Búscame en tus sueños

Fragmento

Creditos

1.ª edición: diciembre 2013

© Ediciones B, S. A., 2013

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B.29.266-2013

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-679-3

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Contents
Contenido
Dedicatoria
Prólogo
1. Todo final tiene siempre un comienzo
2. Si te caes siete veces, levántate ocho
3. Los fantasas no existen, ¿o sí?
4. Tu pasado será tu presente
5. Cierra los ojos y escucha, entonces sentirás
6. No cierres los ojos a lo que ves, aunque lo desees
7. Los monstruos sí que existen
8. En todo camino encuentras piedras y ortigas
9. Hogar, ¿Dulce hogar?
10. ¿No te arrodillas?
11. Coversaciones... desagradables
12. Se celebran dos bodas
13. No quieras saber la verdad, pues puede que no te guste
14. La felicidad de la vida a veces es solo tener un melón maduro entre las manos
15. En la verdad está la redención
16. En el que confieso y me confiesan
17. ¿Y ahora qué voy a hacer?
18. No me rendiré
19. La bella durmiente
20. El diamante es el mejor amigo del... hombre
21. Te estaba esperando
22. En mi final está mi comienzo (María Estuardo)
Epílogo
buscame

Para mi madre, Isabel

Porque fuiste la primera en poner un libro entre mis manos.

Cuando lloraba, tú secabas mis lágrimas.

Cuando caía, tú me levantabas.

Cuando reía, tú reías conmigo.

Cuando tuve un sueño... tú creíste en mí.

Mujer de fortaleza inquebrantable y espíritu inquieto,

tú has sido siempre mi guía en el silencio.

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Prólogo

Norte de Inglaterra

Octubre de 1744

Lady Melisande Darknesson, de soltera Lusignant, se agitó en sueños. ¿Había oído voces en el corredor? Abrió un ojo del color de la plata joven y volvió a cerrarlo más tranquila. No era su marido, que venía a incomodarla con sus insistentes intentos de forzarla para asegurarse un heredero que diera vigor a su precario enlace. Intentó dormirse, pero algo danzaba en su mente que la tenía intranquila, una idea que volteaba sin dejarse atrapar. Volvió a abrir un ojo, después el otro, y suspiró fastidiada. Esa incómoda sensación la había acompañado desde que dejó Francia para residir en ese horrible país, Inglaterra, en el que nunca lucía el sol y amaban más a sus perros de caza que a su propia familia. A lo lejos se escuchó una carcajada. Lady Melisande se incorporó en la cama. Era cierto, había alguien en el corredor. Por un instante pensó en quedarse cómodamente en su cama, que todavía guardaba la calidez del sueño. Pero su curiosidad pudo más que el frío húmedo de la noche inglesa. Armándose de valor se levantó de un salto, alcanzando con una mano la bata de terciopelo color púrpura que tenía depositada encima de la colcha, a la vez que intentaba calzarse ambas zapatillas. Sujetó la palmatoria donde titilaba una vela a medio consumir y se paró un momento antes de salir circundando la habitación. Vio el reflejo de un pequeño abrecartas de plata sobre la mesilla y lo cogió metiéndoselo en el bolsillo de la bata. Quizá le fuera necesario, con el carácter de su marido ninguna precaución era poca.

Una vez fuera de la habitación se paró, miró a izquierda y derecha. Todo parecía tranquilo. Avanzó un paso y se inclinó por la baranda de madera pulida. Extendió un poco la palmatoria pero no pudo ver más allá de un par de metros.

Pensando que la había traicionado su imaginación se dispuso a volver a la cama con un suspiro de resignación. Cuando estaba girando el pomo de la puerta, volvió a oír lo que parecían susurros.

«¿Viene de la habitación de Eduard?» Se fue dibujando una sonrisa de satisfacción en su cara. Lo que para otras mujeres supondría un disgusto, para lady Melisande suponía una gran alegría. Si por fin conseguía descubrir a su marido con su amante, podría recurrir a su padre, este a sus amigos del Parlamento y, con un poco de suerte, quizás en unos meses estaría de vuelta en su casa de Poitiers. Las posibles consecuencias que un divorcio podía acarrear a ambas familias ni siquiera las había considerado.

Avanzó con paso firme a lo largo del pasillo, las tupidas alfombras Aubusson amortiguaban sus pisadas haciéndolas completamente silenciosas. Paró tres puertas más allá de la suya. Ahora no escuchaba nada. Sosteniendo con cuidado la vela, pegó el oído a la puerta. «Merde!», pensó, las puertas son tan gruesas que es imposible oír nada.

Con cuidado comenzó a girar el pomo de la puerta de lord Darknesson, sin pararse a pensar qué le diría si este la atrapaba entrando sin avisar en sus aposentos, pero lady Melisande pocas veces se paraba a pensar nada.

La puerta no crujió, gracias a las bien engrasadas bisagras. Empujó un poco, lo justo para acomodar uno de sus brillantes ojos en el interior de la habitación.

Reprimiendo una exclamación de satisfacción, lo vio. Lord Darknesson se inclinaba de espaldas sobre su amante, que descansaba inclinada en la mesa de escritura. Estaba desnudo, y el sudor hacía brillante su piel al reflejo del fuego encendido de la chimenea.

Lady Melisande quedó fascinada por un momento con la mirada fija en el cuerpo de su marido. Era la primera vez que veía un hombre en total desnudez. Le pareció hermoso, tan grande, tan fuerte, todos los músculos se le marcaban en los rítmicos corcoveos de la eterna danza del apareamiento. Y por un instante deseó ser la mujer que le provocaba eso a su marido, pero solo por un instante, porque rápidamente se abrió paso en su mente la idea de la libertad, de la vuelta a casa.

Tenía que asomarse un poco más, tenía que saber quién era esa mujer, que luego podría ser llamada a declarar para poder disolver ese matrimonio que nunca debió celebrarse. Como si hubiera escuchado los pensamientos de su esposa, lord Darknesson sujetó del pelo a la mujer, y le volvió la cara de un tirón para darle un profundo beso.

Lady Melisande se quedó paralizada, un escalofrío le recorrió la espina dorsal, a la vez que no podía apartar los ojos de la escena que veía. Eduard Foresthorp, conde Darknesson y par del reino, uno de los favoritos del rey Jorge II, estaba besando a su caballerizo mayor, un muchacho de no más de veinte años, de largos cabellos castaños y ojos azules soñadores. Sofocó un grito que murió en silencio en su garganta. Algo debieron de notar los hombres, ya que ambos volvieron la vista hacia la puerta.

