Título original: Vittorio, the Vampire
Traducción: Camila Batlles
1.ª edición: noviembre, 2013
© 2013 by Anne O’Brien Rice
© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B. 26.753-2013
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-664-9
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Dedicatoria de Anne Rice
Esta novela está dedicada a
Stan, Christopher, Michele y Howard;
a Rosario y Patrice;
a Pamela y Elaine;
y a Niccolo.
Esta novela está
dedicada
por
Vittorio
a Rosario y Patrice;
a las gentes de
Florencia, Italia.
Contenido
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Créditos
Dedicatoria
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Bibliografía seleccionada y anotada
Promoción
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Quién soy, por qué escribo, qué acontecerá
Cuando era niño tuve una espantosa pesadilla. Soñé que sostenía en mis brazos las cabezas cortadas de mi hermano y hermana menores. Estaban inmóviles, mudos; los ojos abiertos no dejaban de pestañear, las mejillas teñidas de rojo. Yo estaba tan horrorizado que me quedé mudo como ellos, incapaz de articular palabra.
El sueño se hizo realidad.
Pero nadie llorará por mí ni por ellos. Mis hermanos han sido enterrados, en una fosa anónima, bajo el peso de cinco siglos.
Soy un vampiro.
Me llamo Vittorio y escribo este relato en la torre más alta del castillo en ruinas donde nací; se alza en la cima de una colina, en la parte septentrional de la Toscana, esa región tan hermosa del centro de Italia.
Nadie puede negar que soy un vampiro extraordinario, muy poderoso, pues he vivido quinientos años, desde los gloriosos tiempos de Cosme de Médicis, e incluso los ángeles confirmarán mis poderes si consigue el lector que le hablen. Le aconsejo prudencia en ese extremo.
Debo precisar que no tengo nada que ver con la Asamblea de los Eruditos, esa pandilla de estrafalarios y románticos vampiros oriundos de la ciudad sureña del Nuevo Mundo llamada Nueva Orleans, donde habitan y desde la cual han ofrecido al lector numerosos relatos y crónicas.
No sé nada sobre esos héroes macabros que fingen ser personajes de ficción. No sé nada de su sugestivo paraíso en las tierras pantanosas de Luisiana. En estas páginas el lector no hallará ningún dato, ni en lo sucesivo mención alguna, sobre ellos.
No obstante, me han desafiado a escribir la historia de mis comienzos —la fábula de mi creación—, y plasmar este fragmento de mi vida en un libro que se distribuirá en el mundo entero, por así decirlo, ahí posiblemente entrará en contacto, de forma casual o predestinada, con los exitosos volúmenes que han publicado ellos.
He dedicado los siglos de mi existencia vampírica a recorrer el mundo, observando y analizando con atención cuanto veía, sin exponerme jamás a sufrir daño alguno a manos de los de mi especie, sin suscitar sus recelos ni dejar que adivinaran mi presencia.
Pero ése no es el tema de mis aventuras.
Esta historia versa, como ya he dicho, sobre mis comienzos. Creo que puedo ofrecer unas revelaciones que resultarán interesantes. Es posible que cuando termine mi libro y éste desaparezca de mis manos, tome las medidas necesarias para convertirme en uno de esos imponentes personajes propios de una novela río creados por otros vampiros en San Francisco y Nueva Orleans. Pero de momento, ni lo sé ni me importa.
Mientras paso mis apacibles noches aquí, entre las piedras ahora cubiertas de malezas en este lugar donde pasé una infancia feliz, entre nuestros derruidos muros tapizados de espinosas matas de zarzamoras y los fragantes y tupidos bosques de robles y castaños, me siento obligado a dejar constancia de lo que me ocurrió, pues tengo la impresión de haber sufrido una suerte muy distinta de la de otros vampiros.
No siempre vivo aquí.
Paso mucho tiempo en esa ciudad que para mí constituye la reina de todas las ciudades: Florencia, de la que me enamoré desde el momento en que la vi con los ojos de un niño, durante los años en que Cosme el Viejo dirigía en persona el poderoso banco de los Médicis, aunque era el hombre más rico de Europa.
