La hora de la verdad (Flash Ensayo)

Andrew Solomon

Fragmento

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En la nueva casa de Peter Lanza, situada en un solitario camino privado del condado de Fairfield, Connecticut, hay un desván repleto de cajones de lo que llama «el material». Desde el día de diciembre de 2012 en que su hijo Adam se quitó la vida después de matar a su madre y a veintiséis personas más en la escuela primaria Sandy Hook, desconocidos de todo el mundo le han enviado miles y miles de cartas y otros objetos: chales de oración, biblias, ositos de peluche, juguetes artesanales, cuentos con títulos como «Mi primera Navidad en el Cielo», o cruces, una de ellas hecha por reclusos. También le enviaban golosinas; cuando fui a ver a Peter el pasado otoño me enseñó una bolsa de caramelos de hacía años. No había querido tirar nada de lo que le habían mandado pero, me confesó: «Me daba aprensión comer cualquier cosa». Tampoco dejó que Shelley Lanza —su segunda esposa— lo hiciera. No había modo de asegurarse de que no estuvieran envenenados. En el piso de abajo, donde Peter tiene su despacho, vi una caja llena de fotografías familiares. Antes estaban a la vista, me comentó, pero ahora no podía mirar a Adam, y le parecía extraño colgar fotos de Ryan, su hijo mayor, y no de Adam. «No sé cómo afrontarlo», admitió. Más tarde, añadió: «No puedes llorar por el niño que fue. No puedes engañarte».

Desde el tiroteo Peter ha evitado a la prensa, pero en septiembre, cuando el primer aniversario de la matanza de su hijo se acercaba, se puso en contacto conmigo para comunicarme que estaba preparado para contar su historia. Nos reunimos seis veces para realizar entrevistas que se alargaron hasta siete horas. Shelley, bibliotecaria de la Universidad de Connecticut, solía unírsenos a la hora de comer y nos preparaba sopa, chili con carne o alguna ensalada. A veces jugábamos con su pastor alemán. Cuando Peter habla, su acento aún tiene un fuerte deje del área rural de Massachusetts y del sur de New Hampshire, donde creció junto con Nancy, su primera esposa y madre de Adam. Es un hombre afable, con un aplomo que a menudo oculta su desesperación. Peter es contable y vicepresidente de impuestos en una filial de la General Electric. Pone un énfasis casi fanático en los hechos, y nada le molesta más cuando hablamos que las conjeturas, vengan de mí, de los medios de comunicación o de cualquier otra persona. No es dado a la introspección, y a menudo era Shelley quien señalaba las ramificaciones emocionales que se desprendían de lo que él decía.

Peter llevaba dos años sin ver a su hijo cuando se produjeron los asesinatos de Sandy Hook, y ni siquiera con la perspectiva que da el tiempo cree que se hubiera podido presagiar la catástrofe. Pero piensa constantemente en lo que pudo haber hecho diferente y lamenta no haber presionado más para ver a Adam. «Cualquier cambio en mi modo de actuar y en mi relación con él habría ayudado, porque las consecuencias no podían haber sido peores», señaló. En otra ocasión comentó: «No se puede ser más malvado», y añadió: «¿Cuánto me mortifico por el hecho de que sea mi hijo? Mucho».

Dependiendo de a quién se le pregunte, en Newtown hubo veintiséis, veintisiete o veintiocho víctimas. Veintiséis si se cuenta solo a las personas asesinadas en la escuela primaria Sandy Hook; veintisiete si se incluye a Nancy Lanza; veintiocho si se considera una pérdida el suicidio de Adam. En el tejado de la estación de bomberos local hay veintiséis estrellas. En el aniversario del tiroteo, el presidente Obama se refirió a los «seis educadores dedicados y veinte hermosos niños» que habían muerto asesinados, y el gobernador de Connecticut pidió a las iglesias que tañeran las campanas veintiséis veces. En algunas iglesias de Newtown ya habían conmemorado a las víctimas con veintiocho campanadas, pero había cobrado fuerza la creencia de que Nancy —una aficionada a las armas de fuego que había enseñado a Adam a disparar— era cómplice del crimen en lugar de víctima. Emily Miller, una periodista del Washington Times, escribió: «No podemos atribuir la terrible matanza de Lanza a la laxitud de las leyes de control de armas, al difícil acceso a los tratamientos de salud mental, a los fármacos recetados o a los videojuegos. Podemos señalar a una madre que debía haber sido más consciente de lo enfermo que estaba su hijo y haberlo obligado a tratarse».

Un control de las armas de fuego inadecuado y unos servicios de atención psiquiátrica insuficientes son problemas que invariablemente definen el debate tras atrocidades como la de Newtown. Pero, por importantes que sean estas cuestiones, el impulso que nos mueve a comprender las razones viene posiblemente de una necesidad más básica: dar sentido a lo que parece un sinsentido. Cuando el fiscal del estado de Connecticut publicó un informe en diciembre, la CNN anunció: «El asesino de Sandy Hook, Adam Lanza, se llevó sus motivos a la tumba». Un titular del Times rezaba: «Chilling Look At Newtown Killer, but no “why”» («Una mirada escalofriante al asesino de Newtown, pero sin el “porqué”»). Sin embargo, ningún «motivo» puede mitigar el h

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