Fresy Cool

Antonio J. Rodríguez
Antonio J. Rodríguez

Fragmento

I. UNDERGROUND FLAVOR FROM LÍNEA 1&10

I

UNDERGROUND FLAVOR

FROM LÍNEA 1&10

Lo primero que a Pleonasmo Chief se le ocurre recién pone su rúbrica en el contrato, el trasero encima de un asiento forrado en vete tú a saber qué clase de materia prima es ésta, piensa, piel de jirafa o de coyote casi con total seguridad, en aséptico despacho globalizado, piensa, y contorno de alegría más o menos virtual, como toda felicidad corporativa es; nunca faltará ese 10 por ciento de desconfianza en su receta –como el amor, caramba, piensa–, BlackBerry Happiness, en resumen; lo primero que piensa, decíamos, es en la mudanza al barrio de Maravillas, o sea Malasaña, Madrizentro, Fresy Cool Sh*t! La Ciudad de los Campeones, dice. Y así es como sin tapujos lo manifiesta: «Eh, ¿vendréis a la fiesta que voy a dar en mi nuevo piso la semana que viene, no, o qué?», de modo que es ese tú a tú que entabla con la dirección de la sección cultural y del periódico de marras lo que confirma la superación del que, qué duda cabe, constituye el más doloroso mal de siglo:

encontrar un lugar en el mundo.

Porque para estar aquí, antes tuvo Pleonasmo Chief que conocer el desierto.

El desierto y la soledad abisal del que se prepara para una maratón a diez mil pies por encima del nivel del mar, en el Cañón de Colorado o a pie del Everest: la emigración; el destierro de unos orígenes poco o nada prometedores deambulando por institutos locales, esa institución ultraconservadora donde las haya. Etcétera.

Pensar en un McJob diez veces al día: único mantra válido para hacer caso al despertador a las seis de la mañana.

Aunque, mejor, centrémonos en el lado feliz de los acontecimientos.

Obsérvese cómo salta la onda expansiva de la estéril sala de conferencias a ese otro despacho de paredes aceradas que preside Papá Pleonasmo, en lo que para él parece estar siendo un día de asueto en toda regla, enganchado como está al hilo telefónico; repasando su agenda de contactos a lo largo de la geografía de sucursales por las que ha ido desempeñando su trabajo para transmitir la buena nueva:

–¡Mi hijo se independiza!

Y Mamá Pleonasmo, que conserva dentro de una carpeta de favoritos recién creada en su Explorer interesantes ofertas vacacionales.

Archibald, The King, responsable de esa sección cultural que acaba de alistar en sus filas a P., ahora de baja por paternidad, aprovecha igualmente para enviarle desde casa «un fuerte abrazo» y desearle mucha suerte «en este safari de hienas y panteras», término con el que seguir haciendo hincapié en los peligros de la profesión, y de paso, dar cuenta de su orgullosa vigorexia intelectual, considera, a la hora de construir figuras literarias (ni que decir tiene, Archibald también practica el ejercicio de la novelística, con resultados no demasiado satisfactorios, cree Chief, pero, eso sí, avalado por los favores de la crítica, habida cuenta de su responsabilidad como agitador de conciencias).

Nuestro joven héroe, dos contratos temporales de seis meses cada uno mediante, y resmas de folios diseminados desde los diecisiete a lo largo de fanzines latinoamericanos, webs de tendencias, suplementos provinciales y tantas otras piezas inéditas, trescientos o cuatrocientos folios, calcula, e incluso un insignificante período como negro literario escribiendo poemas de amor para una empresa de servicios de telefonía móvil, y relatos eróticos escritos en primera persona que se suponían testimonios de pornoestrellas leídos en revistas para adultos, acaba de dar por sentado ese sueño que revolotea en el superego de los nueve mil y pico alumnos con los que ha compartido asiento en su facultad, o simplemente se ha cruzado en los pasillos a lo largo de cinco promociones.

Fastidiaos,

es lo que su excitación le lleva a exteriorizar cuando piensa en quienes llegaron a cursar un año más para continuar disfrutando de los favores de una beca otorgada por el Centro de Prácticas en Empresa.

Becas farragosas, piensa. Becas que exigen una no cualificación, y a cambio facilitan a la compañía equis prescindir de salarios convencionales para un puesto que procederemos a describir como heredero directo del sistema fordista.

Muchachos convencidos de que la manzana está podrida.

Finalizado el trámite, las cervezas en la cantina del periódico y las últimas felicitaciones que le llegan al móvil al ocaso, ya de camino al estudio, ordena al taxi detenerse en una tienda de artículos pop; allí compra un tocadiscos y su primer elepé de los Beatles.

Pleonasmo Chief está dispuesto a iniciar una nueva andadura en el coleccionismo musical.

Borrón y cuenta nueva.

Se pregunta: ¿En qué quiero gastarme la billetera?

Gimnasios. Abogados. Numismática. Psicoanálisis. Reformar el baño.

Arrojar a la basura tantas novedades editoriales por las que no pagó un pavo, y cuya lectura concluyó en la página doce o cuarenta y tres para acto seguido redactar artículos incendiarios que contribuirían a acelerar la muerte del creador emergente en cuestión –escribir reseñas de libros malos, cree Bloom, perjudica seriamente la salud espiritual–, y en su lugar, decíamos, acumular elepés de The Clash o de Nina Simone o de Pearl Jam o de Air o de la Velvet o de Depeche Mode.

Comprar, consumir drogas. Aunque lo que su pregunta esconde de veras es con qué clase de mujeres quiere acostarse ahora: ahora que la vida va en serio, y Pleonasmo Chief empieza a comprenderlo en el instante adecuado.

