La mujer perfecta

J.P. Delaney

Fragmento

Capítulo 1

1

Vuelves a tener el mismo sueño, ese en el que Tim y tú estáis en Jaipur con motivo del Diwali. Mires donde mires, en todas las puertas y ventanas, hay farolillos y velas, petardos y luces de colores. Los patios, cuyas entradas están rodeadas de motivos complejos elaborados con pasta de arroz coloreada, se han convertido en titilantes lagunas de fuego. Tambores y platillos palpitan y chisporrotean. Rendida al bullicio y la confusión, te dejas arrastrar por el oleaje de la multitud en un mercado donde los vendedores te ofrecen platos de dulces de todos lados. Movida por un impulso, paras ante un tenderete donde una mujer decora la piel con bellos dibujos hindis. El olor a sándalo de sus pinceles se mezcla con la cordita acre y penetrante de los petardos y el aroma a anacardos tostados. Mientras la mujer te pinta, veloz y habilidosa, un grupillo de chicos jóvenes pasa bailando por delante, con la cara pintada de azul y el musculoso torso desnudo, y luego regresa para danzar solo para ti, con la cara muy seria. Y, después, el detalle final: te pinta un bindi en la frente, justo entre los ojos, mientras te explica que el punto rojo te distingue como una mujer casada, con todo el conocimiento del mundo.

—Pero si no lo estoy —protestas, y estás a punto de retirar la mano, aunque te da miedo ofender alguna sensibilidad local, y entonces oyes la risa de Tim y ves el estuche que se saca del bolsillo, y antes incluso de que hinque una rodilla, en medio de todo ese ruido y jolgorio, sabes que ha llegado el momento, que va a hacerlo de verdad, y tu corazón está a punto de estallar.

—Abbie Cullen —empieza—, desde que irrumpiste en mi vida, sé que tenemos que estar juntos.

Y de pronto despiertas.

Te duele todo. Lo peor son los ojos, las luces cegadoras te abrasan hasta el cráneo, el dolor que notas en el cerebro conecta con la rigidez del cuello y el tormento te recorre toda la columna.

Suenan pitidos y zumbidos de máquinas. ¿Un hospital? ¿Has sufrido un accidente? Intentas mover los brazos. Los tienes agarrotados; apenas puedes doblar los codos. Dolorida, alzas la mano para tocarte la cara.

Tu cuello está envuelto en vendas. Debes de haber sufrido alguna clase de accidente, pero no lo recuerdas. Suele ocurrir, te dices medio grogui. Mucha gente se estrella y justo después no recuerda el choque o haberse subido al coche siquiera. Lo importante es que estás viva.

¿Iba Tim en el coche también? ¿Conducía él? ¿Qué hay de Danny?

La posibilidad de que Danny o Tim hayan muerto casi te hace soltar un grito ahogado, pero no puedes. Algún cambio en la máquina que pita, sin embargo, ha puesto sobre aviso a una enfermera. Una bata de hospital azul, una cintura de mujer, te pasa a la altura de los ojos, ajustando algo, pero duele demasiado alzar la vista hacia ella.

—Está activa —murmura.

—Gracias a Dios —dice la voz de Tim. De modo que está vivo, al fin y al cabo. Y aquí mismo, a tu lado. Te invade el alivio.

Entonces aparece su cara, mirándote desde arriba. Lleva la ropa de siempre: vaqueros negros, una camiseta gris lisa y una gorra de béisbol blanca. Pero tiene mala cara, con las arrugas más marcadas que nunca.

—Abbie —dice—. Abbie… —Tiene los ojos empañados de lágrimas, lo que te alarma de inmediato. Tim nunca llora.

—¿Dónde estoy? —Tienes la voz ronca.

—Estás a salvo.

—¿He tenido un accidente? ¿Danny está bien?

—Danny está perfectamente. Ahora descansa. Luego te lo explico.

—¿Me han operado?

—Luego. Te lo prometo. Cuando cobres fuerzas.

—Ya tengo fuerzas. —Es verdad: el dolor ya va a menos, la neblina y el aturdimiento empiezan a desaparecer.

—Es increíble. —Tim no se dirige a ti, sino a la enfermera—. Asombroso. Es… ella.

—Estaba soñando —cuentas—. Con el día en que me pediste la mano. Era tan vívido. —Comprendes que debe de haber sido la anestesia. Hace que todo parezca más intenso. Como la frase de aquella obra. ¿Cómo era? Por un momento las palabras se te escapan, pero luego, con un esfuerzo casi doloroso, un chasquido, las recuerdas.

«Lloro por seguir soñando.»

Los ojos de Tim se llenan una vez más de lágrimas.

—No estés triste —le dices—. Estoy viva. Es lo único que importa, ¿no? Los tres estamos vivos.

—No estoy triste —contesta él, sonriendo a pesar de las lágrimas—. Estoy feliz. La gente llora también cuando se siente feliz.

Eso ya lo sabías, por supuesto. Pero a pesar incluso del dolor y la medicación, notas que esas lágrimas no son de las que se derraman cuando todo ha acabado bien. ¿Has perdido las piernas? Intentas mover los pies y sientes que reaccionan, lentos y rígidos, bajo la manta. Gracias a Dios.

Tim parece tomar una decisión.

—Hay algo que tengo que contarte, cariño —dice mientras te sujeta una mano—. Algo muy difícil, pero tienes que saberlo ya. Eso no ha sido un sueño. Era una transferencia de datos.

Capítulo 2

2

Lo primero que piensas es que se trata de una alucinación; que esto, y no el sueño sobre la petición de mano, es la parte irreal. ¿Cómo va a ser verdad? Lo que te está explicando ahora mismo —una retahíla de datos técnicos sobre ficheros mentales y redes neuronales— no tiene ningún sentido.

—No lo entiendo. ¿Me estás diciendo que me ha pasado algo en el cerebro?

Tim niega con la cabeza.

—Digo que eres artificial. Inteligente, consciente… pero manufacturada.

—Si estoy perfectamente —insistes, perpleja—. Mira, te digo tres cosas al azar sobre mí. Mi comida favorita es la ensalada nizarda. El año pasado me duró semanas un enfado porque las polillas se habían comido mi chaqueta de cachemira favorita. Voy a nadar casi todos los días… —Paras. Tu voz, en lugar de reflejar el pánico creciente que sientes, suena como un graznido monótono, a lo Stephen Hawking.

—Esa chaqueta se estropeó hace seis años —señala Tim—. La he guardado, de todas formas. He guardado todas tus cosas.

Lo miras fijamente mientras intentas hacerte cargo

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