Largo invierno en París

Fragmento

invierno-5

Milán, domingo 29 de abril de 1945

Clara profetizó que moriría por amor. Pero nunca llegó a imaginar que sería de una forma tan espeluznante y cruel. Asesinada a tiros junto a su amante, ultrajada y vejada después de muerta, en una macabra ceremonia de brutalidad y depravación. Para mayor escarnio, ahora se disponían a colgar su cadáver cabeza abajo de la marquesina de una gasolinera, como si fuera un cerdo el día de la matanza.

El maltrecho cuerpo fue izado de los tobillos con unas cuerdas, y durante unos segundos se balanceó en el aire como si aún conservara un soplo de vida. Con los brazos caídos, y el rostro sucio y ensangrentado, su aspecto resultaba estremecedor. La falda se abatió sobre su torso y su cara, dejando las piernas al descubierto.

—¡No lleva bragas! ¡No lleva bragas!

Gritó el gentío alborozado. El espectáculo estaba servido.

Unas pocas horas antes, a eso de las tres de la madrugada, un destartalado camión de mudanzas había llegado a la piazzale Loreto de Milán. Sin el menor reparo, descargó sobre el asfalto su macabro cargamento. Dieciocho cuerpos acribillados a balazos. Entre ellos, el del líder fascista Benito Mussolini y su joven amante Clara Petacci, treinta años más joven que él. Los dejaron junto a una gasolinera en ruinas, en el mismo lugar en el que ocho meses antes habían fusilado a quince partisanos. Era la hora de la venganza.

A partir de las ocho de la mañana, la radio empezó a difundir la noticia de la ejecución de Mussolini, y que su cadáver se encontraba expuesto en la gasolinera de la plaza de los Quince Mártires, el nuevo nombre de la piazzale Loreto. Custodiaban los cuerpos el pequeño grupo de partisanos que había participado en el fusilamiento. No tardaron en formarse riadas de personas que empezaron a encaminarse hacia el lugar como si se tratara de una romería. La mayoría eran simples domingueros bien vestidos a los que les había sorprendido la noticia mientras se dirigían a misa.

Todos querían ver al dictador muerto. Algunos, por placer; otros, por venganza; muchos, por morbo; y la inmensa mayoría, para hacerse perdonar su reciente pasado fascista. Traidores y conversos de última hora, que meses atrás cantaban emocionados el Giovinezza brazo en alto y aplaudían a rabiar los discursos de su amado Duce. Como siempre suele ocurrir, estos eran los peores.

A las nueve de la mañana, la plaza ya estaba abarrotada de gente. Al principio, el público se limitaba a observar los cadáveres con curiosidad, a dar vueltas a su alrededor, como si se tratara de una atracción de feria. Nadie se atrevía a más. Los partisanos que custodiaban los cadáveres solo se limitaban a fanfarronear de su hazaña.

De repente, un hombre avanzó hacia los ejecutados, sin que los partisanos lo detuvieran, y pegó una descomunal patada a la cabeza de Mussolini. Varios dientes saltaron por los aires y un ojo quedó desprendido sobre la mejilla. Como si aquel gesto fuera una señal, la multitud se abalanzó enloquecida sobre los muertos, presa de una histeria colectiva. Sin ningún respeto al enemigo caído, sobre los cadáveres empezaron a llover patadas, golpes, cuchilladas, escupitajos. Incluso los propios partisanos se unieron a la fiesta. El odio contenido acababa de estallar.

Una mujer empuñó una pistola y disparó cinco veces al pecho del dictador.

—Una bala por cada uno de mis hijos muertos en la guerra —exclamó rabiosa.

Otra se levantó la falda y se agachó sobre la cara de Claretta Petacci. Un líquido humeante y amarillento empezó a derramarse sobre los ojos y la boca del cadáver.

—¡Mira qué guapa está la Ricitos ahora! —gruñó satisfecha.

La idea causó furor, y otras mujeres no tardaron en imitarla. Odiaban a Clara Petacci tanto como al Duce.

Un anciano lanzó a Mussolini excrementos de perro a la cara.

—¡Venga, hijo de puta! ¡Da un discurso ahora!

Unos jóvenes apartaron al viejo de un empujón y se liaron a patadas y culatazos con la maltrecha cabeza del dictador. Cuando terminaron, Mussolini quedó irreconocible. Tenía el cráneo aplastado al igual que un globo sin aire.

—¡Y ahora te vamos a castrar como a un cerdo! —gritó un hombre enarbolando unas gruesas tijeras de pescadero.

Por mucho que lo intentó, no consiguió bajarle los pantalones.

Los americanos acababan de entrar en Milán y algunos oficiales contemplaban la escena sobrecogidos. No podían soportar tanta brutalidad. Sin la menor dilación se quejaron a los jefes de los partisanos. Aquella macabra fiesta era indigna de unos vencedores. O terminaba de inmediato, o la vergüenza caería sobre toda Italia.

Dirigidos por sus superiores, los partisanos que custodiaban los cuerpos intentaron aplacar los ánimos del populacho. Pero fue imposible. No consiguieron dispersar a los congregados ni con disparos al aire ni con las mangueras de los bomberos.

Para solaz de la concurrencia, unos hombres empezaron a manipular los destrozados cuerpos de Mussolini y la Petacci. Fingían que se besaban, que se acariciaban, que adoptaban posturas obscenas... Pero solo podían ver el espectáculo los que se encontraban en la primera fila. Para remediarlo, un grandullón con pinta de matarife comenzó a gritar:

—¿A quién queréis ver ahora?

—¡A Mussolini! ¡A Mussolini!

El hombre cogió de las axilas al dictador y lo levantó en vilo. Arreciaron los insultos y los abucheos. Luego lo dejó caer al suelo.

—¿Y ahora?

—¡A la Petacci! ¡A la Petacci!

Alzó el frágil cuerpo de la mujer, y las injurias y las burlas se elevaron por toda la plaza.

La masa siguió coreando, uno a uno, los nombres de los ejecutados. Zerbino, Pavolini, Bombacci... El grandullón levantaba un muerto tras otro, cumpliendo los deseos de la turba. Tenía todo el cuerpo empapado de sangre ajena, como si se hubiera bañado en una piscina.

El gentío comenzó a inquietarse. Solo podían disfrutar de la pavorosa escena los que estaban cerca de los cuerpos. Enseguida surgieron las protestas:

—¡No se ve nada!

—¡Súbelos más alto!

—¡Queremos verlos!

Los partisanos no tardaron en encontrar una solución. Un bombero lanzó una soga por encima de una viga de la marquesina de la gasolinera y ataron el otro extremo a los tobillos de Mussolini. Varios hombres tiraron de la cuerda y poco a poco se alzó el cuerpo del dictador cabeza abajo. Un alarido de júbilo se expandió por la plaza. Ahora se le podía ver desde cualquier rincón.

El segundo cuerpo en ser izado fue el de Clara Petacci. La falda no tardó en desplomarse sobre su rostro.

—¡No lleva bragas! ¡No lleva bragas!

La muchedumbre deliraba con tanta barbarie. Querían sangre, querían ensañamiento. Y lo estaban teniendo a raudales.

A unos metros de la gasolinera, un partisano bravucón presumía de sus hazañas ante un grupo de periodistas extranjeros.

—¡Pues claro que no lleva bragas esa zorra! No hemos dejado que se las pusiera —comentaba jactancioso.

—¿Cómo fueron los hechos? —preguntó uno de los corresponsales.

—Hace dos días detuvimos a Mussolini y a su puta en una carretera, camuflados en un camión de soldados alemanes que huían hacia su país. Los encerramos en la casa de un campesino hasta ayer por la tarde. A eso de las cuatro, fuimos a por ellos. A él lo encontramos sentado en la cama. Al vernos se puso pálido y empezó a temblar. Ella estaba dormida. Se había pasado la noche llorando, la muy zorra.

El partisano cogió el cigarrillo que portaba detrás de la oreja y lo encendió. Soltó una bocanada de humo y siguió regodeándose con su historia. Era su minuto de gloria y no lo quería desaprovechar.

—Para que no nos dieran problemas, les dijimos que éramos amigos y que los íbamos a rescatar. Se lo creyeron, los muy incautos. —Soltó una carcajada que dejó al aire sus dientes amarillentos—. Se vistieron a toda velocidad, pero ella no encontraba las bragas entre las sábanas. Le dijimos que no se preocupara, y que se diera prisa. ¡Qué ilusa! Los llevamos en coche hasta una tapia cercana, y allí los matamos como a perros. Él, como siempre, un cobarde muerto de miedo. En cambio, ella... ¡madre mía! ¡Qué coraje! Salió valiente la muy perra. Cuando vio que era una trampa y que los íbamos a matar, se abrazó al cerdo para protegerle con su cuerpo de las balas. Se pegó a él con tanta fuerza que no los podíamos separar. Al final decidimos disparar a los dos al mismo tiempo.

Escupió al suelo y se rascó la entrepierna.

—Sí señor, una mujer valiente y guapa. ¡Muy guapa! La noche anterior la espiamos mientras se aseaba. ¡Vaya tetas! Como dos melones. —El partisano hizo un gesto obsceno con las manos.

Mientras tanto, la turba seguía contemplando, entre burlas y comentarios soeces, el cuerpo desnudo de la Petacci. Una mujer se subió a una escalera con la intención de cubrirle las piernas. El gentío se lo impidió, entre insultos y abucheos. Por poco la linchan.

Entonces un sacerdote llamado don Pollarolo no lo soportó más y se abrió paso entre la multitud.

—¡Esto no se debe ver! ¡Madre del Cielo! ¡Esto es inhumano! —rezongaba el cura de malhumor mientras avanzaba con paso firme.

A pesar de la sotana, se subió con agilidad a las vigas de la gasolinera y gateó hasta el cuerpo de Clara Petacci. Colocó la falda en su sitio, y la ciñó a los muslos con un grueso cinturón de cuero negro. Un murmullo de reproche se propagó por la plaza.

—¡Vaya, el curita nos ha jodido el invento! —refunfuñó el partisano charlatán.

Como don Pollarolo era capellán de la guerrilla, nadie se atrevió a tocarlo.