Lady Melisande, olvidándose de proteger la vela con la mano, trastabilló y tropezó con sus propios pies y se dirigió corriendo escaleras arriba, hacia las habitaciones del servicio. Una vez en los pasillos superiores, jadeando por el esfuerzo, tomó la dirección que creía que pertenecía a la habitación de las mujeres. Atravesando una puerta que daba paso a unos corredores fríos de madera, sin adornos ni alfombras, abrió la primera puerta que encontró. Que quiso la fortuna que fuera la de su doncella personal, venida con ella de Francia, Pauline.

—Pauline, Pauline —llamó lady Melisande, con voz aguda, producida por la histeria que se iba acumulando en su torrente sanguíneo. Al no ver nada, avanzó un paso para tropezarse con la cama de una muy disgustada doncella.

—Madame? Qu’est-ce qu’il passe? —contestó Pauline con un deje de fastidio en la voz.

Lady Melisande, ignorando la molestia de su doncella, la sujetó del camisón y tiró de ella hacia arriba con un gesto brusco.

—Pauline, allons-nous rapidement, tienes que ayudarme —susurró hipando con voz entrecortada lady Melisande.

—Qu’est-ce qu’il passe? ¿Está ardiendo la casa? —preguntó otra vez Pauline, de pie y ya totalmente despierta mientras encendía una pequeña vela que reposaba en una mesita a la izquierda.

Pauline iluminó con la pequeña llama el rostro de su ama y se alarmó, lady Melisande iba con el pelo suelto, en camisón y bata y lucía una palidez espectral, que acompañaba con pequeños gimoteos y temblores.

La doncella la cogió por los hombros zarandeándola, olvidándose de todas las reglas de protocolo.

—Madame, tranquilícese y cuénteme lo que ha ocurrido —logró decir.

—Pauline, Pauline, me va a matar, esta vez sí, me va a matar lo sé, lo que he visto..., yo..., es... es demasiado..., mi vida corre peligro. Pauline, ayúdame —explicó entrecortadamente lady Melisande—. Me tienes que ayudar —exigió con voz más firme.

—Madame —Pauline suspiró audiblemente—, ¿qué quiere que haga?, es más de medianoche, seguro que por la mañana lo ve todo de otra forma. —Le dio unos golpecitos en el hombro para intentar calmar a su asustada dama.

—No, no, no —sollozó lady Melisande—, tenemos que huir, me matará porque yo sé su secreto, y... —añadió dando más énfasis a su discurso—, y a ti también te matará porque pensará que te lo he contado todo. —Como siempre lady Melisande no se preocupaba por nada que fuera más allá de su persona, y no lo iba a hacer ahora, por Pauline, su fiel doncella, que la había acompañado desde Francia. Para ella no era más que otra de sus posesiones.

Pauline dio un respingo, y se permitió un momento de claridad, no sabía qué es lo que asustaba tanto a su ama, pero si provenía de lord Darknesson, mon Dieu!, ese hombre sí que era peligroso. Paró sus cavilaciones al escuchar voces de hombre en el piso de abajo.

—Vamos, vamos, Pauline, ya vienen a buscarnos —enfatizó el «nos» obligando a la pasmada doncella a seguirla.

Pauline tomó las riendas de la situación y, vistiéndose rápidamente, sacó un vestido del arcón, su mejor vestido, el que guardaba para ocasiones especiales y se lo lanzó a lady Melisande.

—Vamos, vístase —ordenó como lo hacía con el resto de las doncellas que dependían de ella.

—¿Con esto? —Lady Melisande sostenía el vestido con desagrado.

—Sí, con eso —Pauline contestó ofendida. El vestido era de lana azul marino, sencillo, con un corpiño en la misma tela trenzado al frente—. No pensará huir a través de la campiña inglesa vestida con brocados, ¿no?

—No, claro, no —balbuceó lady Melisande.

Ambas se vistieron apremiadas por las voces y jaleo que empezaba a acercarse.

Pauline abrió la puerta de su pequeño cubículo y se asomó con cuidado.

—Vamos, no hay nadie —apremió a lady Melisande, que seguía temblando como una hoja.

Una vez fuera de la habitación lady Melisande se encaminó automáticamente a la derecha, por donde había venido.

Pauline la agarró del brazo y tiró de ella.

—Por ahí no, mon Dieu, o se topará con lord Darknesson de bruces. ¿No escucha las voces?

Lady Melisande no contestó, se limitó a seguir a Pauline por el angosto pasillo, hasta que bajaron unas estrechas escaleras de madera y pararon en lo que parecía una puerta atrancada.

—¿Y ahora qué hacemos? —suspiró lady Melisande dando por terminada su huida.

—Pues, abrirla, claro está —contestó con un considerable enfado Pauline—. Agarre de ahí y levántelo —le indicó señalando uno de los extremos del madero que utilizaban como trabilla.

La puerta gruñó y se quejó fuertemente, y una vez abierta el aire frío las golpeó en la cara haciendo que ambas giraran su rostro protegiéndose.

En un último pensamiento de cordura, Pauline se arrepintió de haber rechazado la propuesta de matrimonio del cabrero de Gascuña al que le faltaban los dos dientes delanteros, y que hablaba siseando como una serpiente, por seguir a lady Melisande, su atolondrada y en ocasiones estúpida ama, cuando contrajo matrimonio con lord Darknesson en lo que se suponía un cómodo trabajo de doncella en una cálida casa. Si hubiera hecho lo correcto ahora estaría durmiendo en una pequeña cabaña en las montañas arrullada por el balar de las cabras.

—Vamos —la instó—, tenemos que correr o nos atraparán.

Ambas huyeron a través de la fría noche, con la sola protección de sus manos entrelazadas.

