1.ª edición: diciembre, 2013
© 2013 by Javier Menéndez Flores
© Ediciones B, S. A., 2013
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ISBN DIGITAL: 978-84-9019-701-1
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a J., que algún día, espero, disfrutará
con este salvaje mosaico de buenos y malos,
de lealtades y perfidias, de amores y desamores,
de, en fin, ángeles y demonios fieramente humanos
y a M., a quien me unen lazos
mucho más férreos que la sangre: la sed
(pretérita y presente) y la memoria
Ya solo en mi corazón
desiertamente he quedado.
DIONISIO RIDRUEJO,
En la soledad del tiempo
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Antes del principio
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
Agradecimientos
Antes del principio
Caminaban agarrados de la mano, abriéndose paso con dificultad entre la eufórica multitud que cubría la avenida principal de aquel pequeño pueblo en fiestas, y en verdad que hacían una curiosa pareja: el hombre alto y enjuto, con aspecto elegante y un leve rictus de severidad en la expresión de su rostro; el niño también flaco, el cabello rubio por el sol y la tez morena, yendo casi en volandas —pues el hombre que tiraba de él andaba muy deprisa— y con los ojos muy abiertos, como todos los niños a esa edad (aún no había cumplido los ocho), a fin de que no se le escapara ni un solo detalle del emocionante espectáculo que se desarrollaba a su alrededor.
Avanzaban en silencio sobre la alfombra de confeti que se abría ante ellos como un mar multicolor, chocando a cada instante con gente que caminaba o corría en sentido contrario, ajenos ya, en su clara determinación de alcanzar cuanto antes su punto de destino, al bullicio ensordecedor que desde hacía varias horas se había apoderado del lugar.
Era una cálida noche de principios de verano.
El hombre iba vestido con una camisa de manga corta, unos pantalones de lino y unos mocasines; el niño llevaba una camiseta y unos pantalones cortos, y calzaba unas deportivas.
De pronto, el hombre decidió atajar el camino de vuelta a casa, por lo que tomó la primera calle transversal a la derecha, tirando del pequeño.
La calle era estrecha y estaba escasamente iluminada, y enseguida notaron cómo el griterío perdía intensidad y se convertía en un sordo tumulto de fondo. Ahora podían oír con claridad el resonar de sus pisadas sobre el suelo adoquinado. Cuando habían avanzado poco más de dos manzanas, el hombre advirtió la entrecortada respiración del niño y decidió aflojar el paso.
—¿Estás cansado?
—No.
El gesto de fatiga contradecía hasta tal punto aquella respuesta que el hombre no pudo evitar esbozar un amago de sonrisa, y se detuvo.
—Está bien —dijo—. Un minuto de descanso y continuamos.
Mientras recuperaba el aliento, el niño no dejaba de observar el rostro adusto de aquel gigante al que tan sólo parecía importarle el reloj de pulsera que escrutaba. Eran dos figuras solitarias y antitéticas en medio de la noche.
Transcurrido el tiempo exacto de la tregua, el hombre dijo sin más «vamos», y reanudaron la marcha.
Habían recorrido cerca de cincuenta metros cuando tres figuras salieron de las sombras y les cerraron el paso.
—Vaya, vaya, vaya. Pero ¿habéis visto lo que tenemos aquí...? —dijo, componiendo una gran sonrisa, el muchacho que se hallaba en el centro, y que al parecer llevaba la voz cantante—. Cuánto tiempo sin verle, don Julián —recalcó el nombre con gesto despectivo y escupió al suelo.
—¿Quién..., quién es usted? —preguntó el hombre, tan confundido como asustado, al tiempo que sus ojos estudiaban, uno por uno, a los tres jóvenes que tenía delante—. Les ruego, por favor, que se hagan a un lado y nos dejen proseguir nuestro camino...
—Conque no me conoce de nada, ¿eh, viejo cabrón? —La voz del joven cobró de repente un tono agresivo, y en sus ojos se encendió la inequívoca chispa del odio—. Descuide, que le voy a refrescar la memoria en un pispás. Octavo curso, matemáticas y ciencias naturales. Cañizares, Melara, Díaz del Valle, Sánchez Flórez... ¿A que le va resultando familiar, so mamón?
El hombre apretó aún más la pequeña mano del niño y miró con atención y un creciente temor al muchacho, intentando hacer memoria. La oscuridad de la calle le impedía ver bien, pero el brillo que despedían aquellos ojos era tan intenso y familiar...
—¿Cerrada...? —inquirió entonces con voz trémula—. ¿Benjamín Cerrada?
—¡Bingo! —exclamó el joven con gesto de satisfacción, mientras comenzaba a dar burlescos saltos de júbilo—. Es usted un hacha, don Julián. —Sus compañeros se echaron a reír al unísono, contagiados por el entusiasmo de su amigo.
»Hace ya tres años, don Julián. Usted me suspendió y no pude pasar al bachillerato. Tenía que repetir curso por sus dos putas asignaturas, y mi viejo me dijo que ni hablar. Me obligó a trabajar con él en la obra... ¡Un puto albañil, don Julián! ¡Soy un puto albañil porque a usted no le salió de los cojones aprobarme y mi viejo dijo que, si no servía para estudiar, no iba a estar manteniendo vagos en casa...!
El chico estaba realmente alterado. El brillo de sus ojos adquirió una mayor intensidad y comenzó a temblarle ostensiblemente la mandíbula. Por su forma de hablar, el hombre supo que había estado bebiendo, por lo que decidió tratar de calmarle. Tenía que conseguirlo como fuera.