El ladrón de café

Tom Hillenbrand

Fragmento

cap-1

La moneda de plata de dos peniques giró sobre el mostrador, con un zumbido metálico, hasta que el dedo índice de Obediah Chalon puso fin a aquel baile. Acercó la moneda y escrutó a la moza.

—Buenos días, miss Jennings.

—Buenos días, mister Chalon —respondió la mujer que estaba tras el mostrador—. Hace mucho frío para una mañana de septiembre, ¿no le parece a vuestra merced?

—Diría que no más que la semana pasada, miss Jennings.

Ella se encogió de hombros.

—¿En qué puedo serviros?

Obediah le tendió la moneda.

—Una escudilla de café, por favor.

Miss Jennings tomó la moneda y frunció el ceño, pues era uno de esos viejos tuppences martillados. Tras voltear varias veces la pieza de plata, llegó a la conclusión de que el canto aún tenía filo y la guardó en la caja. Obediah recibió como vuelta una pieza de bronce que podía canjear en el propio café.

—¿No hay peniques? —preguntó, aunque sabía la respuesta. La calderilla escaseaba desde que la gente la fundía para vender la plata. Por eso últimamente solo daban como cambio esas malditas piezas de bronce.

Miss Jennings se disculpó con expresión de aburrimiento.

—Hace semanas que no veo un penique —explicó—. En este reino se prodigan menos que el buen tiempo.

Silbando la melodía de la conocida canción popular «El herrero», se dirigió hacia la chimenea y cogió una de las jarras negras de hierro que estaban junto al fuego. Al punto regresó con una escudilla poco honda y se la dio a Obediah.

—Gracias. Decidme, ¿hay correo para mí?

—Un momento, voy a mirarlo —respondió Jennings, y se dirigió hacia una estantería de madera oscura con numerosos compartimientos para cartas.

Obediah tomó el primer sorbo de café mientras ella buscaba la correspondencia. Regresó poco después y le entregó tres cartas y un paquetito. Obediah echó un vistazo al remite y se guardó el paquetito en el bolsillo de la casaca. Después dejó la escudilla en el mostrador y prosiguió con las cartas: la primera era de Pierre Bayle, de Rotterdam, y, a juzgar por el bulto, o contenía una misiva muy larga o el último número de Nouvelles de la République des Lettres; tal vez ambas cosas. La segunda era de un matemático de Ginebra, y la tercera venía de París. Las leería con calma más tarde.

—Os lo agradezco, miss Jennings. Por cierto, ¿sabéis si ya ha llegado el último número de la London Gazette?

—Está al fondo, en la última mesa delante de la estantería, mister Chalon.

Obediah cruzó el local. Apenas habían dado las nueve de la mañana y el Mansfield’s Coffee House estaba prácticamente vacío. En una mesa próxima a la chimenea había dos hombres vestidos de negro y sin peluca. Por su expresión amarga y sus voces quedas, Obediah dedujo que eran dos dissenters protestantes. Al otro extremo, bajo un cuadro que representaba la batalla naval de Kentish Knock, se sentaba un donoso joven. Vestía una casaca de terciopelo color isabelino y en las mangas y las medias llevaba más lazos que una dama de la corte de Versalles. Por lo demás, el Mansfield’s estaba desierto.

Dejó a un lado el bastón y el sombrero, se sentó en el banco y fue tomándose a sorbitos el café mientras hojeaba la gaceta londinense. En Southwark se había producido un importante incendio; además, había cierto revuelo por un libro que narraba las aventuras de una cortesana próxima al rey y que el propio Carlos II quería prohibir. Obediah bostezó. Nada de aquello le interesaba lo más mínimo. Sacó una pipa de cerámica cargada del bolsillo de la casaca, se levantó y fue hacia la chimenea. Allí, extrajo una tea de un pequeño cubo y la acercó a la lumbre. Poco después regresó a su sitio fumando con deleite. Se disponía a leer un panfleto en el que se exigía colgar a todos los dissenters y papistas, o al menos encarcelarlos de por vida, cuando se abrió la puerta. Entró un hombre que rondaría los cincuenta; rostro picado de viruelas y curtido por el viento marino, una gorra al estilo holandés, y barba y patillas níveas que no terminaban de entonar con la peluca castaño oscuro.

Obediah lo saludó con un asentimiento de cabeza.

—Buenos días, mister Phelps. ¿Traéis alguna novedad?

Jonathan Phelps era un comerciante de tejidos que contaba con buenos contactos en Leiden e incluso en Francia. Además, su hermano trabajaba para el secretario del almirantazgo. Así que siempre tenía información de primera mano sobre lo que estuviese aconteciendo tanto en Inglaterra como en el continente. El comerciante asintió, pero dijo que antes de contarle las novedades necesitaba un café. Al poco regresó con una escudilla y un plato lleno de galletas de jengibre y tomó asiento frente a Obediah.

—¿Qué queréis oír primero, las habladurías de café o las novedades sobre el continente?

—Las habladurías primero, si lo tenéis a bien. Es demasiado temprano para hablar de política.

—Y hace un frío de mil demonios, ¡por la cabeza de Crom­well! Debe de ser el septiembre más frío desde tiempos inmemoriales.

—Bueno, esta mañana no hace más frío que la semana pasada, mister Phelps.

—¿Y cómo podéis saberlo con tanta exactitud?

—Porque hago mediciones.

—¿Qué tipo de mediciones?

—¿Conocéis a Thomas Tompion, el relojero? Últimamente también fabrica termómetros que señalan la temperatura exacta. Esta mañana, por ejemplo, a las siete en punto, el mercurio llegaba a la novena marca. —Obediah sacó un cuadernillo y empezó a hojearlo—. Por lo tanto, según mis cálculos, hoy no hace más frío que hace una semana, el 14 de septiembre, cuando medí la temperatura a la misma hora y en el mismo lugar.

—Vos y vuestros locos experimentos… ¿Por qué lo hacéis? —preguntó Phelps entre galleta y galleta.

—Esa es una buena pregunta. Supongo que por un interés general por la filosofía de la naturaleza. Pero, en último término, lo hago para responder a vuestra pregunta.

—¿Acaso he hecho alguna?

—Al menos indirectamente, mister Phelps. Os habéis preguntado si este 21 de septiembre del año 1683 es un día especialmente frío. Y para poder dar una respuesta objetiva, habría que disponer de datos similares de años anteriores.

Phelps ladeó la cabeza.

—Entonces ¿vais a pasaros el resto de vuestra vida apuntando cada día si hace frío o calor?

—Y cada noche. También tomo nota de los fenómenos meteorológicos: lluvia, viento, niebla. Y no soy el único. ¿Conocéis a mister Hooke, el secretario de la Royal Society?

—He oído hablar de él. ¿No es ese caballero que ha causado tanto revuelo por diseccionar un delfín en pleno día en una mesa del café Grecian?

—Lo confundís con mister Halley, estimado amigo. A Hooke le interesan más los animales pequeños… y el detestable clima inglés. Por ello ha animado a los habitantes de todo el reino a registrar diariamente la temperatura y enviarle los resultados. A partir de estos datos quiere elaborar una especie de mapa del clima. Así, dentro de unos años se podrá responder incluso a la pregunta de si hace más frío o más calor. ¿No os parece fascinante?

—Para un estudioso como vos, tal vez, mister Chalon. A mí, en cambio, la idea me repele. Si los londinenses ni siquiera podemos discutir del tiempo, ¿qué nos queda?

Obediah sonrió y tomó otro sorbo de café.

—En realidad ibais a contarme de qué os habéis enterado durante vuestra ronda matinal, mister Phelps.