Tengo una profesión liberal, se parte de la risa mientras silba «Love Me Do».

O Pleonasmo Chief al 115 por cien, a.k.a. La clase de persona capaz de impregnar Moët & Chandon en bollería industrial, que es como decir

cómete una Piero Manzoni, chaVal.

Hablamos de champán en vasos de poliestireno que descansa sobre los escasos capilares en torno a la tripa de Pleonasmo Chief, de eso se trata, folks, para el desayuno de un domingo en agradable compañía: instante de inaprensible satisfacción, el mismo en el que abre el ojo y halla la cifra 12.27 a.m. impresa en el LCD.

Como cortar cocaína, piensa.

Como comer huevas fritas de diplodocus directamente en la sartén; untar las fresas con nata y chocolate fondue, en la cama, susurra un disparate semejante a Lola Font, ambos sufriendo las consecuencias de una noche loca, loquísima, o qué.

Hablamos de medio kilo de Peta Zetas y un paquete de Donettes; casi un librillo entero de OCB gastado.

Y Remolacho, el elefante vegetariano morado cuya altura alcanza los treinta centímetros, elefante-bonsái, pues, esa mascota que Pleonasmo compró en la tienda de artículos pop un poco más caro que el tocadiscos Vestax, se insinúa sexy en el salón a los muchachos; sexyporn, es mejor decir, o sea exhibiendo a la pareja su tattoo Mother Luv rojo pasión o carmín que lleva pintado en la nalga.

Así es como va la cosa por aquí, folks.

Un par de tipos que se pasan la noche entera encasquetados en el sofá rojo del salón, los pies atrapados por calcetines de marcianitos que orbitan en torno al planeta Atari (las Vans desatadas echando humo en la cocina, algunas horas más tarde de recorrer poderosamente la ciudad arriba y abajo) encima de una mesa horrible, como rústica, glup, dice alguien, pero quién, consumiendo una tras otra varias cintas filmadas por Erika Lust.

¿Ves?, pulsa Pause, Es ese detalle, toma aire, Ese fotograma de la actriz que sostiene una guía turística de Marruecos, piedra angular para entender el sustrato de clase en las pelis de esta mujercita; peculiarísima reformulación suya del mito del mecánico bribón, ahora capaz de inyectar un aura de cosmopolitismo erásmico; escatografías: el sonido de la pedorreta al contacto de dos cuerpos durante el sexo provoca risas sólo en tanto que hoy, demos gracias al dedo de Terry Richardson o de Jamie Taete apretando el botón de su cámara para Vice, por ejemplo, ser un «rentista del pesimismo» puede traer consecuencias importantes para que los parias del mundo libérense al fin de los grilletes, de igual modo que una gorda peliverde se dirige a nosotros canturreando con biquini y sostén compuestos a base de triángulos de pizza,

y los anoréxicos han dejado de molar tanto.

Como reproducir el rugido de un Hummer al cambiar a verde el semáforo en cualquiera de las principales arterias acá en los madrises al eructar Chupa Chups.

Los mismos renacuajos que practicaban emotional black-mailing a sus viejos para hacerse con cinco kilos de chocolate en polvo, ahora mezclan el Absolut con limón en la Turbocao.

Hablamos de combar/tronchar muelles.

Aunque también:

Esta es la historia de un talón que se posa encima del parquet frío, después del amor,

ya saben con quién,

sobre la alfombra, y camina para revisar los mensajes en el teléfono y los correos en la bandeja de entrada.

–Creo que piensas mejor que follas –comenta Lola Font.

Mentiríamos al decir que también es la historia de un hombre que quiere parecer lo que no es, pero sí la historia de un hombre que sabe lo que es, lo que quiere ser y lo que no.

–Pero lo cierto es que no follas nada mal –continúa.

La historia de un periodista cínico y de un académico con el alma helada; o mejor, la historia de un narrador desdoblado, que encuentra su tabla de salvación en la, digamos, encrucijada malévola que son los cenáculos literarios, y que recela, al mismo tiempo, o que baila entre una microsociedad pop y otra sectarista, y busca desesperadamente espacios intersticiales.

La historia de un hombre que pacta con sus lectores la vox pópuli del roman à clef (la historia del latinajo y el extranjerismo entreverado): escritura peligrosa, como Spanbauer, que halla en este mecanismo, tanto como en la costumbre de integrar teoría, su modo de conducir al extremo la obsesión por lo verosímil de la ficción.

Nada sería igual, o al menos nuestro personaje no podría decir que escapa a la acción sistematizada –un día más y otro–, sin esos ratos en los que Pleonasmo regresa en un cercanías pensando demasiadas cosas; atrapado por la tentación de sentirse reducido al mínimo exponente humano, kleenex reutilizado, como un modo de recordar que aún (la escaramuza) no está ganada,

ni perdida,

«Consideramos oportuna tu propuesta de publicación en el próximo número de la revista ******», «Me gustó mucho tu último artículo sobre la obra de teatro aquella, ¿de dónde sacas el tiempo para escribir?», «¿Algún plan para este jueves? Marcia Moreno habló del concierto de The Secret Society en la Sala Heineken…», lee en Outlook.

La historia de un labio –lo diremos– que conserva el sabor del sexo; metafórico o no.

Busca una boca que sepa a tu propio semen y tabaco, y bésala.

La de un ojo que aprehende los pósteres de grupos musicales y cine que hizo historia en la década de los noventa, las baterías de libros sobre el suelo como señal más o menos entrañable de una apuesta hacia la cultura indie; desplegada, la agenda para el mes de enero que el CBA ha programado en esta ciudad, los recortes de periódicos clavados en el corcho, el Staedtler Lumocolor, los vasos con poso de café y té repartidos por estanterías y mesitas, y la bufanda de un equipo deportivo colgada en la silla giratoria como jarro de agua fría.