En casa de Cosme de Médicis se alojaba el gran escultor Donatello, autor de esculturas en mármol y bronce, así como un gran número de pintores y poetas, escritores prodigiosos y músicos. Por aquella época el gran Brunelleschi, que hizo la cúpula de la iglesia más imponente de Florencia, comenzaba las obras de otra catedral para Cosme, y Michelozzo no sólo reconstruía el monasterio de San Marcos sino que iniciaba las obras de un palacio para Cosme que sería conocido como el palacio Vecchio. A instancias de aquél, unos hombres recorrían Europa buscando en vetustas bibliotecas los clásicos olvidados de Grecia y Roma, que los eruditos contratados para ello traducían a nuestra lengua nativa, el italiano, la lengua que Dante eligiera muchos años atrás para su Divina Comedia.
Siendo yo un niño mortal con un destino prometedor, vi bajo el techo de Cosme —con mis propios ojos, sí— a los ilustres miembros del concilio de Trento, que llegados de la lejana Bizancio se disponían a subsanar la brecha abierta entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente: el papa Eugenio IV, el patriarca de Constantinopla y el emperador de Oriente, Juan VIII Paleólogo. Vi a estos grandes hombres entrar en la ciudad bajo un feroz aguacero, pero con indescriptible dignidad, y los vi sentados a la mesa de Cosme.
«Es suficiente», pensará el lector. Estoy de acuerdo. Ésta no es la historia de los Médicis. Sin embargo, permítaseme añadir que cualquiera que diga que esos grandes hombres eran unos canallas, es un perfecto idiota. Fueron los descendientes de Cosme quienes apoyaron a Leonardo da Vinci, a Miguel Ángel y a un sinfín de artistas. Y todo porque a un banquero, un prestamista si se quiere, se le ocurrió la magnífica idea de conferir belleza y esplendor a la ciudad de Florencia.
Volveré a ocuparme de Cosme dentro de unos momentos, y sólo para agregar unas breves palabras, aunque debo confesar que me resulta difícil ser breve en esta historia. Por el momento me limitaré a añadir que Cosme pertenece al mundo de los vivos.
Yo llevo durmiendo con los muertos desde 1450.
Comencemos por el principio, pero permítaseme un preámbulo más.
No espere encontrar el lector un lenguaje rebuscado en este libro. No hallará un estilo rígido y falso destinado a evocar muros de castillos mediante un vocabulario ampuloso y encorsetado.
Relataré mi historia de forma natural y efectiva, deleitándome con las palabras, pues confieso que siento una fuerte atracción por éstas. Y puesto que soy inmortal, he devorado más de cuatro siglos de inglés, desde las obras teatrales de Christopher Marlowe y Ben Jonson al vocabulario sucinto y ásperamente evocador de una película de Sylvester Stallone.
El lector comprobará que utilizo un lenguaje flexible, audaz, en ocasiones chocante. Pero es natural que saque el máximo provecho de mis dotes narrativas, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día el inglés ya no es la lengua de un país, ni de tres o cuatro, sino que se ha convertido en la lengua de todo el mundo moderno, desde el más remoto pueblecito de Tennessee hasta las lejanas islas celtas pasando por las populosas ciudades de Australia y Nueva Zelanda.
Yo nací en el Renacimiento. Por consiguiente, me interesa todo tipo de temas, me codeo sin prejuicios con toda clase de gente y estoy convencido de que hay algo noble en lo que hago.
En cuanto a mi italiano nativo, repárese en su suavidad al pronunciar mi nombre, Vittorio, y aspírese el perfume de los otros nombres que aparecen en este texto. Se trata de una lengua tan dulce que convierte el vocablo inglés stone (piedra) en una palabra de dos sílabas: pietra. Jamás ha existido en la tierra una lengua más dulce. Hablo otros idiomas con el acento italiano que se oye actualmente en las calles de Florencia.
El hecho de que a mis víctimas de habla inglesa les seduzcan mis halagos, pronunciados con mi peculiar acento italiano, y se rindan ante mi suave dicción, me colma de placer.
Pero no me siento feliz.
Lo aseguro.
No escribiría un libro para convencer al lector de que un vampiro se siente feliz.