Al igual que Obediah, el pañero tenía una rutina diaria relacionada con los cafés. Hasta donde él sabía, Phelps comenzaba muy temprano yendo al Lloyd’s para informarse de las novedades relacionadas con los barcos, allí expuestas, y de paso hablar con algunos capitanes. Su segunda parada era el Garraway’s, donde a eso de las ocho tenía lugar la subasta mañanera de paño procedente de Spitalfields y de Leiden. Allí, Phelps se enteraba de las últimas cotizaciones del textil y de otras mercancías. Luego se dirigía a Shoe Lane, al Mansfield’s, sobre todo por las galletas de jengibre.

—El precio de la madera se ha disparado. Por culpa de los holandeses.

—¿Tantos barcos construyen?

—Eso también. Pero sobre todo hay el temor de que la madera empiece pronto a escasear. La mayor parte viene de Francia y de los Estados Generales, y si estalla una guerra entre ambos…

—¿Consideráis eso probable?

—Esta mañana me he encontrado con un hugonote, monsieur du Croÿ. Es linero en Spitalfields, pero conserva buenos contactos en su tierra natal. Al parecer, el Rey Cristianísimo —al pronunciar estas palabras Phelps miró a Obediah para asegurarse de que el sarcasmo no escapaba a su interlocutor— impone a los Países Bajos españoles unas demandas imposibles de satisfacer. Luis XIV les exige contribuciones para mantener un gran ejército o algo parecido. Son muchos los que creen que esto no es más que el preludio de un ataque de Francia a la República holandesa.

Phelps lo miró pensativo.

—¿Me permitís la indiscreción de preguntaros si habéis invertido en madera, mister Chalon?

«Así es —pensó Obediah—, y también en sal, azúcar, pieles de castor canadiense, porcelana china y alfombras persas.» Pero eso no se lo revelaría a Phelps ni a nadie, así que se limitó a responder:

—Una cantidad insignificante. Pero es probable que ya sea demasiado tarde para comprar. Si esa historia circula por el Lloyd’s, dentro de dos horas se sabrá en todos los cafés de Londres.

Phelps se inclinó ligeramente hacia delante y murmuró:

—También he oído otra cosa, algo inaudito. No os lo vais a creer.

Obediah lo miró divertido.

—¿Y bien? ¿Han visto al rey con una favorita católica?

Phelps negó con la cabeza.

—No, eso fue la semana pasada. Después de hacerse público, parece que se separó de ella y se buscó una puta protestante. Me refiero a otra cosa. ¿Sabéis dónde trabaja mi hermano?

—Según tengo entendido, continúa al servicio de Pepys, el secretario de Estado.

—Así es. Y desde el almirantazgo llegan noticias de que los venecianos están intentando armar una flota. —Phelps lo miró solemne—. Una gran flota.

—No os referiréis a…

—En efecto. Hay muchos indicios de que quieren reconquistar Candía.

—No parece muy creíble —repuso Obediah. Y ante el gesto ofendido de Phelps, añadió enseguida—: No me refiero a la noticia en sí, de cuya veracidad no dudo. Simplemente veo escasas posibilidades de éxito.

—Sería el mayor logro de los venecianos desde que robaron al apóstol. Al menos este parece el momento perfecto, ¿no creéis? Ahora que el turco anda ocupado en otro lugar…

Mientras Phelps refería con detalle los esfuerzos de los venecianos por organizar una armada para reconquistar Creta, Obediah sacó la moneda del café que le había dado la camarera y empezó a darle vueltas entre los dedos. En una de las caras se veía una cabeza de turco y una inscripción que decía: «Murad el Grande me llamaban». Y en la otra: «Allá donde fuese triunfaba».

—… coincido con vos en que las posibilidades de éxito de la campaña veneciana no están claras. Mas pensad en cuánto podría ganar un astuto especulador que apostara por que, en breve, gran parte de la mercancía levantina vuelva a llegar a Londres y a Ámsterdam pasando por Heraclión.

—Estáis en lo cierto, mister Phelps. Pero la época de los venecianos tocó a su fin. Mientras ellos siguen allí, con sus canales, añorando la grandeza de otros tiempos, los turcos les arrebatan posesiones año tras año. Lo único en lo que Venecia continúa ocupando el primer lugar es en lo que atañe a bailes y a burdeles.

Phelps sonrió burlón.

—Está claro que, si uno hace caso a lo que sucede en el palacio de Whitehall, a los venecianos les han salido unos duros competidores.

Obediah aprobó la observación del comerciante con un asentimiento apenas perceptible. Phelps podía estar en lo cierto, pero comparar al rey y a su corte con un boudoir veneciano bien podía acarrear una estancia en la Torre o en Newgate. Tal vez Phelps pudiese escapar de algún modo al castigo gracias a sus contactos, pero Obediah Chalon era católico y, por tanto, desde la perspectiva de un juez inglés, sospechoso de prácticamente cualquier maldad de la que fuese capaz el ser humano. No se hacía ilusiones al respecto. Su propio padre había sido noble, pudiente y querido en todo el condado; pero cuando los esbirros de Cromwell se presentaron con antorchas y picas a las puertas de su hacienda, todo eso dejó de contar. Lo único importante era que Ichabod Chalon era católico.

Por eso Obediah siempre guardaba cautela. Un error y acabaría colgado en Tyburn. De ahí que se cuidara de hablar de ese tipo de cosas incluso en un café casi vacío.

En vez de eso, señaló la moneda con la cabeza de turco.

—Sea como fuere, el sultán Mehmed IV tal vez no sea Murad el Cruel, pero posee el mayor y mejor ejército del mundo. Apostar por la reconquista de Candía me parece demasiado arriesgado.

Obediah guardó la moneda. «Y además tengo otra apuesta en marcha —pensó—. Una tan segura como decir amén en la iglesia.» Acto seguido se levantó.

—Ahora si me disculpáis, mister Phelps, me esperan en el Jonathan’s. Como siempre, ha sido un placer conversar con vos.

Ambos se despidieron. Obediah salió a Shoe Lane. Ciertamente hacía frío, dijera lo que dijese el termómetro de Tompion. El mortecino sol no había logrado imponerse a la temprana niebla procedente del Támesis, y eso que ya eran cerca de las diez. Obediah subió por la calle estrecha hasta llegar a Fleet Street y giró a la izquierda. Sin embargo, su destino no era el Jonathan’s Coffee House de Exchange Alley, como había dicho a mister Phelps. Allí no lo esperaban hasta pasado el mediodía. En su lugar puso rumbo a Little Britain. Por un momento pensó en tomar un hackney, pero decidió no hacerlo. Llegaría más rápido a pie que en el coche, parecía haber mucho ajetreo en Londres ese martes por la mañana. La temporada acababa de comenzar, y legiones de burgueses y de nobles terratenientes llegaban esos días procedentes de los condados para pasar unas semanas en la ciudad, ir al teatro, dejarse ver en bailes y recepciones y poner al día el guardarropa navideño.

Obediah se detuvo ante un escaparate y observó su reflejo. A él tampoco le vendría mal renovar el vestuario. El justaucorps no estaba muy gastado, pero le quedaba demasiado estrecho. Acababa de celebrar su trigésimo segundo cumpleaños y últimamente estaba un poco metido en carnes. Así, con esa casaca tan ceñida, cada vez parecía más un haggis con patas. Los calzones de terciopelo estaban raídos, y lo mismo sucedía con sus zapatos. Contempló aquel rostro joven, de ojos transparentes, sin apenas arrugas, y se recolocó un rizo rebelde de la peluca. Por fortuna no iba a tener que llevar esa vestimenta por mucho tiempo.

Dio media vuelta, se alzó el cuello de la casaca y subió por Ludgate, junto al enorme solar en obras de la nueva catedral. Continuó hacia el hospital de San Bartolomé. Aunque se estaba alejando del Támesis, la fría humedad le calaba los huesos. La mayoría de los transeúntes con los que se cruzaba lo miraban con semblante malhumorado, hombros encogidos y brazos cruzados. Obediah, en cambio, andaba a paso ligero, como si hiciese una mañana radiante y primaveral. Era un buen día. El día en que se haría rico.

