Una noche salvaje (Los Cynster 8)

Fragmento

salvaje-1

1

Upper Brook Street, Londres

20 de febrero de 1825

—Entonces, ¿es inútil? —Amanda Cynster se dejó caer de espaldas en la cama de su hermana gemela—. ¿Es que no hay un solo caballero entre la alta sociedad que merezca la pena considerar? Al menos de momento.

—No lo ha habido durante los últimos cinco años... Bueno, al menos, ningún caballero interesado en el matrimonio. —Tendida a su lado, Amelia contemplaba el dosel—. Hemos buscado y rebuscado...

—No hemos dejado una piedra sin levantar.

—Y los únicos medianamente interesantes... no están interesados.

—¡Es ridículo!

—Es deprimente.

De rostro y figura semejantes, bendecidas con rizos rubios, ojos tan azules como un cielo de verano y tez de porcelana, las gemelas podrían haber posado sin ningún problema para La Belle Assemblée como el epítome de dos jóvenes de buena cuna a la última moda, salvo por las expresiones que lucían. En el rostro de Amelia se leía el fastidio y en el de Amanda, la rebeldía.

—Me niego a rebajar mis exigencias.

A lo largo de los años, habían discutido ad infinitum los requisitos indispensables en un marido. Sus exigencias no diferían en mucho de las que exhibían los cónyuges de sus mentoras: su madre, sus tías y las esposas de sus primos. Habían crecido rodeadas de mujeres de gran carácter, todas ellas damas, y todas ellas habían encontrado la felicidad en el matrimonio. Las gemelas no albergaban la menor duda acerca de las cualidades que buscaban.

Un caballero que las amara, que siempre antepusiera su bienestar y el de la familia que formaran por encima de todas las cosas. Un protector, un compañero de fatigas siempre dispuesto a prestar su brazo para mantenerlas a salvo. Un hombre que valorara sus habilidades, su inteligencia y sus opiniones, que las aceptara como iguales por mucho que deseara ser amo y señor de sus dominios. Un caballero con la suficiente fortuna como para restar importancia a sus nada despreciables dotes; un hombre que perteneciera a su círculo social y contara con los contactos adecuados para hacer frente al poderoso clan de los Cynster.

Un hombre de fuertes pasiones y con sentido de la familia: amante, protector, compañero. Esposo.

Amanda resopló.

—Es que tiene que haber alguno en alguna parte que no se quede corto en comparación con nuestros primos... —El Clan Cynster, ese famoso grupo formado por seis caballeros que durante tanto tiempo había gobernado la sociedad, y habían dejado a su paso incontables damas languideciendo por ellos hasta que, uno a uno, el destino les había arrebatado el corazón—. No pueden ser únicos.

—No lo son. Acuérdate de Chillingworth.

—Cierto... pero cuando lo hago, también me acuerdo de lady Francesca y eso no sirve de mucha ayuda. Ya está cazado.

—De todas formas, es demasiado viejo. Necesitamos a alguien con una edad más parecida a la nuestra.

—Pero no demasiado... ya me he cansado de jovencitos imberbes. —Había sido toda una epifanía darse cuenta de que sus primos, esos hombres arrogantes y dictatoriales de los que tanto tiempo llevaban intentando zafarse, eran de hecho sus ideales por antonomasia. Darse cuenta de ese hecho había reducido la escasa lista de candidatos a una cantidad todavía más desesperante—. Si queremos encontrar marido, ¡tenemos que hacer algo!

—Necesitamos un plan.

—Uno distinto al del año pasado. ¡Y al del año anterior también! —Amanda miró a Amelia y se percató de que la expresión de su hermana era distraída y de que sus ojos estaban clavados en una imagen que sólo ella podía ver—. Según veo, ya tienes uno.

Amelia miró en su dirección.

—No, no tengo un plan. Todavía no. Pero sí que hay caballeros adecuados, sólo que no están buscando esposa. Se me ocurre al menos uno, y también debe de haber otros. Estaba pensando... que tal vez debamos abandonar la espera para ponernos manos a la obra.

—No podría estar más de acuerdo, pero ¿qué sugieres?

Amelia apretó los dientes.

—Estoy harta de esperar... ¡ya tengo veintitrés años! Quiero estar casada para junio. En cuanto comience de nuevo la temporada social, voy a revisar toda la situación y a elaborar otra lista de candidatos sin importar que quieran casarse o no. Después, tengo la intención de elegir a aquel que me convenga y, a partir de entonces, me encargaré de seguir todos los pasos necesarios para llevarlo al altar.

Esa última frase estaba cargada de determinación. Amanda estudió el perfil de su hermana. Muchos creían que ella era la obstinada, la fuerte, la que más exhibía la confianza en sí misma. Amelia parecía mucho más tranquila; aunque en realidad, en cuanto Amelia se fijaba un objetivo, era casi imposible hacerla desistir.

Todo lo cual sólo llevaba hasta un punto.

—¡Serás ladina! Tienes a alguien en mente.

Amelia arrugó la nariz.

—Así es, pero no estoy segura. Tal vez no sea la mejor elección... Si te olvidas por un momento de que deberíamos elegir entre aquellos que están buscando una novia, hay muchos más caballeros disponibles.

—Cierto. —Amanda se puso de espaldas—. Pero no para mí. Ya he buscado. —Pasó un instante—. ¿Vas a decirme de quién se trata o tendré que adivinarlo?

—Ninguna de las dos cosas. —Amelia la miró—. No estoy segura de que él sea el elegido, y tú bien podrías delatar mi interés en él si supieras quién es.

Al sopesar esa posibilidad, Amanda tuvo que reconocer que era verdad; disimular no era su fuerte.

—Muy bien, pero ¿cómo pretendes asegurarte de que te lleve al altar?

—No lo sé, pero haré todo lo que sea necesario para llevarlo hasta allí.

El juramento, cargado de una implacable determinación, hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Amanda. Sabía a la perfección lo que ese «todo lo que sea necesario» significaba. Era una estrategia muy arriesgada, aunque no le cabía la menor duda de que Amelia, con su voluntad de acero, podría seguirla hasta alcanzar la victoria.

Su hermana la miró.

—Y tú, ¿qué? ¿Cuál es tu plan? Y ni se te ocurra decirme que no lo tienes.

Amanda sonrió. Eso era lo mejor de tener una gemela: eran capaces de leerse los pensamientos de forma instintiva.

—Ya he mirado en los confines de la alta sociedad, y no sólo entre aquellos que se dignaron a postrarse a nuestros encantadores pies. Puesto que soy incapaz de encontrar un caballero entre la alta sociedad, he llegado a la conclusión de que necesito buscar fuera de ella.

—¿Dónde encontrarás un caballero adecuado para el matrimonio fuera de los círculos de la alta sociedad?

—¿Dónde pasaban nuestros primos la mayor parte de las noches antes de casarse?

—Solían ir a algunos bailes y fiestas.

—Sí, pero si haces memoria, recordarás que asistían por obligación, que bailaban un par de veces y que después se marchaban. Sólo aparecían porque nuestras tías insistían. No todos los caballeros adecuados (caballeros que se consideraran buenos partidos) tienen parientes femeninos capaces de obligarlos a asistir a reuniones sociales.

—De manera que... —Amelia clavó la vista en el rostro de Amanda—. Buscarás buenos partidos en los clubes privados y en los garitos de juego... caballeros a los que no hemos conocido todavía porque no frecuentan, o no suelen hacerlo a menudo, nuestro círculo social.

—Eso es: en los clubes y en los garitos de juego... y también en las fiestas privadas que se celebran en los salones de ciertas damas.

—Vaya... Parece un buen plan.

—Creo que tiene mucho potencial. —Amanda estudió el rostro de su hermana—. ¿Quieres unirte a mi búsqueda? Seguro que hay más de un buen partido oculto entre las sombras.

Amelia la miró a los ojos antes de apartar la vista; pasado un instante, su gemela meneó la cabeza.

—No. Tal vez si no hubiera tomado una decisión... pero lo he hecho.

Se miraron a los ojos, sus mentes en perfecta armonía, antes de que Amanda asintiera.

—Ha llegado el momento de tomar caminos separados. —Esbozó una sonrisa y gesticuló con dramatismo—. Tú para esgrimir tus encantos a la luz de las arañas...

—Mientras que tú... ¿qué?

