Chanel, cocaína y Dom Pérignon

José María Sanz 'Loquillo'

Fragmento

Intro

Intro

«El chico de la moto reina.»

La ley de la calle (Rumble Fish),
FRANCIS F. COPPOLA (1983),
basada en la novela homónima de Susan E. Hinton

Los años vividos en Madrid han sido como ponerse una venda en los ojos. La realidad de las calles de la Condal es otra, muy distinta a lo que yo imaginaba. Las caras y los nombres de sus protagonistas ya no son los mismos, y los que lo fueron distan una inmensidad de como los había conocido.

La nueva hornada de outsiders no conoce a nadie.

La respuesta la encuentro en el film de Coppola, no puede ser más premonitoria: «Las drogas mataron a las bandas».

Los lugares comunes son ahora punto de encuentro de los aspirantes a Rusty James, pero yo no soy el chico de la moto.

La frase de marras retumba en mi interior. Fuera códigos, valores y lealtades. ¿Realmente es esto lo que nos espera?

Ya nadie canta los viejos temas de Dion and the Belmonts, las calles arden de tipos enfundados en cuero y motos de otra época; se buscan y se encuentran con excesiva frecuencia.

Ellas, a la contra, los esperan porque quieren ser sus reinas, y compiten por obtener alguno de los presentes que los jinetes del asfalto guardan en sus alforjas.

Desde mi refugio madrileño he creído tener la distancia perfecta para analizar la historia de dos ciudades que parecen complementarse. Una parece sustituir a la otra cuando se agota la oferta, una competencia necesaria en esta España cambiante heredera de un tiempo que se nos antoja haber dejado atrás hace una eternidad, o eso nos parece a nosotros, que no hemos cumplido los veinticinco. Además, viajamos a una velocidad que dobla a la del resto de la humanidad.

La Barcelona de hoy es, a diferencia de la de los primeros años de la década, una ciudad que busca vender modernidad y vanguardia. En una palabra, ser cool, deshacerse de una vez por todas de la mochila gris de la transición.

El diseño barcelonés hace tiempo que juega en otra liga, marca la diferencia entre los profesionales del sector y en poco tiempo se ha convertido en un mantra que lo envuelve todo. Alguien acuña la frase «¿Estudias o diseñas?».

En las calles se respira la sensación de que algo va a suceder pronto. Estamos de subidón, el virus se propaga, el contagio es general.

Nosotros, es decir, Sabino Méndez y un servidor, cómodamente asentados en el centro del huracán, nos dedicamos a crear expectativas.

Con una pie en la Condal miramos de reojo a Madrid, que sigue controlando el show business.

Ninguna compañía discográfica ha vuelto a instalarse en BCN después de haber huido a la capital tras el advenimiento de Jordi Pujol al poder de la Generalitat. Las grandes compañías mantienen delegaciones destinadas a la promoción de los artistas de turno y poco más; las decisiones de calado se siguen tomando en la capital.

Si tengo que ser sincero, por una razón o por otra me siento cómodo a medio camino de ninguna parte.

Europa nos mira, el «No» a la permanencia en la OTAN es un contratiempo que no nos podemos permitir. El discurso de la izquierda tardofranquista se diluye, las barbas y los trajes de pana —que hasta hace bien poco eran marca de fábrica— se han sustituido por un aspecto más desenfadado y moderno.

Juan Carlos I se ha convertido en un embajador perfecto para este modelo de transición democrática que es España. ETA militar persiste en joder la fiesta a todo el mundo; los coches bomba y las bombas lapa demuestran que siguen a la vanguardia del negocio del terror.

El chico de la Moncloa es el Rey, la socialdemocracia europea es el modelo a seguir, nuestro presidente tiene un nutrido club de fans en la Comunidad Europea y formar parte de ella está al caer.

El término «felipismo» consigue un amplio consenso entre la clase política.

A cambio, el sueño de unas olimpiadas en la Condal embruja a todos y, por un momento, Pasqual Maragall compite en un duelo de egos complementarios con el presidente del Gobierno, Felipe González. ¿Será verdad eso de la doble capitalidad?

Maragall tiene a su favor que ejerce de contrapoder frente a la Generalitat nacionalista. Ha conseguido elevar la moral de los barceloneses tras décadas en las que se recordaba desde el Gobierno central que Barcelona era la ciudad de los que habían perdido la guerra.

Ser barcelonés, por si alguien no lo pilla, tiene que ver con un ADN metropolitano y cosmopolita que dista tres mil años luz de la Cataluña tradicionalista y conservadora, tan lejos y tan cerca de nuestra realidad.

Barcelona empieza a marcar paquete frente a la capital y Loquillo y Trogloditas parecen moverse entre dos aguas.

Pero no se equivoquen.

Nunca más BCN volverá a brillar tanto, algunos de sus protagonistas empezamos a ser conscientes del papel que nos toca representar, vivimos años urgentes, los felices ochenta.

Será el fogonazo antes de que la luz se apague definitivamente.

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