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Fue Arbus quien me abrió los ojos. No es que antes los tuviera cerrados, pero no podía estar seguro de lo que veía; quizá fueran imágenes proyectadas para engañarme o para tranquilizarme, y yo era incapaz de poner en tela de juicio ese espectáculo que se me ofrecía a diario y que se conoce como «vida». Por una parte, aceptaba sin discutir todo lo que le cae en suerte a un chaval de trece, catorce, quince y todos los años que le faltan para completar esa «fase» —siempre oí mencionarla así, una «fase», un «momento», a pesar de que podía alargarse; un «momento delicado», o incluso una «crisis», a la que, para ser sinceros, seguirían otros momentos o fases igual de delicados o críticos que se alternarían sin cesar hasta la madurez, la vejez y la muerte—. Me alimentaba sin protestar de lo que servían día tras día en el comedor escolar, donde se ofrecen las cosas que le pasan a cualquier adolescente, los asuntos que lo absorben mientras crece y se desarrolla —«desarrollo», otra palabra clave que utilizan los adultos para forzar las cerraduras de la adolescencia, la difícil «edad del desarrollo», el «desarrollo de la personalidad», por no mencionar la horrible expresión intransitiva «ya se ha desarrollado», que sella con lacre pegajoso los genitales secretos—. Quizá sin un orden, pero, en cualquier caso, se servían esos platos que no pueden faltar en la mesa de todo adolescente: el colegio, el fútbol, los amigos, las frustraciones y las excitaciones, todo aderezado con llamadas telefónicas, el ir y venir a la gasolinera y las caídas de la moto, es decir, experiencias comunes.
Pero, por otro lado, no podía dejar de sentir cierta perplejidad. ¿La vida era eso? Es decir, ¿esa era mi vida? ¿Tenía que hacer algo para que me perteneciera o me la entregaban tal cual, con garantía? ¿Tenía que ganármela o merecérmela? Quizá fuera provisional y pronto me la cambiaran por una definitiva. Pero, en tal caso, ¿tenía que cambiarla yo o alguien se ocuparía de eso? ¿Sucedería algo que la cambiase? La vida puede ser extraordinaria o normal. ¿De qué clase era la mía? Mientras Arbus no entró a formar parte de esta historia, todas esas preguntas que ahora por lo menos me planteo, aunque haya renunciado a las respuestas, ni siquiera se me pasaban por la cabeza: se desvanecían antes de alcanzar la superficie de mi conciencia provocando solo una ligera ondulación.
El simple hecho de llamarla conciencia ya es una exageración.
Sensación de existir, a lo sumo. De estar en el mundo.
Para mí, quien proyectaba las imágenes que me rodeaban era un mago, un genio. Tengo que reconocérselo. De su lámpara salían sueños perfectos, dulces y nítidos que yo atravesaba absorto, a veces más bien extasiado. En definitiva, era sumamente feliz y desdichado a la vez. Respiraba profundamente ese aire misterioso de las escenografías que me rodeaban, esas que alguien desmontaba en cuanto las dejaba atrás. Me parecía que tarde o temprano ocurriría algo decisivo que en lugar de aclarar uno por uno los insignificantes hechos ya acaecidos, los cosería con un hilo irrompible, como el que ensarta las páginas de las novelas y nos impide parar hasta que hemos pasado la última. Solo así, asemejándose a una ficción, pero poseyendo su coherencia implacable, mi vida y la de todos los demás podría considerarse real, una vida de verdad...
Había momentos puntuales que me trastornaban profundamente, pues en ellos, no sé expresarlo mejor, comprendía con dolorosa claridad la confusión de la que era presa. Totalmente. Me poseía sin dejar espacio a nada más —ideas o pensamientos, por ejemplo—. Solo podía sentir. Sentía fluir la sangre que se amasaba en el pecho, una congoja insostenible, el corazón dolorido; quiero decir que realmente me dolía, de verdad, como si estuviera a punto, para usar el lenguaje de las novelas de antaño, de darme un vuelco, pero ese dolor se mezclaba con una extraña dulzura, como extraño era todo lo demás.