—Mientras que yo busco mi destino en las sombras.

Había sombras de sobra en el salón de Mellors, el garito de juego de más reciente apertura y que estaba haciendo furor; Amanda resistió el impulso de atisbar entre las sombras y se detuvo en el umbral para observar con frialdad a los presentes.

Mientras que dichos presentes, no con tanta frialdad, la observaban a ella.

Cuatro de las seis mesas redondas estaban ocupadas por caballeros de mirada torva y ojos entornados, con vasos junto a ellos y cartas en las manos. Sus ojos la recorrieron con insolencia, pero Amanda no les hizo el menor caso. En una mesa más grande se jugaba al faraón; dos mujeres se pegaban, cual sirenas, a dos de los jugadores. El hombre que hacía las veces de banca miró a Amanda a los ojos, se quedó paralizado como si acabara de recordar algo y después bajó la vista para levantar la siguiente carta.

Junto a Amanda, Reggie Carmarthen, amigo de la infancia y más que renuente acompañante, le dio un tironcito muy leve de la manga.

—Aquí no hay «nada» interesante. Si nos vamos ahora, podremos llegar a casa de los Henry antes de que acabe la cena.

Tras completar su escrutinio, Amanda buscó los ojos de Reggie.

—¿Cómo puedes decirme que no hay «nada» interesante aquí? Acabamos de llegar y los rincones están en sombras.

Los propietarios habían decorado las estancias de Duke Street con papel pintado de color marrón oscuro para que hiciera juego con la piel de las sillas y la madera de las mesas, iluminadas por los candelabros de pared que se habían colocado a grandes intervalos. El resultado era una guarida muy masculina, sumida en la penumbra. Amanda echó un vistazo a su alrededor. La recorrió una sensación de peligro al tiempo que sentía un hormigueo por la piel. Alzó la barbilla.

—Deja que dé una vuelta. Si de verdad no hay «nada» interesante, nos marcharemos. —Reggie sabía qué era lo que ella buscaba en concreto, aunque desde luego no lo aprobaba. Enlazó su brazo con el de él y sonrió—. No puedes pedirme que me retire tan pronto.

—Eso quiere decir que no me escucharías aunque lo hiciera.

Hablaban en voz baja por deferencia a los que estaban concentrados. Amanda condujo a Reggie hacia las mesas, sin hacer nada por desmentir lo que todos asumirían al verlos: que Reggie era su pretendiente y que ella lo había convencido para asistir a ese lugar a modo de desafío. Ella lo había convencido, sí, pero su objetivo era mucho más escandaloso que un mero desafío.

Al ser nuevo, el garito había atraído a los jugadores más peligrosos y a un buen número de caballeretes ansiosos por probar lo último en cuanto a disipación. Si hubiera encontrado lo que buscaba en otros lugares más asentados, jamás se le habría ocurrido ir a Mellors. Pero llevaba dos semanas paseándose por los garitos y los salones ya consolidados, de manera que su presencia allí esa noche, en una estancia en la que los únicos rostros conocidos además del de Reggie pertenecían a personas a las que preferiría no saludar, era un fiel reflejo de su desesperación.

Mientras se paseaba del brazo de Reggie y fingía un interés inocente y del todo falso por el juego, recorrió con una mirada hastiada a los jugadores antes de descartarlos a todos.

¿Dónde estaba el caballero para ella?, se quejó en silencio.

Se detuvieron al llegar a la última mesa. La habitación era muy larga y por delante de ellos se extendía el doble del espacio que ya habían recorrido. La penumbra reinaba en esa zona, ya que la única iluminación la proporcionaban dos candelabros de pared. Había unos cuantos grupos de enormes sillones dispuestos en torno a pequeñas mesas, pero apenas se distinguía a sus ocupantes. Amanda vio cómo una pálida mano de largos dedos dejaba caer una carta con languidez sobre la superficie pulida de la mesa. Era evidente que en aquel rincón de la estancia era donde se llevaban a cabo las apuestas importantes.

Donde estaban los jugadores peligrosos.

Antes de que pudiera decidir si se atrevía o no a entrar en lo que parecía una guarida, uno de los grupos por los que habían pasado terminó la partida. Las cartas cayeron sobre la mesa, acompañadas de una mezcla de bromas y maldiciones. Se escuchó cómo se arrastraban las sillas.

Amanda se giró al mismo tiempo que Reggie... y se encontró con que era el foco de cuatro pares de ojos masculinos, todos con expresiones torvas y con un brillo sospechoso. Y todos fijos en ella.

El hombre que estaba más cerca se levantó. De pie le sacaba una cabeza a Reggie. Uno de sus compañeros lo imitó. Y esbozó una sonrisa. Una sonrisa lobuna.

El primer caballero ni siquiera sonrió. Dio un insolente y algo tambaleante paso al frente... pero después sus ojos miraron algo situado tras ellos y vaciló.

—Vaya, vaya... pero si es la señorita Cynster. Ha venido a ver cómo se divierte el resto del mundo, ¿no es cierto?

Amanda se dio la vuelta con aire regio. A pesar de que su interlocutor era más alto que ella, lo miró por encima de la nariz. Cuando vio quién era, alzó la barbilla todavía más.

—Lord Connor.

Hizo una reverencia, ya que, después de todo, era un conde, pero esa deferencia era una mera trivialidad; su estatus social estaba muy por encima del de él.

El conde era un hombre carente de principios morales, cuyo molde, por fortuna, se había roto al nacer él. Tenía una reputación de hombre lujurioso, depravado e infame en extremo. El brillo acuoso de sus ojos claros, así como el párpado de uno de ellos, que siempre estaba medio caído merced a un duelo librado tiempo atrás, sugería que, en su caso, los rumores se quedaban muy cortos en comparación con la realidad. Corpulento (desde luego era más ancho que alto), Connor era de andar torpe, piel pálida y mofletes hinchados, características que le hacían parecer lo bastante viejo como para ser su padre, si no fuera por el color castaño oscuro de su pelo.

—Y ¿bien? ¿Está aquí para mirar o está dispuesta a jugar? —Los carnosos labios de Connor esbozaron una sonrisa burlona; las arrugas que los años de disipación habían grabado en su rostro se acentuaron—. Sin duda, ahora que se ha aventurado a atravesar las puertas de Mellors, no se marchará sin mostrar su habilidad. Sin probar la suerte de los Cynster. Me han llegado rumores de que ha gozado de mucha suerte en sus correrías por la ciudad.

Reggie le rodeó la muñeca con los dedos.

—En realidad, sólo estábamos...

—¿Buscando el desafío adecuado? Veamos si puedo satisfacerles. ¿Les parece que sea al whist?

Amanda no miró a Reggie. Sabía lo que su amigo estaba pensando, pero que la colgaran si iba a huir con el rabo entre las piernas sólo porque un hombre de la calaña de Connor se le había acercado. Dejó que su expresión trasluciera cierto desdén burlón.

—Sin embargo, milord, no creo que vencer a una principiante como yo vaya a proporcionarle placer alguno.

—Al contrario... —La voz de Connor se endureció—. Espero hallar mis placeres allá donde se me presenten. —Esbozó una sonrisa, como una perversa anguila con la atención puesta en su presa—. Me ha llegado el rumor de que es muy hábil con las cartas... sin duda no desperdiciará la oportunidad de medir su habilidad con la mía, ¿no es cierto?

—¡No! —siseó Reggie sotto voce.

Amanda sabía que podría desentenderse de Connor con frialdad y dejar que Reggie la alejara de allí, pero no podía —le resultaba imposible— soportar la idea de que Connor y el resto de caballeros presentes esbozaran una mueca burlona con ínfulas de superioridad en cuanto les diera la espalda y que se rieran de ella nada más marcharse.

—¿Whist? —se escuchó preguntar. A su lado, Reggie gimió.

Se le daba bastante bien el juego y ciertamente tenía mucha suerte con las cartas, pero no era tan estúpida como para creer que estaba a la altura de Connor. Fingió estudiar a su rival, consciente de que eran el centro de atención, antes de sacudir la cabeza y esbozar una sonrisa desinteresada.

—Creo que...