He aquí la leyenda sobre el caballero de maza con pinchos y alabardas, caballero que osó combatir (¿o fugarse?) de una popular serpiente alada, víbora de fuego en la lengua y escamas venenosas que encarna el horror ante la ausencia de originalidad, y a sí mismo sabe admitirse el último rapsoda que atrapó las epopeyas orales de cientos, miles de anónimos y conocidos aedos que lo precedieron, pues todos somos Homero, y así, farsantes: suyos, de nuestro héroe, son los dominios del efecto, primera consideración que un narrador frente al fuego ha de haber previsto, a fin de sacudir los cimientos que sostienen el alma de los interlocutores, y con él la embestida a las estructuras temporales que siguen la estela de Brönte, Sterne, Proust y Stein, y la confusión de todas las instancias narrativas. He dicho.

La nuestra es la historia de un puño de hierro que osa atrapar el aire, alerta Moschino.

Matícese aquí que Moschino no viste Moschino, pero su estatura es de dos palmos en esa imaginación que habita; luce un bonito traje de tweed a cuadros y corona su cabeza la boina marsellesa que tomó prestada de Papá Pitufo. Como lo oyen. Su piel cuarteada es de reptil y fuma en pipa 24/7 (guarda un cierto parecido con Sherlock Holmes, apostillaría Pleo). Nadie, jamás, ha oído hablar de él: nuestro protagonista teme que lo tomen por loco al hablar de su mejor amigo, razón por la que Lola Font se extraña cada vez que pone unos ojos de recordatorio en busca de su Pepito Grillo o voz de la conciencia. Dar respuesta a una función específica, inalienable, es la razón por la cual Moschino existe, a saber, desempeñar el arbitrio cuando Pleonasmo está bien jodido y es tentado por la opción de sacar a colación su privacidad como algodón de azúcar (levantarse una mañana y reprimir el impulso de confesar vía telefónica que su último –y agradable– sueño fue protagonizado por ella) o vilipendiar detalles de la Font –inconscientes o no- con los que no está del todo de acuerdo: mensajes que denotan exceso de confianza, vocecillas aflautadas después de, verbigracia.

El arte del fingimiento.

Que nadie sospeche que bajo la fortaleza pleonásmica hay solo un castillo de naipes levantado sobre arenas movedizas. Es entonces, digamos, cuando Moschino entra en escena para consumar una sociedad (ya saben, tres personas como mínimo para imponer cierto orden) y sacar su señal de Stop, robada en un puesto del MOP.

¡Nein!, grita el fascista, y todo sigue sobre ruedas.

Porque solo IB-LABS ofrece un producto con un 60 por ciento más de Buen Rollo –«Hace calor, pero s’está way»: ése es el lema–, wishful thinking cubierto con una delgada capa de dulce de leche, una receta que corre a cargo de los mejores dietistas, rescatados de punteras universidades norteamericanas y japonesas: delegad responsabilidades, y veréis cómo vuestras digestiones no serán ofendidas por vulgares azúcares industriales.

Alucinaciones a precio de costo: sólo Fresy Cool Sh*t! lava más blanco; o

Underground Flavor from Línea 1 & 10, a.k.a., exprime tu mundo.

Y en el corazón del producto: CREAM; apta para derretirse en el paladar y provocar una explosión de sensaciones y sabores.

No estamos locos; sabemos lo que queremos.

Probad de esta m**rd*,

y sabréis lo que es bueno.

Chekeraut!

Testosteronizados, anfetamínicos, adrenalínicos (drama químico), más de cuarenta y ocho horas sin probar nicotina y la primera bocanada de humo que entra por los resquicios de la dentadura sucia de café provoca sinopsis de éxtasis. ¡Yeah!, celebran; Moschino y Pleonasmo comparten deseos de estrangular a Changó; regresar a los ejercicios de musculación (único deporte, tal vez, compatible con el humo): «Pero ¿quién soporta a los perdedores?, ¿eh?, ¿quién?», dice Pleo a Moschino cuando levanta por quincuagésimo novena vez la mancuerna de diez kilos; explorar la geografía femenina como quien interpreta conciertos para Underwood Five en QWERT de madrugada, machacar las teclas, machacar la sesera de las teclas con falanges de yunque, traducir el efecto de la violencia a la prosa, la clase de libro que uno querría leer para aplacar el instinto homicida, como que una aceptación economicista de la emotividad genera esquizofrenia y exige polifonía emocional frente al folio en blanco, y afuera, el alcantarillado abierto, la lluvia ácida, las palabras de neón que tartamudean y mueren, las fugas de gas, los alaridos, las vejaciones, los vehículos de dos ruedas que funden el asfalto como emmental en la sandwichera, la tormenta del desierto, la luna nueva.

Lobos cyberpunks aúllan en la ciudad.

Para cuando Pleonasmo elucubra el modo de acabar con Changó, Lola Font llega tarde para regresar sobre sus pasos: intimísimas confesiones en la cama king size, ese terror hacia la sonda con que los Agentes-Molusco de IB-LABS arponearon y succionaron la gelatina cenicienta de Pleonasmo Skull, la nula maldad con que bromea sobre la sexualidad de Changó:

–Olvídate de ella, te astillará el corazón –aconsejaron a Pleo quienes no confiaban en sus posibilidades.

El arte del fingimiento, hablábamos, mientras un viejo amigo dice que se le está subiendo a la cabeza.

¡Ja!

Cambio de planes, contesta él: «Finalmente Lola Font vendrá a mi casa esta noche».

