A fuego lento (Buchanan 5)

Fragmento

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Epílogo
fuego

1

El viejo cascarrabias iba a provocar un alboroto, y lo que más lamentaba era que no estaría allí para verlo.

Estaba a punto de quitarles la silla a sus inútiles parientes y, oh, qué pena, se iban a caer. Pero ya era hora de que en aquella desdichada familia alguien enderezara un entuerto.

Mientras esperaba que instalaran el equipo, ordenó la mesa. Sus dedos nudosos acariciaron la suave madera con la misma ternura con que había acariciado en otro tiempo a sus amantes. La mesa era vieja, cubierta de cicatrices y tan gastada como él. El viejo había amasado su fortuna en esa misma habitación. Con el teléfono pegado a la oreja había hecho un negocio lucrativo tras otro. ¿Cuántas empresas había comprado en los últimos treinta años? ¿Cuántas más había destruido?

Dejó de rememorar sus numerosos triunfos. No era el momento. Cruzó la habitación hasta el mueble bar y se sirvió un vaso de agua de la licorera de cristal que años atrás le había regalado uno de sus socios. Tras beber un sorbo, llevó el vaso a la mesa y lo dejó sobre un posavasos que había en el rincón. Echó un vistazo a la estantería revestida con paneles y llegó a la conclusión de que era demasiado oscura para las cámaras, por lo que se apresuró a encender todas las lámparas de la mesa.

—¿Están listos? —preguntó con el tono rebosante de impaciencia. Retiró la silla, se sentó, se alisó el cabello y se arregló la americana del traje para que no se le levantara el cuello. Dio un tirón a la corbata como si eso fuera a reducir la tensión en la garganta—. Voy a poner en orden mis pensamientos —añadió con la voz áspera de quien se ha pasado años dando órdenes a gritos y fumando puros cubanos.

Ahora quería un puro. Pero en la casa no había ninguno. Había dejado el hábito hacía diez años, aunque de vez en cuando, si estaba nervioso, ansiaba repentinamente uno, con toda su alma.

En ese momento no sólo estaba nervioso sino que tenía un poco de miedo, sensación que le resultaba extraña, casi desconocida. Necesitaba con urgencia hacer lo que debía, y hacerlo antes de morir, lo que ocurriría pronto, muy pronto. Era lo menos que podía hacer por el apellido MacKenna.

En un trípode plantado frente al viejo habían colocado la anticuada videocámara con cinta VHS, encima e inmediatamente detrás de la cual estaba la cámara digital, cuyo objetivo también lo enfocaba.

Miró más allá de las cámaras.

—Sé que piensan que con la digital bastaría, y seguramente tienen razón, pero a mí todavía me gusta el estilo de las cintas de vídeo. No me fío de estos discos, así que la cinta será la copia de seguridad. Háganme una señal cuando todo esté conectado —ordenó—, y empezaré.

Cogió el vaso, bebió un sorbo y lo dejó en la mesa. Tenía la boca seca debido a las pastillas que aquellos irritantes médicos le obligaban a ingerir.

Unos segundos después todo estuvo a punto. Y comenzó.

—Me llamo Compton Thomas MacKenna. Éstas no son mis últimas voluntades, pues ya me he ocupado de ello. Hace tiempo que modifiqué mi testamento. El original se halla en mi caja de seguridad; hay una copia en la asesoría jurídica que me presta sus servicios y también otra que, les aseguro, levantará su horrible cabeza si por alguna razón se pierden o destruyen el original y la copia de los abogados.

»No dije nada sobre la nueva versión del testamento ni sobre los cambios que efectué porque no quería pasar mis últimos meses acosado, pero ahora que los médicos me han asegurado que el fin está próximo y que ya no pueden hacer nada más, quiero..., no, necesito —corrigió— explicar por qué he hecho lo que he hecho..., aunque dudo que alguno de ustedes lo comprenda o le dé importancia.