Ya antes de entrar en Little Britain, que quedaba al otro lado de la muralla, pudo olerlo. En ese barrio había numerosos libreros y encuadernadores. El constante olor característico de Londres, ese aroma inconfundible a basura putrefacta, humo frío y orines, se complementaba en ese caso con una nota más: los vapores de la cola y el penetrante hedor del cuero recién curtido. Sin dedicar una sola mirada a los innumerables libros expuestos a la entrada de las tiendas, Obediah se dirigió a una casa que se hallaba hacia la mitad de la callejuela. El rótulo que colgaba sobre la puerta oscilaba a causa del viento. Mostraba las letras griegas alfa y omega, así como un tintero. Debajo se leía: BENJAMIN ALLPORT, MAESTRO IMPRESOR.

Entró. El olor a cola se volvió más intenso y notó un cosquilleo en la nariz, pero al menos allí no olía a cloaca. La imprenta de Allport consistía básicamente en un único espacio de gran tamaño. En la parte trasera había dos prensas. Eran uno de los motivos por los que Obediah había elegido ese establecimiento en concreto: Allport utilizaba máquinas holandesas, y no había prensas de mayor calidad. Con esos mismos aparatos imprimían los grandes bancos del continente. Además de un pupitre en ese momento abandonado, la parte delantera del local albergaba dos mesas grandes y bajas en las que se apilaba una resma tras otra de papel amarillento: eran tratados recién impresos. Obediah se dirigió al pupitre, tomó la campanilla que allí había y la hizo sonar dos veces.

—¡Un momento, por favor! —dijo una voz procedente de la galería.

Mientras esperaba a que apareciese Benjamin Allport, Obediah echó un vistazo a los documentos más recientes. Había un tratado titulado De la terrible y asombrosa tormenta que azotó Markfield, Leicestershire, en la que cayeron unos trozos de granizo extraordinarios en forma de espadas, dagas y alabardas. También había un cuaderno con el título Pasaporte para Londres o La puta política, donde se enseñan todas las argucias y estratagemas que las mujeres de la vida emplean hogaño contra el hombre, intercaladas con deleitosas historias sobre las actuaciones de dichas damas. Ese debía de ser el panfleto sobre el que había leído en la Gazette y que tanto revuelo había causado en la corte. Por lo general, nada estaba más alejado de sus gustos que ese tipo de garrapatones lascivos, pero en ese momento tomó una copia y se puso a hojearla. Estaba absorto en un pasaje que describía con detalle las actuaciones anunciadas en el título, cuando oyó que alguien bajaba las escaleras. Con las orejas encendidas, dejó el tratado y alzó la mirada.

—Buenos días, maestro Allport.

—Buenos días, mister Chalon. ¿Qué os parece La puta política?

Allport era un hombre grande, sin embargo uno podía no darse cuenta de ello aun teniéndolo delante. El trabajo de años con la prensa le había curvado la espalda, y la cabeza le quedaba a la altura de los hombros. Sus manos eran negras como las de un moro, y, desprovisto de peluca, era casi calvo.

Obediah notó que se ruborizaba.

—No he sido capaz de encontrar las estratagemas elogiadas en el título, solo las… actuaciones.

Allport soltó una risita.

—Tal parece ser el motivo por el que ese cuaderno se vende mejor que el cancionero en vísperas de Navidad. Llevaos un ejemplar si gustáis.

—Sois muy amable, maestro Allport, pero…

—Solo os interesan la filosofía de la naturaleza y los negocios bursátiles, lo sé.

—¿Están listos mis impresos?

—Naturalmente. Tened la amabilidad de seguirme.

Allport lo condujo hasta una caja de madera que guardaba en la parte trasera del taller. Abrió la tapa. La caja estaba llena de panfletos. Sacó uno y se lo entregó a Obediah. Estaba impreso en un papel fino, casi transparente, y tenía unas veinte páginas. Contempló el título con orgullo: Propuesta para utilizar letras de cambio en el reino de Inglaterra, similares a las que emplean los comerciantes de Ámsterdam en lugar de metales nobles, como remedio para paliar la miseria causada por la escasez monetaria y estimular el comercio, presentada por un humilde servidor, Obediah Chalon, Esq.

—Espero que la calidad os complazca.

Obediah examinó el panfleto. La impresión era impecable, mas no era eso lo que le interesaba. Su atención se centró en una hoja suelta que había en el interior. A diferencia del resto del tratado, era de papel de tina color crema. Llevaba marca de agua y un grabado laborioso. Se acercó a una viga, de la que colgaba un candil, para valorar mejor el trabajo de Allport.

—Es extraordinario. Estoy impresionado.

Allport se inclinó en señal de agradecimiento tanto como se lo permitía su inmensa joroba.

—¿Necesitáis un mozo que os los lleve a casa?

—No, muchas gracias, yo me encargo. Decidme, ¿para cuándo podríais tener impresos otros cien ejemplares?

El impresor lo miró con los ojos como platos.

—Me refiero a los tratados, no al documento.

—Ah, entiendo. A principios de octubre, si os parece bien.

—Perfecto. Os pagaré por adelantado, y os agradecería mucho que el mozo hiciera la entrega cuando estuvieran listos.

—¿En vuestra dirección?

—No, que lleve veinte al Jonathan’s, al Nando’s, al Grecian, al Swan’s y al Will’s —respondió Obediah. Quería que su propuesta tuviese eco, y en ningún otro lugar se propagaban las ideas más rápidamente que en los cafés.

—Me ocuparé de que allí se expongan —afirmó Allport.

—¿Cuánto os debo?

—Cada panfleto cuesta un groat. Incluidos los que faltan por imprimir, son ciento cincuenta ejemplares, a cuatro peniques cada uno, serían cincuenta chelines, si lo tenéis a bien, sir. Las separatas…, ocho libras en total. Así que diez guineas todo.

Al oír la elevada suma, Obediah tragó saliva. En el último recuento su efectivo no alcanzaba siquiera a quince guineas, pero eso era secundario, pues al cabo de unos días esa inversión arrojaría más de cien veces su valor. Sacó la faltriquera y puso sobre el pupitre diez pesadas monedas de oro. Allport las examinó brevemente y las guardó en la caja con su manaza negra como el carbón. Obediah se echó al hombro la caja de los panfletos, se despidió y salió hacia su casa.

La de Winford Street era su tercera morada en dos años. Antes había vivido en Fetter Lane y cerca de Leadenhall. Sus recientes mudanzas —y él era consciente de ello, muy a su pesar— seguían un patrón nada agradable. Cada nuevo aposento era menos digno que el anterior. En los últimos años su patrimonio había disminuido y sus viviendas se habían vuelto, en la misma medida, cada vez más austeras. Subió por una escalera angosta hasta el tercer piso. Una vez arriba, comenzó a jadear. El sudor le corría por todos los poros. Entre ayes, dejó la pesada caja en el suelo y abrió la puerta.

Lo único bueno que podía decirse de aquella buhardilla es que era muy amplia. E incluso aireada, y eso en todos los sentidos, pues además de ofrecer espacio de sobra para la vasta colección de curiosidades de Obediah, allí corría el aire como en el puente de Londres. Eso no era bueno para la salud, pero, por otro lado, le permitía realizar experimentos científicos sin temor a asfixiarse con los vapores tóxicos que emanaban en ocasiones.