—Tengo una preciosa yegua árabe, una purasangre... la compré para criar, pero está siendo endemoniadamente selectiva e imposible de controlar. Es perfecta para usted. —La elocuencia del conde logró que el comentario no llegara al nivel de un insulto. Connor sonrió, y era evidente que sabía muy bien lo que estaba haciendo—. De hecho, conseguí quitársela a su primo.

Esa última frase, dicha a todas luces para picar su curiosidad, sólo consiguió acicatear su orgullo.

—¡No! —susurró Reggie con desesperación.

Amanda clavó la mirada en los ojos de Connor y alzó una ceja en un gesto desdeñoso; ya no sonreía.

—¿Una yegua, dice?

Connor asintió algo distraído.

—Vale una pequeña fortuna. —Su voz sugería que estaba reconsiderando la apuesta.

Por un instante, Amanda estuvo a punto de aceptar el desafío, pero entonces el sentido común se apoderó de su cabeza. Si rechazaba el reto de Connor, sólo le bastaría jugar una partida con algunos de los caballeretes presentes para evitar que la tacharan de tontuela que estaba fuera de su elemento, de aficionada. No podía permitirse que la multitud en la que sospechaba que se ocultaba su futuro marido la despreciara. Pero ¿cómo podría zafarse de la trampa de Connor?

La respuesta era evidente. Dejó que sus labios se curvaran en una sonrisa y murmuró:

—Qué interesante. Por desgracia, no dispongo de nada que pueda apostar que iguale el valor de su yegua.

Tras darle la espalda, dejó que su mirada recorriera a los dos hombres que habían comenzado a acercarse a ella. Los estudió con descaro. Ellos se irguieron.

—¿Ni siquiera tres horas de su tiempo? —gruñó Connor.

Ella se giró para enfrentarlo.

—¿Tres horas?

—Tres horas, pasadas en mi compañía —explicó Connor, que hizo un gesto magnánimo con la mano— y en el entorno de su elección. —Esa frase fue acompañada de una penetrante mirada lasciva.

Se estaba riendo de ella. Si huía, todos se reirían de ella.

Ella misma se reiría también.

Amanda alzó la barbilla.

—Mi tiempo es en extremo valioso.

Connor frunció los labios en una mueca de desprecio.

—¿No me diga?

—Pero me atrevería a decir que su yegua también lo es. —Notaba el frenético latido de su corazón. Esbozó una sonrisa de superioridad—. Bueno, debe de serlo si Demonio estaba interesado. —Su rostro se iluminó—. Si gano, se la regalaré.

Demonio le retorcería el cuello.

El gemido de Reggie se escuchó a la perfección. Amanda esbozó una sonrisa ante la mirada de Connor.

—Whist, eso fue lo que dijo, ¿no?

Acababa de atravesar la frontera de lo realmente peligroso. Incluso mientras pronunciaba las palabras, incluso mientras asimilaba la expresión desabrida de los ojos de Connor, Amanda sintió un escalofrío que no se parecía en nada a cualquier otro que hubiera sentido antes. La expectación, mezclada con el miedo, le recorría el cuerpo; la euforia la instaba a continuar.

—¿Su compañero? —Le lanzó una mirada inquisitiva a Connor.

Con el rostro inexpresivo, hizo un gesto en dirección a la penumbra.

—Meredith.

Un caballero delgado se levantó de un sillón y ejecutó una reverencia muy formal.

—Habla poco, pero tiene una cabeza excelente para las cartas. —La mirada de Connor se desvió hacia Reggie—. Y ¿quién será su compañero, señorita Cynster? ¿Carmarthen?

—No. —El tono de Reggie dejaba muy claro que había trazado una línea y que no lo convencería para que la traspasara. Dio un tirón al brazo de Amanda—. ¡Es una locura! ¡Vámonos ahora mismo! ¿Qué podría importarte lo que estos pendencieros piensen de ti?

Sí que le importaba, ahí radicaba el problema. No podía explicarlo. Aunque tampoco se imaginaba que uno de sus primos huyera de los insultos de Connor. No antes de haberse cobrado una justa retribución.

Su yegua árabe parecía una retribución lo bastante justa. Y si perdía, se divertiría de lo lindo estipulando el lugar donde pasaría esas tres horas en su compañía. Toda una retribución. Eso le enseñaría a no burlarse de las Cynster, por muy jóvenes que fueran.

Aunque antes tendría que encontrar compañero, a ser posible uno que la ayudara a ganar. No perdería el tiempo persuadiendo a Reggie: apenas era capaz de recordar los palos de la baraja. Con una sonrisa confiada dirigida a Reggie y destinada a aliviar sus preocupaciones, se giró para estudiar las mesas, donde había cesado toda actividad.

Seguro que habría algún caballero dispuesto a acudir en su rescate...

Se le cayó el alma a los pies. No había interés bienintencionado, ni tampoco esas expresiones que ella había esperado ver y que indicaban que estaban dispuestos a participar en cualquier juego. Un brillo calculador, hosco y manifiesto, asomaba a los ojos de todos los hombres. La incógnita que intentaban desvelar todos ellos no era un misterio: ¿cuánto estaba dispuesta a pagar para que la rescataran de Connor?

Una mirada bastó. Para ellos, era una suculenta e inocente paloma dispuesta para que la desplumaran. La euforia desapareció y fue reemplazada por una creciente sensación de derrota.

Debido a las palabras exactas de la apuesta, estaba segura de que no tendría problemas con Connor; pero si, para satisfacer su orgullo, se emparejaba con uno de esos hombres, ¿qué le aguardaría cuando acabara el juego?

La victoria sin importar el resultado, pero con otra deuda, que podría resultar más peligrosa, pendiente sobre su cabeza.

Pasó de unos ojos a otros y, con cada cambio, su desazón aumentó. Sin duda, habría al menos un caballero lo bastante honorable como para ser su compañero por simple diversión, ¿no?

Empezaron a aparecer algunas sonrisas. Se movieron algunas sillas. Varios caballeros se pusieron de pie...

Tendría que ser Reggie, sin importar lo mucho que tuviera que rogarle.

Cuando se giraba hacia él, algo llamó la atención de los caballeros que tenían delante; algo que había en las sombras a sus espaldas, en la parte más profunda de la habitación.

Reggie y ella se dieron la vuelta.

Algo muy grande se movía en la penumbra.

Una figura oscura se levantó de una silla emplazada al fondo de la estancia: un hombre alto de hombros anchos. Con una lánguida elegancia que resultaba mucho más atractiva debido a su estatura, se acercó a ellos como si dispusiera de todo el tiempo del mundo.

Las sombras se alejaban de él a medida que se acercaba; la luz lo alcanzó e iluminó cada detalle. Una chaqueta que sólo podría ser obra de uno de los mejores sastres de la alta sociedad cubría la parte superior de unos pantalones que se ajustaban a sus musculosos muslos antes de continuar su descenso; una corbata de color marfil con un elaborado nudo y un chaleco de brillante satén completaban el cuadro... uno que hablaba de elegancia muy costosa. Su actitud, segura y distante, exudaba confianza y algo más: una absoluta creencia en su victoria final, sin importar cuál fuera el desafío.

Llevaba el abundante cabello castaño en un estilo desarreglado muy a la moda que le ensombrecía la ancha frente y le rozaba el cuello de la camisa. La luz de las velas arrancaba destellos a los mechones más claros y le confería el aspecto de una melena leonina.

Se acercó, si bien no resultó en ningún momento amenazador, aunque cada una de sus largas zancadas destilaba una fuerza controlada.

Por fin, las sombras perdieron el dominio que tenían sobre él y su rostro quedó desvelado.

Amanda contuvo el aliento.

Unos pómulos altos y bien definidos le marcaban la austera línea de las mejillas, que se afinaban y se ensombrecían un poco allí donde seguía la mandíbula, totalmente cuadrada. Tenía la nariz recta y bien definida, claro indicativo de sus ancestros. Sus ojos, emplazados bajo unas espesas cejas castañas, eran muy grandes y de párpados algo entornados. En cuanto a los labios, el superior era delgado, mientras que el inferior era carnoso y muy sensual. Amanda reconoció el rostro de inmediato, no por él en concreto, sino por la clase a la que pertenecía. Era un rostro tan aristocrático en su elegancia como las ropas que lucía, tan poderoso y bien definido como su actitud.

Unos ojos de color verde musgo se encontraron con los suyos y la miraron fijamente mientras se detenía frente a ella.