Intro: la amistad no existe en nuestra época: sólo el sexo y el amor producen problemas.

La réplica de Cáncer: «…», textualmente, dice, como queriendo transmitir su más absoluto desprecio a través del Messenger. Un medio que Chief, ese que recibiera una educación elemental en colegios de ideario católico, bautizado y comulgado después, incapaz de construir una mentira verosímil, aprovecha para prescindir de la consecuente voz impostada, probablemente torpe, en el momento de expresar la excusa.

Su viejo amigo sigue disparando durísimas críticas por faltar a la palabra de forma tan desvergonzada, rocambolesca.

–¿Y cómo me lo tomo yo eso? –dice.

Pacientemente Pleo argumenta lo falso que por su parte sería acompañarle a él y a ese otro conocido suyo, Toti, El Toti, concretamente (la clase de persona que pregunta si bebidas se escribe con dos bes, anota Chief), a una de esas discotecas atestadas de negros grandes como secuoyas, badanas de licra, gafas oscuras al interior –aunque sin el gusto de Miles–, y piruletas en la boca como Lolitas de Kubrick. Los mismos negros que de lunes a viernes extienden sus mantas en los pasillos del metro de Madrizentro y regresan a sus ratoneras periféricas con la esperanza de conquistar el Centro llegado el fin de semana, y seducir negras espigadas de caderas mecánicas y –¡wow!– vértigo.

Falso –insiste Pleonasmo, porque «aquí, en medio de este capitalismo de los sentimientos», que matizaría un personaje de Kureishi, mejor será practicar sexo auténtico, hasta que amanece, en lugar de conformarse con aplaudir las bondades que la naturaleza concede a la mujer de color.

¿No, o qué?, ¿eh?

Pero lo cierto es que tras el combate argumental entre el valor que cada cual otorga a la amistad y el debate generado en torno a la mujer como paradigma de la posesión y embudo conductor a la exclusión social, Pleonasmo calla –trata de eludir– el conflicto de clases. Exégesis: la relación que lo une a Cáncer proveniente de cierto concierto de hip hop en tiempos inmemorables, esos de mejor pasar página, constituye a ratos situaciones de incomodidad, pues el sustrato esnob del actual concepto de diversión pleonásmica en malasañeros conciertos de indie-rock, cuando no presentaciones de libros en La Central o Fnac Callao, choca frontalmente con botellones en parques y charlas bizarras –machistas, confesémoslo– entre maqueteros cantantes de rap, chicos de bíceps esculpidos por extrarradiales Fidias en gimnasios, capaces de armar revuelo en el club por su parecido con célebres actores de telenovelas latinoamericanas, y ex presidiarios que fueron condenados a dos meses de prisión por robo, ahora empleados en fábricas donde pasan el máximo de horas posible fumando droga dentro de los lavabos, o bien descargando patadas contra la maquinaria cuando ésta se estropea, y de regreso a casa, sudorosos tras un partido de fútbol 7, las cucarachas zapateando sobre el alféizar de las ventanas, acaparando enfermedades sexuales por obviar fundamentales hábitos de higiene;

y el precio de los profilácticos, por las nubes.

Salvado el escollo, Pleonasmo se encierra en casa a escribir hasta que el sueño le atrapa, los ojos se le caen de las cuencas y acaba por tragarse el plasma del ordenador, pues, antes de que sea demasiado tarde, ésta debería ser la historia de un joven escritor desconocido que trabajará hasta la extremaunción, aunque no como si del comienzo de una obra que le llevara toda su vida se tratara, sino como un valiente punto final, El Principito que extrae Excalibur de una piedra filosofal.

Y antes, mucho-mucho antes que la literatura, ésta será la historia del rap, efecto y tensión de las palabras en las que nunca ocurre nada, como la vida misma, y se apoderan de nuestros corazones.

Alternativa que mola. Pleonasmo consulta la Guía On de Madrizentro y se arroja a la búsqueda de la experiencia literaria.

Como que fue en una fiesta de recaudación de fondos para los niños de Honduras donde Pleonasmo Chief conoció al doctor Skinner; para ser más precisos, señalaremos que el encuentro tuvo lugar con la chorra fuera, en los urinarios de los water closet para hombres, justo cuando nuestro protagonista apuntaba al más extraño de los vómitos jamás visto; aquel amasijo de tallarines radiactivos como recién cocinados, engullidos por el sujeto enfermo y regurgitados más tarde, limpios de cualquier ácido gástrico, fascinante homage a Duchamp, murmuró algo parecido el personaje con el cigarrillo colgándole del labio inferior. El psicoanalista Skinner tocó el hombro de Pleonasmo y le preguntó:

–¿No eres tú quien escribe columnas los martes para cierto periódico de izquierdas?

A lo cual Pleonasmo respondió que sí, se lavó las manos y estrechó la derecha del doctor en un acceso de sociabilidad, no tanto fruto de la bebida como atribuible al hecho de que jamás, jamás, en su carrera como crítico cultural nadie lo hubiera reconocido por la calle como si de una celebridad se tratara, situación que el bueno de Pleonasmo no quiso vincular al nivel cultural del país. Acto seguido los amigos de Alejandro Skinner, enormes y bávaras mujeres de vestidos de topos y barbudos aspirantes a cantautores de tamaño bolsillo, casi parecían llaveros, pensó Pleonasmo, y los amigos de éste, Bucanero Chicano y Marcia Moreno, se reunieron a conversar sobre el estado de salud de la prensa española y sobre el estado de salud del deporte español y sobre el estado de salud del psicoanálisis argentino, algo que aburrió de lo lindo a Bucanero y Marcia, acostumbrados como estaban a ser el centro de atención como ejemplos de lucha por la superación provenientes de países cuyas economías se tambaleaban peligrosamente, pero que en contraposición consiguió expulsar a Lola Font de la memoria pleonásmica. La misma Lola Font a la que en mitad del concierto telefoneó para compartir un track del último disco de The Secret Society, bebiendo Heineken fresca en Malasaña mientras Pepo Márquez exige silencio a sus oyentes, en tanto que desconoce por qué los asistentes a una conferencia guardan silencio sepulcral y aplauden al término de la misma, mientras ese otro público de conciertos mantiene la dudosa costumbre de hablar y hablar a gritos y situar la música en directo como ruido de fondo, hace que Pleo encuentre su sitio en el «centro de la modernidad», consciente de que si algún día llega a tener nietos no dudarán éstos en carcajearse con fauces de sanguinario cancerbero a propósito de la analepsis setentera y ochentera que caracterizó la cultura de subsuelo en los albores del siglo XXI, algo así como el conservadurismo con que suele asociarse la vuelta a los clásicos.