»Empezaré mi explicación con una breve historia de la familia MacKenna. Mis padres nacieron, se criaron y fueron enterrados en las Highlands de Escocia. Mi padre poseía bastante tierra..., bastante —repitió. Hizo una pausa para aclararse la garganta y tomar otro sorbo de agua antes de proseguir—. Cuando murió, la tierra pasó por partes iguales a mi hermano mayor, Robert Duncan segundo, y a mí. Robert y yo nos trasladamos a Estados Unidos para completar nuestra formación, y ambos decidimos quedarnos. Al cabo de unos años Robert me vendió su parte de la tierra. Ese dinero lo convirtió en un hombre muy rico, y yo pasé a ser el único heredero de la finca denominada Glen MacKenna.

»No me casé. Nunca tuve tiempo ni ganas. Robert se casó con una mujer que a mí no me gustaba, pero, a diferencia de lo que habría hecho mi hermano, no proferí amenazas ni hice ninguna escena por ello. Se llamaba Caroline... Una advenediza. Desde luego jamás lo amó. De todos modos, cumplió con su deber y le dio dos hijos, Robert Duncan tercero y Conal Thomas.

»Y llegamos al meollo de esta lección de historia. Cuando mi sobrino Conal decidió casarse con una mujer sin posición social, su padre lo repudió. Robert había elegido a otra —una mujer de una familia influyente— y le indignó que se hubieran pasado por alto sus deseos. La esposa de Conal, Leah, era prácticamente una pordiosera, pero a él no parecía importarle el dinero que perdería. —Soltó un resoplido de asco y añadió—: Todo lo que le quedaba a Robert era su primogénito, un auténtico pelotillero que hacía todo lo que le mandaban.

»Con el tiempo perdí contacto con Conal —prosiguió—. Estaba demasiado ocupado —añadió a modo de excusa—. Todo lo que sabía es que se había trasladado a Silver Springs, en las afueras de Charleston. Pero más adelante me enteré de que había muerto en un accidente de coche. Me constaba que mi hermano no iría al entierro..., pero yo sí fui. No exactamente porque me sintiera obligado a ello, lo admito. Supongo que tenía curiosidad por ver cómo se las había arreglado Conal. No le dije ni a Leah ni a nadie que yo estaba allí. Me mantuve a distancia. La iglesia estaba de bote en bote. Fui incluso al cementerio y vi a Leah con sus tres pequeñas, la menor apenas un bebé. —Se calló como si imaginara la escena. No quería que ningún atisbo de emoción lo traicionara y cruzara sus apagados ojos, por lo que desvió un instante los ojos de la cámara. Se enderezó en la silla y continuó—. Vi lo que quería ver. El linaje de los MacKenna seguiría a través de los hijos de Conal..., si bien era una lástima que no hubiera ningún chico.

»En cuanto al otro hijo de mi hermano..., Robert tercero..., lo consintió..., le enseñó a ser un inútil. No le permitió tener ambición, a cambio de lo cual mi hermano vivió lo bastante para ver a su primogénito morir joven a causa de la bebida.

»El pecado del exceso se había transmitido a la generación siguiente. He visto a los nietos de Robert despilfarrar su herencia y, aún peor, deshonrar el apellido MacKenna. Bryce, el mayor, sigue los pasos de su padre. Se casó con una buena mujer, Vanessa, pero ella no pudo salvarlo de sus vicios. Es un alcohólico, como su progenitor. Vendió todas sus acciones, canjeó sus bonos y dilapidó hasta el último dólar. Gastó muchísimo en bebida y mujeres, y quién sabe qué hizo con el resto.

»Y luego está Roger. Ha sido el más escurridizo; a veces desaparecía durante varias semanas, pero mis fuentes de información no tardaban mucho en localizarlo y averiguar qué estaba haciendo. Por lo visto Roger se divierte con los juegos de azar. Según los informes, sólo el año pasado perdió más de cuatrocientos mil dólares. Cuatrocientos mil. —El viejo meneó la cabeza y continuó como si las palabras le hubieran dejado un regusto amargo—. Y lo que es peor, ha estado en tratos con gánsteres como Johnny Jackman. El mero hecho de que el apellido MacKenna esté relacionado con un criminal como Jackman me revuelve el estómago.

»Ewan, el más joven, no puede o no quiere controlar su mal genio. Si no fuera por sus caros e inteligentes abogados, ahora mismo estaría en la cárcel. Hace dos años golpeó a un hombre casi hasta matarlo.