Un camión cargado de partisanos arribó a la plaza. Traían un nuevo prisionero. En este caso, vivo. Un dirigente fascista que habían apresado a las afueras de la ciudad cuando trataba de huir. Lo bajaron del camión a culatazos y le obligaron a contemplar de cerca a sus antiguos camaradas. Al verlos destrozados, cubiertos de sangre y colgados de los tobillos, el hombre palideció en el acto y se orinó en los pantalones. Le temblaban tanto las piernas que no podía mantenerse de pie. Acababa de comprender que no tenía salvación. Había llegado su hora. Iba a ser salvajemente asesinado.

La muchedumbre le empezó a insultar, a lanzarle piedras y a mofarse de sus miedos. A empujones le obligaron a saludar a los muertos, uno a uno, con el brazo en alto. Cuando llegó al último, una mujer se le acercó por la espalda, apoyó el cañón de su pistola en la cabeza del fascista y apretó el gatillo. La detonación retumbó por toda la plaza y los sesos del individuo saltaron por los aires. El hombre se desplomó sin vida sobre el asfalto. La sangre manaba de su cabeza a borbotones. Estallaron las carcajadas y los gritos de júbilo. Minutos después, el tipo se balanceaba cabeza abajo al final de una soga, al igual que sus antiguos camaradas.

Uno de los corresponsales le preguntó al partisano fanfarrón:

—Cuando detuvieron a Mussolini y la Petacci, ¿por qué los dejaron dormir juntos?

—Oh, Mamma mia! Era su última noche en este mundo. No podíamos hacerles esa faena. Al fin y al cabo, todos somos italianos.

DANIELA

«No hay mayor pesadilla que
el arrepentimiento»

Informe n.º 59 (APIS)

París, 5 de noviembre de 1943

Excmo. Sr.:

En respuesta a su último requerimiento de información, le comunico que la vida cotidiana en Francia no ha sufrido variación en los últimos meses. Continúan las cartillas de racionamiento y las tiendas carecen de mercancías. Escasea la leche, salvo para los niños, y las raciones de carne y pescado son ridículas. No hay café, ni azúcar, ni mantequilla. Ni tabaco, zapatos o abrigos de piel. Si se quiere conseguir alguno de estos productos, hay que acudir al mercado negro y pagar una fortuna.

Por la ciudad no circulan coches particulares, ni motos, ni autobuses, y los parisinos se ven obligados a desplazarse en metro (que es el único medio de transporte público) o en bicicleta. Solo unos pocos privilegiados pueden utilizar su propio automóvil, con un permiso especial que expiden las autoridades de ocupación. Los alemanes han requisado todo lo que les puede ser útil en el frente ruso.

A pesar de lo anterior, la popularidad del jefe del Estado, el mariscal Pétain, se mantiene intacta. Los franceses lo ven como un venerable padre protector, y están convencidos de que sin él la ocupación sería mucho peor. Continúa residiendo en Vichy junto a su primer ministro Pierre Laval y el resto del Gobierno. El mariscal sigue con su política de amistad con los alemanes, cosa que no parece inquietar a ningún francés, salvo a los miembros de la Resistencia.

Todas las noches, el general De Gaulle habla por la BBC desde su exilio en Londres y califica de traidores a Pétain y Laval por colaborar con los invasores. Y dice que, cuando los Aliados reconquisten Francia, ambos serán juzgados y ejecutados. ¡Pobre mariscal! Con lo que él se ha sacrificado por Francia...

En París, desde la redada del Velódromo de Invierno, se siguen produciendo detenciones de judíos, que luego son enviados a campos de concentración de Alemania. Los gendarmes franceses colaboran activamente con los soldados alemanes en esta desagradable misión. En ocasiones, incluso participan con entusiasmo. Algunos parisinos parecen ser más antisemitas que los propios nazis.

La Resistencia apenas actúa en París. De vez en cuando introduce periódicos clandestinos en los buzones o lanza octavillas subversivas en las estaciones del metro. Y de tarde en tarde asesina a algún soldado alemán en alguna callejuela de mala muerte.

A la espera de las órdenes de Su Excelencia.

¡Quien como Dios!

S-212

Cuando el comandante Lozano, jefe del servicio de inteligencia, terminó de leer el informe que acababa de llegar de París, le puso el sello de «secreto» con tinta roja y lo guardó dentro de un sobre. Acto seguido se levantó de su butaca y se dirigió, con el documento bajo el brazo, al despacho del capitán de navío Luis Carrero Blanco, subsecretario de la Presidencia del Gobierno.

A su jefe le gustaba conocer de inmediato todos los informes de la red APIS, el servicio de espionaje más desconocido y eficaz del Nuevo Régimen.

1

Noviembre, 1943

París ya no era una fiesta. La Ciudad de la Luz se había convertido en la ciudad de las sombras. Desde hacía más de tres años, las tropas alemanas desfilaban todos los días por los Campos Elíseos. Desde hacía más de tres años, la esvástica ondeaba victoriosa en lo alto de la Torre Eiffel. Desde hacía más de tres años, París vivía en un largo y frío invierno que parecía no tener fin.

En sus calles y bulevares, antes alegres y bulliciosos, ahora abundaban los uniformes alemanes, los controles de la policía, las redadas de la Gestapo. Una ciudad silenciosa, sin apenas vehículos, en la que tan solo se oía el retumbar de las botas claveteadas de los invasores. La gente apenas salía a la calle, escondida tras las cortinas, preocupada de su supervivencia. Intentaba pasar desapercibida, vivir al margen de la guerra, como si la ocupación no fuera con ellos.

Solo las clases privilegiadas y los colaboracionistas —los conocidos collabos—, parecían disfrutar de la ocupación como si nada hubiese ocurrido. Vivían en la opulencia, no conocían el hambre, no conocían las cartillas de racionamiento. No les faltaba de nada, ni siquiera diversión por las noches en los innumerables cabarets y music halls que proliferaban por toda la ciudad. Para ellos, París seguía siendo una fiesta.

Aquella tarde diluviaba sobre la ciudad, una ciudad de almas dormidas, que de forma pasiva y sin apenas resistencia había sucumbido al poder del invasor. La lluvia azotaba con violencia sus calles y sus plazas, como si el agua pretendiera lavar la humillación y los pecados de la derrota sufrida.

Daniela de Beaumont avanzaba con cuidado por la explanada del Museo del Louvre, esquivando los oscuros charcos que moteaban su camino. No podía permitir que se estropearan sus zapatos, unos auténticos Chantal de tacón alto. Los conservaba como oro en paño. Ya no se podía conseguir un calzado de esa calidad en el París de la ocupación.

Atravesó el passage Richelieu, húmedo y oscuro como una tumba, y desembocó en la rue de Rivoli. Cruzó la calle y buscó protección bajo sus elegantes arcadas. Cerró el paraguas, lo sacudió un poco y siguió su camino. Se dirigía al hotel Ritz, en la place Vendôme, y aún le quedaba un buen trecho por recorrer. Sin aflojar el paso, miró la hora en su reloj de pulsera. Faltaban pocos minutos para las cinco de la tarde. Llegaba con retraso a la cita con su jefa. Y Gabrielle Chantal jamás perdonaba la falta de puntualidad de los demás.

Pasó por delante del emblemático hotel Albany. En otros tiempos, siempre concurrido y animado. Ahora solo era una sombra de su pasado. Al igual que los demás hoteles importantes de la ciudad, había sido requisado por los alemanes. Una placa de bronce anunciaba en letras góticas su nuevo destino: la sede del Estado Mayor de las SS.

En esos instantes, un grupo de oficiales salía por la puerta giratoria del hotel en animada charla. Llevaban uniformes negros y botas lustrosas, y en las gorras y en las solapas lucían desafiantes calaveras plateadas. Parecían pregonar la muerte a distancia.

Al ver a Daniela, los SS enmudecieron y la siguieron con la mirada. La belleza de la joven no pasaba desapercibida. A su escultural cuerpo se añadía un rostro ovalado y perfecto, ojos verdes, nariz elegante, y mirada viva e inteligente. El cabello azabache, peinado a lo garçon, le daba un aire travieso y juvenil, en contraste con unos labios sensuales y jugosos, que incitaban al pecado y a la perdición.

A pesar de las lascivas miradas de los SS, Daniela ni se inmutó. Con absoluta indiferencia, apretó el paso y continuó su camino.

Las lujosas tiendas de la rue de Rivoli, tan concurridas en tiempos pasados, apenas tenían clientes. Sus elevados precios solo eran accesibles a los altos mandos alemanes y a los gerifaltes del mercado negro. El resto de los parisinos no podía permitirse caprichos ni gastos innecesarios. Desde hacía tiempo su única preocupación era sobrevivir, vadear el temporal y encontrar algo de comida en los desabastecidos mercados.

Daniela avanzaba con paso rápido, absorta en sus pensamientos. No lo vio llegar hasta que ya lo tuvo casi encima. Frente a ella, como surgido de la nada, apareció un hombre mayor, de pelo canoso y barba descuidada. Un saco de piel y huesos que caminaba con paso vacilante y mirada perdida. Llevaba un sombrero raído y un abrigo negro que le llegaba hasta los tobillos. Era un hombre gris. Todo en él era gris. La piel, la ropa, la tristeza.

El único color que destacaba en su maltrecho cuerpo era la humillante estrella amarilla que lucía sobre el pecho con la palabra «Juif» bordada en negro. Un judío. La raza maldita. Desde mayo de 1942, todos los judíos franceses mayores de seis años tenían la obligación de llevar la estrella de David cosida en sus ropas. Para los nuevos amos de París, era la forma más sencilla de detectar a los apestados.

A Daniela le sorprendió ver a un judío en el mejor barrio de la ciudad, rodeado de gendarmes franceses y soldados alemanes por todos lados. Nadie, en su sano juicio, se hubiera atrevido a tanto. Salvo que pretendiera suicidarse. Desde la redada del Velódromo de Invierno, ocurrida el año anterior, en la que miles de judíos fueron detenidos, muy pocos se dejaban ver bajo la luz del sol. La mayoría había huido de París. Y los pocos que aún permanecían se escondían en sótanos y buhardillas.

