Extracto de una entrevista concedida por el autor cuando se publicó su primera novela:
Entrevistador: Señor Rhode, Escuela de sangre es su primera novela, que, página tras página, conduce al lector con ritmo cada vez más trepidante hasta los abismos más profundos del alma humana y mucho más allá. ¿De dónde proceden sus ideas?
Max Rhode: No lo sé. Creo que ningún autor posee una respuesta concluyente al respecto. No se trata de que me siente ante el escritorio y aguarde a que se me ocurra una idea; estas más bien acechan ahí fuera en alguna parte y aguardan a que me tope con ellas.
Entrevistador: ¿Puede darnos algún ejemplo?
Max Rhode: Hace unos días recorría en coche la comarca de Oder-Spree, a orillas del lago Scharmützel, a lo largo de una avenida, y allí, en un balneario por lo demás desierto, vi un hombre tendido en el césped, completamente solo y desnudo tal como Dios lo creó. Sabía que en realidad solo estaba tomando un baño de sol, desde luego, pero me pregunté lo siguiente: ¿Qué pasaría si las aguas del lago hubiesen arrastrado a ese hombre hasta la orilla porque había sufrido un accidente de tráfico, si el coche hubiera desaparecido y, con este, toda su familia? ¿Y si tras escasas horas se despertara en un hospital y nadie lo creyera al afirmar que ignoraba dónde estaba su familia? Así que, como verá, en mi cabeza una escena absolutamente cotidiana puede convertirse en un escenario terrorífico en muy poco tiempo...
Para Toffi
Espejito, espejito mágico:
¿quien es el más malvado de todos?
Diario del paciente: Principio
De acuerdo, entonces empezaré por apuntar toda la locura, tal como me recomendó el doctor Frobes, aunque dudo que el hecho de regresar al lugar donde mora el temor —aunque solo sea mentalmente— suponga alguna clase de beneficio terapéutico; tal vez retornar a la casa en el árbol o al aula... ¡Ay, Dios mío!: el aula, maldita sea.
Da igual, aquí dispongo de mucho tiempo y, quién sabe: si me porto bien, si cumplo con el estúpido deseo de mi fontanero del alma y relleno el libro de los recuerdos, entonces quizá vuelva a dejarme salir, al menos durante media hora. Aunque solo sea al patio para volver a ver un árbol, un jodido pájaro o la luz del día, nada más. Hombre, sería genial disfrutar otra vez de un régimen abierto, como antes, en la clínica psiquiátrica juvenil.
Bien, ¿por dónde comienzo? Tal vez por el día más bonito de mi vida, cuando el diablo recibió con los brazos abiertos a un alma gemela. ¿Por qué no? Comienzo por el día en que murió mi padre... y me refiero al día en que murió definitivamente, no a aquel en el que le quitamos la vida por primera vez, pero de eso ya hablaré más adelante.
El día de su auténtico final, Vitus Zambrowski murió como había vivido: en soledad y dolorosamente. Esto se refiere solo a los últimos años, cuando se pasaba las horas con la vista airada clavada en el televisor, siempre dispuesto a soltar una maldición en cuanto un negro aparecía en la pantalla, o una mujer maquillada, a la cual él siempre consideraba una puta. En los años noventa del siglo pasado, en los años oscuros, tal como yo los llamo, algunas personas tuvieron la mala suerte de verse obligadas a convivir con él. Por ejemplo, yo —llámeme Simon—, mi hermano Mark y mi querida madre, por supuesto, cuyo destino no desearía ni a mi peor enemigo. Y eso que ella no tenía la culpa de nada de lo ocurrido. ¿O tal vez sí?
No, creo que el culpable fue el lago, aunque ahora eso puede parecer ridículo, pero ya entenderá usted a qué me refiero cuando le hable del día en que la chica estuvo a punto de ahogarse y mi padre la salvó. Sí: papá no siempre fue malvado, ni mucho menos. También tenía aspectos bondadosos, una vena humorística y generosa, al menos antes de sufrir el «contacto», tal como Peter el Tartamudo lo denominó en nuestra presencia, poco antes de que lo arrojaran del puente metido en un carrito de la compra.
Pero Peter el Tartamudo tenía razón y hasta el presente no he hallado una palabra mejor para describir lo que ocurrió junto al lago de Storkow. Lo que realmente ocurrió, quiero decir.