Junto a la cama deshecha había un pequeño secreter cubierto de correspondencia apilada en desordenados montones entre tinteros, plumas y trozos de lacre. A la derecha se hallaba un armarito taraceado que parecía constar solo de cajones. Originalmente había sido un cubertero, pero ahora de los cajones entreabiertos rebosaban cartas y más cartas: era la correspondencia que mantenía con filósofos de la naturaleza y virtuosi de Cambridge, Ámsterdam, Bolonia o Leipzig. Y eso no era más que la bibliografía de consulta inmediata, ya que varias cajas apiladas detrás de la cama contenían igual cantidad de documentos pero multiplicada por diez. En una mesa maciza al otro lado de la estancia reposaban toda suerte de artilugios, como matraces llenos de polvos y tinturas, un instrumental que no había quedado lo bastante limpio tras la última vivisección, así como un pequeño horno de fusión junto a diversos cuños para monedas de todo tipo: pistolas españolas, stuivers holandeses, coronas inglesas. Detrás de la mesa, en la única pared recta, se encontraba una especie de mesa alta con cajones, propia de un gabinete, en la que Obediah guardaba sus tesoros: una lujosa primera edición del Atlas Maior de Wi­l­lem Blaeu; un telescopio con el que se alcanzaba a distinguir los montes de Marte; varias ratas con curiosas malformaciones conservadas en alcohol; un reloj de chimenea suizo de una precisión asombrosa, con unas figuritas que decoraban la esfera y que, a la hora en punto, reproducían una especie de baile tradicional, y, por supuesto, su objeto más preciado: un pato de metal con plumaje auténtico al que si se le daba cuerda echaba a andar, obra del general De Gennes. Al accionar la palanca adecuada, el pájaro mecánico incluso picoteaba granos de cebada de un pequeño cuenco. Entre todos aquellos artefactos había también dibujos, docenas de esbozos a grafito o a carboncillo que Obediah hacía a la menor ocasión. Reproducían torres de iglesias, barcos o escenas callejeras, pero también experimentos, naturalezas muertas o rostros humanos.

Obediah metió la caja de Allport en la habitación y cerró la puerta. Comenzó despejando una parte de la mesa de laboratorio y limpió el tablero con un paño. Después siguió con los panfletos. Fue abriéndolos uno a uno y sacando el papel de tina. Eran diez hojas en total. Una vez estuvieron encima de la mesa, las examinó con una lupa. Allport había hecho un buen trabajo.

Extrajo del secreter un documento tan parecido a los diez traídos de la imprenta que podría llamar a engaño. La única diferencia era que ese documento llevaba un sello con el centro en blanco y un número en su interior. En la esquina inferior izquierda figuraba asimismo una firma trazada con brío que Obediah, como había comprobado la noche anterior, podía reproducir sin dificultad. Dos pequeños ojetes en la esquina superior izquierda revelaban que el documento ya había sido utilizado; sin embargo, para Obediah aquello era oro puro.

Del bolsillo de la casaca sacó entonces el paquetito que había recogido en Mansfield’s. Rompió el lacre y arrancó el papel: era una pequeña caja de madera claveteada. Quitó los clavos con un cuchillo y abrió la cajita con cuidado. En su interior, sobre un lecho de virutas, había un cuño. La base era de metal y mostraba un doble círculo en el que se veía una gran «W» con arabescos y tres crucecitas debajo. Obediah examinó el color del sello que traía el documento original y rebuscó en el secreter hasta dar con la tinta adecuada. De otro cajón sacó más cuños y una pluma y se puso manos a la obra.

En Saint Mary Woolnoth acababan de tocar a segunda hora después de mediodía cuando Obediah, aferrando un cartapacio en el que llevaba los documentos recién impresos, torció hacia Exchange Alley. Aquello en realidad de alameda no tenía nada, ni siquiera era una calle, y tampoco podía considerarse una callejuela. Se trataba de un intrincado conjunto de seis o siete pasadizos que servían para acceder rápidamente desde el edificio de la Royal Exchange, en Cornhill, hasta Lombard Street, un poco más al sur. En ese laberinto nada acogedor, formado por casas con tejados alabeados, se establecieron primero los orfebres lombardos y después los corredores de bolsa. Obediah conocía hasta el último rincón, y mientras avanzaba presuroso por Exchange Alley le saludaron varios señores. Al ver a uno de los recaderos que iban y venían de la bolsa a los cafés, alzó el brazo y lo llamó.

—¡Eh, tú, ven aquí!

El chico, de unos trece años, se recompuso la peluca sucia y a buen seguro piojosa y lo miró a la espera.

—Corre a la bolsa y tráeme la última cotización del clavo. Aguardaré en el Jonathan’s.

Obediah le ofreció un farthing. El muchacho lo aceptó y se lo guardó rápidamente en el bolsillo.

—Iré presto, sir —respondió, y se perdió entre la multitud.

Obediah continuó hasta el Jonathan’s Coffee House. Al entrar en el local, que estaba repleto, le llegó el aroma a tabaco, café y expectación. Algunos clientes se hallaban sentados a las mesas leyendo el Mercure Galant y otros diarios de comercio, pero la mayoría de la gente estaba de pie. Con cuadernos y tablillas de cera en mano, formaban pequeños corrillos alrededor de los cambistas y gritaban sin cesar. Obediah se abrió camino hasta el mostrador.

—Una escudilla de café, por favor.

—Cómo no, mister Chalon —respondió el dueño—. Se la traigo enseguida, solo tengo que abrir un nuevo barril.

Obediah vio cómo levantaba con esfuerzo un pequeño barril de madera, lo dejaba en el mostrador, lo espitaba y servía el café frío en varias jarras. Rebuscó en el bolsillo la pieza que le habían dado en el café con la efigie del sultán Murat y se la entregó al dueño. Este parpadeó un instante y negó con la cabeza.

—Lo lamento, sir, pero estas aquí no valen.

Obediah la sustituyó por una moneda de dos peniques y, a cambio, recibió otra pieza de bronce con la efigie de otro turco cuya mirada no era tan torva como la de Murat el Cruel. Por la inscripción supo que se trataba de Solimán el Magnífico. Mientras esperaba a que le calentasen el café, el Jonathan’s comenzó a quedarse vacío y pudo cerciorarse de que su socio aún no había llegado. Se dirigió a una de las mesas, se sentó en un banco frente a dos caballeros y revisó unas cartas que llevaban varios días en el bolsillo de su casaca y seguían sin abrir. Después observó a los dos señores. Aunque algo anticuadas, sus valiosas casacas, así como las pelucas de gala que lucían —demasiado pomposas para un café— delataban su condición de nobles terratenientes recién llegados a Londres coincidiendo con el inicio de la temporada. Tenían ante sí certificados y letras de cambio. Estarían probando suerte como especuladores. Obediah hojeó uno de los números de la Gazette, leyó someramente un artículo sobre las revueltas que el hambre estaba causando en París y esperó a que el recadero regresara. Mientras, escuchó con disimulo la conversación de sus vecinos de mesa.

—… en el sur el tiempo debe de ser peor que aquí. El turco tendrá que interrumpir el asedio antes de que los pasos de montaña queden cerrados por la nieve.

—¿En verdad creéis que Kara Mustafá se retirará sin más y se presentará ante el Gran Señor de Constantinopla con las manos vacías? En absoluto, y otra cosa os digo: la ciudad está en las últimas. Al parecer, ya se ha dado algún brote de cólera.

—Pasáis por alto, sir, que un ejército de socorro aún podría salvar al emperador. —El primer caballero bajó la voz—. Tengo buenos contactos en Versalles, y me llegan noticias de que el rey Luis se está armando.

—Pero ¿por qué iban los franceses precisamente a ayudar a los Habsburgo? —preguntó el otro.

—Porque se trata, ni más ni menos, de defender la cristiandad. Un monarca no puede decirse Rex Christianissimus y limitarse a observar cómo esos malditos herejes lo arrasan todo.