Dos soldados de las SS salían en esos momentos de un café y se fijaron en el anciano. De un salto, el más bravucón se situó frente al hombre y le apuntó con un dedo amenazador.

—¡Tú, judío! ¿Qué haces caminando por la acera? ¿No sabes que los cerdos como tú lo tenéis prohibido?

Y sin más lo expulsó de la acera con un fuerte empujón. El hombre perdió el equilibrio y cayó sobre la calzada como un fardo de patatas. Tumbado boca arriba sobre los adoquines, intentaba ponerse de pie sin conseguirlo.

—¡Parece una cucaracha panza arriba! —se burló el SS.

Ningún transeúnte hizo amago de ayudar al viejo. Ni siquiera se atrevían a mirar. No querían involucrarse. Temían salir malparados. En la ciudad de las almas dormidas no había lugar para la compasión.

Una niña de unos doce años, que caminaba por la calle con su padre, se detuvo en seco y señaló al hombre con la mano.

—¡Papá, mira! ¡Haz algo! ¡Ayuda a ese señor!

—No, hija, ese hombre no es un señor. Es un judío.

El antisemitismo no era patrimonio exclusivo de los nazis. Desde hacía mucho tiempo también imperaba con virulencia en la sociedad gala.

Al principio de la ocupación, las leyes antisemitas solo afectaban a los judíos extranjeros. Con el paso del tiempo, también se aplicaron a los judíos franceses, que perdieron su nacionalidad. Tanto unos como otros acabaron en los campos de exterminio.

Daniela no soportó más la indolencia de los transeúntes.

—¡Malditos cobardes! —masculló enfurecida.

Sin pensárselo dos veces, salió de las arcadas, se acercó al hombre y se arrodilló a su lado.

—¿Se encuentra bien, señor? Déjeme que le ayude.

El viejo la miró sorprendido y rechazó cualquier tipo de auxilio. No quería comprometerla. Daniela insistió dos o tres veces más. A duras penas, consiguió que el hombre aceptara la mano que le ofrecía. Le ayudó a ponerse en pie.

—Gracias, señorita, muchas gracias —agradeció el hombre con voz temblorosa.

El anciano tomó las manos de la desconocida entre las suyas y se las besó con humildad. Metió la mano en el bolsillo del abrigo y le entregó una arrugada tarjeta de visita. Se despidió y con paso vacilante se alejó calle abajo, pero no por la acera, sino por la calzada, bajo la incesante lluvia. No quería más problemas.

Al leer la tarjeta, Daniela no tardó en identificar al anciano. Acababa de ayudar a uno de los mejores cirujanos de la ciudad. Por desgracia, no ejercía desde la ocupación por culpa de las leyes antisemitas. Después de haber sido una persona rica e influyente, de reconocido prestigio y relevancia social, ahora se veía obligado a mendigar por las calles como cualquier pordiosero.

—Pobre hombre —musitó Daniela al verlo marchar.

La joven volvió a los soportales empapada de agua. Los dos SS no se entretuvieron en incomodarla. Ya habían tenido suficiente diversión.

Daniela siguió su camino. Una larga cola, que bordeaba toda una manzana, se había formado delante de una panadería. Una de las imágenes más habituales del París alemán. En esos instantes el dueño de la tienda se asomó al escaparate y colgó un pequeño cartel: NO QUEDA PAN. Al difundirse la noticia entre los afectados, se armó un pequeño revuelo y se masculló alguna que otra maldición dedicada a los boches —asnos—, nombre despectivo con el que se designaba a los alemanes.

La joven entró en una pequeña farmacia que olía a madera y desinfectante. Las paredes estaban cubiertas de anaqueles en los que se alineaban centenares de frascos etiquetados con nombres exóticos. Esperó a que el mancebo despachara a una anciana. Cuando le llegó su turno, preguntó por el farmacéutico. Segundos después, apareció un señor mayor ataviado con una bata blanca. Al ver a Daniela, le hizo una señal para que le acompañara a la rebotica.

El mancebo levantó la tapa de madera del mostrador y Daniela siguió al boticario. Una vez lejos de miradas curiosas, el hombre se subió a una pequeña escalera y tomó un frasco de porcelana que escondía en la balda más alta de la estantería. Se bajó, lo depositó sobre una mesa de mármol y lo destapó. De su interior extrajo una pequeña caja de cartón y se la dio a Daniela.

—No he conseguido más. La semana que viene lo intentaré de nuevo.

Daniela guardó la cajita dentro del bolso y le entregó al boticario un buen fajo de billetes.

—Volveré dentro de siete días —dijo Daniela antes de abandonar el local.

Una vez en la calle, y sin dirigir la vista atrás, aceleró la marcha. No quería tener ningún contratiempo. Dentro del bolso llevaba la joya más preciada de su jefa. Una caja de ampollas de Sedol. Un potente y adictivo sedante derivado de la morfina, que Gabrielle Chantal se inyectaba cada noche desde hacía años.

La venta de drogas estaba prohibida en París, como en el resto de Europa, y solo se podían adquirir en el mercado negro. El farmacéutico disponía de buenos contactos y la conseguía en Suiza. Luego la introducía ilegalmente en Francia y se la vendía a la famosa modista Gabrielle Chantal a un precio desorbitado. Pero eso era lo de menos. A la diseñadora el dinero no le importaba.

Daniela se cruzó con dos señoras muy elegantes que enseguida la reconocieron. Antes de la guerra, había sido una modelo muy cotizada de la Casa Chantal, fotografiada en cientos de revistas de moda. Como todas las maniquíes de Gabrielle, no solo tenía una cara preciosa y un cuerpo espectacular, sino que también poseía una elegancia natural muy difícil de encontrar. Marca inconfundible de la Casa. Eso era precisamente lo que buscaba mademoiselle Chantal en sus chicas. Elegancia. Ante todo, elegancia. Por encima incluso de la belleza. Como decía la diseñadora con frecuencia: «Yo elijo a mis maniquíes no por ser guapas, sino por la forma en que llevan mis vestidos.»

Por eso las modelos de Chantal siempre procedían de la vieja aristocracia francesa, como Daniela, hija de un ilustre conde del valle del Loira. La diseñadora no se conformaba con cualquier chica, por muy hermosa que fuera. Si no tenía clase, no tenía estilo. Y si no tenía estilo, no le valía.

Daniela había sido una de las modelos más famosas de la Casa Chantal. Pero su brillante y prometedora carrera se truncó en 1939 al estallar la guerra entre Francia y Alemania. Nada más conocerse la noticia, Chantal tomó una drástica decisión: se retiró del mundo de la moda y cerró sus tiendas. La noticia fue un bombazo a nivel mundial. Nadie entendía tan extraño comportamiento. Las revistas especializadas no se lo podían creer. ¿Qué había impulsado a Gabrielle Chantal, la reina indiscutible de la alta costura, a dejar su profesión de la noche a la mañana? Ella se limitó a dar una lacónica explicación: «En tiempos de guerra, ¿a quién le interesa la moda?»

Una justificación que nadie creyó. Años atrás, al estallar la Gran Guerra en 1914, Chantal no cerró ni la sombrerería de París ni la boutique de Deauville, sus dos primeras tiendas. Es más, en plena contienda incluso abrió otra maison de couture en Biarritz.

Por eso nadie comprendía que en 1939, en pleno apogeo de su gloria, abandonara su profesión y cerrara sus tiendas, dando carpetazo a más de veinticinco años de agotador trabajo para hacerse un hueco en un mundo dominado por los hombres. La decisión de Gabrielle no solo causó sorpresa, sino también indignación y un grave conflicto social. Chantal despidió de golpe a cuatro mil empleadas. Y se mantuvo inflexible ante las airadas protestas de los sindicatos. Solo permaneció abierta la tienda de la rue Cambon de París, la más emblemática. Como había dejado la profesión, allí ya no se vendían vestidos, sino tan solo perfumes y accesorios. Nada más.

Daniela se vio afectada por el cierre de la Casa Chantal. Se encontró de repente sin trabajo. Lo más sensato hubiese sido regresar a la lujosa mansión de su familia. Pero no podía. Sus padres, viejos aristócratas de ideas trasnochadas, no le dirigían la palabra. No le perdonaban que se hubiese fugado a París para convertirse en modelo. Para ellos, una maniquí era poco menos que una fulana de lujo.

Al ser despedida, Daniela se encontró sola y sin trabajo. Al final aceptó casarse con su novio, un exiliado español que vivía en París. A los pocos meses de la boda, el hombre se alistó en el Ejército francés y fue enviado al frente, en donde cayó prisionero al poco de comenzar el ataque alemán.

Durante los primeros años de la ocupación, Daniela sobrevivió como pudo. Hasta que un buen día, no hacía mucho, se encontró por casualidad con Gabrielle Chantal en la puerta de la Ópera Garnier. Se tragó su orgullo, se acercó a su antigua jefa, le contó sus penas y le solicitó un empleo. La modista aceptó. Necesitaba una especie de secretaria, alguien que se ocupara de sus asuntos cotidianos. Y Daniela tenía clase, era de confianza y durante años había sido una de sus modelos preferidas.

En realidad, Gabrielle no buscaba una secretaria, sino una confidente, una amiga, alguien cercano que le hiciera compañía y le diese un poco de calor en los fríos y largos días de invierno. A Chantal, la valiente triunfadora, la dura mujer hecha a sí misma, solo le aterraba una cosa en la vida: la soledad. No soportaba sentirse sola. Un trauma que arrastraba desde su más tierna infancia, desde que su padre la abandonó junto a sus hermanas en un mísero orfelinato de monjas de Aubazine.

Daniela llevaba poco tiempo en su nuevo empleo de secretaria. Un trabajo que nunca había ejercido antes. En realidad, no parecía muy complicado. Con la ocupación alemana, la vida social de Gabrielle se había reducido de forma drástica. Nunca olvidaría la conversación que mantuvo con la diseñadora el primer día:

—Le agradezco mucho la oportunidad que me da, mademoiselle. Espero no defraudarla.

—Es un trabajo muy fácil. No tienes que preocuparte de nada.