No vio ni un solo atisbo del depredador en ellos; buscó bien, pero no encontró el menor rastro de segundas intenciones en esos ojos de un verde cambiante. En cambio, vio comprensión, también la sintió... junto con una especie de autodesprecio.

—Si necesita un compañero, será un honor para mí ayudarla.

La voz iba en consonancia con el cuerpo, profunda y algo ronca, oxidada, como si no la usara mucho. Amanda sintió las palabras en la misma medida que las escuchó, y los sentidos le dieron un vuelco. La mirada del hombre no se apartó de su rostro, aunque sí recorrió con rapidez el resto de las facciones antes de regresar a sus ojos. A pesar de que no había mirado a Reggie, Amanda sabía que era consciente de que su amigo le estaba tirando de la manga al tiempo que mascullaba imprecaciones incoherentes.

—Gracias. —Confiaba en él... confiaba en esos ojos. Incluso si se equivocaba, no le importaba en absoluto—. Amanda Cynster. —Extendió la mano—. ¿Quién es usted?

El hombre le cogió la mano. Sus labios se curvaron mientras le hacía una reverencia.

—Martin.

Tenía serias dudas de que fuera el señor Martin a secas... Mejor lord Martin. Recordaba vagamente haber oído hablar de un tal lord Martin.

Tras soltarle la mano, Martin se giró hacia Connor.

—Debo suponer que no tiene inconveniente...

Al seguir su mirada, Amanda se percató de que Connor sí tenía inconvenientes. Y uno muy importante, a juzgar por la expresión feroz de sus ojos. ¡Perfecto! Tal vez Connor se echara atrás...

Aunque en cuanto esa idea le pasó por la cabeza, supo que era muy improbable. ¡Los hombres y sus ridículas reglas!

Cómo no, Connor asintió con brusquedad con la cabeza. Le habría gustado protestar, pero le resultaba imposible hacerlo.

Amanda miró de reojo a Reggie. Lucía una expresión del todo derrotada y por completo estupefacta. Abrió la boca para hablar, pero su mirada se alejó de ella y la cerró con fuerza.

—Espero que sepas lo que estás haciendo.

El susurro le llegó mientras se giraba para encarar a su nuevo compañero.

Martin estaba mirando a Connor.

—Tal vez debamos empezar.

Señaló hacia las sombras.

—Por supuesto. —Connor se giró y se sumergió en la oscuridad—. La noche vuela.

Tras escudriñar las sombras, Amanda reprimió una mueca. Levantó la vista y descubrió que Martin le observaba el rostro con mucha atención; después, miró por encima de su cabeza hacia la puerta principal.

—Dos barajas nuevas, Mellors. —Martin volvió a mirarla—. Y dos candelabros encendidos. —Vaciló un instante, pero luego le ofreció el brazo—. ¿Vamos?

Ella esbozó una sonrisa y le colocó la mano sobre la manga, y fue consciente de inmediato de la enorme fuerza que yacía debajo. La guió hacia el rincón donde Connor y Meredith los esperaban.

—¿Es un buen jugador, milord?

La miró de reojo con una mueca en los labios.

—Me consideran un jugador aceptable.

—Bien, porque Connor es un experto y yo no lo soy. Creo que suele jugar bastante con Meredith.

Tras un instante, Martin preguntó:

—¿Qué tal juega usted?

—Bastante bien, pero no estoy a la altura de Connor.

—Pues en ese caso, ya nos las apañaremos. —Bajó la voz cuando se acercaron a los demás—. Juegue limpio, no intente ningún truco. Déjeme eso a mí.

Ésas fueron las únicas instrucciones que pudo darle, pero eran muy claras. Amanda se adhirió a ellas cuando comenzó la primera ronda. Tenían el rincón para ellos solos. Reggie se arrellanó en un sillón situado a unos metros de distancia y los observó con expresión apesadumbrada. Connor se sentó a su izquierda y Meredith a su derecha. Cuando Mellors llegó con los candelabros, sus dos contrincantes dieron un respingo.

Impasible, Martin le ordenó a Mellors que los colocara en un par de mesitas auxiliares, uno a cada lado de la silla de Amanda. Connor lanzó una mirada asesina a Martin, pero no dijo nada; Martin, al parecer, ostentaba el tipo de autoridad que muy pocos se atrevían a desafiar. Bañada en luz dorada, Amanda se sintió mucho más cómoda. Una vez relajada, tuvo menos problemas para concentrarse en el juego.

La primera ronda fue un campo de pruebas, ya que Connor comprobaba tanto la fortaleza de Amanda como la de Martin. Martin hacía lo mismo con sus rivales al tiempo que la observaba jugar con atención. Como era habitual, las cartas comenzaron a sonreírle a Amanda, pero aprovechar ese hecho para derrotar a un contrincante de la talla de Connor no era fácil. A pesar de todo, con la guía de Martin, ganaron esa primera ronda.

Dado que se había decidido que el ganador sería el mejor de tres rondas, Amanda estuvo encantada. Se recostó en el asiento, estiró los brazos y le sonrió a Mellors cuando le sirvió una copa de champán. Se servían copas a diestro y siniestro. Dio un sorbo y tragó. Los hombres apuraron sus copas en dos tragos. Mellors rellenó las copas, incluida la suya.

Martin cortó, Connor repartió y así comenzó la segunda ronda.

A medida que las manos se iban sucediendo, Martin sintió, por primera vez en muchísimo tiempo, que no estaba seguro de si ganaría o no. Y lo que era mucho más sorprendente, le importaba; ya no por él, sino por el ángel que se sentaba al otro lado de la mesa, con su cabello rubio rodeado por el halo dorado de las luces de los candelabros. Un cabello exuberante, largo y lustroso. Le hormigueaban los dedos por el deseo de tocar, de acariciar, y no sólo su cabello. Su tez era inmaculada, con esa pálida perfección que sólo podía hallarse en ciertas damiselas inglesas. Muchas eran las que se afanaban por conseguir el mismo efecto con bálsamos y cremas, pero en el caso de Amanda Cynster, su piel era de un inmaculado alabastro natural.

En cuanto a sus ojos, eran del mismo azul que un cielo de verano, de la misma tonalidad que los zafiros más caros. Joyas en cualquiera de sus formas, esos ojos lucían una expresión de inocente curiosidad, si bien con un toque de cautela... Estaba claro que no era una jovencita ilusa, aunque el mundanal cinismo aún no había dejado huella en ella. La cara más oscura de la vida aún tenía que ensuciarla. Era virgen, de eso estaba seguro.

Para un experto que había desarrollado unos gustos muy exóticos y exclusivos, ella era la perfecta rosa inglesa.

A la espera de que la desfloraran.

Algo que bien podría haberle ocurrido esa noche de no haber intervenido él. ¿Qué demonios estaba haciendo allí, en el garito más de moda, como un pececillo irresponsable en un estanque lleno de tiburones? La respuesta le resultaba inconcebible.

A decir verdad, ni siquiera quería pensar demasiado en ella, ni en sus pensamientos, en sus actos o en sus deseos. La única razón por la que había intervenido para sacarla del agujero en el que se había metido era el altruismo. Había visto cómo intentaba librarse de Connor mientras conservaba su orgullo; había comprendido el motivo que la llevara a plantarse en su sitio y a aguantar antes de tirar por la borda el sentido común y aceptar la apuesta de Connor.

Él sabía de primera mano lo que era perder el orgullo.

Aunque en cuanto ganaran y ella estuviera a salvo, se alejaría para regresar a las sombras a las que pertenecía.

Era una lástima, debía reconocerlo, pero lo haría a pesar de todo.

La muchacha no era para él y nunca lo sería. Había abandonado mucho tiempo atrás el mundo en el que ella se movía.

La última mano se había decantado a favor de Connor. Martin miró el tanteo que éste apuntaba en una hoja colocada entre ambos. Una mano más y, a menos que los dioses intercedieran, Connor y Meredith ganarían la ronda que estaban jugando y empatarían el marcador.

Había llegado el momento de cambiar de táctica.

La siguiente mano fue tal y como esperaba. Connor se jactó y pidió más champán mientras barajaba para repartir la primera mano de la ronda que decidiría la partida. Al percatarse del delicado rubor que teñía las pálidas mejillas de su compañera, Martin llamó a Mellors cuando éste se inclinó para rellenarle la copa y le murmuró instrucciones.