Mi padre sufrió un contacto que lo cambió de forma radical, acabó con toda su simpatía y su bondad hasta que al final lo único que le quedó fue la caja tonta. Cuando abandonamos la casa de Wendisch Rietz, la tele se convirtió en toda su familia..., solo que no le daba tantas palizas como a nosotros.
También el día en el que por fin lo encontró la muerte, Vitus se había pasado horas con la vista clavada en la pantalla, con un cigarrillo de una marca barata comprado en el supermercado colgando del labio, los dientes tan amarillentos como las uñas de los dedos de los pies carcomidas por los hongos. Dolorosamente asfixiado por un maldito trozo de tostada; a que parece increíble, ¿verdad? El viejo idiota había tragado un bocado demasiado grande y la papilla acabó en el conducto equivocado. Al parecer su agonía duró bastante, al menos eso fue lo que dijo el médico que firmó el certificado de defunción, y apuesto a que todo ocurrió durante ese programa llamado ¿Quién quiere ser millonario?, el día que la asiática logró llegar hasta la pregunta de los quinientos mil euros.
Seguro que debido a la rabia, mi padre se metió toda la tostada en la boca, porque una... (perdóneme, pero debo citarlo literalmente si quiere usted llegar a conocerlo de verdad), bien, debido a la rabia porque una «puta de ojos rasgados» se hizo con medio millón de euros. Por supuesto, nunca se le ocurrió pensar que en los últimos años él mismo le había costado al Estado una suma bastante similar debido a su escasa disposición al trabajo.
El entierro —al que asistí solo porque quería asegurarme de que el viejo hijo de puta no resucitaría, como antes— fue breve e indoloro.
Mi padre no tenía amigos, solo recibía las visitas de una cuidadora pagada por el Estado y de un agente ejecutivo que de vez en cuando pasaba a verlo para comprobar si había algo más que embargar. Cuando Vitus quedó a merced de los gusanos, ninguno de esos dos hizo acto de presencia, desde luego, así que yo fui el único que pudo escuchar las mentiras del sacerdote, como, por ejemplo: «Hemos perdido a un fiel miembro de la comunidad» o «Era un padre afectuoso» (en ese punto casi vomito sobre el ataúd) y también —he aquí el mejor de los tópicos del Manual de los encomios para estúpidos— «Nos ha abandonado demasiado pronto».
¡Qué tontería! Fue demasiado tarde.
Demasiado tarde... y mucho.
Por una vez, la señora Muerte podría haberse apresurado y darse una vuelta por nuestra casa mucho antes, tal vez dos décadas atrás, cuando yo tenía trece años y Mark, uno más. Niños que ya no creían en Papá Noel, pero sí en el espejo del alma que reposaba en el fondo del lago de Storkow que, por entonces, durante los malos tiempos, ya suponía nuestra única esperanza.
Por supuesto, soy consciente de que nadie dará crédito a la historia («ni por tres céntimos», tal como siempre comentaba mi padre riendo cuando alguien pretendía venderle un cortacésped de pilas, una caja de herramientas iluminada o algún otro artilugio novedoso que supuestamente podría serle de gran utilidad en sus tareas). Y en este caso no me refiero a esa parte de mi historia que yo mismo apenas logro creer, porque aún supera mi imaginación... ¡y eso que yo mismo estaba presente! No: hablo de las cosas reales, de lo que nuestro padre nos hizo. Porque usted, sentado cómodamente en un sillón de su casa, no querrá dar crédito a mis palabras. Sencillamente porque no cree que los padres puedan hacer «cosas así».
Lo comprendo, de verdad.
Si usted aceptara que le estoy contando la verdad, también se vería obligado a aceptar que el Mal existe y que al final el Mal siempre sobrevive, como una cucaracha después de un holocausto atómico. Vaya, lo siento, pero me temo que es exactamente así.
No me preocupa lo más mínimo que me tomen por mentiroso. O por idiota, como hace el doctor Frobes aquí, en la clínica psiquiátrica, ese hurón de cara delgada, una cara que por cierto tiene exactamente el mismo aspecto que en la foto del día en que se licenció de la Universidad Libre hace más de veinte años, tras aprobar un tercer examen. No es que haya bebido de la fuente de la eterna juventud, no, sino que por entonces el doctor Fabian Frobes (detesto a los padres que les ponen nombres aliterados a sus hijos) ya parecía tener cincuenta y ocho años. Quizás incluso más.
