1.ª edición: abril, 2017
© 2017 by Carmen Martínez Pineda
© Ediciones B, S. A., 2017
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-708-5
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Contenido
Portadilla
Créditos
Historia de un libro que nunca verá la luz
Declaración de amor a un marido ausente
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Promoción
Historia de un libro que nunca verá la luz
Este libro fue idea de Alberto Parra, un amigo antiguo y directivo de la editorial más importante de la provincia. Dos semanas después de la muerte de mi esposo se presentó en casa con una corona de flores tardía. No lo había visto desde hacía años y me costó trabajo reconocerlo; empezaba a notársele la madurez.
—Estás más viejo —le dije.
—Y tú más joven que nunca —me contestó.
Lo invité a un whisky de reserva -la única bebida de alcohol que tolera su organismo- y entre copa y copa se lanzó a rememorar la noche en que nos conocimos, tres décadas atrás, cuando apareció en mi burdel de las Gatitas Melosas con la determinación entusiasta de perder la virginidad. Yo -que sabía de buena tinta cuáles eran sus vínculos sanguíneos- le envié a las mejores candidatas y él las rechazó a todas sin titubear.
—Me habían dicho que un hombre no era hombre en esta ciudad mientras no se acostara contigo —me declaró por enésima vez.
Se recostó ligeramente en el sofá para que se le pasara el mareo y me hizo una sugerencia insólita:
—Podrías escribir la historia de tu vida.
—Sí —le repliqué— con mi buena letra.
—Escribir puede hacerlo cualquiera —me tranquilizó él—. Lo difícil es tener algo que contar.
Comprendí de inmediato sus intenciones y me opuse con entereza.
—Ni hablar —alegué ofendida—. Si la historia es mía, la cuento yo.
Fue un arrebato inconsciente. Algunas semanas después de andar peleando con el diccionario lo llamé a la oficina y claudiqué.
—Envíame a uno de tus escritores de saldo —le ordené.
Me mandó a un universitario barbudo que me infestaba la casa con el hedor de sus porros, inquieto, agudo y talentoso, y estuvimos seis meses de disquisiciones literarias, primero en mi casa y más tarde, mientras reparaban sus numerosos desperfectos, en una cafetería de la esquina. En ese tiempo aprendí tanto de los misterios de esta profesión que yo misma, sin ayuda de nadie, me he atrevido a redactar esta especie de prólogo. El único error, por mi parte, fue remitirle una copia del manuscrito a mi hijo con la creencia pueril de que entendería mis motivos. No fue así y a las pocas horas llegó enfurecido a casa, recién estrenada tras la rehabilitación, y me tiró el ejemplar a la cara.
—¿Qué es esta puta mierda? —preguntó irritado.
Yo llevaba la respuesta guardada en mi interior desde hacía tantos años que no tuve que esforzarme en encontrarla.
—Esta puta mierda es la historia de mi vida —dije.
Mi hijo mide casi dos metros y pesa más de cien kilos por su esqueleto recio y su musculatura firme de bucanero. Es rubio, como yo, y hermético, como lo fue su padre, pero en ese instante, cuando se dejó arrellanar por el sillón y se dejó absorber por la esponja mullida, abatido, inerme, mientras se frotaba la sien con pesadumbre, tan solo me pareció una criatura desvalida, incapaz de sobrevivir a aquella revelación. Estuvo varios minutos en silencio, traspuesto por la noticia, hasta que se levantó súbitamente y recuperó la compostura.
—¿Qué pretendes con esto?
—Sincerarme contigo, ya que no tuve tiempo de hacerlo con tu padre.
Él se tragó la tentación de ser piadoso y añadió rabiando:
—Espero que no saques esto a la luz. Si no fuiste capaz de respetar a mi padre en vida, respeta por lo menos su memoria.
Llamé entonces a Alberto y le ordené que paralizara la edición. Él me preguntó el motivo, atendió mis explicaciones desazonadas, se desahogó con un par de exabruptos soeces e intentó convencerme sin la menor persuasión.
—Imposible —dijo—. Ya está en imprenta.
—Me importa un rábano —protesté—. Yo no autorizo la difusión del libro.
He guardado el manuscrito en un cajón, pero no me he resistido a acompañarlo de esta nota aclaratoria destinada a quien lo encuentre, espero que a mi hijo, si es capaz de olvidar mis faltas y comprender los engaños benévolos con que le aderecé a él y a su padre el relato de mis quehaceres cotidianos.
De momento no he hablado con él. El otro día me lo crucé a la salida de misa y miró hacia otro lado para no saludarme. Todavía confío en que me perdone y espero que no tarde mucho en hacerlo. Acabo de cumplir setenta y tres años y me temo que tiempo no me sobra demasiado.
Lola Forner
Julio de 2004
Declaración de amor a un marido ausente
Lola Forner Antúnez
A mi hijo,
con la esperanza de que sepa comprender.
A mi difunto esposo,
con la ilusión de que me haya sabido perdonar.
Capítulo 1
Cómo decidí retirarme del oficio
La misma noche que murió mi marido decidí colgar los hábitos de puta vieja.
Me llamo Lola Forner y llevo cincuenta y siete años consagrada a un oficio que me ha reportado gloria, fama, ingentes cantidades de dinero y un puesto en el escalafón social por el que matarían la mitad de los mortales. Mi laboriosidad en la cama ha dado sus frutos y en la provincia son célebres mis hazañas, pero los avatares de la profesión y la inclemencia de los años, que ya me pesan en las articulaciones con cada cambio de estación, me han llevado en los últimos tiempos a trabajar desde la retaguardia.