Mellors sabía a la perfección quién era quién de entre sus ricos clientes; al pasar por detrás de Amanda, golpeó uno de los candelabros y extendió una mano para sujetarlo; en cambio, lo que consiguió fue darle a la copa de Amanda con el codo, por lo que el excelente champán francés con el que la acababa de llenar acabó en el suelo. Deshaciéndose en disculpas, Mellors recogió la copa y le prometió que le llevaría otra.

Eso hizo algo más tarde, cuando se estaban acercando al final de la primera mano.

Amanda estudió sus cartas y esperó a que Connor abriera. Ni ella ni el resto de jugadores había jugado mal una carta: lo habían hecho lo mejor posible con las cartas que les habían tocado. La suerte, hasta ese momento, había sido un factor decisivo.

No era una idea muy reconfortante. Sobre todo porque Connor demostró ser mucho más habilidoso de lo que ella había sospechado. De no haber sido por la enorme y tranquilizadora figura que se sentaba enfrente y que lanzaba cartas con total parsimonia a Connor, la habría consumido el pánico hacía mucho tiempo. Aunque no era el hecho de pasar tres horas en compañía de Connor lo que la preocupaba, sino cómo hacerlo sin que su familia se enterase... Algo que ni siquiera se le había pasado por la cabeza hasta que comenzaron con la segunda ronda.

En esos instantes, no dejaba de darle vueltas al asunto. Perder la apuesta con Connor no la beneficiaría en nada a la hora de buscar marido. Maldito fuera. ¿Por qué tenía que haberla desafiado del modo en que lo había hecho, despertando su temperamento y su orgullo?

Claro que, después de todo, el desafío había sacado a Martin de las sombras...

Se concentró en las cartas y mantuvo sus pensamientos en ellas en lugar de dejarlos vagar hacia el otro extremo de la mesa. No podía permitírselo en sus circunstancias; en cuanto ganaran, podría darles gusto a sus sentidos. Esa promesa, que se extendía delante de ella, la mantuvo concentrada. Las cartas iban cayendo en la misma medida que subía la temperatura. Cogió su copa y bebió.

Frunció el ceño y volvió a beber. Relajó la expresión y siguió bebiendo, agradecida.

Agua.

—Le toca, querida.

Sonrió en dirección a Connor; tras dejar la copa a un lado, pensó un instante antes de vencer el as que el hombre había soltado. Una sonrisa jugueteó en los labios de Martin; ella se negó a mirarlo y volvió a llevarse otra baza.

Ganaron la mano, pero los puntos estaban igualados. Connor no estaba dispuesto a concederles ningún favor. Mano tras mano, lucharon con uñas y dientes. Martin comenzó a jugar con más agresividad, pero Connor estaba haciendo lo mismo.

Llegados a la cuarta mano, Martin podía reconocer sin el menor género de duda que el conde de Connor era el mejor jugador con el que había tenido el gusto de batirse. Por desgracia, ese placer se veía mitigado por la apuesta que pendía del resultado de la partida. Tanto él como Connor estaban aprovechando cualquier ventaja que tuvieran en ese duelo de engaños y trucos. Hasta el momento, la muchacha se había atenido a sus instrucciones y en su interior rezaba para que no se distrajera con alguna de las tácticas de Connor, e incluso con alguna de las suyas.

Una y otra vez, lo miraba mientras se mordía el carnoso labio inferior con esos dientes perfectos. Él le sostenía la mirada... Como si reuniera fuerza de ese frágil contacto, la muchacha inspiraba hondo y jugaba su carta... sin hacer trampa alguna, tal y como le había pedido. Para ser una mujer, estaba demostrando un talento sorprendente a la hora de interpretar un papel muy difícil. Su respeto hacia ella no hizo sino aumentar a medida que se iban jugando cartas.

Las velas se consumieron. Mellors las reemplazó. Los cuatro jugadores se arrellanaron en los asientos y esperaron a que terminara su tarea, aprovechando el momento para darle un descanso a sus ojos y a sus cabezas.

Llevaban horas jugando.

Martin, Connor y Meredith estaban acostumbrados a partidas que duraban toda la noche. Amanda no. El cansancio hacía mella en sus ojos, a pesar de que se esforzaba por mantenerlo a raya. Cuando la joven reprimió un bostezo, Martin se percató de que, por sorprendente que pareciera, Connor lo miraba a él.

Miró a los ojos al viejo libertino. Penetrantes como un cuchillo, se posaron sobre él como si Connor intentara llegar hasta su alma. Martin enarcó las cejas y Connor titubeó un instante antes de concentrarse de nuevo en las cartas. Estaban muy igualados, a escasos dos puntos de ventaja, pero las manos continuaron sucediéndose sin que se decantaran hacia uno u otro lado, así de empatada iba la partida.

Repartió la siguiente mano y continuaron.

A la postre, sería la experiencia lo que les daría la partida. A pesar de eso, cuando Martin se percató del renuncio que había cometido el hombre no lo proclamó de inmediato.

El motivo por el que Connor cometería semejante error se le escapaba. Aun cuando hubiera perdido la concentración, cosa que no había sucedido. Cualquiera podía cometer errores, desde luego... Martin estaba seguro de que Connor ofrecería esa explicación si se le pedía alguna.

Esperó hasta que se jugó la última baza. Amanda Cynster y él habían conseguido un punto con esa mano. Antes de que Connor pudiera levantar las cartas, Martin murmuró:

—¿Me haría el favor de darle la vuelta a las últimas cuatro bazas?

Connor lo miró antes de hacerlo. El renuncio fue evidente al instante. Connor se quedó mirando las cartas y luego suspiró.

—¡Maldición! Mis disculpas.

La muchacha parpadeó mientras miraba a las cartas y luego levantó la vista hacia el rostro de Martin con un brillo curioso en sus ojos azules.

Él sintió que los labios se le curvaban.

—Hemos ganado.

Ella esbozó una mueca de sorpresa con los labios. Contempló las cartas con renovado interés. Con creciente deleite.

La multitud que los observaba desde la lejanía había mermado, pero los que quedaban presentes se despertaron y abandonaron sus mesas para conocer el resultado. En pocos minutos, fueron rodeados por el murmullo de las conversaciones y de las exclamaciones nerviosas.

Sobre el murmullo, Connor, en un despliegue de caballerosidad si se tenían en cuenta las circunstancias, explicó su equivocación a Amanda y cómo la pena impuesta les había otorgado la ronda y por tanto la partida. Después, con un deje casi cómico en la voz, apartó la silla de la mesa y se puso en pie para proclamar:

—¡Bien! ¡Ha terminado!

Miró a Amanda con el ceño fruncido.

Ella parpadeó, preocupada por el brillo travieso y malicioso que iluminaba los ojos del hombre.

—Haré que le envíen la yegua a primera hora de la mañana... Upper Brook Street, ¿no es cierto? Que la disfrute con buena salud.

Eso último lo dijo con maliciosa jocosidad. De repente, lo comprendió todo.

—¡No! Espere...

¿Dónde demonios iba a meter ella un caballo? ¿Cómo podría explicar que hubiera llegado a sus manos semejante animal? Y tenía todas las papeletas para que Demonio, que estaba en la ciudad, se dejara caer en cuanto le llegara el rumor y al reconocer el animal supiera a quién había pertenecido... y empezara a formular un montón de preguntas incómodas.

—Déjeme pensar... —Miró a Reggie, que parpadeaba como un búho, medio dormido. No recibiría ayuda por ese lado: vivía con sus padres y la madre de Reggie era uña y carne con su propia madre—. Tal vez... —Miró a Connor, que seguía mirándola desde arriba. ¿Podría rechazar el caballo? Teniendo en cuenta el incomprensible entramado que rodeaba las apuestas masculinas, ¿podría considerarse semejante rechazo como un insulto?

—Me da la impresión... —La profunda voz de Martin, distante y calmada, le atravesó la vorágine de sus pensamientos.

Tanto ella como Connor se giraron hacia él; la viva estampa del héroe conquistador, elegantemente arrellanado en la enorme silla, con una copa de champán entre sus largos dedos.