Poseo un cerebro a la par que un corazón, y una apariencia etérea, creada sin lugar a dudas por un poder sublime; e imbricada en el tejido intangible de esa apariencia etérea existe lo que los hombres denominan alma. Poseo un alma. Ni un torrente de sangre lograría ahogar su existencia y reducirme a la condición de un fantasma de buen ver.
«De acuerdo. No hay problema. Sí, sí, ¡gracias! —como todo el mundo sabe decir en inglés—. Estamos listos para comenzar.»
No obstante, citaré las palabras de un oscuro pero magnífico escritor, Sheridan Le Fanu, un párrafo pronunciado con tremenda ira por el atormentado personaje de una de sus numerosas y exquisitas historias de fantasmas. Este autor dublinés murió en 1873, pero obsérvese la frescura de su lenguaje, y lo terrorífico de la expresión del personaje del capitán Barton en el relato titulado Lo familiar:
Sea cual fuere mi incertidumbre con respecto a la autenticidad de lo que hemos dado en llamar revelación, si de algo estoy profunda y angustiosamente convencido es de que «más allá» existe un mundo espiritual, un sistema cuyos pormenores por fortuna se nos ocultan, pero que en ocasiones se nos revela de forma parcial y terrible. Me consta, sé que existe un Dios —un Dios pavoroso—, y que la culpa es castigada, de forma misteriosa e inexorable, por medio de lo inexplicable y terrorífico; que existe un sistema espiritual —¡juro por Dios que estoy convencido de ello!—, un sistema maligno, implacable, omnipotente, que me persigue y bajo el cual padezco, y he padecido, el tormento de los condenados.
¿Qué os parece?
Personalmente, este párrafo me impresiona muchísimo. No creo estar preparado para hablar de nuestro Dios como un ser «pavoroso» ni de nuestro sistema como «maligno», pero estas palabras, que aunque pertenecen a un relato están escritas con intensa emoción, revelan una carga de sinceridad tan sobrecogedora como innegable.
A mí me preocupan porque sufro una espantosa maldición, específica de los vampiros. Es decir, los otros no comparten esta preocupación. Pero creo que todos nosotros —humanos, vampiros, cualquier ser que sienta y llore— sufrimos una maldición: la de saber más de lo que somos capaces de soportar, y no hay nada que podamos hacer para resistirnos a la fuerza y atracción de este hecho.
Al final retomaremos este tema. Pero veamos qué conclusiones saca el lector de mi historia.
Aquí ha anochecido. Los magníficos vestigios de la torre más alta del castillo de mi padre se elevan lo suficiente, recortándose contra el cielo tachonado de dulces estrellas, para que yo contemple desde la ventana las colinas y los valles toscanos iluminados por la luna, sí, hasta el resplandeciente mar que se extiende más abajo de las minas de Carrara.
Percibo el olor de la tupida hierba del escabroso e inexplorado territorio donde las azucenas de la Toscana estallan en un rojo o blanco violentos en los soleados macizos de flores, para que yo los descubra durante la aterciopelada noche.
Y así, arropado y protegido, escribo, preparado para el momento en que la luna llena pero oscura me abandone y se refugie detrás de las nubes. Entonces encenderé las velas, seis en total, dispuestas en los candelabros de plata exquisitamente labrada que adornaron el escritorio de mi padre en la época en que éste era el señor feudal de la montaña y sus aldeas, y firme aliado en la paz y en la guerra de la gran ciudad de Florencia y de su gobernante no oficial, cuando éramos ricos, emprendedores, curiosos y nos sentíamos maravillosamente satisfechos.
Permítaseme hablar ahora sobre lo que ha desaparecido.
2
Mi pequeña vida mortal, la belleza de Florencia,
el esplendor de nuestra pequeña corte...
Todo cuanto ha desaparecido
Yo contaba dieciséis años en el momento de mi muerte. Tengo una buena estatura, el pelo castaño y espeso, largo hasta los hombros, unos ojos de color marrón claro demasiado vulnerables para mirarlos fijamente, que me confieren cierto aspecto andrógino, una bonita nariz estrecha con las fosas normales, y una boca de tamaño mediano, ni voluptuosa ni mezquina. Un chico bellísimo para la época. De no haberlo sido, no estaría vivo en estos momentos. Es el caso de la mayoría de los vampiros, aunque digan lo contrario. La belleza nos conduce a la perdición. O, para ser más precisos, quienes nos convierten en inmortales son aquellos incapaces de sustraerse a nuestros encantos.