Pero me aparto del tema. Retomemos el hilo, regresemos al pasado, al 2 de julio de 1993, el último día antes de que un sabueso llamado Terror, siguiendo una pista invisible con la nariz pegada al suelo, olfateara todo el camino desde el infierno directamente hasta nuestro hogar.
1
Girasoles hasta donde alcanzaba la vista.
El campo que se extendía desde la carretera hasta el bosque era un gran océano de flores de color pardo amarillento.
Mi madre se volvió hacia nosotros desde el asiento delantero, con una mano apoyada en el muslo de papá como siempre hacía cuando íbamos en coche, y sonrió a sus muchachos. Aunque había dormido un buen rato con la cabeza de cabellos rubios ceniza apoyada contra la vibrante ventanilla de la Kombi Volkswagen que debía trasladarnos a un nuevo futuro, aún parecía muy cansada.
La mudanza la había dejado completamente exhausta, a pesar de que no había tenido que cargar con demasiadas cosas; todas nuestras pertenencias cabían en el pequeño furgón que arrastraba el escarabajo azul celeste de estilo hippy. El cansancio de mamá no se debía al esfuerzo físico ni a los treinta grados a la sombra que hacían reverberar el asfalto; tenía otro origen y, a mis trece años, yo ya lo percibía con claridad.
Puede que los niños no siempre dispongan de las palabras adecuadas para expresarse correctamente, pero a menudo poseen buenas antenas, «antenas que detectan los sentimientos» y que a veces están mucho mejor calibradas que las de los adultos. Mi antena me decía que mamá tenía miedo. No esa clase de desesperación aterrada, de ojos muy abiertos y manos trémulas o algo por el estilo; más bien una suerte de pánico subliminal y sutil. Quizá ni siquiera ella misma había notado que estaba envuelta en una invisible nube gris denominada presentimiento, que se encargaba de que el mundo visible presentara un aspecto un poco más oscuro y menos colorido. Por lo visto creía que la falta de apetito, el dolor de estómago y las manos húmedas se debían a un resfriado inminente, pero se equivocaba.
En retrospectiva, sé que ella era la única en saber el tremendo error que cometíamos al trasladarnos al campo, donde nos aguardaban cosas infinitamente peores que el aburrimiento causado por el entorno solitario. Ella sabía que papá había provocado las risitas del diablo cuando, sentados a la mesa, nos comunicó que en Brandeburgo podríamos iniciar una nueva vida, que allí en el distrito de Oder-Spree escaparíamos de la mala suerte que lo había perseguido a él —y a toda nuestra familia— en Berlín.
—¿Ya hemos llegado? —dijo Mark, una pregunta que suponía un cliché tan manido que la imprimían en las camisetas de los niños, pero resultaba que ya hacía nueve años que mi hermano había cumplido los cinco.
Antes que yo, Mark había notado que papá había puesto el intermitente y giraba hacia la derecha, en dirección al aparcamiento de un pequeño grupo de tiendas y restaurantes junto a la carretera. Nos detuvimos bajo el alero de un comercio en cuyo escaparate ponía El pequeño quiosco de Kurt en letras medio borradas.
—¿Quién tiene sed? —preguntó papá, y antes de que mamá pudiera protestar en vista del escaso dinero del que disponíamos, mi hermano y yo ya habíamos manifestado nuestros deseos.
—¡Yo! Y también quiero un helado.
—Y patatas fritas.
—Claro, patatas fritas en un quiosco —dijo Mark, y se llevó el dedo a la visera de su gorra de béisbol.
—¿Por qué no?
—Pues pide patatas fritas. Y, ya que estás, tráeme un döner kebab, idiota.
—¡Idiota, tú!
Abrí la puerta corredera y me detesté por lo poco ingenioso de mi respuesta. Más tarde, cuando reflexionara sobre el día tumbado en la cama (lo que solía hacer por entonces hasta que se me cerraban los ojos), seguro que se me ocurriría algo más agudo, pero en aquel momento solo estaba furioso con mi hermano y la ira no es precisamente lo que da alas a la creatividad verbal de un adolescente.
Bajé de la furgoneta y me envolvió el bochorno sofocante que esa noche seguramente daría paso a una tormenta, como siempre. No recordaba ningún verano en el que a un día caluroso no le siguiera una lluvia torrencial.
—¿Viene alguien más? —quiso saber papá, dirigiéndose a Mark y a mamá, pero ambos habían decidido no abandonar su lugar a la sombra del alero, así que solo mi padre y yo entramos en la tienda.