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Todo final tiene siempre un comienzo

«¿Qué se siente al morir?», me pregunté distraídamente mientras enroscaba un mechón de mi pelo entre los dedos haciendo un pequeño nudo. No me refería a lo físico, el dolor no me asustaba, al menos no demasiado, sino a lo que me iba a encontrar más allá de la vida. Deseaba con fervor reencontrarme con mi madre, fallecida años atrás, poder abrazarla y que me acunara entre sus cariñosos brazos. Pero me temía que no iba a ser así. Después de la muerte no había nada. Pero esa nada me consolaba más que el vacío que sentía en esos momentos. Quizá me convirtiera en un alma errante, buscando algo que sabía que no iba a lograr alcanzar nunca, en un castigo eterno por el pecado que iba a cometer. El mayor de los pecados. Quitarme la vida.

Pero aun sabiendo todo aquello, lo que me proponía hacer me parecía la mejor solución para todos. Suponía un alivio, el dejar de sentir ese agujero en mi alma, ese vacío imposible de llenar, esa sensación de angustia permanente, de terror, de luchas perdidas, de nada. No sentía nada, pero el no sentir nada muerta era mejor que no sentir nada viva.

Me acerqué un momento a la ventana, era sábado, había anochecido hacía rato, una pareja de adolescentes discutía en la acera de enfrente. Por un momento, mi mente agotada pareció interesarse por la escena. Ella era alta, espigada, de pelo largo liso y color castaño. Él, un poco más alto que ella, estaba de espaldas a mí, de pelo corto, oscuro, con cazadora marrón y pantalones vaqueros. Estaban justo debajo de la farola de la esquina, como si un foco les iluminara en la obra de la vida. Empezó a chispear, y vi cómo se reflejaban las pequeñas gotas de lluvia a través de la luz artificial de la farola. Ella le gritaba algo a él, y le dio un golpe en el pecho, que hizo que el muchacho trastabillara y diera un paso atrás. Se recobró pronto del empujón y la agarró por los hombros apenas zarandeándola un poco. El pelo de la muchacha se agitó y ella empezó a protestar mientras se apartaba con gesto furioso un mechón que le había caído en el rostro. A la luz de la farola, pude ver que estaba llorando. Él dejó caer sus brazos a los costados en un gesto de rendición y agachó la cabeza; parecía estar disculpándose. Lo que dijo hizo que ella levantase la cabeza para mirarlo. Él sin pensárselo dos veces la atrajo hacia él y la besó con fuerza. Ella no intentó apartarlo, lo abrazó también agarrando su pelo corto con ambas manos, entrelazando sus cuerpos. Algo pellizcó mi corazón, que había dejado de latir hacía meses.

Me aparté de la ventana con un suspiro y me dirigí a mi objetivo principal. Me senté en el sofá de piel negra, fría al contacto, cogí mecánicamente el mando del televisor y lo encendí. No me importaba qué programa había, solo quería escuchar algo que tapara el silencio. Encima de la pequeña mesa de centro tenía todo lo necesario. Había logrado reunir una pequeña, pero esperaba que suficiente, reserva de un potente barbitúrico. Cogí una botella de whisky escocés de veinte años, que llevaba otros cinco esperando en la estantería a que alguien tuviera el valor de probarlo. Lo traje de mi último viaje a Escocia, aquel en el que mi hermana Galadriel me comunicó que se quedaba allí a residir, que había conseguido plaza en la Universidad de Edimburgo. La mezcla de barbitúricos y alcohol era letal, según afirmaban varios estudios en la red. De hecho era la forma de suicidarse que tenían las estrellas de cine clásico allá por los años cuarenta y cincuenta. Bien, pensé, algo de glamour tampoco me venía mal.

Rodeé con mis manos la caja de cartón circular que protegía la botella de whisky y la abrí arrancando un pequeño suspiro a la bebida que llevaba tantos años esperando a respirar. Observé a la tenue luz que ofrecía el televisor el líquido ambarino. Me serví una generosa cantidad en un vaso de cristal. Era curioso que lo llamaran uisge beatha, agua de vida, cuando yo precisamente lo iba a utilizar para todo lo contrario.

Sin pensarlo más cogí las pastillas en un puño, me las metí en la boca y tragué un largo sorbo. Sofoqué el ardor y las arcadas que amenazaban con vomitar lo ingerido. Respiré despacio lo que parecieron momentos eternos hasta que mi cuerpo se estabilizó y la calidez del licor escocés comenzó a surtir efecto, creando una falsa sensación de seguridad. Por un momento sentí pánico. «¿Qué estoy haciendo?», pero aparté con furia ese pensamiento. Estoy haciendo lo correcto. Por primera vez en meses, sentía que esto era verdaderamente lo que yo quería hacer, y por fin sería libre para dejar de sentir.

Todo había comenzado dos años atrás, a finales de 2008. Un año que cambió mi vida. Estaba en el baño, frente al espejo, inquieta pasando el peso de mi cuerpo de un pie al otro y con una prueba de embarazo entre las manos, que no dejaban de temblar. Lo sabía, en mi fuero interno lo sabía, sabía que por fin lo habíamos conseguido y que estaba embarazada, pero aun así necesitaba una prueba palpable para que mi cerebro terminara de creérselo. Me distraje un momento inclinándome sobre las instrucciones. Dos minutos, decía, ¿cuánto tiempo había pasado?, me volví hacia la prueba, y allí estaban: las dos rayas rosas verticales claramente visibles en el fondo blanco. Agarré con más fuerza el extremo de la prueba y una felicidad inmensa a la vez que un ataque de pánico comenzó a invadirme.

No pude aguantar más. Salí corriendo del aseo. Yago seguía durmiendo. Encendí la luz principal de la habitación, lo que hizo que mi marido protestase tapándose con la sábana toda la cabeza.

—Yago, Yago, despierta —grité en voz baja algo histérica.

—¿Qué?, ¿qué? —contestó él, todavía aturdido por el repentino estruendo.

—Yago —volví a repetir—, es positiva. Estoy embarazada. Estamos embarazados —corregí—. ¿Ves? —Le metí la prueba en la punta de la nariz gratamente emocionada.

—¡Qué coño es...! —protestó, incorporándose.

Yo lo miré reprobándole su falta de entusiasmo.

Yago miró el palito con las dos líneas verticales y luego a mí, y sonrió.

—Ya lo sabía —se jactó con orgullo masculino.

—¿Ah sí? —Enarqué una ceja.

—Sí —contestó atrayéndome a la cama—, me llaman espermineitor, pequeña.

—Idiota —le contesté mientras le besaba.

Se volvió para mirar el despertador y luego a mí.

—Nos da tiempo a celebrarlo, ¿no?

