cuando el dolor en las articulaciones comenzó a afectarle. Su madre no siempre lo había acompañado a Londres; cuando ella y su madre estaban solas en casa, Harriet había demostrado interés por ella y le hablaba como si guardaran una relación normal. La conducta de su madre la había confundido y supuso que Harriet se sentía sola cuando Thomas y Robert estaban ausentes, o quizás estaba un poco loca porque en cuanto Thomas o Robert volvían se comportaba como si Brooke hubiese vuelto a dejar de existir.
Robert se puso de pie, arrojó la servilleta en el plato y dijo:
—Hablaré contigo después. Existe una estrategia que a lo mejor podrías emplear para salir bien parada de este asunto.
¿Ayudarla, él? Prefería abrazar una serpiente venenosa antes que confiar en cualquier ayuda ofrecida por su hermano, pero dado que en realidad aún nadie le había dicho por qué la habían llamado, Brooke guardó silencio y esperó a que le informaran del futuro que la aguardaba.
Su madre empezó a hablar, explicándole todo aquello que Brooke ya sabía. Lo normal es que una hija hiciera docenas de preguntas, incluso protestara. Pero no ella.
—¿Por qué no me dijiste que ya estaba en edad de casarse? —preguntó Thomas, interrumpiendo a su mujer—. Podríamos haber arreglado un matrimonio con alguien escogido por nosotros; entonces ahora no nos encontraríamos frente a este ridículo dilema.
Brooke sonrió para sus adentros. Su madre había tomado medidas para prepararla para el matrimonio porque no quería que Brooke avergonzara a la familia pareciendo una imbécil total. Aunque no la incluían en las actividades sociales de la familia en Londres, había tenido toda suerte de maestros: de equitación, música, danza, lenguas y arte, además de otros que le enseñaron a leer, escribir y conceptos rudimentarios de aritmética. Jamás recibió elogios por su desempeño puesto que nadie esperaba que destacara en nada, sin embargo, ella aprovechó las enseñanzas.
—Dado que cumplirá los dieciocho el mes que viene, este verano pensaba llevarla a Londres para que disfrutara de la temporada social —dijo Harriet—. Hubiera recibido numerosas ofertas de matrimonio. Te lo dije, Thomas, solo lo has olvidado.
La respuesta de su padre fue un gruñido; Brooke supuso que quizá ya olvidaba muchas cosas debido a la edad. Era lo bastante viejo como para ser su abuelo, se encogía de dolor cada vez que se movía. Alfreda podría haber aliviado sus dolores mediante un remedio de hierbas, pero tal vez la hubiesen despedido solo por atreverse a ofrecérselo. Brooke también podría haberlos mitigado. Gracias a la compañía constante de Alfreda había aprendido los maravillosos usos de las hierbas. Hubiera sido posible ayudar a un hombre bondadoso y decente, incluso de manera secreta, añadiendo hierbas benéficas a su comida y bebida, pero los hombres fríos y sin corazón se merecían lo que la naturaleza les prodigaba.
Harriet mantenía la vista clavada en Brooke, aguardando, y ella se dio cuenta de que quizá su madre esperaba una reacción ante la mención del viaje a Londres. Aunque ya conocía la decepcionante respuesta a la pregunta que estaba por hacer, la hizo de todas maneras:
—¿Entonces no disfrutaré de una temporada social en Londres?
—No, este matrimonio es más importante. Los criados ya han empacado tus cosas. Partirás mañana de madrugada, con una escolta y una dama de compañía.
—¿Tú me acompañarás?
—No, tu padre se encuentra muy mal, así que debo permanecer a su lado y es probable que si Robert te acompaña vuelva a ser retado a duelo, así que eso es imposible. Dominic Wolfe procede de una familia eminente y acaudalada establecida en Yorkshire durante siglos. Conozco a su madre socialmente, pero no muy bien. Nunca me he encontrado con su hijo. Lleva el título de vizconde de Rothdale, pero eso es cuanto sé acerca de ese individuo belicoso que, antes que a la sociedad londinense, parece preferir las regiones agrestes de Yorkshire. Si te rechaza, tanto mejor, porque entonces el hacha caería sobre su cabeza, por así decir, y tú podrías regresar a casa y continuar con nuestra vida habitual. Pero tú no puedes rechazarlo a él. Todos los Whitworth cumplirán con la petición del príncipe regente, para que él no pueda echarnos la culpa de nada.
—Un vizconde está por debajo de nosotros —protestó Thomas—, pero presta atención, muchacha: negarte a casarte con Wolfe sería una locura. Si lo haces te haré encerrar en un manicomio durante el resto de tu vida.
A Brooke le pareció increíble la idea de que el futuro de su familia dependiera de ella, pero la amenaza de su padre la aterró: sabía que haría exactamente eso si perdía su título y sus tierras por culpa de ella. Pero para ella la situación suponía escapar de su familia. No tenía la menor intención de rechazar a lord Wolfe.
