Multiverso (Multiverso 1)

Leonardo Patrignani
Leonardo Patrignani

Fragmento

Creditos

Título original: Multiversum

Traducción: Juan Carlos Gentile Vitale

1.ª edición: marzo, 2014

© 2014 by Leonardo Patrignani

© Ediciones B, S. A., 2014

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 8279-2014

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-801-8

Maquetación ebook: Caurina.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A mi padre.

En uno de los infinitos mundos paralelos,

antes o después, nos reencontraremos.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

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UN MES DESPUÉS

AGRADECIMIENTOS

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1

Alex Loria estaba listo para la canasta decisiva.

La camiseta amarilla-azul empapada de sudor, un mechón rubio cayéndole sobre la frente y la mirada de quien sabía que marcaría.

Era el capitán. Había conseguido forzar dos tiros libres en el último minuto. El primero había entrado. Aro-tablero-aro-canasta.

Faltaba un solo punto. No podía fallar.

Alex se secó las manos en los pantalones cortos y observó al árbitro mientras le pasaba la pelota. Una rápida mirada glacial al autor de la falta personal, un muchacho que asistía a un instituto vecino, y volvió a concentrarse en el tiro libre.

—Si encesto ganamos el partido, vamos, Alex... —‌se susurró para animarse, mientras con la cabeza inclinada hacía botar la pelota.

Sus compañeros permanecían en silencio, tensos y listos para saltar al rebote. Los habituales gritos de ánimo resonaron en el gimnasio de la escuela. Era solo un amistoso, no había pancartas agitadas por los padres en las gradas ni chicos con palomitas al borde de la cancha. Pero nadie quería perder, especialmente el capitán. De pronto le sobrevino aquella sensación de vacío. Las piernas flojas. Un escalofrío en la espalda. La vista nublada. Mientras compañeros y adversarios lo miraban desconcertados, Alex cayó de rodillas, apoyó una mano en el parqué sintético y comenzó a jadear.

Lo sentía.

Estaba a punto de suceder otra vez.

—¿Quieres hacer el favor de venir a la mesa? —‌‌llamó Clara desde la cocina.

—¡Un momento, mamá!

—¡Hace veinte minutos que dices «un momento»! ¡Muévete!

Jenny Graver bufó y sacudió la cabeza mientras el ratón comenzaba a cerrar las aplicaciones en uso en su MacBookPro. Alzó la vista hacia el reloj de pared. Las ocho y cuarto. Por su tono, su madre no parecía dispuesta a admitir más retrasos.

Jenny se levantó y se miró en el espejo que había en la pared del escritorio. El pelo castaño le caía sobre los anchos hombros de nadadora profesional. A pesar de sus dieciséis años, Jenny ya ostentaba un rico palmarés de medallas, todas colgadas en las paredes del pasillo, en el primer piso de la casa de los Graver. Sus victorias eran el orgullo de su padre, Roger, ex campeón de natación, en sus tiempos muy conocido en Melbourne.

Jenny salió de su habitación y atravesó el pasillo para ir al baño a lavarse las manos. Un exquisito aroma a carne asada subía por las escaleras.

De repente sintió aquel estremecimiento. Lo conocía muy bien.

Se le nubló la vista, avanzó dos pasos y trató de apoyarse en el borde del lavabo para mantenerse en pie. Su cuerpo cedió repentinamente, como si, salvo los brazos, sus músculos ya no respondieran a ninguna orden cerebral.

Estaba a punto de suceder otra vez.

—¿Dónde estás?

La voz retumbó en la cabeza de la chica.

Un repentino silencio.

Gemidos a lo lejos, inquietantes como un llanto que resuena en el fondo de un abismo.

—Dime dónde vives... —‌insistió el chico.

—Mel... —‌Jenny trató de responder.

—Te oigo... Necesito saber dónde estás.

Cada sílaba proferida por Alex era como una aguja clavada en su cabeza. El dolor era punzante.