»Estoy indignado con todos ellos. Son personas inútiles que no han aportado nada al mundo. —El viejo se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente—. Cuando estos médicos inoperantes me dijeron que sólo me quedaban unos meses de vida, decidí hacer balance. —Se volvió, abrió el cajón lateral y sacó una gruesa carpeta negra. La abrió en el centro de la mesa y colocó las manos encima—. Encargué a un investigador una serie de comprobaciones. Quería saber cómo les iba a las hijas de Conal. He de admitir que mis previsiones no eran halagüeñas. Di por sentado que, tras la muerte de Conal, Leah y las niñas tendrían una existencia precaria. También supuse que ninguna de las hijas habría superado, como mucho, la secundaria. Me equivoqué en ambas cosas. Tras el accidente de Conal, la compañía de seguros pagó lo suficiente para que Leah pudiera quedarse en casa con las niñas. Además se puso a trabajar de secretaria en una escuela privada de chicas. No ganaba mucho —no creo que Leah fuera capaz de mucho más—, pero había una compensación. Las tres hijas hicieron toda la secundaria en la escuela sin pagar la matrícula. —Asintió con aire aprobador y dijo—: Evidentemente, Conal le había enseñado el valor de una buena formación.

Echó un vistazo al informe de la carpeta.

—Parece que las tres trabajan duro. Ni una sola ha salido holgazana —añadió con énfasis—. La mayor, Kiera, recibió una beca para ir a una buena universidad y se graduó con sobresaliente. Recibió otra beca para una facultad de medicina y le va extraordinariamente bien. La mediana, Kate, es la empresaria de la familia. También le concedieron una beca para ir a una de las mejores universidades del Este y también se graduó con sobresaliente. Cuando aún estaba estudiando fundó una empresa que actualmente está creciendo y va camino de obtener grandes éxitos. —Miró a la cámara—. Creo que se parece mucho a mí.

»Isabel, la más joven, no hay duda de que es también inteligente, pero es en la voz donde tiene el verdadero talento. Atesora dotes musicales, seguro. —Tamborileó con el índice sobre el informe—. Isabel tiene planeado estudiar música e historia en la universidad, y su deseo es ir un día a Escocia a conocer a sus parientes lejanos. —Asintió—. Esta noticia me complace muchísimo.

»Y ahora los cambios en el testamento. —Las comisuras de la boca se elevaron ligeramente en una sonrisa disimulada, casi imperceptible, que se desvaneció al retomar el hilo—. Bryce, Roger y Ewan recibirán cada uno inmediatamente cien mil dólares en metálico. Espero que el dinero se invierta en su rehabilitación, pero dudo mucho que esto suceda. Vanessa también recibirá cien mil y se quedará con esta casa. Merece al menos esto por haber aguantado a Bryce todos estos años. Ella ha aportado respeto al apellido MacKenna gracias a su actividad en diversas organizaciones benéficas y en la comunidad, por lo que no tiene ningún sentido castigarla por su mala elección de marido.

»Y ahora los otros MacKenna. He puesto todos mis bonos del Tesoro a nombre de Kiera. Las fechas de vencimiento aparecen en el testamento. Isabel, una gran aficionada a la historia, como yo, recibirá Glen MacKenna. Como es lógico, esto incluye una serie de condiciones de las que será cumplidamente informada a su debido tiempo. No recibirán nada más de mí, aunque creo que he sido más que generoso.

La respiración le resultaba fatigosa; hizo una pausa para beber otro sorbo de agua, apurando el vaso antes de iniciar la última parte de su declaración.

—Finalmente, en cuanto al grueso de mis bienes: se calcula que están valorados en ochenta millones de dólares. Es la acumulación de una vida de trabajo y pasará a manos de mis parientes consanguíneos; pero ni en sueños se lo entregaré a mis depravados sobrinos, por lo que será para Kate MacKenna. Es más ambiciosa y exigente que nadie y, al igual que yo, conoce el valor del dinero. Si escoge este legado, es todo suyo.

»Confío en que no lo dilapidará.

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2

A Kate MacKenna le salvó la vida el wonderbra.