—Sí —contesté con voz ronca mientras notaba sus caricias en mi pecho—, no pierdes el tiempo, ¿eh? —Mientras la excitación nublaba mi sentido común, intenté pensar en alguna excusa para llegar tarde al trabajo. No lo logré.

Trabajaba en Peixoto y Cía., y aunque mi hermana pensase y dijese que era un nombre de agencia de detectives, en realidad era una sociedad de inversiones y un despacho de abogados. Yo pertenecía a ambos a la vez. Me contrataron hacía seis años, cuando terminé mi doble licenciatura en Derecho y Económicas. Todavía recordaba el nerviosismo que sentí mi primer día de trabajo. Tenía veintitrés años, estaba recién casada y me comía el mundo. No había tardado ni tres meses después de graduarme en conseguir este trabajo, por el que muchos de mis compañeros habrían dado su mano derecha. Unos meses más tarde supe que mi padre había tenido algo que ver, sugiriéndole al señor Peixoto, que resultó ser un antiguo compañero de estudios, que me contratase «aunque solo fuera para traer y llevar los cafés», que en realidad fue ese mi cometido durante bastante tiempo.

Pero eso no consiguió pararme. Al contrario, lo tomé como un desafío. Me preparé a conciencia, estudiando en mis escasos ratos libres, quedándome a hacer horas extra que no se pagaban e incluso comía muchas veces en la oficina. Tenía que demostrar que valía, que era un valor seguro para la empresa, y poco a poco fui consiguiendo un poco más de poder.

Entré en las oficinas a las ocho y trece minutos exactamente. Normalmente mi jefe no llegaba hasta pasadas las nueve, pero aquel día había decidido llegar puntual. «¡Mierda!», pensé, «¿y qué le digo ahora?» Decidí recurrir a la excusa más manida y por otro lado más veces cierta que tenía: el tráfico.

—Buenos días, señor Peixoto —dije asomándome a su despacho.

—Llega tarde, señora Freire —fue su respuesta mientras levantaba la vista de los papeles que estaba leyendo.

—Sí, lo siento —dije, intentando que mi voz sonara lo suficientemente compungida—, ya sabe, el tráfico de estas horas es terrible.

—Claro, señora Freire, ya le he dicho más de una vez que le costaría menos tiempo venir andando que empeñarse día tras día en traer el coche a una ciudad que no está hecha para tales menesteres.

Tenía toda la razón. Había tenido que alquilar una plaza en un garaje cercano, ya que las oficinas estaban en el centro histórico, solo a un par de manzanas de la catedral.

—No volverá a pasar —me disculpé—, me quedaré un rato más esta tarde y así lo compenso.

—Está bien, está bien —contestó haciendo un ademán con la mano en señal de que abandonara la sala.

Me senté rápidamente en mi despacho, un pequeño cubículo de paredes de cristal ahumado, que daban cierta intimidad, pero no se le podía llamar propiamente despacho. Saludé a mi compañero Pablo, sentado exactamente frente a mí en otro cubículo de similares características. Pablo me devolvió el saludo con un «hola» silencioso. Cuando me senté, encendí el ordenador, conecté el móvil del trabajo e intenté centrarme en la demanda que tenía frente a mí. No lo conseguí y levanté la mirada. Pablo me observaba fijamente, ladeó la cabeza y me preguntó con gestos «¿tráfico?». Yo le contesté igualmente encogiéndome de hombros. Él hizo un gesto despectivo, escribió algo en un papel y me lo mostró sujetándolo con ambas manos encima de su cabeza: «SEXO.»

Me sonrojé hasta el nacimiento del pelo. Pablo rio quedamente. Además de compañero era un buen amigo, quizás el mejor que tenía allí. Entramos a trabajar a la vez, y ambos nos esforzamos por conseguir lo que ahora teníamos.

Se acercó a mi mesa y cerró la puerta, aunque eso no nos daba más intimidad. Se aproximó observándome hasta que la punta de su nariz chocó con la mía, y yo resoplé.

—Ah —dijo simplemente—, pupilas dilatadas, pelo despeinado. Querida, el sexo matutino es el mejor de todos, espero que lo hayas disfrutado. Yo hace ya tanto tiempo, que dudo que sepa dónde tengo que meterla.

Sofoqué una risa. Pablo era un amigo, un buen amigo, con el que había compartido comidas en la oficina y largas tardes estudiando algún caso complicado. Siempre tenía su apoyo, y esperaba que él supiese que también tenía el mío.

—No —le dije quedamente—, bueno, sí.

Él volvió a sonreír.

—Pero no es eso, es... —sabía que tenía que esperar un poco, pero no pude callarme—, estoy embarazada.

Pablo abrió los ojos desmesuradamente.

—Vaya con Yago, sí que se ha dado prisa —exclamó con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Vaya con Yago? ¿Crees acaso que yo no he tenido nada que ver? —Le miré enfurruñada, haciéndole un gesto de que bajara la voz.

—Oh, estoy seguro de que sí. —Volvió a sonreír de forma libidinosa y me dio un cálido beso en los labios, mientras susurraba—. ¡Felicidades, mamá!

Pese a nuestro pacto de silencio, a los pocos días toda la oficina, la planta y el edificio entero supieron la noticia. Recibí felicitaciones de todo tipo, advertencias y consejos de lo más variopinto, mientras alrededor se iba construyendo una nube de felicidad.

Lo siguiente fue dar la noticia a mi padre y a su mujer Pam, que la recibieron entusiasmados. Pam aplaudió y nos felicitó. Ella ya era abuela de dos niños, pero estaba igualmente emocionada. Para ella, tanto Galadriel como yo éramos dos hijas más que sumar a su numerosa familia.

Avisé a mi hermana por teléfono, una noche, cuando ya estaba de más de seis semanas.

—¡¿Qué?! —fue su reacción gritando y haciendo que yo separara unos centímetros el teléfono de mi oreja.

—¡Que vas a ser tía! —grité yo a su vez.

Hubo un súbito silencio al otro lado de la línea y la escuché caminar y revolver algo.

—¿Qué haces? —le pregunté.

—Comprobar que este mes no me haya olvidado ningún día la píldora —contestó súbitamente seria.