—... de que tal vez la señorita Cynster no tenga espacio en sus cuadras para albergar a la yegua. —Esos ojos verde oscuro se clavaron en su rostro—. Mis establos son muy grandes y apenas si están ocupados. Si le parece bien, Connor puede enviar la yegua a mi casa y usted no tendrá más que avisar cada vez que sienta deseos de montar o cuando quiera trasladarla, una vez que haya tenido tiempo para realizar los arreglos pertinentes.

El alivio la inundó. El hombre era un regalo del cielo, en más de un sentido. Esbozó una sonrisa radiante.

—Gracias. Eso sería maravilloso. —Levantó la vista hacia Connor—. ¿Tendría la amabilidad, milord, de enviar la yegua a casa de lord Martin?

Connor la observó con una expresión inescrutable.

—Así que a casa de lord Martin, ¿no? —dijo, luego asintió—. Muy bien. Hecho. —Vaciló un instante antes de coger su mano y hacer una reverencia—. Juega muy bien para ser mujer, querida, pero no está a mi altura... ni a la suya. —Señaló a Martin con la cabeza—. Tal vez debería recordar eso en sus futuras incursiones en los garitos de juego.

Amanda sonrió con dulzura. Gracias a la apuesta de Connor, la necesidad de internarse en otros garitos de juego se había esfumado, y no tenía la menor intención de olvidar a Martin.

Tras soltarle la mano, Connor se marchó a toda prisa. Meredith, que no había dicho una sola palabra durante toda la partida, se levantó con rigidez, hizo una reverencia y dijo:

—Ha sido un placer, señorita Cynster.

Después, siguió a Connor hacia la oscuridad y desapareció.

Amanda se giró hacia Martin y le regaló su mejor sonrisa.

—Le agradezco su ofrecimiento, milord... Habría resultado muy difícil acomodar a la yegua de forma tan precipitada.

Él la contempló con calma y ese brillo jocoso de sus ojos, tierno y en parte melancólico, fue de lo más evidente, al menos para ella.

—Eso pensé.

Levantó la copa en su dirección antes de apurarla y dejarla en la mesa. Se puso en pie y ella lo imitó.

—También debo agradecerle la ayuda que me ha prestado durante toda la noche. —Volvió a sonreír mientras su mente revivía varios momentos: cuando se ofreció a ser su compañero; cuando ordenó que reemplazaran su champán por agua; cuando arregló que encendieran los candelabros... y también todos esos momentos durante la partida en los que sus serenos ojos verdes, moteados de ámbar, habían evitado que el pánico la consumiera. Dejó que esos pensamientos le iluminaran los ojos y extendió la mano—. Esta noche ha sido sin duda alguna mi paladín.

Los labios del hombre se curvaron levemente en las comisuras; cuando le tomó la mano, esos largos dedos se cerraron con fuerza alrededor de los suyos... pero luego vaciló. Amanda lo miró a los ojos y se dio cuenta de que habían cambiado, de que se habían oscurecido. Después hizo una reverencia y la soltó.

—Connor tenía razón: los garitos de juego como Mellors no son un lugar adecuado para usted, pero creo que ya se ha dado cuenta. —Sus ojos le recorrieron el rostro antes de meter la mano en el bolsillo y sacar un tarjetero de plata. Extrajo una tarjeta y se la tendió con dos dedos—. Para que sepa dónde se encuentra la yegua. Envíe un mensaje y uno de mis mozos de cuadra se la llevará. —Su mirada volvió a posarse en su cara antes de inclinar la cabeza—. Adiós, señorita Cynster.

Amanda le reiteró su agradecimiento. Mientras él se daba la vuelta, leyó la tarjeta.

—¡Santo Dios!

La exclamación se le escapó a pesar de sus años de experiencia. Sin pensarlo dos veces y con los ojos aún clavados en la tarjeta, agarró la manga del hombre que había sido su compañero durante toda la noche. Él se detuvo con actitud obediente.

Al principio, le fue imposible apartar los ojos de la tarjeta, un caro modelo rectangular y blanco con un blasón dorado. Bajo el blasón había inscrita una palabra: Dexter. Y por debajo estaba una dirección de Park Lane, una que ella sabía que pertenecía a una de las enormes y antiguas mansiones que daban al parque. Aunque era el nombre lo que le había puesto el mundo patas arriba.

Obligándose a apartar la vista de la tarjeta, lo miró a la cara. Le llevó un momento reunir el aliento suficiente para jadear su pregunta:

—¿Usted es Dexter?

El libertino, misterioso y, según los rumores, disipado Martin Fulbridge, quinto conde de Dexter. Desde luego que había oído hablar de él, de su reputación, pero esa noche había sido la primera vez que lo había visto. Se dio cuenta de que le estaba aferrando la manga de la chaqueta y lo soltó.

El brillo de burla y desprecio hacia sí mismo había regresado a sus ojos. Cuando, estupefacta, ella siguió mirándolo de hito en hito, lo vio enarcar una ceja; un gesto cínico, sí, pero también hastiado.

—¿Quién si no?

El hombre le sostuvo la mirada antes de estudiar su rostro, tras lo cual volvió a mirarla a los ojos. Acto seguido, inclinó la cabeza y, con la misma parsimonia, se alejó de ella.

salvaje-2

2

Tras marcharse de Mellors, Martin enfiló Duke Street con paso tranquilo. Atravesó la calle con todos los sentidos en alerta, acostumbrado a deambular por un mundo mucho más peligroso, y percibió de inmediato que ningún bribón lo acechaba en la oscuridad.

El saledizo de una tienda proyectaba su sombra sobre la acera, haciendo que la oscuridad se tornara más misteriosa. Se detuvo en el lugar, se fundió con las sombras y esperó.

Tres minutos después, un criado abrió la puerta de Mellors y tras asomarse, silbó e hizo unas señas; un pequeño carruaje negro que aguardaba al otro extremo de la calle se puso en marcha. Martin asintió mentalmente en señal de aprobación. Mellors apareció en la entrada del establecimiento y escoltó a Amanda Cynster y a Reggie Carmarthen hasta el vehículo. La pareja entró y la puerta se cerró un instante antes de que el cochero sacudiera las riendas y el carruaje se pusiera en movimiento de nuevo.

Tan inmóvil como una estatua en la oscuridad, Martin lo observó cuando pasó frente a él. Vislumbró una fugaz imagen de ese cabello rubio dorado y vio que Reggie Carmarthen se había inclinado hacia delante para echarle a su compañera un buen rapapolvo. Sonrió, salió de las sombras y prosiguió su camino.

La noche lo arropaba. Se sentía como en casa caminando por las calles de Londres a esas horas de la madrugada, completamente en paz. El motivo le era del todo desconocido, pero hacía mucho que había descubierto la futilidad de cuestionarse el destino. Era curioso que se sintiera en paz precisamente en ese lugar, rodeado por la gente que le había visto nacer (la misma gente que se esforzaba por evitar), aun cuando todos aquellos que habrían salido corriendo para verlo se encontraran roncando en sus camas, ajenos al hecho de que pasaba por delante de sus puertas.

Al llegar a Piccadilly, apretó el paso mientras su mente volvía a cuestionarse la fascinante naturaleza del juego que había tenido lugar esa noche.

En un principio le había dado la impresión de que Connor, ese viejo verde, le había echado el ojo a Amanda Cynster, pero a medida que la confrontación se desarrollaba, su aplomo había comenzado a tambalearse. El conde había formulado la apuesta de tal forma que la muchacha, ganara o perdiera, quedara fuera de peligro; pero la partida con él la había librado de vérselas con los restantes clientes de Mellors. Lo que Connor no había previsto era que Carmarthen no querría, o no podría, ser su pareja, lo que la había dejado en una situación escabrosa; Martin estaba convencido de que ésa no había sido su intención.

Entretanto, él había observado a la muchacha mientras esos enormes ojos azules recorrían la habitación en busca de un salvador...

Meneó la cabeza al tiempo que se cuestionaba la inesperada debilidad que le había hecho presentarse como tal. ¿Desde cuándo tenía por costumbre actuar de un modo tan ridículamente caballeroso en respuesta a un par de ojos bonitos? La mera idea haría estallar en carcajadas a muchas personas en Londres, por no mencionar alguna que otra en el extranjero. Sin embargo, la imagen de Amanda Cynster luchando por conservar su orgullo lo había hecho ponerse en pie y ofrecerse como su paladín, por increíble que pareciera.