Cinco minutos después de haberse puesto aquello ya quería quitárselo. No debía haber dejado que su hermana Kiera la convenciera de llevarlo. Sí, así parecía voluptuosa y sexy, pero ¿era así como quería mostrarse esa noche? Por el amor de Dios, era una mujer de negocios, no una estrella porno. Además, ya estaba suficientemente dotada; no le hacía falta que se las subieran y sacaran hacia fuera.

Y ¿por qué Kiera estaba tan empeñada en volverla «irresistible», tal como había dicho de forma harto elocuente? ¿Tan calamitosa era la vida social de Kate? Por lo visto, eso pensaban sus hermanas.

De las tres, Kiera era la mayor y la más mandona. Había jurado que conseguiría que Kate se pusiera el pequeño traje de fiesta negro, un tanto ceñido, o moriría en el intento. Isabel, la más joven, la había apoyado, lo que por otro lado siempre hacía, y finalmente Kate había cedido y se había puesto el vestido de seda sólo para que dejaran de fastidiarla. Cuando las dos la tomaban con ella constituían una fuerza a tener en cuenta..., una fuerza contundente e implacable.

Kate se plantó delante del espejo del vestíbulo tirando del sujetador para que no se le clavara en las costillas, pero fue en vano. Miró la hora y llegó a la conclusión de que si se daba prisa podía cambiarse, pero cuando se volvió para regresar a su habitación, vio a Kiera bajando las escaleras.

—Tienes un aspecto fantástico —dijo Kiera tras echar una mirada a su hermana.

—Y tú aspecto de cansada. —Kate manifestaba algo evidente. Bajo los ojos de Kiera se apreciaban unos círculos oscuros. Acababa de salir de la ducha y el cabello rubio le goteaba sobre los hombros. Kate pensó que su hermana ni siquiera se había molestado en secárselo con una toalla. Kiera no llevaba ni una pizca de maquillaje, pero aun así estaba guapa. Era una belleza natural, como había sido su madre.

—Soy estudiante de medicina. Se supone que debo andar corta de sueño. Es un requisito. Si pareciera descansada, me echarían a la calle.

Pese a su acoso, Kate se sentía contenta de estar otra vez con sus hermanas, aunque sólo fuera durante un par de semanas. Desde la muerte de su madre habían pasado muy poco tiempo juntas. Kate había vuelto a Boston a terminar su licenciatura y Kiera a la facultad de medicina de Duke, mientras Isabel se había quedado en casa con la tía Nora.

Ahora Kate se quedaría en casa, pero Kiera, tras dos semanas libres, regresaría nuevamente a Duke e Isabel comenzaría su primer año de universidad. Los cambios eran inevitables, supuso Kate. La vida debía seguir.

—Mientras estés en casa, deberías ir algún día a la playa..., a relajarte, ya me entiendes. Y podrías llevarte a Isabel contigo —sugirió Kate.

Kiera se rió.

—Buen intento. Pero no me la vas a endosar, ni siquiera por un día. Me pasaría todo el rato ahuyentando a los chicos que fueran tras ella. No, gracias. Ya tengo bastante con las llamadas telefónicas. Hay especialmente un tal Reece. Al parecer, cree que es novio de Isabel. Ella dice que participaron juntos en un par de conciertos y que salieron varias veces, pero que no era nada serio. Dejó de verlo cuando él quiso que fueran algo más que amigos. Ahora llama sin parar para hablar con ella, y como Isabel se niega a ponerse al aparato, el tío se está volviendo cada vez más agresivo. Quiero muchísimo a Isabel, pero a veces creo que puede complicarse demasiado la vida. Así que gracias por la sugerencia de la playa, pero no.

Kate dio otro tirón al sujetador.

—Oh, es precioso —dijo Kiera.

—Este artilugio me está matando. No puedo respirar.

—Estás divina, y esto es más importante que respirar, ¿no? —soltó con guasa—. Anda, pórtate bien. Es por una buena causa.

—¿Cuál es la causa?