—¿No creerás en esas tonterías? —inquirí algo enfadada. Galadriel y yo éramos gemelas idénticas. Normalmente, ya fuera fruto de la casualidad o del destino, nos solían pasar las mismas cosas a la vez, además de sentir una conexión que a veces resultaba bastante difícil de explicar a otras personas.

—Pues sí, no vaya a ser que... —dejó la frase inconclusa.

—¡Galadriel! —exclamé yo con tono de enfado.

—¿Estás segura? —preguntó ella seria.

—Segura de qué, ¿de que estoy embarazada o de que quiero tenerlo? —repuse cada vez más crispada.

—De las dos cosas. Verás, no te lo tomes a mal, pero creo que sois demasiado jóvenes para ser padres. Todavía os quedan muchas cosas por vivir —contestó ella.

—Gala, eso ya me lo dijiste el día de mi boda, y te recuerdo que he seguido viviendo y disfrutando cada día desde entonces. El que yo haya decidido no seguir tu camino de eterna adolescente no es mi problema, sino el tuyo. Y no soy demasiado joven, tengo casi veintiocho años. Mamá a los veintitrés ya nos tenía a las dos. Este niño es buscado y deseado —exclamé con más intensidad de la que quería.

—Sí, pero eran otros tiempos —repuso ella.

—Los tiempos no cambian, Gala, cambian las personas, y nosotros hemos decidido vivir nuestra vida de esta forma, como tú la tuya, y que yo sepa, te apoyé desde el primer momento, frente a todos los que te decían que era una locura. Por una vez, podrías hacer tú lo mismo, ¿no? —Suspiré fuertemente.

—Claro, Gin, si de verdad estoy muy feliz, es solo... No sé, quizá me haya pillado por sorpresa, solo necesito hacerme a la idea. Voy a ser tía, ¡guau!, ya verás cuando se lo cuente a Sergei —contestó más calmada.

Colgamos el teléfono con la promesa de mantenernos en contacto, pero con mi hermana eso era bastante difícil. Era un espíritu libre, como le gustaba denominarse, y como tal debíamos perdonarle que no llamara nunca y que, por las visitas que nos hacía, para ella su familia en España pudiera encontrarse en Marte, y no a solo tres horas de avión.

En realidad no podíamos ser más diferentes, y sin embargo tan iguales, como una imagen reflejada en un espejo. Nuestra madre murió cuando teníamos trece años. Todavía recordaba aquel día con cierto sabor amargo en la boca. Aquella mañana nos llevó al colegio, y nos despidió con un beso en la coronilla y un «os quiero» susurrado cuando ya corríamos a la entrada, avergonzadas de tanta muestra de cariño con la edad que teníamos, pero mamá siempre fue así, no lo podía evitar. Cuando cruzó la calle para coger su coche, otro vehículo la arrolló. No fue un impacto muy fuerte, pero la lanzó un par de metros y cayó golpeándose la cabeza contra el bordillo de la acera.

Solo recuerdo la fuerza con la que nos sujetaron dos monjas, impidiéndonos ver el cuerpo de nuestra madre tirado en el asfalto. Los siguientes días fueron confusos, y apenas conservo retazos dolorosos de la agonía de mi padre llorando en la habitación del hospital donde mi madre pasó sus últimas horas en coma, hasta que finalmente murió, cuarenta y ocho horas después del atropello. Fallo multiorgánico lo llamaron los médicos. Yo solo recordaba el rostro pálido de mi madre rodeada de tubos, sintiendo dentro de mi ser cómo su alma la abandonaba. En el funeral Gala y yo no nos separamos ni un instante, nos sujetábamos las manos con fuerza, como si soltarnos supusiera caer en el abismo de la desesperanza. Fue el último recuerdo de mi hermana como una gemela, a partir de ese día nuestros caminos se fueron separando gradualmente.

Yo tomé la opción de la supervivencia haciéndome cargo de la casa y la familia, como si hubiera madurado diez años de golpe. El hacerlo me daba fuerzas. Si lo pensaba ahora, me sentía como si hubiese sido madre de mi padre y de mi hermana, antes de ser madre de mi propio hijo. Gala en cambio reaccionó de forma completamente diferente, cambió de amigas y de actitud, comenzó a meterse en problemas con el resto de sus compañeras de clase y los profesores. Recibimos varias notas de atención en casa, y yo me convertí en su cómplice ocultándoselas oportunamente a nuestro padre, para no hacer que se sintiera todavía peor de lo que estaba, ya que se había convertido en una pálida sombra de lo que solía ser. Se volvió introspectivo y huraño, e incluso nuestra presencia solía incomodarlo. Tan pronto nos rehuía como nos abrazaba y nos decía lo que nos parecíamos a nuestra madre.

Después de una adolescencia difícil, Gala superó las pruebas de acceso a la universidad y decidió tomarse un año sabático recorriendo el mundo. Recibíamos postales extrañas de todos los países que visitó, buscándose a sí misma. Finalmente, un día a principios de verano volvió a casa, se matriculó en Filología Inglesa y cuando terminó la carrera se fue a vivir a Edimburgo.

Para entonces nuestro padre estaba saliendo de su duelo con la ayuda de Pam, una viuda como él. No podían ser más diferentes, él profesor de química y ella panadera, pero sin embargo en sus diferencias encontraron cariño y compañía. Se casaron en una sencilla ceremonia civil a los pocos meses. Por un momento, pareció que todo volvía a la normalidad. Aquel fue el año en que yo viajé a Irlanda con una beca Erasmus para completar mi currículo, y conocí a Yago.

Me cayó bien al instante de presentarnos, y me enamoré de él cuando lo conocí más profundamente. Los españoles solíamos reunirnos en un pub del centro. Curiosamente, él también era gallego, de La Coruña, y eso nos unió todavía más. Me gustó su pelo moreno revuelto, como si no pudiera peinárselo mejor, largo, casi por los hombros, y sus gafas de intelectual, que le hacían algo mayor de los veintidós años que tenía. Era más alto que yo, pero solo un poco, y desgarbado, como si llevara un gran peso sobre los hombros. Estudiaba arquitectura, aunque por la forma con la que miraba a toda irlandesa que se cruzaba en su camino era esa la verdadera arquitectura de principios de siglo que había venido a estudiar. Al principio nos limitábamos a saludarnos cuando nos encontrábamos allí, luego nos dimos cuenta de que ambos nos buscábamos con la mirada comprobando si alguno de los dos ya había llegado al pub, y a mitad de curso éramos tan inseparables que mi arquitectura española era la única que le llamaba la atención.