—¿En qué consiste exactamente?

—En aguantarme.

Y en eso Gabrielle Chantal no se equivocaba.

2

Daniela de Beaumont continuó por la rue de Rivoli hasta llegar a la rue de Castiglione. Al fondo pudo vislumbrar, por fin, su destino, la place Vendôme, con su famosa columna de bronce coronada por una estatua de Napoleón disfrazado de emperador romano. Antes de abandonar la protección de las arcadas, miró al cielo y abrió el paraguas. Se ajustó los guantes y alzó el cuello de piel de conejo de su gabardina, un original diseño de Gabrielle Chantal, que había causado sorpresa y admiración años atrás. Con paso firme, cruzó la calle y se dirigió al Ritz, el hotel más suntuoso de París, y tal vez del mundo entero.

Los alemanes, nada más ocupar la ciudad, requisaron el Ritz para alojamiento de sus altos mandos. No obstante, se permitió, como excepción, que algunos clientes distinguidos siguieran viviendo allí, como Gabrielle Chantal o la viuda del fundador del hotel, el suizo Cesar Ritz.

En plena contienda europea, el Ritz se había convertido en un islote de ostentación ajeno a la guerra y a las restricciones, que conservaba todo el lujo y el glamour de épocas pasadas. Con un servicio compuesto casi en exclusiva por personal suizo, los huéspedes no sufrían ni las carencias ni las calamidades que se vivían fuera de sus muros. Tan solo la proliferación de uniformes del Tercer Reich anunciaba un cambio de clientela.

Una patrulla de soldados alemanes vigilaba la puerta del hotel. Al ver a Daniela, un centinela le dio el alto.

—Ausweis!

La joven se mordió el labio inferior. No lo comprendía. Todos los días acudía al Ritz, todos los días hacían guardia los mismos soldados, y todos los días le pedían que se identificara. Con tan escasa imaginación, pensó Daniela, resultaba difícil imaginar que esa gente fuera la dueña de media Europa.

Abrió el bolso con cuidado de que no se viera el Sedol, rebuscó entre sus cosas y le entregó al centinela la cédula de identificación. En ese mismo instante apareció un sargento con cara de cochino enfadado. Era el jefe de la guardia. Nada más verlo, los soldados palidecieron y se pusieron firmes como estatuas de mármol. De un zarpazo el sargento le arrebató al soldado la documentación de Daniela.

La joven nunca había visto al suboficial. Quizá fuera nuevo en la plaza. Daniela lo miró sin poder disimular su desagrado. Nunca había visto un ser tan grotesco. Parecía un cerdo con un gorrillo en la testa.

El sargento empezó a examinar el Ausweis sin prisas, recreándose en la tardanza. Comprobó al trasluz la autenticidad del papel. Luego comparó con detenimiento la foto del Ausweis con el rostro de la joven. La miraba con descaro, la desnudaba con la vista. Por último la observó de arriba abajo, con desesperante lentitud, devorándola con los ojos. Daniela le sostuvo la mirada en todo momento sin achantarse lo más mínimo. No tenía la menor duda de lo que en esos momentos pasaba por la cabeza del boche. Sin la menor duda, la confundía con una fulana cara, de las muchas que pululaban por el Ritz.

—¿Adónde se dirige? —preguntó el sargento con gesto intimidatorio.

—A la suite de mademoiselle Chantal.

El rostro del sargento adquirió la palidez de la cera. Se había confundido. Aquella joven no era una prostituta, sino una visita de Gabrielle Chantal, la modista más famosa del mundo. Una mujer que gozaba del respeto y la protección del Tercer Reich.

El sargento dio un taconazo y saludó con marcialidad, como si estuviera en presencia de un mariscal de campo.

—Adelante, señorita —balbuceó aterrado por su metedura de pata; temía que Daniela denunciase a sus jefes su falta de respeto—. Por favor, antes de subir a la habitación, sea usted tan amable de identificarse en conserjería.

Daniela no se molestó en contestar. Recuperó el Ausweis y lo dejó caer dentro del bolso. Acto seguido, y con la cabeza bien alta, se dirigió a la puerta del hotel.

—Buenas tardes, señorita Beaumont. —El portero saludó a Daniela alzando un poco su sombrero—. El hotel está hoy muy concurrido.

—¿Qué ha pasado?

—Se ha celebrado un almuerzo en honor de monsieur Laval. Acaba de terminar hace cinco minutos.

Daniela enseguida se percató del enorme cartel que habían colocado sobre una chimenea con la foto de Pierre Laval, presidente del Gobierno de la Francia colaboracionista de Vichy. Bajo su imagen aparecía una de sus frases más famosas: «Deseo de corazón la victoria de Alemania porque de lo contrario el comunismo se extenderá por toda Europa.»

En el armisticio firmado en 1940 entre Alemania y Francia se acordó que el Ejército alemán ocuparía solo el norte de Francia y la costa atlántica. El resto del territorio quedaría bajo la autoridad exclusiva del Gobierno francés, lo que se conocía como la Francia de Vichy o del mariscal Pétain, partidaria de la colaboración con los alemanes. Una línea de demarcación separaría ambas zonas. En la Francia «ocupada», el poder correspondía, en teoría, a las autoridades francesas, pero en la práctica, al Ejército alemán. En la Francia «no ocupada» el poder lo ejercía, en exclusiva, el Gobierno colaboracionista del mariscal Pétain. Esta división del territorio se diluyó a partir de noviembre de 1942, tras la invasión aliada del norte de África, momento que aprovechó el Ejército alemán para extenderse también por la Francia «no ocupada», que quedó bajo su mando.

El vestíbulo del Ritz se encontraba abarrotado de invitados. No solo abundaban los oficiales alemanes, sino también políticos y empresarios franceses, fieles partidarios de la amistad y la colaboración con los ocupantes.

En esos momentos, Laval salía del comedor en compañía de su yerno, René de Chambrun. Daniela saludó a este último con un leve gesto. Le conocía muy bien. Era el abogado personal de Gabrielle Chantal.

Los oficiales alemanes charlaban y reían como si no hubiera guerra. Se los veía felices y relajados. Y no era para menos. Un destino en París era un sueño maravilloso, al alcance tan solo de unos pocos privilegiados. Buen vino, guapas mujeres y constante diversión. Nada que ver con el frío y la miseria del frente ruso.

Daniela se acercó al mostrador de recepción y esperó a que unos militares alemanes entregaran sus pistolas. Dentro del hotel no se permitía portar armas, y todos los oficiales debían depositarlas en unos casilleros instalados en el vestíbulo.

Cuando le llegó su turno, la joven se dirigió al alemán que controlaba las visitas.

—Buenas tardes, sargento.

—Buenas tardes, señorita —contestó el hombre en un impecable francés.

Conocía muy bien a Daniela. Todos los días acudía al Ritz. Sin necesidad de preguntar nada, el alemán apuntó en un libro el nombre de Daniela, su dirección, la hora de llegada y la habitación a la que se dirigía. Los alemanes, siempre tan meticulosos, llevaban un registro exhaustivo de todas las visitas que recibía cada uno de los clientes del Ritz.

—Puede subir, señorita. La están esperando.

Daniela tomó el ascensor y se dirigió a la habitación de Gabrielle, situada al final de un largo y recargado corredor. Al pasar por delante de la suite real, la puerta se abrió y dejó ver su interior. Un individuo corpulento, de ojos grises y cabellos dorados, se despedía en esos momentos de dos generales de aviación. A pesar de su aspecto varonil, su imagen no podía ser más grotesca. Llevaba redecilla en el pelo, maquillaje en la cara y esmalte encarnado en las uñas. Vestía un batín de terciopelo azul, y sobre el pecho lucía un enorme broche de rubíes y diamantes. A través de la puerta entreabierta, Daniela pudo apreciar varios lienzos apoyados contra la pared de la habitación.

La joven enseguida reconoció al tipo del batín. Era el mariscal Hermann Göring, lugarteniente de Hitler y comandante supremo de la Luftwaffe, famoso por su obesidad, por su adicción a la cocaína y por su desmesurada afición a las obras de arte expoliadas a los judíos. Cada vez que visitaba París, arramblaba con todo lo que se le ponía por delante.

Daniela continuó su camino hasta llegar a la suite de Gabrielle. En la puerta figuraba una placa con los números de las habitaciones: 227-228. Llamó y enseguida apareció ante sus ojos una doncella.

—Buenas tardes, Germaine —saludó Daniela.

Solo con ver la cara de la doncella, ya se dio cuenta de que el horno no estaba para bollos.

—Buenas tar...

La doncella no pudo terminar la frase. Una voz ronca y enérgica rugió desde el fondo del salón:

—¡Germaine! ¡Di a Daniela que entre de una maldita vez!

La pobre mujer dio un respingo y parpadeó nerviosa. A pesar de los años que llevaba con Gabrielle Chantal, sus gritos aún le alteraban los nervios.

—Perdón, perdón... Apúrese, señorita. Mademoiselle Chantal la espera.

Del pequeño vestíbulo partían tres puertas de color marfil con molduras en oro viejo. A la izquierda, la que comunicaba con las habitaciones del servicio; a la derecha, la que conducía al baño y al dormitorio principal; y de frente, la doble puerta que daba al salón. No era una suite tan amplia como la que tenía Gabrielle antes de la guerra, y que ahora disfrutaba un general alemán, pero no estaba nada mal. Eso sí, sus vistas no eran tan espectaculares. Los balcones no daban a la place Vendôme, como la anterior, sino a los magnolios de la rue Cambon. En el fondo Gabrielle casi prefería la nueva orientación. De ese modo se ahorraba contemplar desde las ventanas la boutique de Schiaparelli, su eterna enemiga, la excéntrica modista italiana adorada por los surrealistas.

Daniela entró en el salón y allí estaba su jefa, Gabrielle Chantal. Se encontraba de pie, de espaldas a la puerta, con un cigarrillo en la mano. Miraba a la calle a través del cristal de los balcones y zapateaba nerviosa con el pie derecho.

—¡Llegas tarde, Beaumont! —gruñó sin girar la cabeza; cuando se enfadaba, llamaba a Daniela por el apellido.