Obediah tuvo que hacer esfuerzos para no resoplar. El infierno se congelaría antes de que Luis XIV corriese en auxilio del emperador. Es más, gracias a su red de corresponsales, tenía constancia de que, no hacía mucho, un legado pontificio había hecho antesala en Versalles para convencer al rey católico de que acudiese a socorrer a su correligionario austríaco en la lucha contra los turcos y el Rey Sol ni siquiera lo había recibido.

Era mucho más probable que los franceses utilizaran la guerra de los otomanos contra los Habsburgo como pretexto para atacar a los Países Bajos españoles o a la República holandesa. En los últimos tiempos, el intercambio de correspondencia entre Obediah y algunos científicos alemanes, polacos e italianos se había intensificado. Muchos de ellos tenían contactos excelentes en sus respectivas cortes, y de todas partes llegaba la misma noticia: a nadie le agradaba la idea de enviar un ejército de socorro al Danubio cuando estaba a punto de llegar el invierno. Los príncipes protestantes alemanes no lo harían de ninguna de las maneras y, como era sabido, el rey polaco debía su corona a Luis XIV, quien sobornó al Parlamento durante la elección de Sobieski. En suma, todo lo que le llegaba a Obediah de la República de las Letras apuntaba a que no habría auxilio para el emperador Leopoldo I.

Sin embargo, la mayoría de los ingleses creían que en el último momento el continente sería rescatado del asedio turco, y ello no ya porque hubiese buenas razones para que tal cosa ocurriese, sino simplemente porque lo que no podía ser además era imposible. Obediah, por el contrario, se mostraba realista. Uno de sus corresponsales de Constantinopla incluso había visto desfilar al ejército otomano: el gran visir Kara Mustafá lo había exhibido orgulloso ante extranjeros y diplomáticos poco antes de partir. Al parecer, superaba los ciento cincuenta mil hombres. Nada ni nadie podría hacer frente a tan poderosa maquinaria bélica, ni siquiera el Sacro Emperador Romano Germánico. El imperio sucumbiría. Y Obediah ganaría mucho dinero con ello.

El recadero entró en el café y Obediah le hizo un gesto con la mano.

—El precio actual de una libra de clavo es de ocho libras, tres chelines y seis peniques, sir.

—¿De cuándo es la última cotización?

—De hace una hora, sir.

Obediah dio otro farthing al muchacho. Cuando el dueño le sirvió por fin el café, alguien se acercó a su mesa. Era la persona a la que estaba esperando: Bryant, un corredor especializado en especias.

—Buenos días, mister Chalon. ¿En qué puedo serviros? ¿Queréis volver a invertir en azúcar de caña?

Bryant, un hombre con cuerpo de barrilete y una peluca negra tipo allonge que llevaba torcida, intentaba mostrarse indiferente mientras hablaba, pero Obediah alcanzaba a distinguir cierta malicia en sus palabras. Aprovechar el tradicional aumento en verano del precio del azúcar procedente de Brasil para negociar una opción de compra había sido una de sus escasas buenas ideas y también el motivo, entre otros, de que Obediah hubiese tenido que mudarse a un cuarto extramuros. «En breve —pensó para sí—, esa sonrisa altanera se te quedará congelada, James Bryant.»

—Os lo agradezco, pero no, mister Bryant. Quería hablar con vos a cuenta de otro asunto. Se trata del clavo.

—¡Ah! ¿Acaso tenéis clavo en venta? De ser así, estaría interesado. En estos momentos la oferta es escasísima.

—Lo sé. Concededme diez minutos de vuestro tiempo. —Obediah miró al corredor a los ojos—. Pero deberíamos buscar un rincón más tranquilo.

Bryant arqueó las cejas.

—¡Oh! Sea. Aquella mesa del fondo está vacía.

—De acuerdo. ¿Queréis tomar algo? ¿Una escudilla de café?

—Prefiero un chocolate. Con dos yemas y un chorrito de oporto, si sois tan amable. El médico dice que es bueno para combatir la gota.

Mientras Bryant ocupaba la mesa, Obediah pidió otro café y un chocolate para el corredor. Después se sentaron frente a frente.

—Así que el clavo sigue escaseando…

Bryant asintió.

—Los almacenes de Ámsterdam están prácticamente vacíos, y los barcos de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales no traerán nueva mercancía hasta el verano, tal vez incluso más tarde.

—De lo cual se colige, mister Bryant, que las opciones de compra en el caso del clavo se han encarecido, ¿cierto?

—Así es. Anteayer vendí unas pocas, a trece y siete la libra. Hace tres meses las habríais obtenido por la mitad.

—Desearía, no obstante, adquirir algunas. ¿Conocéis a alguien que quiera desprenderse de ellas?

—Siempre sé de alguien, pero…

—Pero ¿qué?

—¿Por qué razón ibais a hacerlo? Podríais salir verdaderamente escaldado. Pensad en la debacle del azúcar de caña.

Obediah se reclinó.

—No sabía que el bienestar de vuestra clientela os preocupara tanto. Vuestra comisión está asegurada con independencia de si mis opciones arrojan o no beneficio.

—Solo pretendía advertiros de lo que algunos opinan: en el caso del clavo, la cotización de las opciones de compra no subirá mucho más. No en vano ya han rebasado el doble de su valor.

—Pues bien, yo creo que seguirán subiendo. Y por eso deseo adquirir una cantidad considerable.

—¿De cuánto estamos hablando?

—Cinco mil florines.

—¡Dios santo! ¿Acaso sabéis algo que yo ignoro?

—De no ser así, ¿desearía comprar tal cantidad de títulos por encima de su valor? —preguntó Obediah.

—Probablemente no. Sois demasiado ast…, quiero decir, estáis muy versado en estas lides. ¿Y no vais a hacerme partícipe de vuestros conocimientos?

—Eso es una ofensa a mi inteligencia, mister Bryant.

—Excusadme. El intento bien valía la pena.

—Tened por seguro que os revelaré por qué el precio del clavo pronto volverá a subir, pero no hasta que hayáis encontrado a la otra parte y el negocio esté cerrado.

—¿Para que yo propague vuestro rumor, eso hinche el precio y, acto seguido, media Exchange Alley esté contagiada de la fiebre compradora de clavo?

Obediah sonrió.

—Si tal cosa sucediera, sería sin duda un buen negocio. Para mí, claro. Pero también para el corredor, que recibiría una comisión por casi cualquier transacción de esa especia.

—Creo que estamos prácticamente de acuerdo, mister Chalon. Y también creo saber quién podría ser la otra parte. Pero hay una cosa más: ¿cómo pensáis pagar? ¿En moneda? No veo ningún arca llena de plata, y, a tenor de la suma mencionada, necesitaréis una… y no precisamente pequeña.

—Poseo letras de cambio sobre la cantidad necesaria.

Bryant frunció el ceño.

—¿De Siena o de Ginebra?

En lugar de responder, Obediah sacó los documentos sellados y rubricados y se los mostró.

—¡Una garantía del Wisselbank de Ámsterdam! ¿Cómo la habéis conseguido?

—A través de un socio que tengo en Delft. Como podéis comprobar, cubre quinientos florines. Dispongo de otras diez como esta. Tan buenas como las coronas de oro. Mejores incluso, pues los bordes no se desgastan.

Pocas horas después, James Bryant y Obediah Chalon estaban sentados frente a mister Fips, notario que vivía en una bocacalle de Temple Street, aguardando al vendedor de las opciones.

—Va siendo hora de que me digáis de quién se trata, mister Bryant.

—Se llama Sebastian Doyle. Es maestro de esgrima.

—Y ¿cómo es que un maestro de esgrima corriente posee opciones de compra de clavo por valor de cinco mil florines? —preguntó Obediah.