Una noche, casi a final de curso, estábamos celebrando una fiesta en la que bebí demasiado y bailé todavía más, y discutimos por una tontería. Me dijo que no le gustaba que me hiciera notar de esa forma, que tenía a todos los tíos babeando en la barra. Yo le contesté que qué le importaba si yo era toda de él, y le besé profundamente.

—Vamos —me dijo arrastrándome fuera del pub. Estaba lloviendo a mares.

—¿Qué quieres? —le pregunté zarceando y notando cómo me calaba hasta los huesos.

—Estoy poniendo fin a esta tontería —me contestó él en medio de la calle solamente iluminada por una farola. No había gente a nuestro alrededor, ni siquiera los habituales que solían salir a fumar.

—¿Qué tontería? —pregunté yo desconcertada.

Él se arrodilló frente a mí.

—Pero ¿qué haces? —inquirí mirándole como si hubiera perdido la razón. El suelo formaba charcos, y por los bordes de las aceras corrían riachuelos de agua sucia y grasienta.

—¿Es que todavía no te has dado cuenta, Ginebra Freire, que eres la mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida? —respondió levantando su rostro hacia mí. Sus gafas estaban mojadas, y probablemente no vería nada, el agua caía tan fuerte que su pelo normalmente alborotado se le había pegado al cráneo y al rostro en mechones negros en contraste con su piel blanca.

—Hum —fue mi respuesta ganando tiempo.

—Vamos, ¿qué dices? ¿Lo hacemos? —preguntó quitándose las gafas y frotándose los ojos empapados.

Dudé. Éramos demasiado jóvenes, ¿no habría dicho eso mi hermana? Sin embargo, lo quería, y él a mí. Recordé una cita estúpida de una tarjeta de San Valentín: «El amor no se busca, él te encuentra.» Y eso me ayudó a decidirme. Era mi destino. El amor me había encontrado.

Yago se estaba impacientando, y buscaba de forma furiosa algo en el bolsillo de su cazadora. Escuché cómo nuestros amigos habían salido del pub y nos rodeaban, ebrios de alcohol y de juventud.

—¡Vamos! —me jalearon—, no pensarás dejarlo así, ¿no?

Yo los miré y vi sus gestos de risa y alegría, y luego me volví hacia Yago, que había conseguido sacar lo que buscaba del bolsillo, una anilla de una lata de cerveza, que me mostró como si fueran las joyas de la corona británica.

—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Lo haremos! —contesté embebida por el momento.

Yago me introdujo la anilla en el dedo corazón y me besó apasionadamente, provocando alaridos y vítores de nuestros compañeros. Más tarde, después de celebrar nuestro reciente compromiso, me di cuenta con algo de sorpresa de que ninguno de los dos había pronunciado la palabra matrimonio en toda la noche.

Terminamos nuestras respectivas carreras y él se trasladó a vivir a Santiago, donde opositó y acabó trabajando en el ayuntamiento de la ciudad, a la vez que yo comencé mi trabajo en Peixoto y Cía. La vida nos sonreía y cuando me quedé embarazada todo cobró sentido. Por primera vez desde hacía muchos años sentía que alrededor fluía la verdadera felicidad. Ni los mareos, ni los vómitos, ni el cansancio me hacían flaquear. Tenía más fuerza que nunca y más ganas de vivir y hacer partícipe a todos de mi felicidad. Sonreía y me paraba con cada bebé que se cruzaba en el camino. Y algo parecido le sucedía a Yago. Ambos esperábamos las revisiones médicas con expectación y disfrutábamos con las primeras imágenes de nuestro bebé, que a las veinte semanas nos confirmaron definitivamente que iba a ser una niña.

Sin embargo un día todo cambió, un día normal, como otro cualquiera, sin ningún aviso que me preparara para lo que iba a pasar. Había tenido un juicio difícil por la mañana, un divorcio. Los odiaba, por mucho que mantuvieran las formas, el desprecio solía ser patente entre las partes, mientras los abogados respectivos intercambiábamos miradas de entendimiento y de cierto reparo hacia nuestra profesión. Por la tarde tenía una revisión, iría sola, ya que Yago tenía un curso de formación hasta la noche. El único aviso que tuve de que algo podía ir mal es lo cansada que me encontraba, de un día para otro me había hinchado desmesuradamente, hasta el punto de que no podía calzarme mis propios zapatos, y la parte baja de la espalda me dolía como si me estuvieran pinchando agujas. Tampoco me preocupé en exceso, todos decían que eran los síntomas propios del embarazo.

Llegué a la consulta, me tumbé en la camilla y me levanté la blusa para dejar que el ginecólogo me extendiera el gel para realizarme la ecografía. Le comenté que me encontraba algo cansada, y él me dijo que debería bajar el ritmo de trabajo. Esa fue su expresión concreta, «bajar el ritmo de trabajo». Yo hice una mueca, pensando que eso iba a ser imposible. Comenzó a pasar el ecógrafo sobre mi redondeada barriga de un lado para otro y me la movió con la mano.

—Vamos, despierta, pequeña, que tengo que medirte —dijo mirando la pantalla.

Yo fruncí los labios, cada vez me encontraba peor, estaba mareada, y cada movimiento que agitaba mi vientre hinchado hacía que sintiera como si me fuera a desmayar.

Noté el cambio de expresión del médico, normalmente sonriente.

—¿Qué ocurre? —pregunté algo asustada.

—Estás de parto, Ginebra. ¿Ha venido Yago contigo? —preguntó.

—¿Qué? No, no ha podido —exclamé con la voz demasiado aguda—, es demasiado pronto, solo estoy de seis meses... Y....

Mientras yo seguía hablando, él no se había estado quieto. Llamó a una enfermera y le dio claras instrucciones: llamar a un taxi y acompañarme al hospital. Buscó mi vena en el brazo derecho y me inyectó algo.

—¿Qué es? —pregunté sintiendo un súbito adormecimiento.

—Debes estar tranquila, ¿entendido? En el hospital te atenderán. Yo aquí solo puedo darte un relajante ligero. Pero lo más importante es que no te pongas nerviosa —lo dijo con voz suave acariciándome la mano. Lo que provocó la reacción contraria, que me pusiera histérica.