Lo que sus nietos no querrán admitir es que Pleo vivió su tiempo con intensidad desmedida, prescindiendo de cordones sanitarios o de saludables distancias para leerse en perspectiva.

Y vuelta a casa algunas horas después.

Suave es la noche aquí, en Malasaña, a 16 grados Celsius, 32 por ciento de humedad exterior, 1.030 milibares, viento dirección NO a una velocidad de 5,9 km/h, y 1,2 mm de precipitaciones diarias, y a Chief, que tan solo se siente ahora, le entra to’ la bajona ahí sólo de pensar en lo mucho que le gustaría encontrar a la Font en el sofá rojo del dep., de modo que sea posible recuperar la última hora con los colegas de siempre, ay, tan poco ambiciosos, tan resueltamente aburridos, tan ocupados en beberse toda la cachaça del hood, demonios, hazaña a la que también él ha contribuido gustosamente. Algo peor es acceder al torbellino de escenas traumáticas: la angustia de papá y mamá por tu inoperancia y desánimo académicos, los no desayunos en cafeterías cercanas al Dos de Mayo con Lola Font cuando Changó la monopoliza.

Y por supuesto, Daisy.

Todos tenemos un pasado; axioma metodológico del autor sin recursos.

Partamos de un hecho ir rebatible, aconseja Moloch Mosch.: la madurez psicológica del individuo que habita la polis va concluyéndose en un desagradable proceso donde la escaramuza por ocupar un avatar netamente público tiene lugar; que los distintos prosopon que uno es capaz de desarrollar a lo largo de su adolescencia –siempre en base al espectro social donde desenvolverse– vayan convergiendo en uno solo, de modo que las probables disonancias cognoscitivas queden eliminadas de raíz;

o la mala conciencia de confesar a X la pesadumbre que Z le provoca, y de regreso a Z, la ternura, la sinrazón; por ejemplo.

Hubo un tiempo, antes de la marihuana en el balcón (hablamos de una semilla legítima, o sea no subrepticia ni tampoco incautada por esa Gestapo paternalista), asistiendo al excelso skyline que comunica el neón de Madrizentro, en el cual Pleonasmo Chief se pasaba la vida con la cabeza metida en la taza del váter,

vomitando,

de puro nervio.

Días en los que la incertidumbre era excesiva para un solo hombre: noches fumando compulsivamente siguiendo el ritmo de «Take Five», cuando no asaltando, rotulador en mano, containers y contadores de la luz en una anodina (superlativa) ciudad de provincias, y al día siguiente, el cuerpo pulverizado y el marco de las ojeras emergentes en el rostro de un conato romántico; dejar una firma: podríamos perorar largo sobre el gesto, si bien esta acción sólo admite móvil en la autorrealización rupestre. Días, hablábamos, en los que qué lejos queda una educación sentimental saludable, miento, profiláctica (¿saludable, he dicho?), y las carreras por el colegio misiva pleonásmica en mano. En los que no asistir a clases de filosofía para bachilleres porque lo esotérico del primer haschisch en un parque es irresistible.

Y otra vez el asfalto tambaleándose.

¿Qué clase de expresión es ésta con que me escruta un alfil?

Algo parecido debió de preguntarse Chief cuando la figura de ajedrez asomó la cabeza por la luna del Mini Cooper.

Ese alfil.

Hasta entonces, Pleonasmo no necesitaba más que la clásica depresión que sigue al ritual de la fiesta como homenaje del objeto amado o un no deseado efecto de las drogas; y el alcoholímetro, como un martillo de feria, saltando la campana de los 10.000 puntos: hasta que el Mini Cooper empieza a disminuir su velocidad para adaptarse al ritmo suyo.

Quien conversa con alfiles y tipos que se hacen disfrazar con casaca colonial y peluca de tirabuzones jurídicos blancos, los carrillos maquillados de un pálido mortuorio al más puro estilo Primer Presidente de Estados Unidos de América, es que está demasiado solo, piensa.

–Somos agentes al servicio de IB-LABS; velamos por la Seguridad de la Literatura –dijo el alfil.

–Sube al coche –añadió el sosias de George Washington a los mandos del Mini Cooper.

De modo que Pleonasmo Chief accede al asiento trasero y durante unos minutos perdemos el rastro del automóvil.

Tic, tac, tic, tac.

Tictactictactictac, tic. Tac.

Tic.

Tic.

Tic.