—Tú. Estos días tú eres mi causa. Y también la de Isabel. Estamos decididas a iluminarte la vida. Eres demasiado seria, y eso no te conviene. Personalmente, creo que sufres el síndrome de la hija mediana. Ya sabes, estás llena de inseguridades y fobias, y sientes la necesidad de demostrar tu valía.

Kate decidió no hacerle caso. Dejó sobre la mesa el pequeño bolso de mano y se dirigió al armario.

—Eres material de libro de texto —prosiguió Kiera.

—Qué bien.

—No estás escuchándome, ¿verdad?

Kate se salvó de responder gracias al teléfono. Mientras su hermana se precipitaba al estudio a contestar, abrió la puerta del armario y se puso a buscar el impermeable. La televisión sonaba a todo volumen en la cocina, y Kate alcanzó a oír al asquerosamente alegre hombre del tiempo recordar jubiloso a la audiencia que Charleston todavía estaba sumida en una ola de calor como no se había visto en la ciudad en treinta años. Si la temperatura permanecía otros dos días por encima de los treinta y cinco grados, se batiría otro récord. Esa posibilidad hacía que la voz del hombre del tiempo sonara alocada por la emoción.

En cualquier caso, la humedad era para morirse. El ambiente estaba cargado, estancado, espeso como la cola. El vapor subía en espirales desde las calles y se mezclaba con la contaminación que colgaba como un espectro neblinoso sobre la ciudad mal ventilada. Una ráfaga fuerte de viento ayudaría a despejar el cielo, pero no estaba previsto que lloviera ni soplara viento en los próximos días. A menos que uno estuviera aclimatado, respirar hondo requería concentración. El bochorno agotaba a los más pequeños y a los viejos, y dejaba a todos en un estado de sopor y letargo. Para matar un mosquito hacía falta más esfuerzo del que la mayoría de la gente estaba dispuesta a hacer.

No obstante, pese al tremendo calor, la fiesta a la que Kate había prometido asistir se celebraría de todos modos en los jardines de una galería de arte privada. El acto había sido programado hacía semanas, y la blanca carpa había sido instalada antes de que el tiempo se volviera tan agobiante. Sólo se había terminado un ala de la recién construida galería, y Kate sabía que no era lo bastante grande para albergar a todas las personas que se esperaba que acudieran.

No había modo de librarse. El propietario, Carl Bertolli, era su amigo, y Kate sabía que heriría sus sentimientos si no iba. Debido al tráfico, para ir desde Silver Springs, donde vivía ella, hasta el otro lado de Charleston tardaría más de una hora; pero no tenía intención de quedarse mucho rato. Echaría una mano con detalles de última hora, y luego, cuando la fiesta estuviera en pleno apogeo, se largaría. Carl estaría demasiado ocupado para darse cuenta.

Exhibía sus trabajos una artista controvertida de Houston. Ya había habido protestas y amenazas telefónicas. Carl no cabía en sí de contento. Creía que cualquier publicidad, del signo que fuera, era buena para el negocio de la galería. La artista, una mujer que se hacía llamar Canela, tenía bastantes seguidores, aunque Kate no entendía la razón por mucho que se esforzara en ello. Como artista, Canela era a lo sumo mediocre. Sin embargo, a la hora de llamar la atención desplegaba una gran destreza. Era continuamente noticia y hacía cualquier cosa para no pasar inadvertida. Por lo común, estaba en contra de todo lo organizado. Cuando no arrojaba pintura sobre sus lienzos, intentaba derrocar al gobierno, pero sin gran entusiasmo. Canela creía en el amor libre, la libertad de expresión y en andar libre por la vida. Sin embargo, uno no podía llevarse sus cuadros a casa libremente a menos que pagara un exorbitante precio por ellos.

Kiera regresó al vestíbulo diciendo:

—Era otra vez Reece. Este tío empieza a darme escalofríos. —Al ver a Kate se paró—. En principio esta noche no va a llover. ¿Cómo es que llevas el impermeable abotonado? Fuera estamos a cincuenta grados.

—La precaución nunca es poca. No me gustaría que el vestido se mojara.

Kiera soltó una carcajada.

—Ya entiendo. No quieres que tía Nora te vea con ese vestido. Admítelo, Katie. Le tienes miedo.