Llegamos al hospital y me llevaron directamente a la sala de dilatación. Mientras tanto iba llamando a Yago, que seguía con el teléfono apagado. Allí me atendió la ginecóloga de guardia, que directamente me hizo desnudar y ponerme el camisón hospitalario. Me monitorizó, hizo una ecografía y cabeceó. Llamó a un compañero y ambos hablaron en una esquina de la habitación en susurros.

Yo rezaba a algo, no sabía muy bien a qué, solo decía como si fuera un mantra: que esté bien, que mi bebé esté bien, por favor, que ella esté bien... Quienquiera que escuchase mis plegarias decidió no hacerme caso.

—¿Por qué no escucho el latido? —pregunté de repente, como si fuera algo que hubiera recordado de pronto.

La ginecóloga se acercó hacia mi cama y cruzó una mirada dura con su compañero.

—¿No te lo han dicho? —preguntó.

—¿El qué? —contesté yo.

—El bebé no tiene latido —respondió suavemente.

—¿Por qué? —inquirí yo demasiado asustada para ver la realidad.

—Porque ha muerto —respondió ella con la misma voz.

No supe qué decir, las palabras murieron en mi boca a la vez que mi hija en mi vientre. Sentía como si no me estuviese sucediendo a mí, lo veía todo desde fuera, como si fuera una película de serie B. No me lo creía, mi bebé, mi amor, toda mi vida, no podía estar muerta. Todo tenía que ser una broma de mal gusto. Pero desgraciadamente no lo era. En ese momento el teléfono que todavía tenía en la mano sonó rompiendo el silencio tenebroso que se había instalado en la sala. Lo cogí de forma mecánica.

—¿Sí? —contesté sorprendida de tener voz.

—Cariño, ¿qué ocurre? Tengo un montón de llamadas perdidas. —La voz de Yago sonó bastante preocupada.

Me quedé en silencio un momento.

—El bebé ha muerto —le dije finalmente, con una voz extraña y ronca, y colgué.

Después de aquello pasé varios meses encerrada en mí misma. No quería pensar, no quería recordar nada. Oportunamente antes de que regresara a casa, Yago había recogido todo lo que habíamos comprado con tanta ilusión para nuestro bebé. A escondidas, yo bajaba al trastero y revolvía las cajas aspirando el aroma de la ropita y los enseres y me hundía un poco más. No lloré, no era capaz de derramar ni una sola lágrima, solo sentía dolor y enfado, y daba vueltas a mis pensamientos creyendo que había hecho algo mal, que era imposible que no lo hubiera visto venir. Me centré en el trabajo de una forma furiosa e intensa. Mis compañeros soportaban mi mal humor y me trataban con excesivo cariño, hasta que un día les dije que como volviera a escuchar una sola palabra más de pena o lamento me pondría a gritar. Les asusté lo suficiente para que el ambiente del despacho volviera a ser casi como antes.

A los tres meses me dieron el alta médica, podíamos intentarlo de nuevo. Pero Yago y yo ya no hacíamos el amor, nuestra unión se convirtió en algo mecánico y desesperado, controlado por fechas de ovulación y temperaturas vaginales. Finalmente viendo que no obteníamos el deseado embarazo, el ginecólogo nos sugirió que podríamos empezar un tratamiento de fertilidad, dadas las dificultades que teníamos. Según su opinión lo mejor iba a ser que me quedara de nuevo embarazada, que a veces ocurrían esas cosas, que no se podían predecir, que el cuerpo humano era un misterio incluso para ellos. Yo le escuché en silencio, últimamente me costaba bastante mantener una conversación con nadie.

Me recetaron un montón de pastillas y tenía que comenzar a pincharme de inmediato hormonas en el vientre. No quise que nadie lo hiciera por mí. A los pocos días tenía el abdomen lleno de moratones, debido a mi poca pericia, pero nada me importaba si eso me llevaba a sentir dentro de mí otra nueva vida. Una vez que acababa el ciclo de pinchazos, llegaba otra nueva jeringuilla, la más dolorosa, la que provocaba la liberación de los óvulos, y después la progesterona. Mi vida se convirtió en una montaña rusa, durante cuatro meses alterné estados de emoción, ilusión, excitación, espera y desilusión amarga, cada vez que veía que el tratamiento había vuelto a fallar. Me aconsejaron que acudiera al equipo de psicólogos del centro de fertilidad, me negué, no había nada que pudieran decir para animarme, toda la carga la llevaba yo, como ya la había llevado anteriormente. Yago cada día estaba más distante, acudía el día que le llamaban al centro y depositaba su semen en un recipiente hermético, esperando que esa vez fuera la definitiva. Ninguna lo fue, y cada vez estábamos más frustrados. Apenas hablábamos, y no nos tocábamos, sintiendo que ambos nos hacíamos daño mutuamente.

Esta vez tampoco lo vi, ninguna señal que me mostrara lo que estaba por venir, solo vivía centrada en pincharme, tomarme la pastilla y suplicar que todo saliera bien esa vez. A la vez sentía mi cuerpo hueco, como una vasija vacía imposible de llenar porque estaba agujereada. No se lo dije a nadie, simplemente me limitaba a ponerme las manos sobre el vientre, ahora demasiado delgado, y maldecía por no ser capaz de hacer algo que al resto de las mujeres les costaba tan poco conseguir.

Llegué pronto del trabajo, me había olvidado la jeringuilla en casa y tenía que pincharme antes de las ocho de la tarde para que mis óvulos se liberasen esperando una futura fecundación. Cuando entré tropecé con una maleta que estaba en el hall del piso. Ni siquiera me extrañó. Estaba tan concentrada en que no se me pasara la hora exacta que me dirigí directamente al baño.

Me tropecé con Yago en el pasillo.

—¡Ah! Estás en casa —fue lo único que dije.

—Sí —respondió él pasándose la mano por el pelo.

Recordé la maleta en la puerta.

—¿Por qué hay una maleta en la puerta? —pregunté sin malicia, solo sentía curiosidad.

—Porque me voy, Ginebra —respondió él.

—¿Adónde? —inquirí yo en el mismo tono de voz. Estaba intentando recordar si me había dicho que tenía algún viaje de trabajo.

—A casa de unos amigos —exclamó él. Percibí su nerviosismo y una alerta estalló en mi cerebro.