La respuesta llegó acompañada por una maraña de gritos y risas infantiles. Todo le giraba en la cabeza como un remolino, una confusa mezcla de emociones. Pero aquella palabra llegó por fin hasta él:

—Melbourne.

—Te encontraré —‌fue lo último que dijo Alex antes de que todo se volviera negro.

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2

Clara Graver se quitó los guantes de cocina y corrió al piso de arriba tras oír la caída de Jenny, como un peso muerto. Subió las escaleras, jadeante, arriesgándose a tropezar, y cuando estuvo delante de la puerta entornada la abrió de golpe. Su hija estaba tendida en el suelo, con baba en la boca y un hilo de sangre saliéndole entre los labios.

—¡Jenny! —‌exclamó y se arrodilló junto al cuerpo inconsciente.

Los ojos de la muchacha estaban desencajados, la mirada perdida en el vacío—. Cariño... estoy aquí. Mírame.

Con unas caricias en las mejillas Clara consiguió despertar a su hija. Una técnica sencilla pero eficaz, ya convertida en hábito.

Roger subió los escalones de dos en dos y llegó agitado al baño. Miró primero a su mujer y luego a su hija, que iba recuperándose poco a poco.

—¿Cómo está?

Clara se limitó a encogerse de hombros.

—¿Ha sucedido otra vez? —‌la apremió él, aunque conocía perfectamente la respuesta.

Jenny enfocó lentamente la expresión preocupada de su padre e intentó calmarlo:

—Estoy bien.

—¿Te has golpeado la cabeza?

—No, creo que no.

Roger se acercó y le frotó la nuca. Los dedos se mancharon de rojo.

—Esto es sangre, Jennifer. —‌Su tono no transmitió preocupación, sino más bien resignación.

—¡Oh, Dios mío! —‌exclamó Clara.

—Tranquila, es superficial —‌la serenó él mientras Jenny se masajeaba la cabeza.

—¿Puedes ponerte en pie? —‌le preguntó su madre tendiéndole una mano.

Jenny inclinó el busto y sintió una punzada de dolor en el lado derecho de la frente. Logró levantarse.

—Ahora te vas a la cama. Te prepararé una tisana —‌dijo con tono afectuoso la madre, forzando una sonrisa.

Roger sacudió la cabeza.

—Dios santo, Clara, ¿cuándo entenderás que con tus tisanas no curaremos a nuestra hija? El doctor Coleman había dicho que...

—¡No me importa lo que haya dicho el doctor!

—Si tomaras en consideración la terapia...

—Ya hemos hablado de eso, y la respuesta es ¡no! —‌lo interrumpió, resuelta—. Jenny está... Jenny estará muy bien.

Entretanto, la muchacha se había acercado a la ventana, donde permanecía con la mirada perdida. Más allá de la cortina bordada a mano por su abuela se entreveían los tejados de las casas adosadas de Blyth Street.

Aquella disputa entre sus padres era una escena que Jenny conocía muy bien.

Los desvanecimientos habían empezado cuatro años antes. Ella acababa de festejar su duodécimo cumpleaños y estaba jugando con los regalos traídos por amigos y parientes. Su madre estaba desempolvando los muebles de la sala cuando ella, de pie delante del televisor, se había desplomado súbitamente. Apenas había conseguido decir «Mamá» al notar que la cabeza le pesaba y la vista se le nublaba. La última imagen que distinguió antes de desvanecerse fue el diploma de su madre, enmarcado y colgado en la pared de la sala: Clara Mancinelli, doctora en Letras summa cum laude. Abajo, junto a la firma del rector, el sello de la Universidad la Sapienza de Roma. El pergamino estaba fechado el 8 de mayo de 1996, exactamente una semana antes de que Clara conociera a Roger, que estaba de vacaciones en la capital con un amigo, y decidiera cambiar el curso de su destino siguiéndolo a Australia. A su madre le gustaba recordar que si no hubiera entrado en aquel café para ir al lavabo, Roger y ella no se habrían conocido. Y Jenny nunca habría nacido.