No poseo un rostro aniñado, pero sí casi angelical. Tengo las cejas bien delineadas, oscuras, lo bastante separadas de los ojos para que éstos resulten peligrosamente luminosos. Mi frente resultaría demasiado ancha si no fuera tan lisa, y si no poseyera la abundante cabellera castaña que constituye un marco rizado y ondulado para mi rostro. Tengo la barbilla demasiado pronunciada y cuadrada en comparación con el resto de mis facciones, y en el medio de ella, un hoyuelo.
Mi cuerpo es excesivamente musculoso, fuerte, de torso amplio y brazos poderosos, lo que da una impresión de fuerza viril. Esto disimula el aire obstinado de la mandíbula y me permite pasar por un hombre de carne y hueso, al menos visto desde una cierta distancia.
Debo mi desarrollada musculatura a muchas horas de fatigoso entrenamiento con una pesada espada durante los últimos años de mi vida, y a la feroz práctica de la cetrería en las montañas. A menudo subía y bajaba por las laderas a pie, aunque a esa edad ya poseía cuatro caballos, entre ellos uno de una raza majestuosa y especial destinado a soportar mi peso cuando llevaba puesta la armadura, que sigue enterrada bajo esta torre. Jamás la utilicé en una batalla. En mis tiempos Italia estaba en guerra, pero todas las batallas de los florentinos fueron libradas por mercenarios.
Lo único que tenía que hacer mi padre era proclamar su absoluta lealtad a Cosme y no permitir que ningún representante del Sacro Imperio Romano, el duque de Milán o el papa de Roma desplazara sus tropas a través de los pasos de nuestra montaña o se detuviera en nuestras aldeas.
Nosotros vivíamos alejados del fragor de la batalla. No existía ningún problema. Mis intrépidos antepasados habían construido este castillo hacía trescientos años. Nuestro linaje se remontaba a la época de los lombardos, o esos bárbaros que llegaron a Italia procedentes del norte, y creo que su sangre corre por nuestras venas. Pero ¿quién sabe? Desde la caída de la antigua Roma, numerosas tribus han invadido Italia.
Poseíamos interesantes reliquias paganas; en ocasiones hallábamos extrañas lápidas en los campos, y pequeñas diosas de piedra que los campesinos atesoraban si no las confiscábamos. Debajo de nuestros torreones se ocultaban unas criptas que según algunos se remontaban a los tiempos anteriores al nacimiento de Jesucristo, lo cual he podido constatar. Esos lugares pertenecían a las gentes conocidas históricamente como etruscos.
Nuestra familia, fiel al viejo orden feudal, despreciaba el comercio, exigía de los varones arrojo y valor, y era dueña de infinidad de tesoros adquiridos a través de las guerras que ni siquiera estaban inventariados: antiguos candelabros de plata y oro, recios arcones de madera incrustados de diseños bizantinos, innumerables tapices flamencos, toneladas de encaje y cortinas ribeteadas a mano con oro y gemas , así como multitud de prendas de suntuosos tejidos.
Mi padre, gran admirador de los Médicis, solía traer toda clase de objetos exquisitos de sus viajes a Florencia. Las salas importantes apenas mostraban unos palmos de piedra desnuda, pues los tapices y alfombras de lana estampada con flores cubrían los muros y los suelos, y todas las habitaciones y alcobas poseían unos gigantescos armarios que contenían las pesadas y chirriantes armaduras de guerra de unos héroes cuyos nombres nadie recordaba ya.
Éramos increíblemente ricos, un dato que averigüé de niño, y con el paso del tiempo deduje que nuestra riqueza se debía tanto al valor demostrado en la guerra como a ciertos tesoros paganos secretos.
Por supuesto, durante algunos siglos nuestra familia peleó contra otras poblaciones y fortalezas, en una época en que un castillo asediaba a otro y los muros eran derribados tan pronto como se erigían. En la ciudad de Florencia se había iniciado la eterna disputa entre los contumaces y asesinos güelfos y gibelinos.