Extraño método de tortura para personas que padecen hiperactividad, piensa a gritos Pleonasmo, volcar una cafetera caliente recién hecha sobre su rostro, tras despertar de la anestesia abrasado, las muñecas enrojecidas y atadas por una cinta de cuero a un sillón de consulta odontológica, rodeado de pantallas en canales muertos, robots y letreros digitales que avisan del tiempo que resta para el final de la novela. Frente a él, George Washington, el alfil fumador y un séquito compuesto por medio centenar de investigadores en bata se sostienen la tripa de la risa que provoca el gesto de su invitado: rostro de guiñol deshaciéndose en ácido, cascadas de líquido negrísimo fluyendo a borbotones moflete abajo, sudor en ebullición; le instan a beber del Stajanovkaffee, cosechado en los campos de Cuba y Senegal y tostado en los laboratorios científicos que la Stasi conservaba en algún sótano de la Karl Marx Strasse treinta años atrás. Pleonasmo chilla una interjección, y Washington explica pacientemente lo muy agradecido que debería estar ante un agua que permite al consumidor jornadas de entre veinte y veintidós horas diarias de vigilia, antes de proceder a la lectura del informe que los IB-LABS elaboraron. Un informe que soslayaba la crítica al medio editorial (si se quiere, pensar en la complicada situación financiera que atravesaban las mismas) como negligente por no asumir riesgo en la difusión de inéditos. Al contrario, su acusación recayó directamente sobre «la coyuntura social de las promociones nacidas a partir de la segunda mitad de los años ochenta en tanto que la convergencia de ciertos factores los convierte en inmunes –los anula- frente a la ansiedad por el reconocimiento, a saber, la dilatada formación académico-intelectual, que penetra de largo hasta bien pasada la veintena, la ilusión de inmortalidad ante una acaso desmesurada esperanza de vida, que viola durante el lapso de tiempo en el cual la juventud se perpetúa cierta afirmación de Comte-Sponville (“Para el pensamiento, la muerte es algo necesario e imposible”), y el aburguesamiento, o los orígenes sociales radicados en la anodina nueva clase media kitsch, que desfasa la intuición de Gimferrer por la cual, mientras en tiempos remotos era la escritura un distintivo de aristocracia, el siglo XX está infestado de talentosos proletarios que en la literatura hallan su catapulta para huir de auschwitzianas cacerolas de hojalata y sopa Campbell».

Fresy Cool Sh*t! será la historia de tu vida, muchacho –irrumpe enmascarado Ibrahim B. en sus laboratorios–. La intención aquí no es otra que nuestra voz, la de este equipo que tienes aquí delante, narrando tus peripecias y tribulaciones, tanto como que tu personalidad termine por fagocitarnos, y acabes siendo tú quien se relate a sí mismo en tercera persona. No sé si me explico, ya sabes: cuánto más cerca un autor se identifica con el narrador, literal o metafóricamente, menos aconsejable es que use la primera persona como perspectiva, John Barth.

–Entiende que –lee el alfil fumador directamente en el informe de los IB-LABS– quienes alternan la comunicación mass mediática con el ejercicio de la literatura conocen bien la distinción del pacto narrativo atribuido a cada opción, pues mientras el primero exige la corrección y el entusiasmo de quien con las manos a modo de bocina arenga a la polis hedonistapostindustrial, serotonine-junkie como es y adicta a reproducir a través de distintos canales el efecto de la cocaína o el puenting (adrenalínicos), lo más parecido a un pregón en una suerte de versión in de ferias en localidades marítimas, perdido en la casa encantada («Ser “in” significaba adelantarse a la muchedumbre en modas o, perversamente, gustar de lo que gustaba a las masas vulgares y no de lo que gustaba a las pretenciosas clases medias», Bell); el vis-à-vis que tiene lugar en la literatura dilata hiperbólicamente el abanico de registros en esta intervención netamente dialógica. O sea, que el escritor de ficción no tiene por qué ser un pavo real en todo su esplendor, sino que puede aprovechar la relación entre iguales para ensayar distintos registros emocionales, incluso penetrando de lleno en la jungla de lo políticamente incorrecto, lo que es igual, aquello que ningún vocinglero se atrevería a manifestar con una pléyade de oyentes acomodados en el patio de butacas. De modo que es aquí, damas y caballeros, donde radica buena parte de la crisis en la narrativa española contemporánea, en el hecho de que, haciendo caso omiso a la importancia de la seducción, aún coleen sueltos por el campo narradores mustios y quebradizos, espiritualmente compuestos de blandiblú. Narradores que en lugar de besuquear el cuello al lector o acariciarle el pabellón auditivo con un milímetro de vértice lingual, optan por desempeñar el mismo trato con que dirigirse a una novia de seis años, es decir, mohínos y anulados. Atontados. Narradores crustáceos aferrados en pose plañidera al hombro del lector, ese educadísimo sujeto que en su interior urde la fuga a disciplinas creativas más amables. Petrarca: enséñale algo a estos muchachos.

–O «No me llores», que dice en el poema CCLXXIX de la segunda parte del Cancionero –advierte un Agente-Molusco.

–Entiendes, ¿no? –añade Washington–. Wishful thinking.

–Dejadlo marchar –concluye Ibrahim B.

Anestesiado, en un coche dispuesto por los IB-LABS, regresa Pleonasmo Chief al departamento en Tribu cargando varios paquetes de cápsulas de Stajanovkaffee para su Nespresso. A la mañana siguiente, una iluminación recorre el cuerpo del personaje cuando vuelve a plantearse

¿en qué quiero gastarme el cash flow?; ¿gimnasios, abogados, numismática, psicoanálisis, reformar el baño?

y cae en la cuenta de haber intercambiado teléfonos con el doctor Skinner.

¡Wow!