Los exámenes médicos a que sometieron a Jenny no arrojaron ningún resultado preocupante. La niña no tenía problemas de tensión ni de corazón, su salud era perfecta y sus éxitos deportivos así lo demostraban con creces. Había ganado dos años seguidos la medalla de oro del torneo provincial y había sido seleccionada para participar en las Olimpíadas Escolares, para alegría de Roger, que la entrenaba personalmente cuatro tardes por semana en el Melbourne Sports & Aquatic Centre.

Desde entonces, episodios de aquel tipo se habían producido cada vez con mayor frecuencia. A veces presentaban los síntomas de un ataque epiléptico, otras parecían simples desvanecimientos. Según los médicos a los que Clara consultaba, no se daban los supuestos para un tratamiento contra la epilepsia. La pasión de su mujer por las flores de Bach y la homeopatía contrariaba la visión tradicional de Roger, pero hasta entonces ella se había salido con la suya. Nada de fármacos, ninguna terapia.

En los años siguientes, Jenny aprendió a convivir con aquello que llamaba «el ataque». Le había ocurrido en las situaciones más dispares. Durante la excursión escolar a Brisbane, cuando se había desmayado en el vestíbulo del hotel mientras la profesora pasaba lista y distribuía a las muchachas por parejas en las habitaciones. En el cine, cuando ni siquiera sus amigas se habían percatado de que, mientras ellas veían la película, Jenny se había derrumbado en la butaca con la cabeza ladeada y los brazos colgando. Y también en la pizzería, cuando Roger la había llevado a festejar su primera medalla de oro, y en el Burger King, donde el equipo de natación se reunía los viernes con el entrenador. Por no hablar de todas las veces que le había ocurrido en casa, en la cama o en cualquier habitación. Por suerte, pensaba a menudo, el ataque nunca se había producido en la piscina. Su vida habría corrido peligro.

Lo que sus padres no sabían era lo que ocurría durante los desvanecimientos.

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3

El médico del instituto dio una palmadita en el hombro a Alex y lo hizo levantar después de un breve examen. La enfermería, al fondo del pasillo del último piso, junto a la biblioteca, era un cuarto provisto de escritorio, camilla y botiquín. Todo de color blanco, todo frío y poco acogedor como el tono sarcástico y el aire de superioridad del doctor.

—Capitán, recuerda que estamos a un paso de los play-off.

—Lo recuerdo perfectamente —‌repuso Alex mirando al médico, seguro de sí.

—¿El campeonato te estresa demasiado? ¿O el problema son los deberes en casa?

—No me estresa nada —‌mintió el muchacho—. ¿Puedo marcharme?

Esperándolo en el pasillo estaba Teo, el entrenador del equipo de baloncesto, apoyado contra la pared, en las manos una biografía de Michael Jordan, el campeonísimo al que solía citar como ejemplo de deportista perfecto.

Alex lo ignoró y enfiló el pasillo, pero el hombre lo siguió.

—Alex, espera.

—¿Qué pasa? Está todo bien.

—No, no está todo bien. Si estamos así no podré alinearte en el equipo en los play-off.

Alex lo miró fijamente y por un instante pensó en la palabra «estamos». Era costumbre del entrenador: si un muchacho tenía un problema, concernía a todos.

—Haga lo que estime conveniente.

—Tú eres el capitán, tus compañeros te necesitan. Pero si te desplomas en un momento decisivo, y además arriesgas tu salud... pues entonces tenemos un problema.

—¿Y qué quiere que haga? Designe un nuevo capitán si le parece necesario. Los médicos dicen que todo me funciona bien.

—No es esa la opinión de tus padres.