La antigua Comuna de Florencia enviaba ejércitos para derribar castillos como el nuestro y reducir a cualquier señor feudal a un estado de total impotencia.
Pero esa época hacía mucho que había pasado.
Nosotros sobrevivimos gracias a la inteligencia y a unas decisiones acertadas; además, vivíamos aislados en nuestro escarpado y desolado territorio, coronando una auténtica montaña, pues es aquí donde los Alpes descienden a la Toscana, y los castillos de las inmediaciones no eran sino unas ruinas abandonadas.
Nuestro vecino más próximo gobernaba su enclave de aldeas montañosas con lealtad al duque de Milán.
Pero no nos importunaba y nosotros no le importunábamos a él. Era un asunto político que nos tocaba de lejos.
Nuestros muros medían diez metros de altura y eran enormemente gruesos, más antiguos que el castillo y sus dependencias, más incluso que las fábulas románticas que contaba la gente. Era preciso reforzarlos y repararlos continuamente, y dentro del recinto existían tres pequeñas aldeas con unos viñedos que daban un excelente vino tinto, prósperas colmenas, arándanos, trigo y, demás, un sinfín de gallinas y vacas, y unos establos enormes para nuestros caballos.
Yo nunca supe cuántas personas trabajaban en nuestro pequeño mundo. La casa estaba llena de secretarios que se ocupaban de esas cosas; mi padre rara vez juzgaba un caso, ni había motivos para acudir a los tribunales de Florencia.
Nuestra iglesia era la que correspondía a toda la zona circundante. Así, quienes vivían en las numerosas aldeas menos protegidas que se hallaban en las laderas acudían a nosotros a la hora de celebrar bautizos, matrimonios y demás, y durante largos períodos un sacerdote dominico decía misa para nosotros todas las mañanas dentro de los muros de nuestro castillo.
Antiguamente, habían talado buena parte del bosque que cubría nuestra montaña para impedir que el enemigo invasor subiera por las laderas, pero en mi época no se necesitaba esa protección.
Los árboles crecían de nuevo frondosos y fragantes en algunos barrancos y junto a vetustos senderos, formando una espesura tan salvaje como hoy en día, que casi alcanza los muros del castillo. Desde nuestras torres divisábamos con nitidez una docena de pequeñas aldeas que se extendían hasta el valle, con sus pequeños campos arados semejantes a colchas, sus olivares y viñedos. Todos estaban bajo nuestro gobierno y nos eran leales. En caso de estallar una guerra, lógicamente habrían corrido a refugiarse tras los muros del castillo, como ya hicieran sus antepasados.
Había días de mercado, fiestas típicas aldeanas, festividades de santos patronos, un poco de alquimia e incluso algún que otro milagro local. La nuestra era una buena tierra.
Los clérigos que acudían a visitarnos siempre se quedaban una buena temporada. No era infrecuente que dos o tres sacerdotes se alojaran en las diferentes torres del castillo o en los edificios de piedra situados más abajo, más nuevos y modernos.
De niño me enviaron a estudiar a Florencia, donde vivía con todo lujo en el palacio del tío de mi madre, quien murió antes de que yo cumpliera trece años. Luego, cuando cerraron la casa, regresé al hogar paterno con dos ancianas tías, y a partir de entonces visité Florencia en contadas ocasiones.
Mi padre seguía siendo un hombre anticuado, instintiva e indómitamente un señor feudal, aunque procuraba mantenerse al margen de las luchas por el poder que se desarrollaban en la capital, disponer de unas gigantescas cuentas corrientes en los bancos de los Médicis y llevar la vida de un aristócrata de los viejos tiempos en sus dominios, visitando a Cosme de Médicis cuando viajaba a Florencia para atender sus asuntos.
Pero en lo tocante a su hijo, él deseaba que yo fuera educado como un príncipe, un padrone, un caballero, aprendiendo las artes y los valores de un caballero. A los trece años yo montaba ataviado con una armadura, con la cabeza cubierta con un yelmo y agachada, a galope tendido y apuntando con mi lanza una diana rellena de paja. No me resultaba difícil. Era tan divertido como cazar, nadar en los arroyos de la montaña o competir en carreras de caballos con los jóvenes aldeanos. Me apliqué en ello sin rebelarme.