Chief descuelga el retroteléfono rojo. Gira la ruleta en nueve ocasiones. Cuando Skinner responde al otro lado de la línea con su agradable acento argentino, nuestro personaje expone tranquilamente su caso: habla de alucinaciones relacionadas con la abducción de extrañas fuerzas literarias pseudoextraterrestres, que posiblemente quieren experimentar con él para poner en práctica la novela requerida para los presentes albores de siglo; de su verborrea de cocainómano que lo lleva no solo a hablar a diario con Lola Font sino también a poner los basamentos para un texto que tiende a maximalismos y a recurrir a los servicios de un terapeuta argentino que lo ayude aún más a reencontrarse a sí mismo, habiendo ya encontrado su lugar en el mundo.

–Muy bien, querido. ¿Hablamos de honorarios?

Miles interpreta de principio a fin Kind of Blue, ese elepé que Anthony Kiedis describió como el más erótico entre todas las piezas capitales que el siglo XX nos ha legado, aquí en el pequeño departamento de Pleonasmo Chief, cuando éste, Lola Font y otra pareja de escritores de más edad celebran la mudanza con una cena preparada por el chef de la casa, cómo no, lastrando la irrespirable atmósfera del intelectual europeo que ilustraran Michael Haneke en Caché, Claude Chabrol en Una chica cortada en dos, y hasta cierto punto Luigi Grimaldi en Caos calmo, reconoce y se autoafirma la autora invitada con los cubiertos en las cuatro y veinte que indican la conclusión del segundo plato, la mesa de cristal transparente y acabado en titanio pulido, las vistas a la calle San Vicente Ferrer, y en el balcón, geranios. Añádase que en un sistema nervioso frágil como es el caso de Pleonasmo el rito de preparación de una cena como la que aquí se cuece constituye la clase de desafío estético a la que sobreponer un menú lo suficientemente sofisticado como para no ofender a ninguno de sus comensales, y aunque ante la observación indefectible de sus invitados de lo innecesario de tomarse tantas y tantas molestias en la elaboración del kebbe y el hummus y el quipe y el dip de tahini y yogur, aderezados por una suave coliflor al gratén, serie de platos tomados de una de las últimas novedades editoriales cuyo destinatario era la sección de cultura de cierto periódico de izquierdas para el que Chief trabaja titulada Los mejores 75 platos de la cocina libanesa (ello, por no hablar del kit de especias adquiridas meses ha en el portal de subastas electrónicas eBay para cuando la ocasión lo precisara), la verdad es que recién puso Chief el primer pie en el suelo no pudo sortear ser absorbido durante el resto de la mañana por lo tentador de abundar un horizonte de posibilidades gastronómicas lo suficientemente amplio como para morderse las uñas durante su visita a un supermercado de productos para gourmets, ponderado al milímetro cuál de aquellas opciones resultaría más verosímil en una película filmada por Woody Allen o en un libro de Phillip Lopate, no sé si me explico. Luego, Chief examina con la mirada a sus contertulios en secciones de tiempo equivalentes, mientras detalla su primera sesión en el diván de cuero del doctor Skinner mediante mecanismo de memoria selectiva:

–¿Mis padres? Los adoraba. O sea, qué demonios. No es verdad. Seguramente integrasen ese colectivo de hombres hechos a sí mismos, y que ahora atienden impotentes al esnobismo de clase universitaria con que sus hijos se alejan del lecho familiar y construyen su propio relato. O sea que por una parte sí, bastaba oír ciertas conversaciones telefónicas plagadas de monosílabos para apreciar el cariño que manifestaban hacia mi escalada en la pirámide de lo social… Aunque cada vez se hizo más difícil mantener con ellos un diálogo fluido. O a papá y mamá aguantar mis bobadas teoréticas o deontológicas sobre crítica literaria, por ejemplo. Habitábamos mundos paralelos, autosuficientes. Imagínate abroncando a mamá porque ella prefería ver cosas como Sálvame mientras comíamos, o intentando comunicarles el trasfondo de mi último artículo sobre los singles… Y aunque cierto es que estaríamos exagerando si dijéramos que ponían toda su voluntad para entender mi microcosmos de pensamiento, su reducido abanico de intereses me desesperaba […] ¿Sabe?, una vez leí ese cómic, Fun Home. Una familia tragicómica, y me asusté. Me asusté de veras. Pienso en esa escena en que la protagonista, al poco tiempo de la desaparición de su padre, narra a un amigo este suceso tronchándose de la risa, completamente inmune a la gravedad del acontecimiento. Creí que mi caso sería igualmente extremo, y me sentí culpable. Total que no sé cuando se acabó el feeling entre mis padres y yo –termina.

«Caramba», dice el invitado; y Pleonasmo: «¿Queréis café?», antes de proceder a desarticular en conjunto la prosa de Daniel Pennac, George Saunders, Amélie Nothomb, Mario Levrero y los diarios de Anaïs Nin, su relación con Henry Miller y Antonin Artaud, cosa que recuerda a Pleonasmo su posición clandestina con respecto a la poeta.

Todo esto le aterra, pues intentar atraparla es como probar a hacerlo con el viento.

Qué es la infidelidad si no una trampa del lenguaje, se pregunta Pleonasmo al tiempo que continúa hablando de Saunders.

Y luego, lo más importante: descender al alcantarillado en busca de argumentos: ¿qué significa ser fiel?: adhesión doctrinal a un ideario (sinónimo fuerte: totalitarismo); negar la esquizofrenia por la experiencia que habita el mercado postindustrial, la seducción de acceder al mayor número posible de microcomunidades, bien a través de una trade mark, bien a través de un individuo: ¿herencia cristianísima, dice?

No dista mucho a la postre el gesto de alternar unos shorts deportivos y traje de pingüino, a ese otro de permutar compañías sexuales. Admitámoslo.

Aún hoy sorprende que: ningún artefacto con una onda expansiva tan amplia como la infidelidad para detonar relaciones.