—No es un espadachín cualquiera, sino el maestro de armas del duque de Monmouth, por lo que forma parte de su círculo. Tengo el honor de asesorarle en asuntos financieros.

Mientras conversaban en aquel despacho de aire algo viciado, Obediah reparó en el ligero temblor de su voz. Trató de respirar acompasadamente y de no mover las manos. La razón de su nerviosismo, además de que estaba a punto de cerrar el negocio más importante de su vida, era el notario que se encontraba al otro lado del macizo escritorio. Con la ayuda de una lupa enorme, mister Fips examinaba los papeles falsos del Wisselbank. Obediah veía aquel ojo inyectado en sangre y aumentado hasta un tamaño grotesco saltar de un documento a otro. El abogado había abierto un grueso tomo que contenía facsímiles de los títulos de cambio más habituales: órdenes de la Cai­sse des Emprunts expresadas en libras francesas, nota di banco del Montei dei Paschi de Siena, piastras garantizadas por el sultanato, letras emitidas por Oppenheimer en Viena y también los documentos del Wisselbank. Obediah nunca había visto un libro semejante, y se dijo que adquiriría un ejemplar en cuanto tuviera ocasión. Esa obra facilitaría su trabajo sobremanera.

Bryant le hizo partícipe de alguna habladuría sobre el duque de Monmouth, hijo ilegítimo del rey Carlos II. Obediah no le prestaba atención, observaba con disimulo cómo el notario volteaba con sumo cuidado cada letra para asegurarse de que ninguna de ellas hubiese quedado anulada por un endoso. Después volvió a contar los documentos y los colocó ante sí en un pequeño montón. Apenas había concluido cuando la pesada puerta se abrió y entró un criado. Tras hacer una reverencia, entregó una tarjeta de visita al notario y dijo:

—Un tal mister Doyle espera abajo, sir.

—Que suba, que suba —ordenó Fips.

Mientras el criado desaparecía, el notario se frotó las manos. Posiblemente estuviese calculando cuál sería su comisión en un negocio de más de cinco mil florines. Luego se levantó y se dirigió a la puerta para recibir a su cliente.

Obediah olió a Sebastian Doyle antes de verlo, una nube de aroma a lavanda lo precedía. La otra parte de aquella operación era el tipo de hombre a cuyo paso el pueblo solía gritar «¡Perro francés!». Vestía una casaca extralarga de terciopelo azul y adornada con una docena de botones dorados que no tenían ninguna función, pues Doyle, naturalmente, jamás se abrochaba la prenda; eso habría impedido ver la chupa, también azul y bordada con escenas de caza. Por las mangas asomaban dos vueltas de engageantes con más encajes que los que cualquier dama inglesa media podía tener en su ajuar. Su indumentaria se completaba con medias de seda, zapatos de tacón y un manguito de castor canadiense que llevaba colgado del cinturón. Se había quitado el sombrero, pero no en señal de cortesía —como había creído Obediah—, sino para no aplastar los fastuosos rizos de su peluca, primorosamente arreglada. Era muy probable que aquel pisaverde lo llevase en la mano desde que había salido de su casa esa mañana.

—Sed bienvenido a mi humilde despacho, mister Doyle. Soy Jeremiah Fips, notario por gracia de su majestad. Ya conocéis a mister Bryant. Y este es mister Chalon, virtuoso y filósofo de la naturaleza.

Obediah se inclinó levemente.

—Es un placer conoceros, sir —dijo.

—El placer es mío, mister Chalon.

Doyle tomó asiento en la única silla que quedaba libre y, dirigiéndose a Bryant, comentó:

—Confío en que esta transacción no se demore demasiado. Me esperan cerca de las seis en el Man’s.

«¿Dónde si no?», pensó Obediah. El Man’s estaba cerca de Charing Cross y era el café de pisaverdes y almidonados. Por el gesto y el tono, Doyle había querido dar a entender que su cita estaba relacionada con importantes negocios de Estado, pero Obediah tenía la certeza de que más bien se trataría de jugar a los dados y tomar rapé.

—Lo tenemos todo preparado, os robaremos muy poco de vuestro precioso tiempo —dijo mister Fips sonriendo—. Caballeros, con vuestro permiso procederé a resumir una vez más la operación. Después requeriré de ambos un acuerdo de palabra y la firma. Más adelante, mister Bryant y yo mismo os haremos llegar la minuta con nuestros honorarios. ¿Estáis de acuerdo, messieurs?

Doyle apoyaba su empolvado mentón en dos dedos de la mano derecha, enfundada en un guante de gamuza entretejida con hilos de plata. Con la otra mano indicó al notario que prosiguiera.

Mister Fips tomó asiento al otro lado del escritorio, se puso unos quevedos y comenzó a leer un escrito provisto de un sello.

—«Los caballeros aquí presentes, Obediah Chalon Esq., en adelante el comprador, y Sebastian Doyle Esq., en adelante el vendedor, acuerdan llevar a cabo la siguiente transacción: el vendedor traspasa al comprador opciones para adquirir 54 libras de clavo de Amboina, con fecha de vencimiento…»

Mientras Fips daba lectura al texto contractual, Obediah se preguntaba cuánto valdrían sus opciones pasados unos pocos días. Apostó a que, como mínimo, cinco o quizá hasta seis veces más, y tal vez el precio continuase subiendo. Era imposible predecir el comportamiento de la bolsa una vez que se desatasen la furia o el pánico. Con ese negocio obtendría un interés de varios cientos por ciento. No, eso no era del todo cierto. Al fin y al cabo, los cinco mil florines habían salido de la nada, con lo cual el beneficio sería mucho mayor. Hubo de contenerse para no sonreír a consecuencia de la dicha cuando Fips enunció:

—… acto seguido el comprador abonará la suma correspondiente al valor actual de la opción de compra mediante letras de cambio emitidas por el Wisselbank de Ámsterdam.

Doyle arqueó sus cejas depiladas.

—¿Letras de cambio, decís? ¿Es eso seguro?

—No hay nada más seguro. ¿Mister Bryant?

—Permitidme una breve explicación. Los documentos que posee mister Chalon han sido emitidos por el Wisselbank, el banco más rico y más seguro del mundo. Se refieren a la cuenta de Jan Jakobzoon Huis, un bewindhebber de la VOC, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.

—¿Y qué es un bewindhebber?

—Uno de los responsables y comerciantes de la VOC, sir; además de accionista.

El recelo pareció abandonar el rostro de Doyle, aunque no por completo.

—¿Y qué garantía tienen esas letras y dónde puedo cobrarlas? —preguntó.

—Están garantizadas con oro. Y podéis cambiarlas por moneda cuando gustéis en Ámsterdam, Delft, Rotterdam o Hamburgo, aunque no será necesario. Cualquier comerciante de Londres os las quitará de las manos, pues el dinero no puede estar en mejores manos que en las del Wisselbank.

—Bien. ¿Dónde tengo que firmar?

Mister Fips se puso en pie, rodeó la mesa y acercó al maestro de armas un tintero y una pluma. Doyle precisó de varios segundos para desprenderse de sus ajustados guantes perfumados y, una vez lo hubo conseguido, firmó. También Obediah trazó su briosa rúbrica al pie del documento notarial. Fips volvió a contar las letras de cambio y se las entregó a Doyle, quien, a su vez, se las dio inmediatamente a Bryant.

—Llevadlas por mí a Whitehall. Me alojaré allí esta temporada. Dádselas a mi criado, pero selladas.

—Será un honor hacerme cargo, sir.

—Bien. Por favor, entregad a este caballero las opciones. Ahora si me disculpáis, caballeros… El deber me llama.

Doyle dijo esto con el semblante de quien está punto de partir a caballo para subyugar por sí solo a los irlandeses. Después desapareció escaleras abajo.