—No le tengo miedo. Sólo intento evitar un sermón.

—El vestido no es nada impúdico.

—Ella pensará que sí —dijo Kate, y se colocó el impermeable por encima de los hombros.

—Va a resultar extraño no tenerla aquí dándonos órdenes. La echaré de menos.

—Yo también —susurró Kate.

Nora volvía a St. Louis. Había ido a Silver Springs cuando su hermana se había puesto enferma, y se había quedado para ocuparse de la casa hasta que Isabel terminó la secundaria. Ahora que Kate había regresado y que Isabel se iba a la universidad, Nora se disponía a volver a su casa. Echaba en falta estar cerca de su hija y sus nietos.

Nora había sido una bendición del cielo; las había cuidado mucho a todas, especialmente cuando más la necesitaban. No obstante, era muy poco flexible, y a juicio de las hermanas, estaba obsesionada con el sexo. Kiera la llamaba «virgen renacida». Al morir la madre, Nora se había nombrado a sí misma tutora moral de las chicas. Según ella, todos los hombres querían «lo mismo», y su cometido como tía consistía en procurar que no consiguieran eso de sus niñas.

Kate se asomó a la cocina. Afortunadamente, Nora no estaba allí, así que apagó la televisión, se quitó el impermeable y lo dejó sobre el respaldo de una silla. Cogió las llaves y corrió al garaje. Si la acompañaba la suerte, estaría fuera de la casa antes de que Nora regresara. No tenía realmente miedo de su tía, pero cuando ésta se ponía nerviosa, sus rapapolvos podían ser interminables. Algunos duraban hasta una hora.

Kiera siguió a Kate.

—Esta noche ten cuidado. Habrá un montón de chalados que no comparten los puntos de vista de Canela sobre el gobierno o la religión. ¿No preconiza la anarquía?

—Este mes me parece que sí. No estoy al corriente de todo lo que dice o hace, pero esta noche no me preocupa. El servicio de seguridad será estricto.

—Entonces es que Carl estará preocupado.

—No, es sólo para darse tono. No creo que Canela se crea ninguna de las tonterías que suelta. Busca publicidad a toda costa, nada más.

—No sé si los grupos a los que ha ofendido buscan publicidad o no, pero algunos son radicales de veras.

—Deja de preocuparte. Todo irá bien. —Kate abrió la puerta y entró en el garaje. El calor la dejó sin habla.

—¿Por qué te vas tan pronto? La invitación decía de las ocho hasta medianoche.

—El ayudante de Carl ha llamado y ha dejado el mensaje de que estuviera allí a las seis.

Se montó en el coche, que parecía un horno, y abrió la puerta del garaje con el mando a distancia.

—¿Va a haber allí cestas de regalos de Kate MacKenna?

—Desde luego. Carl insistió. Creo que me he convertido en uno de sus proyectos. Me dijo que quería poder decirme cuándo —respondió—. Ahora cierra la puerta. Estás dejando que salga el aire acondicionado.

—Eres un nombre cada vez más conocido. Qué bien, ¿eh?

Evidentemente Kiera no esperaba respuesta alguna, pues tras hacer el comentario cerró la puerta.

Sí, ahora la vida «estaba» bastante bien. Kate tuvo mucho tiempo para pensar mientras avanzaba lentamente por la autopista entre el denso tráfico. Aunque aún no tenía un nombre conocido, iba indudablemente encaminada en esa dirección. Era curioso ver cómo una pequeña afición podía terminar siendo una carrera provechosa.

Mientras había estado ocupada intentando saber qué quería ser, había nacido su empresa. Estando en el último curso de secundaria había buscado mil formas de ganar dinero para poder comprar cestas de regalos a su familia y a sus amigos. También había tomado clases de química. Un día entró en el despacho del profesor, en cuya mesa ardía una vela. Kate había sido siempre muy sensible a diversos aromas, y el olor a almizcle de la vela le resultó desagradable. Aquel olor nauseabundo le dio la idea de fabricar sus propias velas. Pero no haría lo mismo de siempre, sino algo único. ¿Sería muy difícil?