Inclinó la cabeza y abandonó el comedor, y solo entonces pudo volver a respirar con tranquilidad. Mañana. No había contado con partir tan pronto, pero... cuanto antes, mejor.
4
—Haz que te ame, preciosa. Haz que se enamore profundamente de ti y disfrutarás de una buena vida a su lado —susurró la madre de Brooke antes de que esta montara en el carruaje.
Brooke tardó horas en deshacerse de la impresión. Su madre la había llamado «preciosa» y le había dado consejo. Ya se había sorprendido cuando Harriet salió fuera para despedirse de ella, dado que durante la noche anterior había enviado al mayordomo a la habitación de Brooke para darle dinero para el viaje en vez de hacerlo ella misma. Las palabras de su madre casi hicieron que pensara que la quería, pero toda una vida demostraba lo contrario. ¿Por qué su madre era incapaz de actuar de manera consistente? ¿Por qué solo recibía esos ocasionales y confusos chispazos de la madre que deseaba, pero que tan rara vez era?
Si Wolfe, el lobo del norte, perdía la cabeza por ella dejaría en paz a Robert, el adorado hijo de Harriet, y cesaría en su intento de matarlo. Brooke no era tonta: ¡solo había un vástago adorado en su familia y sus padres harían o dirían lo que fuera para protegerlo, incluso mentirle a su hija sobre sus posibilidades de seducir a un hombre que detestaba a su familia tanto como ella misma!
El carruaje con el blasón de la familia se había detenido ante la puerta principal. Supuso que el orgullo familiar requería que su llegada ante la puerta del enemigo fuera por todo lo alto. Además del cochero, la escoltaban dos lacayos; esa mañana, más temprano, había ido a los establos para visitar a los caballos por última vez y decirle al mozo de cuadra que se llevaría a Rebel con ella: si no regresaba a ese lugar (y realmente confiaba en que no lo haría) no quería dejar atrás nada que realmente apreciaba.
Otros miembros del personal salieron para despedirse de ella. Había pensado que no vertería lágrimas por ese lugar, pero sí por las personas con las que se había criado, personas que realmente sentían afecto por ella. William, su caballerizo, incluso le dio una talla de madera de un caballo y le dijo que esperaba que le recordara a Rebel. No era así: la talla no era muy buena, pero ella la apreciaría de todos modos.
Los criados que la acompañaban habían recibido instrucciones: debían regresar inmediatamente a casa con ella si el lobo no la recibía. Por lo demás, los criados (a excepción de Alfreda) debían regresar a Leicestershire en el carruaje. Brooke confió en que la dejaran entrar y que descubriera algo en Dominic Wolfe que le gustara aparte de su mutuo desagrado por su hermano, pero tal vez no sería así y también era posible que no le abriera la puerta.
El emisario había acudido primero a casa de los Whitworth. Desde Leicestershire se tardaba media semana en carruaje hasta alcanzar el hogar de lord Wolfe cerca de York. El hombre del regente ya estaba de camino y solo les llevaba un día de ventaja, lo cual significaba que lord Wolfe todavía ignoraba su llegada inminente. Si la noticia lo enfurecía cuando la recibiera («y con razón», pensó Brooke), deseó que dispusiera de más de un solo día para recuperar la calma antes de su llegada.
Hubiera sido lógico que su familia aguardara hasta conocer la reacción de Wolfe frente a la exigencia del regente antes de enviarla al norte: despachar a Brooke con tanta prisa indicaba temor. Puede que los Whitworth se enfadaran y protestaran ante dicha exigencia, pero jamás hubiesen puesto en evidencia al regente porque las consecuencias eran demasiado importantes para ellos.
Y su hermano... ¡qué villano! La noche antes, cuando acudió a su habitación, Brooke supo que la «estrategia» que Robert mencionó en el comedor no le gustaría al lord.
—Primero cásate con él, después envenénalo —fue lo único que dijo—. Si no tiene otros parientes podremos exigir la mitad de sus tierras o todas ellas. Sé que tenía una hermana que falleció, pero nadie sabe mucho más acerca de Dominic Wolfe.
—¿Y qué pasa si resulta que me gusta? —había contestado Brooke.
Ella no confiaba mucho en que ocurriera, pero podría...
—No te gustará. Serás leal a tu familia y lo detestarás.
Puede que acabara detestando a Dominic Wolfe, pero ciertamente no sería por lealtad a su familia. Sin embargo, ella no lo dijo, y disimuló el estupor ante la sugerencia de Robert. Sabía que era malvado y rencoroso, incluso cruel, pero... ¿también sanguinario? Y, sin embargo, era tan apuesto, disfrutaba de tantas ventajas, incluso era el hijo de un conde... Su única excusa consistía en que era hijo de su padre. «De tal palo tal astilla», era un dicho que nunca había sido tan cierto como en la familia Whitworth.