Alex observó al entrenador, que le sostuvo la mirada con ojos decididos.

—Mis padres son demasiado aprensivos.

—Pues a mí me da en la nariz que me ocultas algo. Alex, demonios, eres el mejor, pero no puedo arriesgarme a que... a que lo sucedido hoy se repita durante la final.

—Entonces déjeme en el banquillo, así ni siquiera llegaremos a la final.

Y sin más bajó la escalera y se marchó.

Mientras recorría el Viale Porpora con el cuello de la chaqueta levantado para protegerse del aire frío y punzante de Milán, los pensamientos se le agolpaban en la cabeza. Continuó rumiando hasta que llegó al portal de la señorial casa donde su familia ocupaba un piso regio. No quería perderse la etapa final de la temporada. Era el mejor anotador del torneo, era el capitán, había dado el máximo en todo momento. Pero si el entrenador decidía dejarlo fuera, su opinión serviría de poco.

Subió al primer piso. La señora del piso de al lado lo saludó y él la correspondió con una sonrisa de circunstancia y un gesto de la cabeza.

—No puedo más... —‌susurró para sí mientras giraba la llave en la cerradura de la puerta blindada.

Su casa lo recibió silenciosa como siempre. A aquella hora sus padres estaban en el trabajo. Sobre el mueble del recibidor su madre había dejado una nota, como de costumbre. Rezaba: «Junto al microondas hay una tarta salada. ¡Por favor, estudia! Besos. Mamá.» Alex continuó adelante sin pasar por la cocina.

En su habitación, dejó caer la mochila junto al escritorio, se quitó la chaqueta y se sentó en el borde de la cama. Por suerte, pensó, no se había golpeado la cabeza. Últimamente conseguía anticiparse al ataque y ponerse primero de rodillas, para hacer la caída menos peligrosa. Era un recurso, aunque no resolvía el problema; como mucho, le evitaría lesionarse la cabeza un día u otro.

Se echó de espaldas en la cama, con las manos en la nuca y los ojos entornados.

Las primeras veces percibía un fastidioso rumor indefinido. Con el tiempo había aprendido a reconocer algunos sonidos. El más agradable era el fragor de las olas en los escollos. Otros parecían repiques de campana, algo continuo y odioso.

Esto ocurría durante el primer año de desvanecimientos, cuando Alex tenía doce años. Después hubo una evolución: durante los ataques cobraban forma algunas imágenes en su mente. Eran muy confusas, se superponían y parecía imposible relacionarlas con algo real. Nada que tuviera que ver con su vida o con antiguos recuerdos.

En una de las visiones más vivas y recurrentes, Alex se encontraba recostado en una cama y rodeado de paredes blancas; el mobiliario de la habitación era más que austero. Solo conseguía percibir un crucifijo en la pared de enfrente, un florero encima de una mesita a su derecha y una ventana con la celosía cerrada. Intentaba mover las manos, pero parecían sujetas por algo; un lazo, quizá. Sin duda era su peor pesadilla. En cierto punto, todo se volvía oscuro y comenzaba una serie de lamentos superpuestos. Voces indistintas, ecos de tormentos sin fin.

Otra imagen bastante recurrente en los primeros años era una mano pequeña y regordeta. Alex la aferraba y tiraba para acercarla hacia sí, en vano. Entonces se limitaba a sostenerla. No podía ver más allá, percibir unos rasgos, un contorno definido. Cuando lo intentaba, la pequeña mano se disolvía y se escurría como arena entre los dedos.

Entre las tantas imágenes que se habían alternado en su cabeza en aquellos cuatro años de ataques, recordaba bien la de una playa. A veces veía a lo lejos a una niña, siempre la misma. En el último año habían aparecido otros detalles. El rostro se confundía en la imagen nublada, pero los ojos se distinguían con nitidez. Eran oscuros, tan intensos como para quedar en su memoria. Volvían cada noche. No recordaba cuántas veces los había recordado al despertar; debía de haber sucedido al menos un mes seguido.