Empezó utilizando la cocina como laboratorio. Al final de las vacaciones de invierno había fabricado su primer lote de velas perfumadas. Un desastre. Había mezclado varias hierbas y especias y la cocina olía como una cloaca.

Su madre la deportó al sótano. De todos modos, Kate no abandonó los experimentos. Aquel verano, dedicó a su proyecto cada minuto libre. Recorrió bibliotecas y laboratorios, y cuando ya acababa el primer año de universidad había conseguido fabricar unas maravillosas velas con aroma a albahaca y pomelo.

Kate tenía intención de regalarlas, pero Jordan Buchanan, su compañera de habitación de la universidad a la par que gran amiga, vio allí grandes posibilidades. Jordan cogió diez velas, les puso precio y las vendió en una noche. Luego convenció a Kate para que utilizara su nombre completo en todos los productos. Y a continuación la ayudó a diseñar un logotipo y algunas cajas originales.

Gracias a los limpios y frescos aromas y a las cajitas de vidrio octogonales, las velas causaron impacto y tuvieron un éxito inmediato. Empezaron a llegar pedidos. Kate, con dos empleados a tiempo parcial, trató de fabricar y almacenar todas las velas que pudo durante las vacaciones estivales, pero tanta actividad hizo que el sótano se le quedara pequeño, por lo que se trasladó a un local de alquiler situado al otro lado de la ciudad, en una zona horrorosa; por eso mismo baratísimo.

Cuando se graduó en la universidad, ya llegaban encargos de todas partes del país. Kate reparó en que sus puntos débiles radicaban en la gestión, por lo que decidió volver a Boston a terminar su máster. A fin de que la empresa siguiera funcionando mientras ella estaba ausente, hizo socia a su madre para que pudiera firmar cheques y efectuar ingresos. Como Kate invertía sus beneficios nuevamente en la empresa, el dinero era escaso. Vivía con Jordan en el apartamento que ésta tenía en Boston y a menudo pasaba los fines de semana con la familia de su amiga en Nathan’s Bay.

Le costó bastante, pero consiguió que el negocio creciera durante su ausencia. Luego, cuando Leah cayó enferma, la ambición de Kate quedó en suspenso para poder regresar y estar con ella. Desde la muerte de su madre había pasado un año largo y triste, pero en ese año Kate había terminado su licenciatura e ideado planes de expansión.

Ahora que se iba a quedar permanentemente en Silver Springs, estaba lista para hacer que la empresa ascendiera al nivel siguiente. Había diversificado la producción: ahora tenía lociones corporales y tres perfumes de firma con los nombres de Leah, Kiera e Isabel, por su madre y sus hermanas. En el local que alquilaba cada vez había menos sitio, por lo que negoció un nuevo contrato de arrendamiento de un almacén que era mucho más grande y estaba más cerca de su casa. También estaba pensando en contratar a más trabajadores. Anton’s, una importante cadena de grandes almacenes, ansiaba vender sus productos, con lo que Kate pronto firmaría un contrato en exclusiva y sumamente beneficioso.

Y desaparecerían absolutamente todos los problemas de dinero.

Al pensar en ello, sonrió. Cuando tuviera un poco de dinero extra lo primero que compraría sería un coche con un sistema de aire acondicionado decente. Se pasaba todo el rato ajustando las rejillas de ventilación, pero era inútil. El aire que entraba era tibio.

Al llegar a la finca escandalosamente pretenciosa de Carl sintió que decaía su ánimo. Carl había heredado Liongate de su padre y estaba construyendo la galería en la propiedad. Las verjas de hierro controladas electrónicamente lucían como adorno dos imponentes cabezas de león.

Un guardia de seguridad comprobó su nombre en la lista y le franqueó el paso. La casa de dos plantas de Carl estaba en lo alto de un sinuoso camino de entrada, pero la galería que exhibiría la obra de Canela se hallaba a mitad de la cuesta, en el lado sur. Una enorme carpa de color natural se levantaba contigua a la estructura de piedra blanca.

Otro miembro del servicio de seguridad le indicó dónde podía aparcar. Por el número de guardias y camareros que iban y venían desde la dependencia anexa hasta la carpa, estaba claro que Carl esperaba una asistencia masiva.