En la actualidad regento los burdeles más concurridos de la zona y me precede el buen nombre de la estirpe de mujeres afanosas que he creado detrás de mí: una escuela de señoritas de compañía que hace las delicias de empresarios codiciosos, políticos promiscuos y ricos de toda índole y condición. Muy de vez en cuando atiendo personalmente a los clientes esporádicos que se han ganado la deferencia. Cinco días antes de que falleciera mi esposo había estado con un exministro de la dictadura corroído por la superstición de acostarse conmigo una vez al año para conjurar la amenaza de la muerte. Hicimos el amor en mi cama y allí encontré a mi hombre abatido por el brazo de la misma muerte que el otro había logrado exonerar. Fue una coincidencia macabra y quizás un aliciente más para dejar este oficio turbulento.
La edad ha sido el factor menos importante en mi decisión. El verano pasado cumplí setenta y dos años y, aunque suene presuntuoso, conservo un cuerpo bien formado, firme y macizo para resistir los embates postreros. Todavía luzco el peinado al estilo de los cincuenta, con el recogido alto y un tupé que realza mi altivez, pero he sustituido el tacón alto por una media cuña mal disimulada que me ha arrebatado buena parte de mi gracilidad de antaño. No he cambiado mi imagen desde los tiempos remotos en que me entregué a los encantos de este oficio, y así me conoció Manuel, mi difunto esposo: libre, hermosa, desviada y sin el menor interés de conseguir enmienda.
La noche en que él murió, yo asistía a un mitin del Partido Popular. No tengo preferencias ideológicas. Me defino de izquierdas o de derechas según me vengan los dictados del corazón, ya que unos y otros me prodigan favores hiperbólicos con tal de que no saque a la luz ninguno de los doscientos tomos de fotografías y de vídeos comprometedores sobre sus aficiones.
Aquella tarde infausta hablaba con un advenedizo del partido al que le había conseguido una niñita de dieciséis años para sus perversiones de alcoba cuando me sonó en el bolso el móvil y lo descolgué abrumada por un mal presagio puesto que nadie me suele interrumpir cuando estoy cerrando uno de mis negocios. Vi el número de casa y le hice un gesto a mi chófer para que me siguiera.
Me abrí paso entre la muchedumbre congregada en el palacio de congresos y escuché la voz trémula y entrecortada de mi hijo pidiéndome que me apresurara en regresar. Subí al coche con el aliento sofocado por la carrera y descubrí lo que no era una sorpresa para nadie: la carretera de la costa estaba colapsada. Es un vial inservible, de los años del despegue inmobiliario en el litoral, saturado después de que las urbanizaciones hayan proliferado como champiñones sin pauta urbanística. Desde el asiento trasero me asomé por la ventanilla, atisbé la culebra de vehículos hasta donde alcanzaba mi vista y le impartí a mi chófer una orden temeraria:
—Cruza por la rambla.
Ernesto, prudente, sosegado y pese a ello incapaz de desobedecer mis instrucciones delirantes, me miró por el espejo retrovisor sin dar crédito a mis palabras.
—Doña Lola, no se lo aconsejo. Ese camino es mortal.
—Pues al infierno —le dije—. Pero acelerando.
El atajo nos retrasó veinte minutos, aunque evitamos la hora y media de retención que habríamos soportado en la carretera nacional.
Una vez en casa, llamé al timbre por pura rutina, pero no aguardé a que me abrieran. En el salón no había nadie y tampoco escuché un solo murmullo en la parte de arriba porque los zumbidos del corazón apenas me dejaban oír, así que subí a trote las escaleras, buscando entre las tinieblas del pasillo y ansiando detener el tiempo para no encontrar.
Nuestra habitación se encuentra al final del pasillo, orientada hacia levante para sobrellevar con dignidad los calores de agosto, y arriba, en la segunda planta, tenemos el desván en desuso en el que acumulamos los trastos de media vida que no utilizamos desde hace un cuarto. Disponemos, además, de un sótano vacío para guardar los enseres que nos quedan sin sitio fijo entre los numerosos huecos que tenemos para repartirlos.
Nuestra alcoba es la más grande y luminosa, con un balcón de varios metros, un vestidor para mis abundantes trajes y mi colección de zapatos y de bolsos y los muebles indispensables en un chalé de lujos moderados: la cama amplia, las dos mesillas y un tocador. Frente a este se hallaba mi hijo, sentado con descuido sobre mis perfumes. Se incorporó al verme y me abrazó. Yo me giré y tropecé de bruces con el panorama desolador de mi esposo muerto encima de la misma cama donde hacía tan solo cinco días había fornicado con uno de mis clientes crónicos. Estaba tumbado y retorcido de dolor, con la guitarra al lado y un folio manuscrito donde se distinguían algunas letras de una canción inconclusa. Ese había sido siempre su único trabajo conocido: componer canciones que solía interpretar en conciertos municipales que le organizaba yo aprovechando mis influencias portentosas. No en vano, hacía un mes escaso, había movido cielo y tierra para que la Diputación le organizara un homenaje y, cuando lo vi inerte en la cama, recordé aquella obstinación cerril como una premonición fatídica.
—Por lo menos tuviste tu homenaje en vida —le dije a modo de consuelo.
Guardé la guitarra que tantos placeres le había dado y la libreta con sus canciones y le pedí a mi hijo que me ayudara a corregirle la posición. Luego lo besé, reprimí el llanto y tomé las riendas del sepelio.
—Vete a hablar con el cura —le ordené a mi hijo— y llama a la funeraria.
Una vez sola, me quité los zapatos que me reventaban los callos de l