Lo más increíble de todo, no obstante, era que lo había disfrutado mucho. La partida había sido más estimulante, más absorbente que cualquiera de las que había jugado desde su regreso a Londres; y mucho más sorprendente por el hecho de que su pareja de juego hubiera sido una mujer. La muchacha no sólo había demostrado una inteligencia y un ingenio poco comunes, además había tenido el buen juicio de no hacer un despliegue sentimental y de no excederse en sus agradecimientos. El recuerdo de sus reacciones le arrancó una sonrisa. En cierta medida, ella había interpretado su ayuda como si tuviera derecho a ella, aun cuando en un principio desconociera su identidad. De algún modo, Amanda Cynster era una princesa... y era de lo más lógico que dispusiera de un caballero como paladín.

La colaboración de Connor lo intrigaba. Las sospechas que albergaba sobre las benévolas intenciones del hombre no habían sido más que meras conjeturas hasta que vio su renuncio. No creía ni por asomo que Connor lo hubiera hecho sin darse cuenta. En algún momento de la partida, el hombre había decidido que merecía la pena correr el riesgo de perder si, de ese modo, Amanda Cynster quedaba en deuda con él.

Martin no estaba seguro de cómo interpretar el gesto. Quizá sólo significara que Connor era taimado en extremo. Porque, por su parte, la muchacha no corría peligro; Amanda Cynster podía estar tranquila en lo que al disoluto conde de Dexter se refería. No albergaba intención alguna hacia ella. Tenía plena conciencia de quién era él, de quién era ella y de que la muchacha no era para él. Había disfrutado mucho de las horas pasadas en su compañía, pero no estaba dispuesto a permitir que un par de ojos deslumbrantes y unos labios de pitiminí (ni siquiera una piel suave como el satén y un cabello lustroso como la seda) le hicieran cambiar su meticuloso estilo de vida.

Las damas como Amanda Cynster no tenían cabida en su vida. Ni en esos momentos ni nunca. Tras hacer caso omiso del susurro lastimero de su conciencia, una voz que había silenciado tiempo atrás y que ya apenas tenía la consistencia de un eco lejano, enfiló hacia Park Lane, hacia su casa.

—¡Lo he encontrado! —Con un resplandeciente brillo en la mirada, Amanda arrastró a Amelia hasta su habitación y cerró la puerta—. Es perfecto. Sencillamente magnífico; no podría pedir más.

Amelia le aferró las manos con fuerza.

—Cuéntame.

Amanda así lo hizo. Y cuando terminó, su hermana estaba tan atónita como ella lo estuviera en un principio.

—¿¡Dexter!?

—El inasequible, esquivo y misterioso conde de Dexter.

—Y ¿es guapo?

—Devastador. Es... —Amanda hizo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas, pero desistió con un gesto de la mano—. Es, en pocas palabras, mucho mejor que cualquier otro que haya conocido.

—¿Qué más sabes de él?

—Es inteligente, astuto... hasta el punto de pedirle a Mellors que cambiara mi champán por agua y que lo hiciera sin que nadie se percatara. —Amanda se dejó caer sobre sus almohadones y ambas hermanas se cobijaron bajo las mantas—. En resumen, tanto desde el punto de vista físico como intelectual, Dexter es perfecto. Si añadimos que es tan rico como Creso (demasiado rico para ir sólo detrás de mi dote) y que, en caso de que los rumores que corren sobre él tengan un ápice de verdad, su vida ha sido de lo más excitante (mucho más desmedida de lo que podría llegar a imaginar), es tan perfecto que asusta.

—Pero... está el asunto de ese viejo escándalo, no lo olvides.

Amanda desechó la advertencia con un gesto de la mano.

—Si ninguna de las anfitrionas ni de las grandes dames consideran ese detalle digno de recordar, ¿quién soy yo para llevarles la contraria? —Frunció el ceño—. ¿Has oído los detalles alguna vez?

—Sólo que tuvo algo que ver con una muchacha a la que supuestamente sedujo y que después se quitó la vida; pero creo que todo pasó hace muchos años, poco después de que llegara a la ciudad. Sea cual fuere la verdad, su propio padre lo desterró...

—Y él volvió a Inglaterra el año pasado, un año después de heredar el título... eso es lo que yo sé.

—¿Cuántos años tiene?

Amanda enarcó las cejas.

—¿Treinta? Más o menos. Aunque aparenta más edad. Es... serio.

Amelia la miró de hito en hito.

—¿¡Serio!?

—No ese tipo de seriedad. Quiero decir que es... circunspecto. Reservado... ¡No! Mesurado. Esa cualidad hace que los hombres parezcan mayores.

Amelia asintió.

—Muy bien. Acepto que en apariencia es perfecto para ti, pero ¿cómo vas a abordar el problema principal? Todas las anfitrionas de la alta sociedad han estado intentando atraerlo de nuevo a la vida social, pero él rechaza todas las invitaciones.

—Seamos francas: hace caso omiso de todas las invitaciones.

—Exacto. Así pues, ¿cómo vas a conocerlo lo suficiente como para convencerlo de que...? —Amelia dejó la pregunta en el aire y clavó la mirada en su gemela—. No vas a intentar atraerlo a nuestro mundo... eres tú la que va a entrar en el suyo.

Amanda sonrió.

—Ése es mi plan. Al menos hasta que lo tenga tan engatusado que me siga a todas partes.

Amelia soltó una risilla.

—Haces que parezca un perrito faldero.

—Ni por asomo. Tal vez un león. Una enorme bestia de pelaje castaño a la que le encanta holgazanear en su guarida durante el día y cazar durante la noche. —Sonrió y compuso una expresión decidida—. Eso es exactamente lo que necesito: engatusar y domar a mi león.

No era tan estúpida como para creer que iba a resultarle fácil. Pasó todo el día evaluando distintos acercamientos. La yegua era uno de ellos, pero no quería parecer demasiado impaciente; y, además, si jugaba esa carta demasiado pronto, tal vez él hiciera lo que había dicho y enviara a un mozo de cuadra con la montura a fin de mantener las distancias. Y mantener las distancias no era precisamente lo que ella necesitaba.

Tampoco podía regresar a Mellors, no después de la advertencia que él le había hecho. Además de ser un riesgo innecesario, ese gesto dejaría al descubierto su juego. Y Dexter no lo aprobaría en absoluto...

El razonamiento la llevó a otra conclusión y esta última a otra más; de modo que, de súbito, supo con claridad meridiana lo que tenía que hacer para domar a su león.

—Anoche, Mellors; hoy, la velada de lady Hennessy. ¿Acaso has perdido el juicio? —Reggie la miraba echando chispas por los ojos, oculto en la oscuridad del carruaje—. Si mi madre descubre que te he acompañado a semejante sitio... ¡me desheredará!

—No seas idiota. —Amanda le dio unas palmaditas en la rodilla—. Tanto ella como mi madre creen que nos reuniremos con los Montague en Chelsea. ¿Por qué iban a sospechar que nuestro destino es otro?

Con el paso de los años, Reggie y ella, acompañados a menudo por Amelia, habían adquirido la costumbre de elegir juntos los acontecimientos a los que asistirían de entre todos los que ofrecía la alta sociedad. Puesto que, en ocasiones, sus elecciones no coincidían con las de sus padres, la consecuencia inevitable había sido que acabaran asistiendo por su cuenta. Ningún chismoso o chismosa de la aristocracia lo consideraría digno de mencionar; era de sobra conocido que Reggie Carmarthen era amigo de las gemelas Cynster desde la infancia.

Semejante arreglo resultaba beneficioso para todas las partes implicadas. Las gemelas conseguían un acompañante aceptable que podían manejar a su antojo; Reggie conseguía una excusa para evitar que las madres de las muchachas en edad de merecer convencieran a su madre de que lo obligara a acompañarlas; y los padres de los tres estaban más que tranquilos sabiendo que sus retoños estaban sanos y salvos.

Hasta cierto punto.

—No tienes por qué actuar como si el hecho de asistir a la velada de lady Hennessy fuera a arruinar mi reputación.

—¡Todavía no estás casada! —El tono de Reggie sugería que estaba impaciente porque lo hiciera—. Las restantes damas presentes sí lo estarán.

—Eso no tiene la menor importancia. Tengo veintitrés años. Hace seis que fui presentada en sociedad. Nadie me considera una jovencita inexperta.