Ella se negó incluso a tomar en cuenta la absurda sugerencia de Robert. En cambió preguntó:
—¿Qué le hiciste a Dominic Wolfe para que te retara tres veces a duelo?
—Nada que justifique semejante persistencia —contestó él, resoplando—. Pero no nos contraríes con este asunto, hermana. No queremos estar emparentados con él a través del matrimonio. Su muerte eliminará cualquier otra exigencia que el príncipe regente pueda plantearnos.
Ella le indicó la puerta con un gesto y él le lanzó una mirada tan malvada por echarlo que Brooke creyó que quizá le pegaría un puñetazo para hacer hincapié en lo que acababa de decirle: no sería la primera vez que lo hacía. Pero Robert todavía estaba centrado en su intriga y, antes de marcharse, dijo:
—Como viuda gozarás de libertad, de más libertad de la que jamás te proporcionaría una familia o un marido. No lo olvides, hermana.
¡Era su mayor deseo! Pero no a cambio de lo que él estaba sugiriendo. No obstante, había perdido la oportunidad de averiguar algo más sobre el hombre a cuyo hogar la enviaban; Robert lo conocía, podría haberle dicho algo sobre él, pero no lo hizo. Casi se volvió para hacerle una pregunta antes de que la puerta se cerrara, pero nunca le había pedido nada y no tenía intención de empezar a hacerlo.
Resultaba ridículo que lo único que sabía acerca de lord Wolfe era que quería ver muerto a su hermano. Ignoraba si era joven o viejo, inválido, feo o incluso tan frío e insensible como su propia familia. También podía estar comprometido con otra mujer, podía estar enamorado... Era atroz pensar que la vida de él se pondría patas arriba solo porque quería obtener justicia de su hermano, una justicia que obviamente no podía obtener a través de los tribunales. ¡Ella ya empezaba a compadecerlo!
Ese día, cuando el carruaje se detuvo a la hora de almorzar, Brooke ya se encontraba mucho más lejos de la casa señorial de los Whitworth de lo que jamás había estado. ¡Esa noche ya habrían abandonado Leicestershire! El viaje a Londres hubiese sido su primer viaje largo y la primera vez que abandonaba el condado. Había estado en Leicester y en algunas otras ciudades de los alrededores, pero fueron visitas breves y siempre había regresado a casa por la noche, así que estaba empeñada en disfrutar del viaje, pese a lo que sucediera cuando llegara a destino, y pasó gran parte de aquel primer día mirando por la ventanilla y contemplando unos paisajes jamás vistos con anterioridad.
No obstante, no logró desprenderse de sus temores y del torbellino de sus pensamientos. Al final de la tarde por fin le contó a Alfreda la vil sugerencia de Robert.
La doncella se limitó a arquear una ceja, no parecía sorprendida en absoluto.
—¿Así que veneno, eh? Ese muchacho sigue siendo un cobardica. Te pide que hagas algo pero es incapaz de hacerlo él mismo.
—Pero se batió en esos duelos —repuso Brooke—. Eso supuso cierto valor.
—Apuesto a que disparó la pistola antes de tiempo —dijo Alfreda en tono desdeñoso—. Pregúntaselo a Wolfe, a tu lobo, cuando te encuentres con él. Estoy segura de que confirmará mis sospechas.
—No es «mi lobo», y tal vez no debiéramos llamarlo así solo porque mis padres lo hicieron —dijo Brooke, si bien ella no había dejado de hacerlo.
—Bueno, quizá tengas ganas de hacerlo.
—¿De llamarlo lobo?
—No, de envenenarlo.
Brooke soltó un grito ahogado.
—Por Dios santo... nunca haría tal cosa.
—No, supongo que no. Lo haré yo, si te pone un dedo encima.
Saber hasta dónde era capaz de llegar Alfreda para protegerla de un extraño que se convertiría en su marido supuso un consuelo.
5
Como circulaba a lo largo de la antigua Gran Carretera del Norte, que llegaba hasta Escocia, el segundo día el carruaje de los Whitworth avanzaba mucho más rápidamente. Aunque la carretera era irregular, Raston, el gato de Alfreda, no parecía inquieto y ronroneaba recostado en el asiento entre ambas. Nunca lo habían dejado entrar en la casa, vivía en las vigas del establo de los Whitworth y, curiosamente, su presencia nunca pareció molestar a los caballos. Alfreda le llevaba comida, los caballerizos también y Raston se había vuelto gordo y pesado gracias a la buena alimentación.
—Tu padre le dijo al maldito cochero que se diera prisa —protestó Alfreda durante el tercer bandazo sufrido esa mañana—, pero esto es demasiado. No creo que lord Whitworth quisiera que llegaras a York antes que el emisario del príncipe regente. Hoy, cuando nos detengamos para almorza