No obstante, yo era un joven de personalidad ambivalente. Mi parte mental había sido alimentada en Florencia por excelentes maestros de latín, griego, filosofía y teología. Participaba en obras religiosas y profanas ofrecidas por los jóvenes en la ciudad, asumiendo a menudo el papel protagonista en los dramas que presentaba mi hermandad en casa de mi tío: era tan capaz de encarnar con aire solemne al Isaac bíblico dispuesto a ser sacrificado por el obediente Abraham, como al seductor ángel Gabriel que descubría un receloso san José junto a su Virgen María.
De vez en cuando echaba de menos eso, los libros, las conferencias en la catedral, que escuchaba con interés precoz, y las hermosas noches en la casa florentina de mi tío. Allí me dormía arrullado por los sonidos de las espectaculares funciones operísticas, con mi mente rebosante de las prodigiosas figuras que descendían sobre el escenario suspendidas de unos alambres, la música de los laúdes y el furioso batir de los tambores, los bailarines, que giraban y brincaban casi como acróbatas, y las voces que cantaban maravillosamente al unísono.
Tuve una infancia regalada. En la hermandad juvenil a la que pertenecía, conocí a los jóvenes pobres de Florencia, hijos de comerciantes, huérfanos y pupilos de los monasterios y las escuelas, porque así vivía un señor feudal en mis tiempos. Uno tenía que tratar con la plebe.
De niño me escapaba con frecuencia de la casa, al igual que más tarde salía a hurtadillas del castillo. Recuerdo las celebraciones y las festividades de los santos patronos y las procesiones de Florencia con demasiado detalle para un niño florentino disciplinado. Me gustaba mezclarme con la multitud, contemplar las carrozas vistosamente engalanadas en honor de los santos, y maravillarme de la solemnidad que mostraban los silenciosos participantes en la procesión mientras portaban las velas y avanzaban con lentitud, como sumidos en un trance de devoción.
Sí, debí de ser un bribón. Me consta. Me escabullía por la puerta de la cocina. Sobornaba a los sirvientes. Tenía muchos amigos que eran unos brutos o unos bestias. Me metía en todo tipo de líos y regresaba a casa corriendo. Jugábamos a la pelota y nos peleábamos en las plazas, y los sacerdotes nos ponían en fuga con látigos y amenazas. Yo era bueno y malo, pero nunca perverso.
Después de morir para el mundo terrenal a los dieciséis años, no volví a contemplar una calle a la luz del sol, ni en Florencia ni en parte alguna. Pero puedo afirmar que vi lo mejor de aquélla. Imagino sin la menor dificultad el espectáculo de la fiesta de san Juan, cuando todos los comercios de la ciudad exhibían en la calle sus artículos más costosos, y los monjes y frailes cantaban los himnos más dulces mientras se dirigían a la catedral para dar gracias a Dios por la bendita prosperidad de la que gozaba la ciudad.
Podría seguir enumerando las virtudes de Florencia en esos tiempos, pues era una ciudad de hombres que trabajaban en el comercio y los negocios pero a la vez creaban unas maravillosas obras de arte, de hábiles políticos y auténticos santos poseídos por la gracia divina, de poetas profundamente espirituales y de los canallas más desvergonzados. Creo que en aquella época Florencia conocía muchas de las cosas que más tarde descubrirían Francia e Inglaterra, y que algunos países desconocen todavía. Hay dos cosas ciertas: Cosme era el hombre más poderoso del mundo. Y el pueblo, y sólo el pueblo, gobernaba entonces y siempre.
Pero regresemos al castillo. Una vez en casa continué con mis lecturas y mis estudios, pasando, de la noche a la mañana, de ser un caballero a un erudito. Si existía alguna sombra en mi vida, fue que al cumplir dieciséis años tenía edad suficiente para asistir a la universidad, y yo lo sabía, y en cierto modo deseaba hacerlo, pero en aquel entonces estaba ocupado criando nuevos halcones, a los que adiestraba yo mismo y con los que cazaba, y la vida en el campo era irresistible.
A los dieciséis años yo era considerado un intelectual por el clan de parientes ancianos que se reunían cada noche en torno a la mesa del castillo, en su mayoría tíos de mis padres, todos pertenecientes a una época en que «los banqueros no gobernaban el mundo». Ellos relataban unas historias fascinantes sobre las cruzadas, en las que habían participado de jóvenes, y sobre lo que presenciaron en la feroz batalla de Acre, o las luchas en la isla de Chipre o Rodas, y sobre la vida en el mar y en los numerosos y exóticos puertos en los que eran el terror de las tabernas y las mujeres.
Mi madre era una mujer hermosa y vivaz, con el pelo castaño y unos ojos muy verdes; adoraba la vida campestre, pero no conocía Florencia salvo desde el interior de un convento. Pensaba que yo debía de estar loco porque me gustaba leer los versos de Dante y escribir poesías.
Mi madre vivía sólo para recibir a nuestros convidados con exquisita elegancia, asegurándose de que los suelos estuvieran cubiertos de espliego y hierbas aromáticas, que el vino fuera especiado. Ella misma abría el baile con un tío abuelo mío que era un excelente bailarín, porque mi padre detestaba bailar.
Todo esto, después de vivir en Florencia, me parecía un tanto ridículo y aburrido. Prefería las historias de guerra.
Mi madre debía de ser muy joven cuando se casó con mi padre, porque estaba encinta la noche en que murió. La criatura murió también. Pasaré rápidamente a ese episodio. Es decir, tan rápido como pueda. No se me dan bien las prisas.
Mi hermano, Matteo, tenía cuatro años menos que yo y era un excelente estudiante, aunque aún no le habían enviado a estudiar a ningún sitio (ojalá lo hubieran hecho), y mi hermana, Bartola, nació al cabo de menos de un año después de que yo hubiese llegado al mundo, una circunstancia de la que mi padre se avergonzaba un poco.
Matteo y Bartola me parecían las personas más hermosas e interesantes del mundo. Nos divertíamos en el campo y gozábamos de libertad para corretear por el bosque, coger arándanos, sentarnos a los pies de gitanos que nos relataban historias antes de que las autoridades los detuvieran y expulsaran. Nos queríamos mucho. Matteo sentía por mí auténtica adoración, porque yo era muy lenguaraz y podía convencer a mi padre de lo que fuera. Mi hermano no se percataba de la fuerza sosegada y los exquisitos modales de nuestro padre. Yo era el maestro de Matteo en muchas materias. En cuanto a Bartola, era muy rebelde y mi madre no podía controlarla. A ella le horrorizaba que Bartola llevara siempre su larga melena cubierta de ramitas, pétalos, hojas y tierra debido a nuestros juegos en el bosque.
Con todo, Bartola se veía obligada a dedicar muchos ratos a bordar, aprender canciones, poesías y plegarias. Era demasiado exquisita y rica para dejar que alguien la apremiara a hacer algo que ella no deseaba. Mi padre la adoraba, y más de una vez me pidió con pocas palabras que la vigilara durante nuestras correrías por el bosque. Cosa que yo hacía. ¡Habría sido capaz de matar a cualquiera que la tocase!
¡Ah, esto es demasiado para mí! ¡No me percataba de lo duro que iba a ser esto! Bartola. ¡Matar a cualquiera que la tocase! Las pesadillas se abaten sobre mí como si se trataran de unos espíritus alados, y amenazan con ocultar las minúsculas, silenciosas y huidizas luces del cielo.
Me temo que he perdido el hilo de mis pensamientos.
Nunca comprendí a mi madre, y ella probablemente no me entendía a mí, porque para ella todo se reducía a un problema de estilo y buenos modales; mi padre me parecía cómicamente autosatírico y muy divertido.
Mi padre, a pesar de sus bromas y comentarios sarcásticos, era bastante cínico, pero al mismo tiempo bondadoso; no se dejaba impresionar por los modales pomposos de los demás, ni siquiera por sus propias pretensiones. Consideraba que la situación de la humanidad era una causa perdida. La guerra le parecía cómica, desprovista de héroes y llena de bufones, y rompía a reír en medio de las arengas de sus tíos, o en medio de uno de mis prolijos poemas; jamás le oí dirigir una palabra amable a mi madre.