—Lo siento, mademoiselle. El metro ha estado media hora detenido en mitad de un túnel.

Gabrielle se dio la vuelta y lanzó a su empleada una mirada furibunda.

—¡Excusas, excusas! ¡Siempre con excusas!

La diseñadora debía de estar muy enfadada porque no se había arreglado para salir a la calle. Llevaba unos pantalones anchos de talle alto y una camiseta de rayas blancas y azules. Una ropa cómoda que utilizaba con frecuencia en la intimidad, y que había puesto de moda años atrás, inspirada en los uniformes de los marineros del Cutty Sark, el lujoso yate del duque de Westminster, uno de sus amantes más famosos.

—¿Has visto lo que dice esta gentuza? —Gabrielle cogió de una mesa una revista suiza y la agitó por encima de su cabeza—. ¡Solo saben publicar mentiras y más mentiras!

Lanzó el ejemplar contra la chimenea de mármol y sus hojas se desparramaron por la alfombra. Daniela se fijó en la portada. Aparecía una foto de su jefa con el titular: «¿Dónde está Gabrielle Chantal?»

—¿Has visto lo que se atreven a decir?

—Mademoiselle, aún no he leído esa revista.

La diseñadora miró a Daniela como si hubiese cometido un sacrilegio.

—¡Pues mal hecho! Debes leer todo lo que atañe a mi persona. ¡Es tu trabajo! ¡Para eso te pago!

—Lo siento. No volverá a ocurrir.

—Eso espero por tu bien. Y a todo esto, ¿qué diablos haces ahí de pie? ¡Siéntate de una maldita vez!

Daniela obedeció sin rechistar. Su jefa era insoportable y de buena gana la hubiera mandado a paseo, pero necesitaba el dinero. Tragó saliva y se dispuso a aguantar.

Gabrielle siguió de pie. Sus ojos echaban chispas, le temblaban las manos y resoplaba sin cesar. Parecía un animal salvaje a punto de saltar sobre su presa.

—¿Sabes lo que se atreven a decir esos farsantes? —Y sin esperar respuesta, añadió—: ¡Que estoy acabada! Que hace cuatro años dejé mi oficio porque se me acabó la imaginación. ¡Alimañas carroñeras!

Abrió el balcón, lanzó el cigarrillo a la calle y encendió otro.

—¡Esto no quedará así, no señor! —Gabrielle miró a Daniela y dio un par de palmadas en el aire, como si tratara de ahuyentar a una mosca—. ¿Qué diablos haces ahí parada? ¡Vamos, niña, muévete! ¡Haz algo! ¡Esto se merece una carta de rectificación! ¡Toma nota! Allez, allez!

Daniela abrió el bolso y extrajo una pequeña agenda. Con aire aplicado, fingió que tomaba nota, aunque, en realidad, no apuntaba nada. No le gustaba trabajar en balde y conocía muy bien a la diseñadora. Sabía que su jefa, cuando terminara el maremoto, cuando finalizaran sus gruñidos y sus imprecaciones, se olvidaría del tema y no haría nada. Después de la tempestad, siempre venía la calma.

—¿Comprendes por qué me niego a conceder entrevistas? Estas ratas son capaces de cambiar mis palabras y hacerme quedar como una estúpida. ¡Son unos miserables!

Gabrielle comenzó a pasear por la sala con el gesto contraído. Caminaba descalza, y un mechón de cabello le caía sobre la cara, dándole un aspecto salvaje y juvenil. Acababa de cumplir sesenta años, pero no aparentaba más de cuarenta. El pelo negro tizón, la piel tirante, los ojos encendidos. Seguía conservando la belleza y la energía de cuando saltó a la fama.

—¿Y sabes cómo me llaman en esa revista? —Esperó unos instantes antes de continuar—. Me llaman «modista». —Soltó una carcajada nerviosa—. Llamarme «modista» a mí. ¡A mí! Pero ¿qué se han creído? Yo no soy una modista. ¡Soy un genio!

Esa misma revista, unos años antes, había dicho: «Gabrielle es algo más que una gran dama; es un caballero.» A Chantal aquello le hizo gracia y lo tomó como un cumplido. Hacía referencia a su faceta de empresaria inteligente, de hábil emprendedora capaz de crear un imperio. Ninguna mujer había conseguido reunir una fortuna tan inmensa como la de Gabrielle, procedente, en exclusiva, de su propio trabajo.

Durante más de veinte minutos no dejó de despotricar. Si los cálculos de Daniela no fallaban, al cabo de poco se le terminaría el enfado. La joven siguió callada. A lo sumo, asentía con la cabeza ante alguna pregunta retórica. Con el tiempo se había habituado a su jefa, y ya no se alteraba ante sus estallidos de cólera. Al fin y al cabo, solo tenía que escuchar en silencio y esperar a que se desahogara.

En un momento dado, Gabrielle se acercó a un palmo de Daniela y la miró fijamente a la cara. Primero, con estupefacción; luego, con desagrado.

—Pero ¿qué diablos te ha pasado? —gruñó muy enfadada.

Daniela no sabía a qué se refería. Se llevó la mano al rostro y se manchó los dedos. Enseguida cayó en la cuenta. Al socorrer al anciano judío, la lluvia había estropeado su maquillaje.

—¡Daniela, por favor! Si no sabes arreglarte, más vale que te dediques a limpiar escaleras.

—Lo siento, mademoiselle. Al venir por la rue de Rivoli, he sufrido un pequeño percance y...

—¡Perfecta! ¡Tienes que estar perfecta! —interrumpió Gabrielle sin querer escuchar las explicaciones—. ¡Nunca lo olvides! ¿Entendido? ¡Cúmplelo o lárgate de mi lado!

Gabrielle se acercó a uno de los balcones y apoyó la frente contra el cristal. Le ardía la cabeza como si fuera el horno de un ceramista a pleno rendimiento. Permaneció en esa postura durante varios minutos sin pronunciar una sola palabra. Daniela se imaginó que lo peor de la tormenta ya se había alejado, aunque debía permanecer alerta porque siempre daba unos coletazos mortales antes de extinguirse por completo.

—Y encima esa revista se atreve a decir que me he retirado porque tengo miedo a la Italiana. ¿Miedo? ¿Yo? ¿A la Italiana? Esos bellacos no me conocen bien.

Gabrielle nunca pronunciaba el nombre de Elsa Schiaparelli, su gran adversaria y rival, y la llamaba en tono despectivo «la Italiana». En realidad, el cariño que se profesaban era mutuo. Schiaparelli tampoco se quedaba atrás, y no soportaba a «la Sombrerera», nombre con el que designaba a Gabrielle.

Se trataba de dos mujeres de gran temperamento, enemigas irreconciliables, y con concepciones muy distintas de la moda. Para Chantal, el vestido debía adaptarse al cuerpo de la mujer, porque lo más importante era su comodidad; en cambio, Schiaparelli opinaba todo lo contrario, y defendía que la mujer tenía que adaptarse al vestido.

A diferencia de Chantal, Elsa Schiaparelli había abandonado París cuando los alemanes entraron en la ciudad. Ahora vivía en Estados Unidos, si bien su boutique seguía abierta en la place Vendôme, dirigida por su hombre de confianza. En los escaparates aún se podía admirar su última colección, tan curiosa y extravagante como su creadora: sombreros con forma de teléfono o zapato; guantes con las uñas pintadas; vestidos de colores chillones, cuajados de legumbres, topos y mariquitas. Una moda solo apta para mujeres muy modernas y sin prejuicios, como Wallis Simpson o Marlene Dietrich.

En el fondo, la modista italiana no había comprendido la gran verdad que siempre pregonaba Gabrielle: «Los hombres miran a las mujeres por guapas, no por excéntricas.»

—¿Crees que la Italiana habrá leído la revista? —preguntó Gabrielle.

—No lo sé, mademoiselle. No sé si esa revista suiza tiene difusión en Estados Unidos.

—¡Claro! ¿Cómo se me ha ocurrido preguntarte a ti? —De repente, y sin previo aviso, Gabrielle arremetió contra Daniela; el volcán no se había apagado, sino que seguía en plena erupción—. ¿Qué me vas a decir tú? ¡Si eras amiga de la Italiana! ¿O me equivoco?

—Cuando me despidi... —Daniela corrigió a tiempo—. Cuando abandoné la Casa Chantal, tuve que trabajar en muchas cosas. La Casa Schiaparelli me contrató en un par de ocasiones.

—¡Y bien que te gustó! Apareciste en todas las revistas con el famoso vestidito de la langosta. ¡Todavía no sé cómo se te ocurrió ponerte semejante mamarrachada! ¿Cómo una mujer puede estar elegante con un bicho rojo pintado en el estómago? ¡Qué locura!

Elsa Schiaparelli y Salvador Dalí habían diseñado juntos el famoso «vestido langosta». Elaborado en seda de color blanco, lucía una enorme langosta encarnada en mitad del estómago, obra de Dalí. Una excentricidad propia de dos genios. A pesar de la opinión de Chantal, el vestido alcanzó un éxito notable.

La doncella entró en la habitación con una bandeja de plata y sirvió el té. Gabrielle se dejó caer en el sofá junto a Daniela. El enfado había agudizado su belleza. Tenía el pelo alborotado y las mejillas encendidas. Sus ojos brillaban como los de una gata en la oscuridad.

—Esta maldita revista me ha sacado de mis casillas. Creo que esta noche necesitaré doble ración de mi «medicina».

Con tan enigmático nombre se refería Gabrielle al Sedol. Sin su ración diaria era incapaz de conciliar el sueño. Daniela abrió el bolso y dejó sobre la mesa la cajita de cartón que le había proporcionado el boticario.

—Nunca comprenderé por qué mi amigo Salvador Dalí se asoció con la Italiana —dijo la modista al cabo de unos minutos; el enfado se le había pasado por completo y parecía otra mujer—. ¿Sabes que Dalí pasó una larga temporada en La Pausa, mi finca de la Costa Azul? Fueron unos meses fantásticos. Allí pintó unos cuadros maravillosos. ¿Y sabes otra cosa? Me acosté con él.