Obediah tomó las opciones que le dio Bryant. Ambos se despidieron de Fips y abandonaron juntos el lugar. Una vez en la calle, Bryant preguntó:

—¿Me permitís que os invite a algo? Creo que tenemos un asunto pendiente.

—Con sumo gusto, mister Bryant, pero pago yo. ¿Os parece bien que vayamos al Nando’s? Creo que es el café más cercano.

Bryant estuvo de acuerdo, así que subieron por Middle Temple Lane hasta Fleet Street y giraron a la derecha. Como era habitual a primera hora de la tarde, el Nando’s estaba lleno de templers que, tras dar por finalizadas sus citas en los tribunales de Temple, acudían allí para conversar con otros colegas y estudiar los últimos veredictos y sentencias expuestos en las paredes del local. Obediah y Bryant pidieron sendas escudillas de café y ocuparon uno de los pocos bancos que quedaban libres.

—¿Y bien? ¿Cómo os sentís con ese paquete de opciones en el bolsillo?

—Ligero como una pluma, mister Bryant.

—Bueno, desembuchad de una vez. ¿Cuál es vuestro plan?

—Permitidme que empiece por el principio. ¿Por qué creéis que el precio del clavo ha subido tanto?

Bryant se encogió de hombros.

—Entiendo que la demanda supera la oferta. Pero, para seros sincero, el porqué no me interesa. Solo me importan las consecuencias, y esas las veo a diario en las pizarras de Exchange Alley…, además del despacho semanal procedente de Holanda, en el que se detallan todos los movimientos y cotizaciones de la plaza Dam.

—A mí sí me interesan los motivos que subyacen a ese aumento de precio. Es más, llevo meses siguiéndolo. Como tal vez sepáis, me carteo con mucha gente.

—Sí, por lo visto tenéis corresponsales en el mundo entero.

—Eso tal vez sea exagerado, pero en la República de las Letras uno se entera de cosas que a primera vista pueden parecer secundarias. Además de disquisiciones científicas, las misivas de mis corresponsales contienen una cantidad asombrosa de murmuraciones. Y a través de un conocido que vive en La Haya sé por qué este año hay tan poco clavo en el mercado.

—¿Por qué?

—Porque en el camino de regreso desde Batavia, una parte de la flota de la VOC naufragó frente a las costas de Mauricio.

—Pero eso suele pasar, ¿no es cierto?

—Desde luego, y los holandeses, con sus miles de barcos, bien pueden asumir la pérdida. Lo que ocurre es que en el océano Índico, durante la época del monzón, hay fuertes tormentas, y se dice que la Compañía está considerando otras rutas marítimas para reducir las pérdidas en el futuro.

Bryant dio un sorbito a su escudilla.

—Pero ese naufragio es cosa del pasado. ¿Acaso creéis que la próxima flota de retorno también se irá a pique?

—Cabe esa posibilidad.

El corredor negó con la cabeza.

—¿De verdad apostáis a que el rayo caerá dos veces en la misma iglesia? ¿Apostáis a favor del tiempo?

—Estimado mister Bryant, creo que no me estáis entendiendo. Por supuesto que el próximo suministro de clavo bien podría acabar donde mora Davy Jones. Y de ser así, mis opciones de compra seguirían subiendo. Pero, por decirlo de algún modo, eso es solo la música de fondo. Daré fin a vuestro tormento: he averiguado que solo dos casas de comercio disponen de reservas considerables de clavo. Una de ellas es Frans, en Ámsterdam. Y a esas existencias se refieren las opciones de Doyle, que ahora son mías.

—¿Y el resto?

—El resto no llega a través de Holanda, sino de un intermediario veneciano que abastece a Italia y al imperio. Ese comerciante, imagino que con fines especulativos, ha acumulado gran cantidad de mercancía. Calculo que más de dos tercios del clavo disponible en estos momentos están en sus manos, unas seis mil quinientas libras.

—¿Esa es la información que debo difundir en Exchange Alley? Yo diría que más que hinchar los precios, eso hará que caigan.

—No me habéis preguntado dónde tiene ese comerciante su almacén.

—¿Londres? ¿Lisboa? ¿Marsella?

—No, en Viena.

Bryant se echó a reír. Lo hizo con tanto ímpetu que docenas de juristas volvieron la cabeza en su dirección y fruncieron el ceño ante semejante alboroto, impropio de un café. Mas el corredor siguió hipando y dando resoplidos, y tampoco Obediah pudo reprimir una sonrisa.

—¿Así que las reservas de clavo para todo el continente están en una ciudad que dentro de pocos días será arrasada por los turcos? Es magnífico. —Bryant trató de recomponer el gesto—. Desde un punto de vista puramente financiero, claro está. ¿Y estáis seguro de que Viena caerá?

—¿Acaso lo dudáis? —preguntó Obediah.

El accionista negó con la cabeza.

—No. Nadie prestará ayuda a los Habsburgo. Y el invierno está al caer.

—Todavía es temprano —dijo Obediah—, ¿qué os parece si tomamos un jerez? Por los negocios redondos.

Bryant se mostró conforme. Chalon se acercó al mostrador y pidió dos copas. Su último chelín se convirtió así en un pequeño ejército de Solimán, pero eso ya no importaba. Una sensación de euforia se apoderó de él. Pronto se mudaría a Cheapside, la calle más lujosa de Londres, renovaría por completo su vestimenta y ampliaría su colección de curiosidades; todos los virtuosos de Londres se pondrían pálidos de envidia.

Se disponía a regresar a la mesa con las copas, cuando un joven entró apresuradamente en el café. Estaba empapado en sudor, los rizos de la peluca se le pegaban a las sienes. Los clientes enmudecieron y clavaron la mirada en el recién llegado. Por unos instantes el silencio fue tal que solo se oía el crujir de los bancos de madera, donde los hombres trataban de permanecer quietos. Entonces, un abogado de cierta edad se puso en pie, hizo un gesto de asentimiento hacia el recién llegado y exclamó:

—Sir, tenedme por vuestro más humilde servidor. ¿Qué nuevas traéis?

El joven se secó el sudor de la frente con un pañuelo y, mirando hacia la concurrencia expectante, anunció:

—¡Ha ocurrido un milagro! El 11 de septiembre será un día que seguirá celebrándose dentro de cien años.

El abogado ladeó ligeramente la cabeza.

—Si se trata de otro presunto embarazo de la reina Catalina…

El otro negó con la cabeza.

—Nada de eso, sir. Vengo del Garraway’s, donde un comerciante portugués acaba de anunciar lo siguiente: hace nueve días, en la tarde del 11 de septiembre, el rey polaco, Jan Sobieski, se plantó a las puertas de Viena con un ejército de más de cien mil hombres e infligió al turco una derrota aplastante. ¡La ciudad está a salvo!

Acto seguido estalló el júbilo, todos se levantaron de sus asientos. Jueces y abogados se abrazaron. Un pequeño gentío se congregó alrededor del mensajero. Todos querían dar una palmadita al joven en agradecimiento por tan buena noticia. Solo Obediah permanecía paralizado junto al mostrador, mirando las cabezas de turco que adornaban las monedas.

Ámsterdam, dos años después

Se despertó al oír que sacudían la puerta de la celda. Lo primero que sintió fue el dolor. Entre quejidos, logró erguirse apoyándose en los codos. Tenía el torso, apenas cubierto por una camisa ajada, plagado de verdugones enrojecidos que parecían haber alcanzado su plenitud durante la noche. Jamás habría imaginado que unas varas de abedul pudiesen causar semejante tormento. El día anterior lo habían azotado durante una eternidad, o al menos eso le había parecido. Atado a un barril de arenques, sin posibilidad de moverse, los varazos se habían sucedido uno tras otro en la espalda y las piernas. Sin embargo, una vez más se había negado a seguir las reglas de aquella institución, el Tuchthuis. Llevaba así varios días, y los azotes eran el último de una larga serie de castigos.