Sintomatología de la infidelidad: disolución de la conciencia sobre el valor que cada uno contiene/merece; devenir horrible autocrítico (pésima autoevaluación); perder el Norte; indagar en las causas del, glup, ¿engaño?, como si la violación del pacto marital contuviera el repudio y el descenso a una segunda división humana: nada más lejos de la realidad.

¿Habré perdido mi atractivo?, se pregunta quien actúa en desventaja. ¿Acaso no soy ya lo suficientemente interesante?

La peor de todas: ¿Qué habré hecho mal?

Trampas del lenguaje, decíamos.

El sujeto engañado no soporta la idea de la asimetría; sufre la misma incertidumbre que quien regresa al mercado sexual tras un largo lapso flotando en el limbo de la estabilidad: mientras encuentra su álter ego, asiste a un decurso que disminuye su velocidad con el ojo del Gran Hermano vigilando, esa evaluación continua de estatus; para el caso, el sujeto engañado regresa a la jungla de asfalto a la busca de una segunda o tercera o… compañía de juegos, de modo que la ventaja ofertada por el maridaje

desaparece.

Será entonces, y sólo entonces, cuando quepa preguntarse si entendemos las relaciones a larga distancia como trinchera al más arduo de los exámenes sociales, o como un signo de auténtica trascendencia, sopesa Pleonasmo.

Más preguntas insidiosas: ¿por qué los hombres salen con mujeres pudiendo sólo follárselas (¡Ajajajá, jajá, ja, ja, ajjjajajjá!)… si la sexualidad masculina es «incansable devoradora de imaginarias presas sexuales que poder acumular con ostentación fetichista», diría Gil Calvo, en contraposición a las féminas, cuya sexualidad es «ofrecida como forma física y figura visual que se exhibe a la mirada», si bien ellas nunca «se arreglan […], salvo obvias situaciones excepcionales, para provocar la excitación sexual masculina»? Pues porque si el discurso feminista ha sido ya cooptado por el capital, y a eso le añadimos el complejo de castración y el síndrome de impotencia, ¿qué hacer, si no adoptar una postura netamente católica?: «El católico […] es más tranquilo; dotado de un menor afán de lucro, se entrega a una vida lo más segura posible, aunque con menores ingresos, más que a una vida excitante, en peligro, aunque eventualmente le trajera riqueza y honores. El lenguaje popular dice en broma: o comer bien o dormir tranquilos. Según esto, al protestante le gusta comer bien, mientras que el católico quiere dormir tranquilo» (Martin Offenbacher).

Y a Pleonasmo le gusta comer bien, dormir bien, vivir mejor.

Ambas parejas continúan reflexionando durante el café en torno al terror que proyectan las «asociaciones familiares» –dice uno de los cuatro– correctamente avenidas. El escritor invitado recuerda aquello de que todas las familias felices se asemejan; cada familia infeliz es infeliz a su modo, y sigue hablando de la pulsión inmanente contenida en el concepto de individuo que lo estimula hacia la diferenciación de sus semejantes, mientras Chiefllama su atención a Moschino sobre la cicatriz que produjo un uso apresurado de la maquinilla de afeitar presente en el bigote poblado y bien delimitado, por lo que deduce que su colega debe de haber perdido al menos un par de minutos ese día en corregir el vello no deseado, en detrimento de las lecturas que durante ese tiempo podría haber resuelto.

Agrega:

–Recuerdo el año que conviví con Erasmus. Una vez salí de mi dormitorio acompañado por alguna de mis –detiene su discurso para acertar con la palabra correcta, sin emitir ninguna clase de sonido dubitativo y sobrevolando «ligues», «amantes», «compañías sexuales» o «rollos», desestimándolos todos- aventuras, y encontré en el sofá del salón alineados a los padres de uno de ellos y a sus hermanos, sonrientes, demencialmente felices, una instantánea que permanece grabada en mi retina casi como si de una familia de mormones asesinos se tratara.

–Caramba –dice el invitado.

–Acabo de acordarme: mi verdadero sueño es ser portada de Esquire –señala Chief a Skinner; cosa que suena como

pedalear hacia el gimnasio con Lola Font después de holgazanear en la ducha, antes de ir a trabajar.

Veréis.

Un agente comercial acaba de romper con su esposa y, sin embargo, es gracias al prurito profesional por lo que puede llamar a tu puerta y ampliar un milímetro más que ayer su sonrisa; pretender cautivarte con esas corbatas fosforescentes que compra en Sfera y los relojes de Lotus. Se trata de fingir un poder adquisitivo –si no deslumbrante, al menos sí atractivo; muy atractivo– que sólo gracias a sus tarjetas de descuento de puntos o packs de telecomunicaciones tú también podrás conseguir, muchacho. El más bajo escalafón de la clase de bajo coste, por supuesto. Chicos con el ego muy dilatado –o muy dañado, según– a los que Michael Douglas todavía consigue impresionar en su papel para Wall Street.

Mi mierda funciona de la misma manera:

Yo

Siempre

Sonrío.

Pase lo que pase.

He aprendido a engañaros a todos; a todos. Al menos a quienes alguna vez habéis leído mis columnas «¡Realismo Cool!» publicadas los martes en la sección cultural de cierto periódico de izquierdas, o cualquier otro de mis numerosos ejercicios de crítica cultural.

Enteraos bien: puedo hacerlo como me dé la gana.

Jugar como base, escolta, alero o pívot; pero siempre, siempre, colgarme del aro y machacar la canasta.

I love this game. No os olvidéis de ello.

Lola Font está restregándose contra mí cualquier mañana en la que aplicarse colirio con que disimular los daños colateral

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