Luego habían empezado las voces.

El desvanecimiento siempre era precedido por un escalofrío en la espalda y una sensación de entumecimiento en las articulaciones. Pero un día Alex había oído una voz que trataba de hacerse sitio entre la miríada de rumores y gritos a los que ya se había habituado. Era una voz femenina, joven, pero no entendía qué decía.

Luego había empezado a anotar en un diario las palabras que le parecía discernir. La primera fue «ayuda». Él intentaba responder, pero, a pesar de esforzarse por emitir sonidos, nunca lo consiguió. Según decían sus padres, mientras estaba inconsciente farfullaba algo. Preguntas como «¿Quién eres?» o «¿Dónde estás?».

El muchacho había decidido no comentar a nadie, ni siquiera a sus padres, lo que sentía o veía durante los ataques. No sabía el motivo, pero intuía que aquellas experiencias debían ser protegidas, custodiadas. Era su único secreto.

El episodio más significativo se había producido tres meses antes. Alex acababa de volver a casa del entrenamiento de baloncesto. Faltaba poco para que sus padres regresaran del trabajo. El desvanecimiento se produjo en su cuarto y, en el breve estremecimiento que le precedió, Alex tuvo tiempo de echarse en la cama. La acostumbrada mezcla de imágenes y sonidos surgió en su mente acompañada de un calidoscopio de sensaciones.

Tras los primeros y confusos instantes percibió a lo lejos el rostro de la muchacha. Como siempre, los ojos eran el único detalle que emergía nítidamente de la visión. Pero la voz era más clara.

—¿Existes de verdad?

Él vaciló un instante, sin saber si había oído de verdad aquella pregunta tan clara y precisa. Nunca le había ocurrido algo similar, y estaba tan emocionado como asustado.

—Sí, existo.

—¿Cómo te llamas?

El eco de aquellas pocas palabras lo transportó a una dimensión maravillosa, dándole una sensación de placer y plenitud.

—Alex. ¿Y tú?

Una maraña de gritos desgarradores resonaba a lo lejos.

—Jenny.

Luego la muchacha se había desvanecido, absorbida por una espiral de imágenes confusas.

En la entrada del diario de Alex de aquel día estaba explicado y subrayado. Era el 27 de julio de 2014. Había sentido la presencia de la chica. Había percibido algo terriblemente real. No se trataba de un sueño, estaba seguro, ni de una alucinación o una visión.

Alex se había comunicado con una muchacha que estaba en alguna parte del mundo. No tenía ni idea de cómo era posible, pero estaba convencido: Jenny existía.

Y muy probablemente estaba lidiando con los mismos pensamientos.

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4

«Se lo he dicho», pensó Jenny mientras se sentaba a la mesa disimulando la emoción. Su padre le dirigió una mirada indagadora, para comprobar si su hija se encontraba bien después de su enésimo desvanecimiento. El reloj de cuco colgado junto a la nevera, comprado por los Graver en la pasada Navidad en un puesto a la entrada del Altona Coastal Park, marcaba las nueve menos veinte.

—Me parece que estás mejor, Jenny —‌dijo su madre mientras servía el asado.

—Deja que sea ella quien diga si está bien —‌intervino el padre.

Su mujer suspiró sin replicar y se sentó a la mesa como si no pasara nada.

Pero a Jenny, aquella tarde, no la preocupaba lo que dijeran sus padres. Sus pensamientos eran todos para Alex.

«Le he dicho dónde vivo, lo he conseguido.»

Se esforzaba por hacerlo desde hacía mucho tiempo. Durante el último año había intentado varias veces comunicar algo más de sí, aparte de su nombre, pero creía que no estaba en condiciones. Además, nunca había querido admitir del todo que aquella voz en su cabeza perteneciera a una persona real. Y había también otro motivo que la disuadía

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