—No puedes irte. Mañana tienes cita en el centro de fertilidad —exclamé.

—¡Ja! —repuso casi gritando—. ¿Es eso lo que te preocupa, Ginebra? ¿Que tu semental esté dispuesto? No has escuchado nada de lo que te he dicho, ¿verdad?

Lo miré entrecerrando los ojos. No entendía nada.

—¿Me estás dejando? —pregunté con incredulidad.

—Sí, lo siento, ya no puedo más. No sé quién eres, ni en lo que te has convertido. Ya no te conozco, Ginebra, y empiezo a no conocerme a mí tampoco. Creo que lo mejor es que estemos un tiempo separados —repuso con voz triste.

No estaba enfadada, simplemente ese sentimiento se había vuelto tan propio en los últimos meses, que ahora apenas sentía la diferencia.

—No lo entiendo, ¿es esta la idea que tienes de apoyarme en todo lo que estoy pasando? —exclamé con voz desapasionada.

—¡Tú y tú y solamente tú! Y yo ¿qué? ¿Crees que está siendo fácil para mí, acaso? —repuso levantando la voz.

Levanté mi rostro y lo miré directamente a los ojos.

—¿Qué estás intentando decirme, Yago? —pregunté con los brazos cruzados sobre mi pecho.

—Que ya no sé lo que siento por ti, necesito alejarme y pensar en ello con calma —repuso con voz tensa.

Un frío helador me recorrió la espina dorsal.

—¿Me estás diciendo que ya no me amas? —pregunté sintiéndome al borde de un precipicio.

—Sí, lo siento, Ginebra, he dejado de quererte —contestó avanzando por el pasillo. Se quedó un momento en la puerta con la maleta en la mano, sin volverse. Yo no dije nada. Finalmente salió dando un portazo, que sentí como un golpe en el corazón.

Me fui al salón y encendí la tele, me senté en el sofá y me tapé con una manta. Estuve sentada en silencio toda la noche, mirando la tele sin ver nada. A las seis de la mañana me levanté despacio, como si me fuera a romper. Me duché, desayuné un café solo y cogí el coche para ir a trabajar. Aquel día dejé de sentir, y la nada, en el sentido absoluto de la palabra, se adueñó de mi cuerpo y de mi alma.

Oculté lo sucedido y actué como si todo siguiera como siempre. Solo hubo una persona que se percató de que algo no iba bien: Pablo. Una tarde que nos quedamos solos en el trabajo me acorraló en el despacho.

—¿Qué ocurre, Gin? No me digas que nada, porque sé que no es cierto —preguntó preocupado.

Alcé mi vista de los papeles que tenía sobre la mesa y lo miré directamente a los ojos. A él no podía mentirle.

—Yago me ha dejado, ya no me quiere —solté bruscamente.

—¿Que no te quiere? ¿Te ha dicho semejante estupidez? —preguntó incrédulo sentándose en un hueco vacío de la mesa.

—Sí —respondí yo—, el amor se nos ha gastado de tanto usarlo. —Hice una mueca.

—Y tú, ¿lo sigues amando? —preguntó todavía sorprendido por la noticia.

—Pues la verdad es que no lo sé, no sé lo que siento. A veces es como si no pudiera sentir nada, como si me hubiera convertido en una máquina —respondí dejando la mirada perdida en una esquina del cubículo.

—¡Ay, Dios! Gin, necesitas ayuda, y mucha —suspiró fuertemente.

—¿En serio? —le pregunté de manera irónica—, yo creo que soy un caso perdido. A veces me pregunto por qué sigo viviendo...

—No digas eso ¡ni de broma! —exclamó él. Noté su tono preocupado y yo esbocé lo que pretendía ser una sonrisa, que se perdió en el intento.

—Tengo una idea —dijo sonriendo por primera vez.

—¿Cuál? —Enarqué una ceja.

—Este sábado nos vamos a ir de marcha. Te vendrá bien, solo unos pocos amigos a tomar unas copas y charlar —sugirió.

—No me apetece salir, Pablo, no creo que sea una compañía agradable para nadie —repuse.

—Hazme caso, tienes que desconectar, ver gente, hablar y empezar a soltarte. Además tengo un amigo que seguro te va a gustar —volvió a insistir y me mostró su mejor sonrisa.

—Está bien —claudiqué, total no tenía otra cosa mejor que hacer.

El sábado a las nueve acudí a la cita en un bar cercano al trabajo, nuestra primera parada de lo que se suponía una noche larga. Era un pub que habían abierto recientemente, decorado con aluminio y negro, espacioso y con música agradable. Me presentó a sus amigos, e hizo especial hincapié en el que se suponía que me iba a gustar. La verdad es que no estaba nada mal, hasta que abrió la boca.

—Yo tomaré una ginebra, es mi bebida favorita —dijo sonriendo. Había oído tantas veces ese chiste que hacía siglos que había dejado de tener gracia. Aun así le sonreí ante su mirada que pretendía ser seductora.

En ese momento entraron dos parejas que se situaron en la barra. Yo me quedé mirando fijamente, me sonaba mucho ese hombre. Cuando se volvió se me heló la sangre en las venas. Era Yago. Pablo, sentado a mi lado, percibió algo y me miró fijamente y luego dirigió su vista a la barra, ahogando una maldición.

—Tranquila, Gin —me susurró—, ignóralo, quizá ni siquiera nos vea.

No ocurrió así, como si Yago notara mi mirada fija en él se volvió y clavó sus ojos oscuros en los míos. Ambos nos quedamos así, mirándonos como en un duelo del oeste, sin decidirnos ni a acercarnos ni a saludarnos siquiera. Finalmente fue él el que apartó la vista, la chica que estaba a su lado reclamaba su atención. Yo dirigí mi mirada hacia la mujer, era una compañera de trabajo, me la había presentado hacía varios años, pero lo que verdaderamente me sorprendió fue cómo entrelazó su brazo con el que todavía era mi marido.

Sentí que una mano me sujetaba por el hombro. Era Pablo, él también lo había visto.

—No te acerques, Gin, olvídalo. No puedo creer que te haya cambiado por esa, con lo gorda que está —exclamó nerviosamente.

—No está gorda, Pablo —respondí yo—, está embarazada.

Me levanté, recogí mi abrigo y sin despedirme salí del bar. Me faltaba

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