Reggie resopló, cruzó los brazos sobre el pecho y se dejó caer contra el respaldo del asiento. No dijo una palabra más hasta que el carruaje se unió a la fila de vehículos que esperaban para poder acercarse a la puerta del número 19 de Gloucester Street, que estaba iluminada con discreción.

El carruaje se detuvo; Reggie se apeó con un rictus de fastidio en los labios y la ayudó a bajar. Amanda se estiró las faldas y alzó la mirada hacia la puerta de la casa. Un criado vestido con librea esperaba junto a ella. Reggie le ofreció el brazo.

—Sólo tienes que insinuarlo y nos iremos ahora mismo.

—¡Adelante, Horacio!

Reggie murmuró algo entre dientes, pero la obedeció abriendo la marcha escalones arriba. Le dio sus nombres al criado y éste les abrió la puerta con una reverencia. En cuanto pisaron el suelo de mármol del vestíbulo, Reggie echó un vistazo a su alrededor mientras Amanda le tendía su capa a un mayordomo de aspecto respetable.

—Siempre he querido ver este sitio por dentro —confesó cuando Amanda se acercó.

—¿Lo ves? —Lo tomó del brazo y lo giró en dirección al salón—. Estabas esperando que yo te ofreciera la excusa apropiada.

—¡Hum!

Al entrar en el salón, se detuvieron y echaron un vistazo a su alrededor.

La residencia de lady Hennessy era muy diferente a Mellors; no había duda de que allí reinaba una dama. Las paredes estaban decoradas con colgaduras de seda en color beige estampadas con un delicado diseño en tono turquesa. El beige, el dorado y el turquesa se repetían en la tapicería a rayas de sofás, sillas y sillones, así como en las gruesas cortinas que adornaban los ventanales. El suelo estaba cubierto por unas costosas alfombras chinas, de modo que el sonido de los tacones, tan de moda en esos momentos, quedaba amortiguado.

Descendiente de un acaudalado noble escocés, lady Hennessy había decidido animar su vida, y la de una buena porción de la alta sociedad, creando un salón que siguiera las tendencias del siglo anterior. Había amueblado las estancias prestando mucha atención a la comodidad y la elegancia. Los refrigerios que ofrecía la dama siempre eran de lo mejor. En cuanto a la diversión, se decía que las apuestas alcanzaban cifras astronómicas en las escasas noches en las que se permitía jugar a las cartas.

Sin embargo, lady Hennessy concentraba todos sus esfuerzos en ofrecer diversiones que atrajeran a los libertinos de más alta alcurnia de todo Londres... Algo que garantizaba la asistencia de la flor y nata de las damas casadas en busca de diversión; lo que, a su vez, aseguraba que todo aquel libertino que se preciara de serlo hiciera de Gloucester Street una visita obligada. El ingenio de la dama consistía en percibir la conexión existente entre los dos grupos de invitados que conformaban el grueso de sus veladas y en fomentar dicha conexión. Un excelente cuarteto de cuerda, emplazado en un rincón, tocaba una suave melodía; la luz, procedente de una serie de lámparas de diversos tamaños y de un buen número de candelabros, creaba un diseño de discretas luces y sombras más apropiado que la iluminación de las arañas a la hora de perseguir con disimulo los dictados de la pasión.

Se rumoreaba sobre la existencia de otras habitaciones en las que, de vez en cuando, se celebraban fiestas privadas. Aunque no podía negar que sentía curiosidad, a Amanda no le cabía la menor duda de que no necesitaba experimentar semejante diversión. Las estancias públicas de lady Hennessy servían a la perfección para sus propósitos.

Reggie frunció el ceño.

—Muy tranquilo, ¿no crees? No es en absoluto lo que esperaba.

Amanda reprimió una sonrisa. Reggie había esperado encontrar algo a medio camino entre un burdel y una taberna. No obstante, a pesar de que la elegante multitud conversaba en voz baja y bien modulada, a pesar de que los murmullos y las risas provenían a todas luces de personas de noble cuna, los temas de conversación y la palpable tensión entre las parejas que se hablaban casi al oído no podían calificarse de moderados. En cuanto a las miradas que se intercambiaban, algunas podrían haber causado un incendio.

Almack’s era el mercado matrimonial de la alta sociedad; la residencia de lady Hennessy era un mercado de otra naturaleza muy distinta, aunque frecuentado por la misma clase de compradores y vendedores. Según los rumores, había más sangre aristocrática masculina en Gloucester Street durante las noches de la temporada que en cualquier otro lugar de reunión de la capital.

Tras llevar a cabo un exhaustivo reconocimiento del lugar, Amanda suspiró aliviada al descubrir que no había nadie a quien hubiese preferido no ver (como algún amigo de su padre). Tampoco había ninguna dama perteneciente al círculo de amistades de su madre. Ni al de sus primos. Ése había sido su único temor al emprender esa estrategia. Una vez tranquila, se relajó y procedió a efectuar su siguiente movimiento.

—Estoy muerta de sed. ¿Podrías traerme una copa de champán?

—Marchando. Creo que la mesa de las bebidas está justo allí. —Hizo un gesto en dirección a la habitación adyacente y se alejó.

Amanda esperó a que Reggie se perdiera de vista tras los hombros y las amplias espaldas de los presentes. Acto seguido, se introdujo entre la multitud y dejó vagar la mirada.

Tardó sólo cinco minutos en reunir tres admiradores que encajaran en sus planes. Caballeros apuestos, atractivos, ataviados con elegancia, de conversación inteligente, encantadores, bromistas y extremadamente interesados en descubrir el motivo de su aparición en el salón de lady Hennessy. Amanda había asistido a demasiados bailes y fiestas, a demasiadas reuniones sociales, como para dejarse arredrar ante la perspectiva de mantener una conversación ingeniosa con los tres hombres a la vez (el señor Fitzgibbon, lord Walter y lord Cranbourne) sin dejar entrever sus intenciones. A decir verdad, el hecho de mostrarse tan remisa a confesar los motivos de su asistencia sólo consiguió avivar la imaginación de los caballeros y la atención que le dispensaban.

Cuando Reggie volvió, estaba sometida a un asedio en toda regla. Tras saludarlo con una sonrisa, aceptó la copa que le tendía y le presentó a sus admiradores. Reggie respondió a la presentación con expresión aburrida. No obstante, su semblante se tornó adusto cuando la miró, pero Amanda no le hizo el menor caso y, en cambio, le sonrió al señor Fitzgibbon.

—Estaba describiendo un paseo nocturno en barca por el Támesis, señor. ¿Merece la experiencia semejante incomodidad?

El señor Fitzgibbon se apresuró a contestarle que en efecto merecía la pena. Amanda tomó nota mentalmente mientras el hombre se lanzaba a una perorata lírica sobre la imagen de las estrellas reflejadas en las negras aguas. No sabía con exactitud cuántas noches tendría que acudir a la residencia de lady Hennessy para tender sus redes a caballeros como Fitzgibbon, Walter o Cranbourne; caballeros más que dispuestos a ayudarla en la empresa de dar sus primeros pasos en ese mundo tan poco virtuoso que habitaban.

No tenía intención alguna de aceptar su ayuda, pero lo ocultó a la perfección. La lógica sugería que Dexter acudiría al salón de lady Hennessy; no le cabía la menor duda de que había calado su verdadera naturaleza.

Si no aparecía, sólo habría perdido unas cuantas noches; una gota en el océano de tiempo que ya había malgastado en la búsqueda de un marido. Si aparecía pero su reacción no se adecuaba a lo que ella había vaticinado, obtendría una información impagable, suficiente para convencerla de que no era el hombre para ella pese a todo lo que sabía de él.

Pero si todo salía según lo previsto... estaba preparada para hacerse con todo aquello que deseaba.

Su plan se le antojaba maravilloso. Con una sonrisa deslumbrante y haciendo un gran despliegue de sus miradas y de sus encantos, se lanzó a ponerlo en práctica.

Martin vio a Amanda Cynster en cuanto entró en el salón de Helen Hennessy. Estaba de pie junto a la chimenea y la luz de un candelabro emplazado en la repisa se derramaba sobre ella, envolviéndola en un halo dorado.

El efecto que le causó su presencia lo sorprendió: un repentino acceso de posesividad, un inesperado vuelco en las entrañas. Tras hacer a un

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos