Sufre por mí. El libro de la serie Tierra de Lobos

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: diciembre 2013

© Redacción: Pablo Roa, 2013

© Multipark Ficción, S.L., 2013

© Mediaset España Comunicacción, S.A., 2013

© Ediciones B, S. A., 2013

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito legal: B. 26.767-2013

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-670-0

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Contenido

Portadilla

Créditos

Prólogo

1. La visita

2. Campanas de boda, palabras de despedida

3. Un error imperdonable

4. El pecado y el castigo

5. Amor loco

6. El final de los Lobo

7. La soledad

8. Soy una asesina

9. Te querré eternamente

10. El último adiós

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Prólogo

Prólogo

Solo necesitó un pequeño empujón para lanzarme con fuerza sobre la cama, y yo volé igual que vuela en otoño una hoja de castaño mecida por el viento. Pude sentir toda su energía recorriendo mi cuerpo, desde la nuca hasta la punta de los dedos; la chispa necesaria para encender mi deseo. De pie, frente a la cama, él se quitaba la camisa con parsimonia, como si tuviera todo el tiempo en sus manos. Yo me retorcía, hambrienta, anhelando el fin de esa tortura. No paraba de mirarme, mientras iba perdiendo una prenda tras otra.

—Ya eres mía, Nieves Lobo —dijo mientras se quitaba el último de sus paños, quedando completamente desnudo. Después se arrodilló a los pies de la cama y avanzó lentamente hacia mí, parecía una bestia dispuesta a devorar a una presa a la que ya ha dado caza.

—¿Qué haces? —pregunté llena de curiosidad. No me respondió. Cuando quise darme cuenta, su cabeza yacía oculta bajo mis enaguas y sus orejas rozaban mis piernas. Parecía sediento, igual que un hombre que acaba de encontrar un oasis tras varios días de travesía por el desierto. Por un momento, y a pesar de estar recostada sobre la cama, temí perder el equilibrio. Con todas mis fuerzas me agarré a su cabeza, tirándole del pelo, tenía miedo de perderme en un vacío de placeres desconocidos. Lo cierto es que nunca antes había sentido que podía alcanzar el éxtasis con tanta celeridad. Los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos, como si de un tambor se tratara, y tenía que hacer un terrible esfuerzo para controlar la respiración.

—¡Bésame! —grité entre jadeos—. ¡Bésame, por favor! —Él alzó la mirada, en su cara se podía ver una expresión de satisfacción. Se colocó lentamente sobre mí, sin dejar de acariciarme ni un solo instante y sonrió con suficiencia.

—Antes tendré que desnudarte —contestó. Y acto seguido comenzó a arrancarme la ropa con una facilidad pasmosa. Al llegar el turno del corsé, se detuvo. Esta vez fui yo quien le dedicó una sonrisa, estaba segura de que aquello no le resultaría tan fácil. Por supuesto, me equivoqué. Lo arrancó con la misma facilidad con la que un niño le quita un envoltorio a un caramelo. Mis pechos quedaron al descubierto, por fin los dos estábamos completamente desnudos. Entonces tiré de él con todas mis fuerzas y le obligué a besarme, tan profundamente que podía saborearme a mí misma en su lengua. Él me apartó con violencia y miró el crucifijo que colgaba de mi cuello; una precisa obra de orfebrería, de valiosa plata, rematada con una elegante forma puntiaguda.

—No seas impaciente, todavía falta una cosa —dijo mientras agarraba la cadena, decidido a arrancarla. Rápidamente coloqué mi mano sobre la suya, arañándola con fuerza.

—A tu edad, deberías saber que hay cosas que no se tocan. —Él sonrió y yo le besé con pasión al mismo tiempo que me revolvía dejando su espalda contra la cama. Ahora era yo la que estaba encima. Intentó decir algo, pero sellé su boca con un beso y comencé a mover mi cadera lentamente. Sus manos recorrían todo mi cuerpo, como si quisiesen memorizar cada rincón y cada recoveco para poder después trazar un mapa perfecto. Poco a poco su respiración se fue haciendo más intensa, yo marcaba el ritmo a mi antojo y disfrutaba viendo cada uno de sus gestos. Como todos los hombres que conmigo compartían una noche, había quedado entregado a mí y a partir de ese momento sería yo quien decidiría cuándo y cómo debía acabar nuestro encuentro. Aumenté el movimiento de mis caderas, me erguí y acaricié el crucifijo, que con la agitación golpeaba contra mi pecho. Después acerqué mi rostro al suyo y le besé con ternura, al mismo tiempo que, con un giro seco de muñeca, arrancaba la cadena de mi cuello. Los dos nos movíamos al unísono, cada vez más y más rápido. Apoyé mis dos manos en su pecho, acariciándolo suavemente. Mientras, él se agarraba con fuerza al cabecero de la cama, intentando no dejarse arrastrar por el torrente de placer que estaba sintiendo.

—Con tanto movimiento has perdido tu crucifijo —me dijo en tono burlón, entre jadeos, sin darse cuenta de que en ese mismo instante yo clavaba, con la precisión de un cirujano, mi afilado amuleto en lo más profundo de su corazón. Sonreí y continué con mis movimientos, sus jadeos pronto se convirtieron en gemidos, disfrutaba sin ser consciente de que estaba perdiendo mucho más que el control de la situación. Un hilo de sangre, tan fino como un cabello, recorría su pecho y desembocaba en un charco que poco a poco iba empapando las sábanas. Más de una vez intentó bajar la vista queriendo ver el movimiento de mis caderas, pero yo lo impedía con besos y con caricias. Entonces le miraba fijamente a los ojos y podía ver, en su expresión, cómo experimentaba un placer que nunca antes había vivido, un placer que no alcanzaba a comprender y del que no tenía escapatoria.

Lentamente fui bajando el ritmo de mis movimientos, hasta que los dos nos quedamos totalmente quietos. Tan inertes, que parecíamos congelados, igual que una escultura esculpida sobre el mármol.

—Nieves... —dijo en su último suspiro. Miré sus ojos, ausentes, parecía como si repentinamente se hubieran secado, como si una luz se hubiera apagado en su interior. Acaricié su cuello, buscándole el pulso; todavía seguía dentro de mí, cuando su vida se hubo evaporado por completo.

Me despierto aterrada en mitad de la noche, de nuevo ese terrible sueño golpeándome con fuerza. No puedo borrar de mi mente aquella horrible imagen, la expresión de desconcierto en su semblante, la frialdad de su piel al tacto y la sangre, de poderoso rojo, tiñéndolo todo. «¿Cómo pude llevar a cabo un acto tan atroz?», me pregunto sudorosa, todavía alterada por la viveza del espantoso recuerdo. No es fácil explicar cómo nació en mí ese instinto asesino, para entenderlo es necesario conocer cada uno de los acontecimientos que han marcado mi vida, y a cada una de las personas con las que me he cruzado en este camino. Hace falta remontarse a tiempo atrás, empezar por el principio. En varias ocasiones he sentido la tentación de contar mi historia, pero siempre me ha faltado el valor suficiente para hacerlo. Ahora sé que ha llegado el momento de escribir con todo detalle lo ocurrido, quizás así pueda, por fin, purgar todos mis pecados.

Tierra de Lobos era un lugar caliente y cruel, un lugar alejado del mundo civilizado, aislado de cualquier atisbo de modernidad, donde el tiempo corría despacio y los días se hacían insoportablemente largos. Yo era una joven inconsciente y vanidosa, cuya única preocupación era sacar algo de diversión de esa tierra baldía. Y lo hacía con el mismo empeño y ahínco con el que un febril buscador de oro escruta el cauce de un río en busca de una mísera pepita. Todavía recuerdo con exactitud cómo, una mañana, decidí montar a caballo; pero no un caballo cualquiera. Esa mañana montaría a Hechizado, el semental más preciado de cuantos padre poseía. Sabía el riesgo que entrañaba cabalgar sobre tan fiero animal, pero también conocía cuál iba a ser la reacción de Aníbal y cómo de grande sería el placer que esta provocaría en mí. Era un plato demasiado apetecible y suculento, imposible de rechazar.

Saqué al semental de su cuadra y caminé junto a él por todo el patio de nuestra casa, llevándole de las riendas. El animal parecía estar muy tranquilo, y yo nunca me había sentido tan decidida. Me detuve frente a Aníbal, que por aquel entonces era nuestro capataz y mano derecha de mi padre. Trabajaba a destajo, ayudado por un grupo de hombres. Observé cómo apilaban los fardos de paja. El vello se me erizó al ver su cuerpo en movimiento, igual que una imponente máquina de vapor, robusta y perfectamente sincronizada. Ver trabajar a los hombres siempre me pareció uno de los más bellos espectáculos que puede ofrecernos la vida. Y a menudo me preguntaba cómo sería caer en los brazos de un hombre así; cómo tomarían ellos, tan sucios y desaliñados, tan rudos y vulgares, a sus mujeres. Para mí no había nada más repugnante que esos hombres, tan alejados de un buen caballero, sin su elegancia ni su bolsillo, sin la posibilidad de alcanzar una posición digna dentro de nuestra sociedad. Pero tenían algo que despertaba mi curiosidad, y Aníbal era, sin duda, el dios de todos ellos. Le miré fijamente, ansiando que nuestros ojos se encontraran, deseosa de que advirtiera mi presencia y así poder dar comienzo a mi recreo. Él detuvo su tarea, con la mano retiró el sudor de su frente y bebió de un botijo. El agua se derramaba y le salpicaba la cara, formando surcos que recorrían todo su mentón, para después perfilar su varonil cuello y acabar perdiéndose por debajo de la camisa, en su pecho. Yo sonreía, expectante, con los nervios de una niña que espera recibir la primera comunión. Por fin alzó la vista y nuestras miradas se alinearon. Aníbal tardó en reaccionar un breve instante. Pero pronto se percató de lo que ocurría. Y allí estaba aquello por lo que yo tanto suspiraba: esa expresión de angustia y terror en su rostro, por verme a mí junto a tan bravo animal.

—¿Qué haces con ese caballo? ¿Te has vuelto loca? —gritó. No contesté, me limité a fingir la más delicada de las indiferencias. Aníbal dejó el botijo y corrió hacia mí—. Este animal es muy peligroso. Tu padre nunca dejaría que lo ensillaras, ni siquiera yo tengo permiso para montarlo.

—Lógico, tú eres un criado —le contesté, esbozando una sonrisa burlona. Después, me subí al caballo y acaricié el rostro de Aníbal lentamente con mi fusta. Podía sentir el nerviosismo en sus ojos—. Hay que tener mucho valor para montar una bestia como esta —dije desafiante. Su cara de impotencia era un poema; ¿cómo él, un simple empleado, iba a poder contradecir a una de las hijas de su señor? He de reconocer que me sorprendí a mí misma, esa aparente seguridad con la que actué no era más que pura fachada. Por dentro, los nervios y la excitación corrían como corceles desbocados. Una sensación que se repetía cada vez que Aníbal estaba a mi lado, cada vez que sentía su presencia. Azucé, sin miedo, al caballo y salí del patio al galope, no sin antes dedicarle a Aníbal una última sonrisa. Pronto supe que había elegido un mal día para juguetear con los empleados de mi padre.

En aquella época la llegada de César y Román Bravo había perturbado la tranquila vida del pueblo y, por supuesto, la de nuestra casa. Todo el mundo andaba revolucionado ante la actitud de esos dos forasteros que parecían no temer a nada ni a nadie y que venían acompañados de un halo de misterio. Padre no soportaba tener a los Bravo tan cerca, no soportaba que el pasado se burlase de él de esa forma tan cruel, delante de sus narices. Su presencia no solo ponía en riesgo todo aquello por lo que había trabajado durante tantos años. También dejaba un futuro lleno de amenazas para su legado. Los Bravo habían encontrado, con ayuda de un loco suizo llamado Jean-Marie, un pozo de agua mineral dentro de las tierras de La Quebrada. Tenían la intención de comercializarla como remedio curativo. Habían tomado la firme decisión de quedarse en aquellas tierras, que, según ellos, era el único legado que su progenitor les había dejado. Para padre, esta noticia supuso un duro revés, una falta de respeto que nadie en Tierra de Lobos se atrevería jamás a infringirle. Y allí estaban esos dos pordioseros, dispuestos a plantarle cara, con una valentía y una seguridad que resultaban ofensivas. Pero, como dicen, las malas noticias nunca vienen solas. Al clima de discordia y amenaza reinante se unía la enfermedad de Rosa, que había empeorado considerablemente y mantenía en tensión a toda la familia.

Aunque no gozaban de buena fama, César y Román no tardaron mucho tiempo en ganarse la simpatía de algunas gentes del pueblo. Elena, que por aquel entonces trabajaba en el colmado con su padre, fue de las primeras en ayudar a los nuevos forasteros. Para ella, el riesgo era altísimo, pero Elena siempre tuvo un ridículo respeto por la bondad y la justicia. Ese interés del pueblo por los nuevos visitantes también llegó hasta nuestra casa, y se enraizó con la misma fuerza que una mala hierba lo hace a un terreno fértil.

Almudena estaba cautivada por César, trataba de disimularlo con fuerza pero su mirada era tan transparente como el agua mineral de La Quebrada. Cuando los dos se cruzaban, había tal pureza en los gestos de ambos, tal honestidad en cada una de sus sonrisas, que al verlos únicamente podías imaginar, para ellos, un destino común y lleno de felicidad, como si de un cuento se tratara. A pesar de que padre había hecho terribles esfuerzos para que ninguna de sus hijas nos encontrásemos con los forasteros, yo siempre supe que ninguna fuerza, humana ni divina, podría detener la atracción que había entre mi hermana y César. No podía evitar sentir más que admiración ante semejante demostración de amor. Y me preguntaba día tras día si yo iba a experimentar en la vida un éxtasis similar; si encontraría a un hombre capaz de provocar en mí una reacción tan verdadera. En las horas más bajas, cuando mi ánimo decaía, me miraba al espejo y llena de terror me decía a mí misma: «¿Y si nunca eres capaz de amar, Nieves?» Presa del pánico, temiendo malgastar mi belleza y juventud entre el polvo de aquellas tierras, cubría mi rostro con las manos y rezaba por que apareciera en Tierra de Lobos un hombre digno de mi corazón. Un caballero de la capital, que con un gesto elegante me invitaría a subir a su carruaje para enseñarme todas las maravillas del mundo civilizado. Otras veces, mientras recorría con hastío las teclas del viejo piano de nuestra casa, pensaba que quizás ese hombre estaba tan cerca de mí que no podía verlo. Pero estos temores solo me acechaban durante las noches más sombrías; bajo el sol de Tierra de Lobos, yo vivía para mis juegos de provocación, y eso era lo que me había llevado a poner en práctica la temeraria idea de ensillar a Hechizado.

A pesar de que era un experta amazona, no tardé en caer al suelo y perder el caballo; sabía que si no lo encontraba pronto, quedaría en ridículo delante de Aníbal. Siempre ha sido el orgullo, y no mi corazón, quien ha bombeado la sangre dentro de mi cuerpo. Mi irresponsabilidad acabó provocando una feroz pelea entre César y Aníbal. Yo caminaba desesperada y con un considerable enfado a causa del fracaso de mis planes, cuando el mayor de los Bravo se encontró conmigo.

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita? —me preguntó César, montado en su caballo.

Yo rápidamente sentí la tentación de coquetear con él, de iniciar otro de mis infantiles pasatiempos.

—Podrías dejarme tu caballo —contesté. Él rio suavemente, como si acabara de escuchar una incoherencia salida de la boca de una niña pequeña. César era, a pesar de su aspecto descuidado y salvaje, un hombre tremendamente atractivo. Pero había algo en su actitud, en la seguridad de sus gestos, en su manera de manejar la situación que provocaba en mí una señal de alerta. Con él sentía que me enfrentaba a una criatura a la que jamás podría dominar, una criatura para la que cualquiera de mis juegos no serían, en el mejor de los casos, más que unas simples cosquillas. Evidentemente, yo no estaba acostumbrada a tratar con ese tipo de hombres y no tenía la menor intención de hacerlo. Siempre preferí relacionarme con hombres que sabían aceptar, de buena gana, una rendición a tiempo, que con aquellos que, a pesar de su aspecto varonil y poderoso, poseían un carácter más entregado. ¿Qué hay más estúpido que ir a luchar a una batalla que sabes, de antemano, que jamás podrás ganar?

Sin nosotros saberlo, Aníbal nos estaba observando y, puede que preso de los celos, o temiendo por mi seguridad, se lanzó a rescatarme. Los dos rodaron por el suelo y comenzaron a golpearse con fuerza delante de mis ojos. Los puñetazos de uno eran repelidos y, ágilmente, respondidos por el otro. Entre el polvo, los violentos movimientos de esos dos animales salvajes resultaban elegantes. Era como asistir a un baile perfectamente ensayado, que funcionaba con el rigor de un ballet ejecutado en el majestuoso escenario de un teatro europeo. Aníbal sacó el puñal de su cinturón y atacó con decisión, pero César fue capaz de esquivar su ataque y con un movimiento ágil le tumbó en el suelo. Aníbal había perdido la ventaja en el combate y estaba a merced de César, que le golpeaba el rostro sin miramientos; solo él podía decidir cuándo parar y no parecía que fuera a hacerlo pronto. Pero yo no estaba dispuesta a ver cómo me destrozaban mi juguete favorito, así que cogí la escopeta de Aníbal y disparé al aire poniendo fin al combate. No puedo negar que disfruté mucho presenciando aquella pelea, pero pronto el regocijo se desvaneció y dio paso a la vergüenza.

Rosa, tal vez sintiéndose culpable por portar un mal tan terrible y contagioso como el de la tuberculosis, se había escapado de casa. Mis hermanas Isabel y Almudena estaban muertas de miedo. La Tata trataba de consolarnos mientras que padre había olvidado, por un momento, las ganas de deshacerse de los Bravo para ordenar a todos sus hombres que buscaran a su hija. Yo había dedicado el tiempo a jugar como una niña, cuando la verdadera niña, Rosa, mi hermana pequeña, el tesoro de la casa, corría peligro. Pocas veces en la vida me he sentido tan mal, me he odiado tanto, y lo cierto es que he tenido muchas ocasiones para hacerlo.

¿Qué puede haber peor que la angustia de ver cómo pierdes a un ser querido y sentir que no puedes hacer nada? Las horas pasaban y no había noticias sobre el paradero de Rosa. El miedo era la expresión que vestía el rostro de todas nosotras. Nadie se aventuraba a decir una palabra, nadie quería fantasear con ninguna posibilidad. Todas sabíamos que la ilusión y la muerte no son buenas compañeras. La enfermedad de Rosa llegó como una tormenta de verano, sin avisar, nadie la esperaba. Apenas un débil carraspeo como señal de que las cosas no iban del todo bien y en cuestión de horas las toses parecían truenos, y su frente ardía como el mismísimo infierno. Padre y la Tata tomaron la decisión de aislar a Rosa en una habitación de la casa, alejada de todas nosotras, querían evitar contagios. Cada noche mirábamos aquella cama vacía y no podíamos evitar echarnos a llorar imaginando a nuestra hermana pequeña intentando dormir sola, encerrada en aquella habitación oscura, alejada de la paz y el confort de su propio lecho, y de nuestra ruidosa compañía.

Los hombres de padre peinaban a destajo todas nuestras tierras hasta llegar a los confines del pueblo. El tiempo pasaba rápido, tan vertiginoso que hacía tambalear los cimientos de aquellos que más estaban entregados a la fe. Pronto, el sol se escondió tras las montañas del oeste, y la luna iluminó las sombras con su pálida luz; seguía sin haber noticias de Rosa. La casa estaba sumida en un silencio que ahogaba toda esperanza. No éramos capaces de decir palabra alguna, de hablar entre nosotras, pero yo sé que en la mente de todas estaba la imagen de Rosa, caminando desorientada por las oscuras colinas de Tierra de Lobos, agotada por el esfuerzo y muerta de miedo al escuchar los feroces aullidos de los lobos reclamando su territorio. Y sé que, cuando entrábamos en nuestra habitación, cada una de nosotras evitaba mirar en dirección a aquella cama, por temor a que nunca más fuera ocupada. El reloj de la casa marcaba medianoche cuando escuchamos un fuerte jaleo que provenía del patio. Todas corrimos con una mezcla de expectación y temor, una sensación que te agarrota los músculos de las piernas haciéndote sentir, a cada paso, que acabarás cayendo al suelo. Un miedo que te retuerce las entrañas y te corta la respiración. Una angustia que te nubla la vista y hace pitar tus oídos. No habría más de quince pasos desde el lugar donde aguardábamos hasta el patio. Pero para todas nosotras esos quince pasos se hicieron tan largos como una vida entera. Y allí estaba él, César, César Bravo, sosteniendo entre los brazos el cuerpo de Rosa.

—Está muy débil, pero se recuperará —dijo con convencimiento. César Bravo, aquel del que todos sospechábamos que no era más que un vulgar ladrón de bancos, un ratero que no tenía dónde caerse muerto. El hombre que había llegado a nuestro hogar dispuesto a arrebatarnos una tierra que nos pertenecía por legítimo derecho, había salvado a Rosa de una muerte segura. Pude ver cómo le miraba Almudena, y entendí por qué ella estaba tan enamorada de él. Mi hermana no le temía, y no tenía ninguna intención de manejarle a su antojo, de ser más que él. Para ella él era el hombre con el que siempre había soñado y no sentía la necesidad de moldear ni corregir ningún defecto; en su corazón solo cabía el profundo deseo de amar y de ser amada. Padre recogió a su hija pequeña de los brazos de César y, olvidando toda la enemistad que entre ellos dos había, le dedicó un elegante gesto de respeto. Por fin todos respiramos aliviados. Pero para mí, esa alegría se ensombreció rápidamente dando paso a una rabia que se apoderó de mis entrañas haciéndome hervir la sangre. ¿Por qué había sido César y no Aníbal? ¿Por qué él no había sido capaz de encontrar a mi hermana? Deseaba con todas mis fuerzas que hubiese sido así, le culpaba y me decía a mí misma que ese hombre no merecía mi respeto.

La casa no tardó en recuperar la calma, todo el mundo buscaba descanso después de un día tan agitado. Pero yo seguía llena de ira, rumiando una y otra vez en mi cabeza lo ocurrido. Fue entonces cuando la casualidad quiso que Aníbal y yo nos cruzásemos en el mismo lugar en el que, minutos antes, César había aparecido como un héroe salvador. Sin dar lugar a la razón y poseída por mi disgusto, le agarré con fuerza del brazo. Él se detuvo y me miró fijamente.

—¡Tú deberías haber traído a mi hermana y no esos forasteros! —dije con violencia, intentando expulsar toda esa ira de lo más profundo de mi cuerpo.

—Hice todo lo que pude —contestó apesadumbrado; en su rostro podía atisbarse cierta vergüenza, un gesto de decepción que únicamente puede ser causado por la más dolorosa de las derrotas. Efectivamente, Aníbal no solo sentía que había fallado a la familia, sino que, en su pelea personal con César, se sentía humillado. Y yo lo sabía, había notado la rivalidad en aquella lucha que presencié, conocía ese pesar que torturaba su alma y no dudé en meter el dedo en la llaga.

—Pues está claro que no es suficiente —dije, esbozando una sonrisa altiva. Aníbal bajó la mirada. Yo estaba disfrutando del momento, quería paladearlo tranquilamente, sin dejar que ningún sabor escapara a mi gusto. ¿Era esa la sensación que estaba buscando desde el instante en que decidí montar a Hechizado?, me pregunté. Después le miré con burla y continué con la humillación—. Me parece a mí que ese Bravo es mucho más hombre que tú. —Aníbal alzó la vista enfurecido. De nuevo, yo estaba inmersa en otro de mis juegos, y esta vez estaba disfrutando como nunca. Con toda la crueldad del mundo y deseosa de conocer su reacción, le puse la puntilla—. Creo que le haré una visita a La Quebrada.

—Eres una golfa —replicó con el mayor de los desprecios. Su rostro era una mezcla de decepción y asco. No esperaba una respuesta agradable, pero que él se atreviera a insultarme de esa manera me sorprendió. Él, que no era nadie, tenía el valor de hablarle así a una señorita, a la hija del señor Lobo.

Alcé la mano con todas mis fuerzas dispuesta a pegarle un bofetón. Aníbal me detuvo agarrándome con fuerza del brazo. Podía ver cómo una chispa de cólera recorría sus ojos y cómo su mandíbula se cerraba con fuerza. Me temblaba todo el cuerpo, un cosquilleo recorría mi estómago y no pude evitar mirar sus labios. Sentía tantas ganas de partirlos, de pegarle con todas mis fuerzas... Quería hacerle daño y ver la sangre cubriendo su rostro, quería ver cómo me pedía clemencia; necesitaba dominarle, castigarle y al mismo tiempo deseaba ser dominada y castigada por él. Quería que me domase igual que hacía con los potrillos salvajes. Deseaba que lo hiciera, pero Aníbal se limitaba a mirarme fijamente, aguantando estoico. Yo, poseída por

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