Era un hombre corpulento, sin barba ni bigote pero con una cabellera abundante; tenía los dedos largos y finos, lo cual era raro en un hombre de su corpulencia, pues todos sus tíos tenían las manos regordetas. Yo he heredado sus manos. Todas las hermosas sortijas que lucía habían pertenecido a su madre.
Mi padre vestía de forma más suntuosa de como lo habría hecho en Florencia: ropas de terciopelo recamadas con perlas, y unas holgadas capas forradas de armiño. Sus guantes eran unas manoplas ribeteadas con piel de zorro, y tenía los ojos grandes, de mirada profunda, más hundidos que los míos, los cuales expresaban desdén, incredulidad y sarcasmo.
Con todo, jamás se comportó de manera cruel con nadie.
Su única concesión a la modernidad era que le gustaba beber en copas de fino cristal, en lugar de las antiguas copas de madera dura, oro o plata. Nuestra larga mesa siempre estaba repleta de relucientes copas de cristal.
Mi madre nunca dejaba de sonreír cuando decía a mi padre cosas como: «Señor mío, haz el favor de retirar los pies de la mesa» o «¿Es que piensas entrar así en casa?». Pero debajo de su encantadora fachada, creo que ella le odiaba.
La única vez que la oí alzar la voz a mi padre fue para afirmar sin rodeos que la mitad de los niños de nuestras aldeas habían sido engendrados por él, y que ella misma había enterrado a unas ocho criaturas que nacieron muertas, acusándolo de ser tan fogoso como un semental e incapaz de contener sus impulsos sexuales.
Mi padre se quedó tan estupefacto ante ese arrebato, ocurrido a puerta cerrada, que salió del dormitorio pálido y demudado y me dijo:
—¿Sabes, Vittorio? Tu madre no es tan estúpida como yo creía. Ni mucho menos. No es más que una mujer aburrida.
En circunstancias normales nunca habría hecho un comentario tan despiadado sobre ella. No cesaba de temblar.
En cuanto a mi madre, cuando traté de tranquilizarla, me lanzó una jofaina de plata.
—¡Pero si soy yo, madre,Vittorio!
Entonces ella se arrojó en mis brazos y lloró con amargura por espacio de quince minutos.
Durante ese rato no dijimos nada. Ambos permanecimos sentados en la pequeña alcoba de piedra de mi madre, que se hallaba en el piso superior de la torre más antigua de nuestra casa y estaba decorada con numerosos muebles dorados, antiguos y modernos. Al cabo de unos minutos se enjugó los ojos y dijo:
—Él los mantiene a todos, ¿sabes? Se ocupa de mis tías y mis tíos. ¿Qué sería de ellos si no lo hiciera? Jamás me ha negado nada. —Continuó parloteando con su voz dulce y bien modulada, típica de una mujer educada por las monjas—: Esta casa está llena de ancianos cuya sabiduría os ha beneficiado a tus hermanos y a ti, y todo gracias a tu padre, que siendo lo bastante rico para marcharse a cualquier lugar, es demasiado bueno para hacer algo así. Pero por Dios te lo ruego, Vittorio, no..., me refiero a... con las chicas de la aldea.
Casi respondí, en un arrebato de deseo de tranquilizarla, que sólo había engendrado un bastardo, al menos que yo supiera, y que era un chico fuerte y sano, pero comprendí que eso sería desastroso. De modo que callé.
Ésa podría haber sido la única conversación que mantuve con mi madre. Pero en realidad no fue una conversación, puesto que yo no dije nada.
No obstante, ella tenía razón. Tres tías y dos tíos suyos vivían con nosotros en nuestro castillo amurallado. Vivían más que bien, vestían ropas suntuosas confeccionadas en la ciudad con materiales modernos y gozaban de la vida más regalada que cabe imaginar. Yo me beneficiaba de escucharles a todas horas, cosa que hacía encantado, pues sabían muchas cosas.
Los tíos de mi padre también vivían con todo lujo, pero a fin de cuent