Daniela se sorprendió de la confesión. A pesar de su conocida promiscuidad, la diseñadora no solía compartir intimidades con sus empleadas, por muy cercanas que fueran.

—¿Y sabes lo mejor? No fue un acto de amor, ni siquiera de deseo. Solo lo hice por fastidiar.

Poco a poco una sonrisa pícara se fue perfilando en los labios de Gabrielle. Con una pasmosa facilidad, su aspecto podía cambiar por completo en pocos segundos. Ya no tenía aspecto de fiera salvaje, sino de niña traviesa. No se parecía en nada a la hidra de siete cabezas de unos minutos atrás.

—Sí, Daniela, no pongas esa cara de mojigata. Te repito: me acosté con Dalí solo para fastidiar. Para fastidiar a Gala, por supuesto. No soporto a esa víbora.

3

El periodista Jaime Urquiza, corresponsal del diario Informaciones, y al que todos conocían por Jeff, abrió lentamente los ojos. Los párpados le pesaban como si fueran de plomo. Tenía la garganta reseca y la lengua pegada al paladar. La cabeza le dolía tanto que parecía que le fuera a estallar de un momento a otro. Un estruendo molesto, sórdido y repetitivo le había despertado. Tras unos segundos de aturdimiento, lo pudo identificar. Procedía del campanario de la iglesia de Saint-Gervais, situada a una manzana de su casa. Uno de los pocos templos de París que aún lanzaba sus campanas al vuelo. Desde la ocupación, la mayoría de las iglesias se mantenían en silencio, en señal de luto por la derrota sufrida.

Se tapó los oídos con la almohada e intentó conciliar el sueño. Le fue imposible. El estridente tañido no le dejaba en paz, le martilleaba sin descanso. Al final, se levantó de la cama malhumorado.

Con paso torpe, sorteando botellas vacías y ropa in­terior femenina, alcanzó el cuarto de baño. Un sujetador yacía abandonado en el lavabo. Lo levantó con dos dedos y lo observó con curiosidad. Era negro, de encaje y raso. Muy sugerente. Pero no se acordaba del nombre de su propietaria.

Abrió el grifo y llenó la pila de agua fría. Después, sumergió la cabeza durante unos instantes y aguantó la respiración. Repitió la operación varias veces más. Cuando por fin se consideró persona, alzó la cara y se miró al espejo. Tenía el pelo mojado y alborotado, los ojos enrojecidos, la mirada cansada. Apenas había dormido en toda la noche.

—Tienes que cambiar de vida o acabarás mal, muy mal —se aconsejó frente al espejo, aunque con escasa convicción—. Vas a cumplir cuarenta años, y como sigas así, no llegarás muy lejos.

Sentía un escozor molesto en la espalda, y no sabía el motivo. Se giró frente al espejo y descubrió las inconfundibles marcas de unos arañazos.

—¡Vaya tigresa!

Regresó a la alcoba y descorrió las cortinas. La claridad de la mañana inundó la habitación. Miró a la cama y observó el cuerpo femenino que yacía bajo las sábanas revueltas. No sabía quién era. Tampoco le importaba mucho.

Durante unos minutos se dedicó a otear la ciudad a través de la ventana. Vivía en un lugar privilegiado, en la última planta de un antiguo edificio de la rue Bonaparte, esquina con los muelles del Sena. Desde allí podía ver, al otro lado del río, el Museo del Louvre y el jardín de las Tullerías. Y a su derecha, como si fuera un gran barco a la deriva, la isla de la Cité, con las dos joyas históricas de la capital: la Sainte Chapelle y la catedral de Notre Dame.

Unos nubarrones oscuros cabalgaban a baja altura sobre los tejados de la capital. Llovía sobre París. Una llovizna fina y helada, que confería a la urbe un aire melancólico y señorial. Los pocos transeúntes que circulaban por la calle apresuraban el paso bajo los paraguas y pretendían llegar a su destino cuanto antes.

Se acercó a la cama y se sentó en el colchón. Levantó las sábanas muy despacio y dejó al descubierto el cuerpo desnudo de la mujer. Su última conquista. Permanecía tendida boca abajo, con las piernas separadas y los brazos en cruz. No se le veía la cara, oculta bajo una frondosa mata de pelo. Recorrió con la vista cada centímetro de su fina y delicada piel. Era joven, de glúteos vigorosos y piernas torneadas. Le apartó con delicadeza la espesa melena rubia que ocultaba su rostro. La joven ronroneó, susurró algo incomprensible y se volvió a dormir. Jeff, por más que lo intentaba, no se acordaba de su nombre.

Tenía sed. Echó un vistazo a las botellas desperdigadas por el suelo. Por fin encontró una que contenía un poco de champán. La vació de un solo trago. Estaba repugnante. Caliente y sin fuerza. No le importó. Se dejó caer en un sillón y encendió un pitillo. Intentó rememorar lo que había pasado la noche anterior.

Como si se tratara de una película muda a través de una densa neblina, recordó que había cenado en el Morocco, uno de sus cabarets preferidos. Como ocurría con frecuencia, allí había conocido a una hermosa mujer. En esa ocasión, una rubia despampanante, enfundada en un provocativo vestido dorado. Nada más verla, se fijó en ella. La dama se paseaba entre las mesas con la mirada altiva de la mujer que se sabe bella y deseada. Sin duda, era la presa perfecta para esa noche. Sin pérdida de tiempo se puso manos a la obra. No estaba dispuesto a dejarla escapar.

Dos botellas de champán más tarde, la joven yacía desnuda en su cama. Una mujer fogosa que, según le confesó, llevaba tres años sin ver a su marido, prisionero de guerra de los alemanes.

Jeff apagó el cigarrillo, volvió a la cama y se sentó junto a la desconocida. Por mucho que lo intentaba, no conseguía recordar su nombre. Tal vez nunca se lo dijo. ¿Para qué?

—Es hora de levantarse —le susurró al oído mientras le acariciaba el hombro con la yema de los dedos.

La joven alzó la cabeza y se apartó el cabello de los ojos. Miró a Jeff y le regaló una brillante sonrisa.

—¿Qué hora es?

—Hora de marcharse a casita.

La mujer hizo un gesto de desagrado.

—¿Por qué no pasamos el día juntos, Jeff?

Jeff... Ella sí se acordaba de su nombre.

—Sería estupendo, pero no puedo.

La mujer hizo un mohín de disgusto y fue a protestar, pero Jeff se adelantó. Le puso un dedo en los labios en señal de silencio y le besó la punta de la nariz.

—Esta noche nos vemos en el Morocco.

—¿Me lo prometes?

—¡Claro, cariño!

Mintió sin ningún pudor. No pensaba volverla a ver. Al menos, durante una temporada. Detestaba encadenarse, encapricharse de una única mujer. Lo había pasado bien, de eso no cabía la menor duda. Pero en esos momentos lo único que deseaba era que se largara de su casa cuanto antes. La experiencia le había enseñado que las damas tienen infinidad de virtudes, pero un grave defecto: su tendencia irresistible a generar sentimientos. Y no había nada más peligroso que una fémina enamorada. Una fuente inagotable de problemas que él no estaba dispuesto a soportar.

Se levantó, salió de la alcoba y se adentró en el pasillo. Caminaba con paso vacilante, con las manos apoyadas en la pared, como si fuera un borracho a punto de desfallecer. Abrió la puerta de la cocina y allí se encontró a Guillermina, la portera del edificio, que en sus horas libres limpiaba la casa de Jeff. En esos momentos fregaba con energía las copas que se amontonaban en la pila.

—¡Por Dios! ¡Qué pinta me trae, señorito! ¿Qué? ¿Otra nochecita sin pegar ojo?

Guillermina se permitía ciertas licencias con Jeff. Y a él le hacían gracia las ocurrencias de la mujer, una curiosa mezcla de filosofía aldeana y recalcitrante atavismo ibérico. Se conocían desde hacía más de diez años, desde que él llegó a París como corresponsal, en aquel entonces, del ABC. Alquiló un piso en la mejor zona de la ciudad, propiedad de una amiga de su familia, y se llevó una gran sorpresa cuando descubrió que los porteros eran oriundos de Zamora. Gracias a sus sabios consejos, pudo desenvolverse con bastante soltura en la capital francesa desde el primer momento.

—Guillermina, ¿no es muy temprano para que estés aquí? —preguntó Jeff.

—¿Temprano? ¡Son las doce de la mañana! Llevo trajinando por la casa dos horas, y usté sin enterarse. ¡Claro, como una no puede hacer ruido cuando el señorito está encamao...!

—¡Qué paciencia tengo contigo! —se guaseó Jeff.

—Ya tengo preparao eso que llaman café, por decir algo. Querrá dos tazas, supongo.

La última frase la pronunció Guillermina con un especial retintín. Como todos los días, se imaginaba, con acierto, que Jeff había pasado la noche en compañía de una dama.

—Pues claro, Guillermina. Tengo una invitada.

—¡Qué me dice! ¡Una invitada! ¡Menuda sorpresa! ¡Qué extraño en usté! —exclamó la portera con sarcasmo—. ¡Ay, señorito! ¿Cuándo querrá sentar la cabeza?

Jeff sonrió y no contestó.

Guillermina era bajita, muy delgada, con la tez tan oscura que parecía una gitana. Su pelo, canoso y rebelde como el estropajo, lo recogía de cualquier manera en un pequeño moño a la altura de la nuca. No tendría más de sesenta años, pero muy mal conservados. Las profundas arrugas que surcaban su cara revelaban una vida llena de desgracias y sinsabores.

La mujer llenó dos tazas con un oscuro líquido que pretendía parecerse al café, y que solo era achicoria barata.

—¿Preparo también unas tostadas? Esta mañana he conseguido algo de pan.

—¿En el mercado negro?

—No, señorito. He tenido suerte. Na más despertarme, he bajao a la panadería y no había mucha gente en la cola. Me han dao el doble que a los demás. Los vecinos se morían de envidia. Su cartilla de racionamiento es una joya.

En París, los corresponsales extranjeros disfrutaban de cartillas especiales, con raciones muy superiores al resto de los mortales. Con un método tan burdo, los alemanes pretendían comprar voluntades. Querían que la prensa extranjera hablase siempre bien de ellos. El tener buena prensa los obsesionaba.

—Gracias, pero mejor no prepares nada. Tengo un poco de prisa.

—¿Y qué hacemos con el pan? Se quedará duro.

—Llévatelo a tu casa.

Guillermina mostró una amplia sonrisa.

—Pues nos vendrá mu bien. Mi Colette sigue dando el pecho al crío y cada día está más escuchimizá.

—Pues tiene que cuidarse. Ahora tiene responsabilidades.

Colette, la única hija de Guillermina, había dado a luz meses atrás. El padre era un sargento alemán con el que salía desde hacía tiempo. El hombre no llegó a conocer a la criatura. Unos meses antes del parto lo habían destinado a Rusia. Desde su marcha, Colette no había vuelto a saber nada de él. Quizá lo hubiesen matado en el frente. O tal vez estuviera casado y trataba de echar tierra por medio, como ocurría con frecuencia. Desde que se inició la ocupación, se comentaba que más de doscientos mil niños habían nacido de las relaciones entre militares alemanes y mujeres francesas. La famosa colaboración «horizontal».

Para evitar un escándalo, Guillermina afirmaba que el niño era hijo suyo, aunque ningún vecino se lo creía. La portera era demasiado mayor, y además nunca la habían visto embarazada.

—Con las sobras del pan, mi Tomás alimentará la granja.

Tomás, el marido de Guillermina, paliaba el hambre de su familia con los conejos y las gallinas que cuidaba en el retrete de su casa, habitáculo al que denominaba, con imaginación desbordada, «la granja».

—Por cierto, Guillermina, siguen los ruidos en el techo.

—Ya hemos hablado de ese tema muchas veces, señorito. Su casa está en la última planta, y encima de usté no hay na salvo los trasteros.

—Pues dile a Tomás que suba y eche matarratas.

Jeff volvió a la habitación con una taza de achicoria en la mano. Se sentó en la cama y se la ofreció a su invitada.

—Vamos, querida. —Seguía sin acordarse de su nombre—. Es hora de levantarse.

Con movimientos lentos y perezosos, la mujer se incorporó y apoyó la espalda en el cabecero.

—Bébete esto. Te sentará bien.

La joven dio unos sorbos y dejó la taza en la mesita de noche. Luego se levantó, cogió a Jeff de la mano y lo llevó hasta el cuarto de baño.

—¿Te gustaría meterte en la ducha conmigo? —preguntó con mirada traviesa.

—Lo siento, pero tengo prisa. Otra vez será.

La joven arrugó los labios en señal de enfado. Se acababa de dar cuenta de que aquello solo había sido un encuentro esporádico, un simple cruce sexual.

No tardaron mucho en arreglarse. Ella se puso la misma ropa que la noche anterior. Una indumentaria nada apropiada para salir a la calle en pleno día, pero no tenía otra cosa. Jeff eligió una chaqueta de tweed y un pantalón beige, y se anudó al cuello un pañuelo de seda de origen inglés.

Se despidieron en la puerta de la casa.

—Bajaré yo primero —dijo la joven con el dedo índice en alto para mostrar su anillo de casada—. Mi suegra es una bruja y se pasea por toda la ciudad montada en su escoba.

Al cerrar la puerta, Jeff seguía sin acordarse del nombre de su invitada. El único recuerdo que le quedó de ella fue la dulce estela de su perfume. Con eso le bastaba.

—¿Cuándo sentará la cabeza el señorito? —Guillermina volvía a la carga—. Un caballero de su estampa, igualito que el Clargable ese, y sigue sin pasar por la vicaría... ¡Qué desperdicio, Dios mío! ¿No se da cuenta de que con esa facha podría conquistar a cualquiera? En mi aldea, a su edad, todos los varones ya están casados y con críos. Salvo los bujarrones, claro. Y usté dale que dale. Muchas risas, mucha juerga, mucha golfa, pero sigue solo.

—¿Solo? ¿Yo? ¿Desde cuándo? Guillermina, que viva solo no quiere decir que esté solo.

—Si usté lo dice...

—El matrimonio y yo somos incompatibles.

—El hombre no ha nacido para estar solo. Hágame caso, que soy perra vieja. Necesita una hembra que le cuide.

—Yo sé cuidarme muy bien solito, ¿no crees? —replicó Jeff con una sonrisa.

—¡Bah! ¡No diga tonterías!

—Parece mentira que una mujer tan anarquista como tú aconseje el matrimonio. ¿No gritabas de joven «Hijos, sí; maridos, no»?

—¡Ande, ande! No diga tonterías, que de eso ya han pasado muchos lustros. ¡Y quítese los pantalones! He visto una arruga y quiero que vaya impecable.

—Ni hablar, Guillermina. Llego tarde.

—¿Qué? ¿Ya ha quedado con otra pelandusca?

4

La noche había caído sobre París. Un manto negro cubría sus calles y sus plazas. El temor a los aviones aliados obligaba a mantener la ciudad sumida en la oscuridad más absoluta. Las farolas estaban apagadas y las ventanas de las casas permanecían tapadas con cartones y mantas. Patrullas alemanas vigilaban que la orden fuese cumplida a rajatabla.

Aquella noche, Jeff había sido invitado a una fiesta de gala en la embajada de Alemania. Se vistió con un elegante frac, comprado en Londres antes de la guerra, idéntico al utilizado por el príncipe de Gales en sus correrías nocturnas. Se colocó unos gemelos de oro en los puños de la camisa y se anudó un lazo blanco al cuello. En el vestíbulo le esperaba Guillermina con el abrigo, los guantes y el sombrero. Le miró de arriba abajo y asintió satisfecha, momento que aprovechó para repetir su famosa cantinela.

—¡Ay, señorito! ¿Por qué no sienta la cabeza?

Jeff sonrió y no dijo nada. Abrió la puerta y salió al descansillo. Unas voces ascendían por el hueco de la escalera.

—¿Quién grita así? —preguntó Jeff, extrañado. En su edificio, compuesto de gente respetable y adinerada, nunca se oían escándalos.

—La nueva vecina, una tal Madeleine Ladrede. Solo lleva dos días y ya me ha vuelto loca perdía. Ha ocupao la casa de los Bercovitz.

—¿La familia judía? ¿Se sabe algo de ellos?

—Nada, señorito. Desde que se los llevaron hace meses, no han dao señales de vida. Mala pinta tiene el asunto. Según se oye en el mercao, todos los días salen trenes con judíos en dirección a Alemania.

—¿Y con qué derecho ocupa esa mujer la casa?

—Pues adivine, señorito. Un regalito de los boches.

Los alemanes solían requisar las viviendas de los judíos deportados a campos de concentración y se las entregaban como premio a los colaboracionistas más destacados.

—Esa mujer es una perra, una maldita collabo. —Guillermina fingió que escupía al suelo—. La llaman la Condesa de la Gestapo. Es lo peor de lo peor, ¡un mal bicho!

Guillermina odiaba más a los colaboracionistas que a los propios alemanes. Quizá se debiera a que el padre de su nieto era un sargento berlinés.

El ascensor, una vetusta cabina de madera enjaulada detrás de una rejilla, no funcionaba, y Jeff tuvo que bajar por las escaleras. Según descendía, las voces de la nueva vecina se hacían más insoportables. Al llegar a la primera planta, Jeff se topó con la Condesa de la Gestapo. Una mujer de unos treinta años, alta, buen tipo, ojos grandes, labios encarnados y cabello corto de color rubio platino. Una de las muchas vampiresas francesas que pululaban alrededor de los oficiales alemanes, y que aspiraban a convertirse en sus amantes durante su estancia en París.

La enfurecida mujer amenazaba al pobre Tomás con todos los males del mundo. Le acusaba de haber atornillado mal la placa con su nombre en la puerta de la casa. Jeff saludó, pero solo le respondió el portero con un patético hilillo de voz, aterrado ante los chillidos de la nueva vecina.

El periodista salió del portal y una bofetada de aire helado le cruzó la cara. Hacía frío en París, un frío tan intenso que la mayor parte de la población no se quitaba el abrigo ni para dormir. Entre las temperaturas tan bajas y la escasez de carbón, los parisinos se estaban congelando de frío. Todas las mañana aparecían ancianos muertos sobre sus camas.

Jeff miró la hora en su reloj de pulsera. Faltaban pocos minutos para las ocho de la noche. Aunque no era muy elegante, decidió ir a pie a la fiesta. No tenía más remedio. No había taxis, no le gustaba el metro, y su coche no tenía ni gota de gasolina. Por fortuna, tardaría poco en recorrer el trayecto. La embajada alemana no estaba muy lejos de su casa.

En la rue du Bac se topó con una docena de jóvenes en mangas de camisa que trataban de borrar, con cepillos de púas, agua y jabón, una Cruz de Lorena, símbolo de la Resistencia, que alguien había pintado en la fachada de un edificio. Tenían las manos azuladas por culpa del frío, y de vez en cuando se las acercaban a los labios en un vano intento de que entraran en calor. Un sargento alemán y una pareja de gendarmes franceses vigilaban atentamente los trabajos de limpieza.

—¿Tiene fuego? —le preguntó el sargento alemán con un pitillo en los labios.

Jeff sacó del bolsillo una caja de cerillas y se la entregó.

—Quédese con ellas, no me hacen falta. ¿Qué han hecho? —Jeff señaló a los jóvenes con la barbilla.

—Anoche se saltaron el toque de queda. Como castigo, se han pasado el día cepillando los uniformes y las botas de mis hombres. Cuando consigan borrar esa pintada, les devolveremos los abrigos y podrán volver a sus casas. Así aprenderán a cumplir las órdenes de la superioridad.

El periodista continuó su camino y poco después llegaba al Hôtel de Beauharnais, en el número 78 de la rue de Lille, sede de la embajada alemana. Una señorial mansión de cuatro plantas, con un porche de clara inspiración egipcia, construida en tiempos de Bonaparte. Durante años había sido la residencia del ahijado de Napoleón, el virrey Eugenio, hijo de la emperatriz Josefina.

Unos soldados alemanes hacían guardia en el portón de entrada. Jeff les mostró su pasaporte, y tras comprobar que figuraba en la lista de invitados, le franquearon el paso. Subió la escalinata de piedra, cubierta con una alfombra roja, y entró en el palacete. El embajador y su esposa recibían a los recién llegados en el vestíbulo.

—¡Jeff, mi querido amigo! Me alegro de que hayas podido venir —le saludó el embajador Otto Abetz, enfundado en su elegante uniforme de diplomático. Era un hombre joven, alto y esbelto, de cabellos muy rubios y ojos azules, que siempre mostraba una simpática sonrisa.

—Tus visitas siempre son motivo de alegría —añadió su esposa Suzanne, una bella francesa, antigua secretaria de Abetz.

Jeff respondió a los cariñosos saludos con amabilidad y simpatía. Conocía a los Abetz desde hacía muchos años y los consideraba unos buenos amigos.

El periodista entró en el salón de baile y un reconfortante calor invadió su aterido cuerpo. Todas las chimeneas del edificio funcionaban a pleno rendimiento. Los alemanes no estaban sometidos a las restricciones que imperaban en el resto de la población parisina.

El periodista encendió un cigarrillo y recorrió la estancia con la mirada. La sala rezumaba la ostentación propia del palacio de Versalles, con sus lámparas de cristal, sus espejos dorados y sus valiosos cuadros, requisados a la familia judía Rothschild. Otto Abetz, antiguo profesor de arte, sabía disfrutar del lujo y el esplendor que ofrecía la capital francesa.

Los invitados charlaban en pequeños corrillos o bailaban el vals en mitad de la sala. Las damas lucían valiosas joyas y refinados vestidos de noche, diseñados por los modistos más famosos de la ciudad. Los caballeros llevaban frac o uniforme de gala. Y los músicos, levita y peluca blanca, en un pretencioso intento de rememorar épocas pasadas.

La mayoría de los oficiales alemanes estaban acompañados por sus amantes, atractivas mujeres francesas de aspecto frívolo y mirada sensual. Estas damas trataban de aprovecharse de la ocupación para hacer sus negocios y enriquecerse en el mercado negro. Con frecuencia eran fulanas de lujo, actrices de cine de segunda fila o coristas de cabaret, que se teñían el pelo de rubio platino y lucían vestidos provocativos con el fin de despertar el interés del invasor. Guiadas por la codicia y la ambición, no hacían remilgos a la hora de utilizar sus armas de mujer para alcanzar los fines propuestos.

Jeff cazó al vuelo una copa de champán de la bandeja que portaba un camarero. Mientras daba un par de sorbos, oteó el horizonte en busca de lo único que en esos momentos le podía interesar, que no era otra cosa que alguna invitada de buen ver. Tras un rápido chequeo, se dispuso a hacer una ronda por la sala.

Sus innumerables amigos y conocidos le obligaban a detenerse a cada paso. Todos querían saludarle. La simpatía de Jeff era tan arrolladora que contaba con una amplia legión de adeptos, incluidos los infelices maridos de sus conquistas.

Como en todas las fiestas organizadas por el embajador, los invitados tenían que hablar exclusivamente en francés, cualquiera que fuera su nacionalidad. Normas de la casa. Otto Abetz adoraba París, y pensaba que con estos guiños conquistaría mejor el corazón de sus habitantes.

—¡Vaya, tú por aquí! ¡No te pierdes una! —dijo alguien en perfecto castellano a sus espaldas.

El periodista se dio la vuelta y descubrió a su amiga Inés Larrazábal, corresponsal del diario Pueblo, conocida por todos como Zoé, pseudónimo con el que firmaba sus trabajos.

—Si llego a saber que también te han invitado, hubiésemos venido juntos —respondió Jeff.

—¿Juntos? ¿Tú y yo? ¿Como si fuéramos una pareja? Quita, quita, Jeff, que tus manos me dan mala espina. Las tienes demasiado largas.

Zoé no era guapa. Tampoco fea. Ni llamaba la atención ni pasaba desapercibida. Tenía el pelo castaño, los ojos negros, los labios finos. Carecía de pecho y caderas, y le gustaba vestir muy cómoda. Solo se arreglaba cuando acudía a fiestas y actos protocolarios.

A pesar de su irrefrenable afición a las mujeres, Jeff nunca había intentado nada con ella. La consideraba su amiga, una amiga de verdad, quizá la única que le quedaba. Y no quería perderla.

Zoé pertenecía a ese escaso grupo de mujeres que, a pesar de la fuerte oposición de sus compañeros, había encontrado un hueco en el mundo del periodismo activo. Ni por asomo pensaba quedarse de simple columnista en Madrid, bajo nombre verdadero o falso, como muchas de sus compañeras. Quería seguir el camino iniciado por Carmen de Burgos, la primera corresponsal de guerra española, testigo de la sangrienta campaña de Marruecos de 1909. A Zoé le hubiese encantado emularla, visitar el frente ruso y narrar desde allí los acontecimientos. Pero, por más que lo solicitaba, las autoridades alemanas jamás se lo permitían.

—No te imaginaba en un antro como este, rodeada de alemanes y colaboracionistas —se guaseó Jeff.

—¿Bromeas? —replicó Zoé—. Por nada del mundo me perdería una fiesta con esta gentuza.

Zoé detestaba el nazismo y el fascismo con todas sus fuerzas. Procedente de una adinerada familia del norte de España, se había educado en los mejores internados de Francia y Suiza, en donde pudo conocer de primera mano el verdadero significado de palabras como «democracia», «libertad» o «emancipación femenina».

—¿No ha venido Luis? —Jeff preguntó a Zoé por su inseparable amigo Luis Susaeta, corresponsal de Solidaridad Nacional, un periódico falangista catalán.

—No le han invitado. Se ha ido con Robert Brasillach a una conferencia de Céline en el Círculo Militar San Agustín.

—¡No me digas! Seguro que es un discurso antisemita. ¿Me equivoco?

—No lo dudes.

Desde hacía años, gran parte de la intelectualidad francesa miraba con simpatía a los nazis y no dudaba en aprovechar la menor ocasión para lanzar proclamas incendiarias contra los judíos.

Jeff siguió recorriendo la sala en compañía de Zoé. En unas mesas alargadas, alumbradas por pesados candelabros, se ofrecían los manjares más exquisitos. El caviar de beluga se servía en enormes cuencos de plata, recubiertos de hielo, que los invitados devoraban con cucharas soperas. Y el champán Bollinger y Dom Ruinart circulaba a raudales. Nada que ver con la miseria que se vivía en la ciudad.

—Mira, ahí está tu amiguito.

Zoé señaló con el mentón a un oficial alemán, un hombre alto y delgado, de piel pálida y cabello rubio, que lucía un impecable uniforme negro de las SS. Se trataba del comandante Josef Wolf, miembro de la Gestapo, más conocido por el Carnicero de París.

—De amigo mío, nada —corrigió Jeff.

—¿Te sigue incordiando?

—Tiene épocas.

Como si los hubiera oído en la distancia, el SS dirigió su mirada hacia los periodistas españoles. Sus ojos eran grises y fríos como el acero de un destructor. Alzó la copa de champán a modo de brindis y esbozó una sonrisa capaz de helar la sangre a un lobo hambriento. Jeff y Zoé se hicieron los despistados y no le contestaron. Con disimulo, se alejaron de su punto de mira. No era recomendable su cercanía. Solo podía traer problemas.

La famosa actriz francesa Amélie Dupont charlaba en una esquina con su último amante, un estirado coronel alemán. De cabello rubio platino y poderosas curvas, se arropaba los hombros con un exótico chal de martas cibelinas. Antes de la guerra, solo trabajaba en papeles secundarios. Con la ocupación, se había convertido en la estrella indiscutible del momento, gracias a su estrecha amistad con los nazis. Cada tres o cuatro meses, los cines de París estrenaban una nueva película protagonizada por ella.

Zoé se acercó a saludarla. Se conocían desde hacía varios años, desde que Zoé le hizo una entrevista para una conocida revista de cine madrileña. A partir de entonces entablaron una estrecha amistad. Al llegar los periodistas, el militar alemán se disculpó y se alejó hacia otro corrillo.

—Te veo muy bien acompañada —le dijo Zoé con una pizca de malicia.

—No me puedo quejar.

—¿Y no temes la reacción de tus compatriotas?

La diplomacia no figuraba entre las virtudes de Zoé.

—¿A qué te refieres?

—A que algún día te puedan echar en cara tu amistad con los nazis.

Amélie arrugó la nariz y la miró ofendida. Con aire enérgico, contestó:

—Querida, mi corazón es francés, pero mi culo es internacional.

Jeff no pudo evitar una sonora carcajada. Zoé fue a replicar pero Amélie no se lo permitió. La actriz se dio la vuelta y se fue en busca de su amante.

—¡Maldita zorra! —masculló Zoé.

—No sé por qué te pones así. ¿Qué te importa lo que hagan los demás? Me hace gracia la gente como tú. Mucho presumir de liberales, pero en el fondo sois los más tiranos del planeta.

—¿Y tú, Jeff? ¿Qué eres tú? Porque nunca te mojas.

—Yo, querida, solo soy un superviviente.

No permanecieron mucho tiempo solos. Enseguida apareció el embajador Otto Abetz con una copa de champán en la mano.

—Queridos amigos, ¿cómo va todo? Espero que lo estéis pasando bien.

—Estamos en la gloria —contestó Zoé—. A diferencia de lo que pasa en la calle, aquí no hace frío, la comida es abundante y la gente huele a colonia.

Jeff arqueó las cejas y miró al techo. Zoé era incorregible. No se callaba ni debajo del agua. El embajador, como buen diplomático, se limitó a mostrar una sonrisa de compromiso, momento que aprovechó Jeff para desviar la conversación.

—Otto, hay algo que me gustaría comentarte. Desde hace semanas no puedo utilizar mi coche.

—¿Te ha caducado el permiso de circulación?

—No, eso está en regla, y te lo agradezco, porque sé que muy pocos gozan de ese privilegio. El problema es que no me

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