Miró hacia la pesada puerta de roble. Cuando se abrió de golpe, Obediah pudo ver el rostro de Ruud, el guardián responsable de esa ala del correccional. Aquel hombre carniseco estaba completamente calvo y a lo sumo contaba veinticinco años. Obediah elucubró que podría tratarse del mal francés, lo cual también explicaría lo necio que era. El guardián sonrió con malicia.

—Aquí está el monigote inglés… ¿Por fin dispuesto a trabajar?

Obediah tosió. El presidio, próximo a Koningsplein, era un lugar húmedo y de mucha corriente: un clima que suponía una dura prueba incluso para un londinense. Con toda probabilidad, una pulmonía le segaría la vida mucho antes de que los azotes terminasen de rematarlo.

—No me opongo a un trabajo acorde a mis capacidades, pero me niego a cortar madera de Brasil.

Uno de los objetivos del correccional era devolver a los delincuentes y vagabundos descarriados a la senda de la virtud por medio de la palabra de Dios y obligándolos a realizar un intenso trabajo físico. Sin embargo, la verdad era que allí a nadie le interesaba salvar a ningún alma. En realidad, el propósito final era convertir toda la madera de Brasil que fuese posible —una madera dura como la piedra— en el valioso polvo rojo tan apreciado por los tintoreros de Leiden y de otros lugares. Por eso en Ámsterdam al Tuchthuis popularmente también se le llamaba rasphuis o aserradero. Aquel trabajo era extenuante y requería un esfuerzo descomunal; en lugar de llevar a los presos por la senda de la virtud, los conducía a una muerte rápida. Lo más probable era fenecer en el correccional, y Obediah Chalon, que jamás había realizado ni una sola hora de duro trabajo físico, sabía que cortando madera acabaría antes en la tumba que como consecuencia de cualquier otro tormento que le quisieran infligir.

No había terminado de hablar cuando el guardián le propinó una bofetada no con la palma sino con el dorso de la mano; los nudillos le golpearon la mejilla.

—¡Escoria inmunda! ¡Todos los papistas sois iguales!

Ruud lo levantó con una sacudida y lo hizo salir a empellones. Recorrieron un pasadizo largo y empedrado y pronto accedieron al patio. El Tuchthuis era un edificio grande y rectangular compuesto por cuatro alas que circundaban un patio interior. Allí, un centenar de hombres soportaban el frío de la mañana: cuerpos miserables envueltos en arpillera y lana raída. Congelados y aún somnolientos, habían formado cuatro filas que recorrían dos guardianes con vergajo. Mientras los reclusos tiritaban y basculaban de un pie a otro, Piet Wagenaar les metía en la cabeza el catecismo: «Y los hijos de Israel gemían a causa de la servidumbre, y clamaron; y subió a Dios aquel clamor con motivo de su servidumbre».

Wagenaar era el ziekentrooster, el capellán de aquel presidio, y corría el rumor de que a los reclusos más jóvenes y bien parecidos no solo los agasajaba con pasajes y salmos bíblicos. Obediah, por fortuna, no había sido objeto de tales acercamientos. Se disponía a aproximarse al resto para ocupar su lugar en la fila cuando recibió un doloroso vergajazo en la espalda.

—Tú no, monigote. Por ahí.

El miedo se apoderó de Obediah; el guardián lo empujaba hacia el ala donde tenían lugar los castigos. Sin embargo, de pronto giraron a la derecha y entraron en la parte del edificio que albergaba las dependencias de Olfert van Domselaer, el alcaide del Tuchthuis. El sudor comenzó a correrle por la frente. ¿Qué querría Domselaer de él?

—¿Me lleváis a ver al alcaide? —se aventuró a preguntar al guardián.

De inmediato volvió a sentir los efectos del vergajo.

—¡Chitón!

A Ruud le encantaba llevar la contraria y hacer ver a los demás que erraban. Probablemente se sentía superior. Por esa razón Obediah dedujo que si no fuesen a ver al alcaide le habría respondido con un «no», de modo que esa nueva tunda había merecido la pena: ya sabía que su destino era, en efecto, la alcaidía. Repasó mentalmente todas las posibilidades: ¿lo llevarían a juicio?, ¿lo entregarían al representante de la corona inglesa?, ¿tendría por fin la tan ansiada oportunidad de demostrar al alcaide que sus talentos podrían beneficiar al Tuchthuis?

Recorrieron un pasillo encalado, con ventanales de vidrio plomado y alfombras toscas. Se detuvieron ante una puerta de madera oscura y Ruud llamó.

—¡Adelante! —ordenó una voz.

El guardián abrió la puerta, empujó a Obediah al interior e hizo una reverencia ante un hombre entrado en años, sentado frente a la lumbre de una chimenea que crepitaba alegremente. Después salió. A excepción del hogar y de la mullida butaca, aquella estancia no ofrecía muchas comodidades. Era un lugar de trabajo, no estaba destinado al descanso, pero sí a impresionar al visitante. En la parte alta de la chimenea había un imponente friso en mármol. Mostraba a una mujer que probablemente simbolizase a Ámsterdam. En una mano sostenía un pavoroso mangual, y a izquierda y derecha había varios hombres encadenados. Debajo se leía: Virtutis est domare quae cuncti pavent.

El hombre que estaba en la butaca vio que Obediah contemplaba la inscripción y tradujo:

—«Es una virtud domar…»

—«… a quienes todos temen» —añadió Obediah completando la frase.

El alcaide tendría cerca de cincuenta años. Vestía calzones negros y casaca del mismo color, combinada con una camisa blanca de encaje y una gorra orlada con marta cibelina. En la mano derecha sujetaba un libro encuadernado en cuero. Examinó al visitante con detenimiento.

—Había olvidado que domináis el latín.

—El latín, seigneur, y muchas otras lenguas.

Domselaer pasó por alto el comentario y, con un gesto, instó a Obediah a sentarse en un escabel que había en mitad de la estancia.

—Conocéis, pues, nuestro lema. Pero al parecer no lo entendéis. Obediah Chalon, ¿cuánto tiempo lleváis aquí?

—Ocho semanas y media.

—A pesar de que sois un hereje papista, tengo entendido que acudís con sumo interés a los oficios de nuestro pastor. ¿No os repele la austeridad de nuestros ritos?

Incapaz de adivinar las intenciones del alcaide, Obediah optó por mostrar cautela.

—Como inglés que soy, estoy acostumbrado a vivir entre protestantes, seigneur. Además, no hay nada que objetar a las lecturas, aun siendo católico. La Biblia sigue siendo la Biblia.

—Una respuesta muy calvinista. Sin duda sabréis que a escasos cientos de millas de aquí, al oeste, ahorcan a quienes contestan con tanto sentido común.

Obediah decidió que lo más sensato era limitarse a asentir con humildad.

—Tengo entendido que aunque no rechazáis el alimento espiritual que se os ofrece, os negáis a trabajar. ¿Es eso cierto?

—En modo alguno me niego a trabajar, seigneur. Es más, si me permitís la observación, son muchos los talentos que poseo y que podrían ser útiles al Tuchthuis. Además de mis conocimientos lingüísticos, estoy versado en metalurgia y otras artes. También podría…

Domselaer lo interrumpió.

—Obediah Chalon, sé quién sois y qué sabéis hacer. Sois uno de esos a los que llaman virtuosi. Coleccionáis tratados y juguetes insólitos, malgastáis los días en los cafés y vivís a la sombra de los grandes filósofos de la naturaleza. —El alcaide pronunció esto último como si hablara de la peste o del cólera—. Pero no sois uno de ellos, ¿me equivoco?

Sin esperar respuesta, Domselaer prosiguió.

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