Kate cruzó el bien cuidado césped, los tacones hundiéndose en la tierra apenas regada. Casi había llegado al camino de piedra cuando sonó su móvil.

—Hola, Kate, querida. ¿Dónde estás? —La melodiosa voz de Carl flotaba a través del receptor.

—Aquí mismo, en tu jardín.

—Ah, fantástico.

—¿Dónde estás tú? —preguntó ella.

—Frente a mi armario, intentando escoger entre el traje blanco de lino y el blazer de raya diplomática con los pantalones color crema. En cualquier caso sé que me voy a transformar totalmente, porque tengo que estar elegante para todos esos críticos que vendrán esta noche, ¿no?

—Seguro que estarás muy guapo.

—Sólo quería decirte que tardaré un rato en bajar. Debo vestirme deprisa y luego ir a recoger a Canela a su hotel. Me está esperando la limusina. Tengo que pedirte un favor. ¿Puedes inspeccionar por mí el montaje de la carpa? No tendré tiempo de estar ahí antes de que lleguen los invitados, y quiero asegurarme de que todo sale perfectamente. Con tu impecable gusto, sé que quedará espléndido.

—Me encantará hacerlo —contestó Kate, sonriendo ante las dotes teatrales de su amigo.

—Eres un amor. Estoy en deuda contigo —dijo Carl mientras colgaba.

Kate encontró la puerta de la carpa y entró. En todo el perímetro había aparatos de aire acondicionado funcionando a toda marcha, aunque no servían de mucho con tanto camarero entrando y saliendo. En un extremo se veía un enorme bufé, las mesas colocadas una junto a la otra, coronadas con vistosos arreglos florales en cuencos de cristal y relucientes fuentes de plata. En el resto del espacio, había dispersas pequeñas mesas con manteles blancos y sillas de tijera blancas. Todo parecía funcionar sin complicaciones.

Localizó sus cestas de regalos en una mesa de la parte de atrás. El mantel blanco llegaba al suelo y el logotipo colgaba suspendido en la parte delantera. Se apresuró a enderezarlo y a colocar las cestas en un semicírculo. Cuando hubo terminado, dio un paso atrás para ver lo precioso que había quedado.

Dio la vuelta a la mesa y alargó la mano para agarrar la silla, pero al final cambió de opinión. El wonderbra la estaba volviendo loca. Notaba la prenda íntima como unas tenazas asfixiantes alrededor de su caja torácica. Desesperada de dolor al tiempo que reprimía la tentación de arrancárselo, entró a toda prisa en la galería de arte en busca de un tocador donde poder quitárselo y tirarlo a la basura.

Por desgracia, no se podía acceder al lavabo de las mujeres ni al de los hombres. Había personal de servicio limpiándolos. Kate habría pasado por alto las señales de cerrado y habría entrado, pero había guardas jurados apostados en las puertas y estaba segura de que no la dejarían pasar.

¿Y ahora qué? Kate miró alrededor buscando una sala vacía con una puerta que pudiera cerrar. No había ninguna. Regresó a la carpa absolutamente abatida, pero se sintió de mejor humor al advertir un gran cesto de flores colocado en el suelo, justo debajo del logotipo para que éste destacara. Tenía que acordarse de darle las gracias a Carl por ser tan considerado.

El calor era sofocante. Cogió un programa y comenzó a abanicarse. Faltaban menos de dos horas para que llegara la gente, y los camareros se apresuraban a instalar más aparatos portátiles de aire acondicionado. Kate se dirigió a la parte posterior de la carpa para no molestar.

Al levantar una portezuela de lona para respirar un poco de aire fresco, observó a unos metros un conjunto de árboles rodeado por una falda de matorral espeso. Bingo. Ya sabía lo que iba a hacer. Los arbustos le proporcionarían intimidad, y tardaría sólo unos segundos en desabrocharse el sostén sin tirantes y quitárselo. Miró en todas direcciones para asegurarse de que nadie la vería ni la seguiría y se encaminó hacia los árboles.

Un minuto después había llevado a cabo la proeza.

—Por fin —suspiró con alivio. Ahora podría respirar.

Fue su último pensamiento antes de la explosión.

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