Cuando abrimos la puerta sonó una campanilla y un momento después nos encontramos en el pasado. La tienda parecía salida de un documental televisivo sobre la escasez de víveres en los estados socialistas que en cierta ocasión nos pusieron en una clase de sociología.
A la izquierda había una estantería de madera laminada medio vacía, cuyas provisiones se limitaban a unas cuantas latas de conservas, varios kilos de harina, algunas pilas y dos paquetes de diez pañuelos de papel. Las cosas no tenían mejor aspecto justo enfrente, en la pared de la derecha, donde había una nevera abierta. En el interior había un poco de leche, mantequilla, zumos de frutas, agua mineral, un cartón de polos de una clase que jamás había visto y —para mi desconcierto— medio jamón.
El líquido refrigerante hacía tanto ruido al fluir por los conductos del antiguo aparato que me pregunté cómo conseguía aguantar todo el día ese insoportable estruendo el hombre que permanecía de pie detrás del mostrador metálico.
—Buenas —dijo mi padre con una sonrisa.
—Hmm —fue la respuesta.
El dueño de la tienda, presumiblemente Kurt en persona, era un hombre alto y delgado con el rostro más liso que jamás había visto en un adulto. Tenía el cabello corto y gris, las espesas cejas pegadas a la frente prominente parecían tiras de musgo, y mechones de pelo del color y la consistencia de pelusas de alfombra surgían de sus orejas y su nariz. Pero ¿arrugas?, ¿barba? Ni rastro.
—Venimos de Berlín y ahora mismo podríamos bebernos toda el agua del lago Scharmützel —dijo mi padre, aún sonriendo.
—Hmm.
El hombre llevaba una camisa de cuadros de manga corta, que estaba húmeda y se le pegaba a la piel como papel de envolver sándwiches. El sudor había empapado la tela y se le transparentaban los pezones.
—¿Están de paso?
—No, vamos a instalarnos aquí.
—Ajá.
El hombre bajó la cabeza y abrió mucho los ojos, como si se asomara por encima de unas gafas imaginarias.
—¿En Wendisch? —preguntó.
En sus labios la palabra sonó como «Hmmdisch» porque hablaba entre dientes, y no debido a un defecto del habla sino porque era demasiado perezoso para mover los labios.
—Sí.
—¿En las casas turísticas del puerto?
Mi padre negó con la cabeza.
—No, venimos a instalarnos de manera permanente, en el Mooreck. ¿Conoce la casa del bosque, esa de las ventanas multicolores?
—¿Qué se le ha perdido allí? —preguntó el hombre, parpadeando.
—Esa casa perteneció a mi padre, se crio aquí y quiero volver a...
—Vaya, ¿así que usted es el repatriado? —A juzgar por el tono de la pregunta, media comarca ya ponía verde a papá—. ¿El hijo del viejo Zambrowski?
Mi padre asintió.
—¡Vaya, los hay con valor!
«No: los hay con deudas», me habría gustado contestar. Hacía seis meses que la empresa de maderas y productos aislantes de mi padre había quebrado a pesar de realizar un trabajo excelente y de los numerosos encargos. Pero el más importante de todos, la reforma de una mansión de Dahlem, lo había llevado a la ruina sin que mi padre tuviese la culpa. Cayó en manos de un estafador que empezó por perder el dinero de sus clientes en la Bolsa y luego escapó a Asia dejando a mi padre con un montón de deudas, que ascendían a una cifra de cinco dígitos. En consecuencia, ya no pudo encargar materiales para los demás proyectos, no obtuvo más crédito y poco a poco fue perdiendo todo lo que había logrado durante los últimos diez años: sus clientes, la empresa, la vivienda de Lichterfelde de cuya hipoteca solo había pagado la mitad y todo el dinero de su jubilación.
—Sí, seguro que después de tanto tiempo la casa de mi padre estará hecha un desastre. La tenemos vacía desde que murió, pero lograré arreglarla y reformarla.
Papá alzó sus manos grandes y marcadas por las muchas horas de trabajo físico. «Zarpas de oso», como a mamá le gustaba llamarlas cuando sus manos se perdían entre las de papá.
—No me refería a eso —dijo el hombre detrás del mostrador, pero hizo un ademán malhumorado cuando mi padre insistió en preguntarle qué había querido decir con ese comentario: que tenía coraje por querer instalarse allí.
—Es viernes, casi no nos