Arbus fue mi compañero de clase desde primero de bachiller, pero empecé a percatarme de su existencia cuando estábamos a punto de acabar. A un mes del examen de reválida...
Los estudiantes se quedan atrás por definición. Todos sin excepciones. Por otra parte, los profesores también se quedan siempre atrás, no logran seguir el ritmo de los programas que ellos mismos han ideado y culpan a los alumnos, lo cual es verdad y mentira al mismo tiempo, porque si sus clases estuvieran formadas por genios, tampoco lograrían respetarlos, seguiría quedando algo por explicar, quizá una sola página, una línea o un milímetro. En cualquier caso, están destinados a fallar, a renunciar, por ejemplo, a dar todo Kant en el penúltimo año del bachillerato. El motivo es inexplicable y solo queda recurrir a la enigmática expresión «por fuerza mayor». Los objetivos sirven para no cumplirse, la naturaleza intrínseca del centro es no ser alcanzado. Con independencia de si las fuerzas flaquean por el camino o de si la meta se desplaza imperceptiblemente hacia delante, o de si fueron demasiado optimistas, presuntuosos o abstractos en el planteamiento original, o de si los obstáculos han sido más insalvables de lo previsto y los días de lluvia, enfermedad, huelga o elecciones sorprendentemente numerosos. No sé cómo se denomina esa ciencia ni en qué se basa, pero hay un estudioso que ha calculado que cualquier proyecto que se emprenda costará un promedio de un tercio más del presupuesto inicial, y que se empleará al menos un tercio más del tiempo previsto para su realización. Por lo visto, se trata de un dato que no puede eliminarse. Solo raras excepciones se libran de la ley del retraso constitutivo, y Arbus era una de ellas.
Arbus, Arbus, amigo mío, viejo palillo. Estabas tan delgado que solo con verte los codos cuando fingías jugar al voleibol para que no te suspendieran en gimnasia entraban escalofríos. De piedad o de repulsión. Por no hablar de los omóplatos y las rodillas, cuyos huesos puntiagudos casi agujereaban el chándal negro con los ribetes verdes y amarillos que te permitían llevar incluso en mayo —y hasta bien entrado junio— para proteger tu delicada salud. Por más que fingieras concentrarte en el partido, todo el mundo sabía que si la pelota rebotaba, por casualidad, cerca de ti, en el minúsculo trocito de campo donde te habíamos aislado para que causaras el menor perjuicio posible al equipo, ni siquiera la verías pasar porque entretanto te habrías quedado encantado mirando el entramado del techo del gimnasio, como si estuvieras concentrado en calcular cuánto hormigón hacía falta para sostenerlo. Y que si por azar nuestros gritos te sacaban de tu ensimismamiento y en el último momento te dabas cuenta de que tenías que jugar —el voleibol es un deporte histérico, una cuestión de instantes cruciales, durante todo el partido tocas la pelota unos cinco segundos cuando menos te lo esperas—, «¡Vamos, Arbus! ¡Coñooo, Arbus!», agitarías tus largos brazos descoordinados intentando no se sabe si rechazar la pelota levantándolos, encajarla bajándolos o incluso cogerla, como instintivamente suele hacerse cuando un objeto te alcanza de repente mientras estás distraído. Y en efecto, eso es lo que solías hacer: aferrar la pelota al vuelo, abrazarla y mirar a tus compañeros esbozando una media sonrisa desorientada, como si buscaras su aprobación. En ese preciso momento te percatabas de que la habías liado una vez más, cosa que te confirmaba el coro de sus quejas exasperadas: «Nooo, Arbus, ¿qué coño haces?». Te pasaba bastante a menudo: tu semblante no reflejaba lo que pensabas o lo que sentías. Sonreías mientras te insultaban.
Lo increíble de Arbus es que no se desanimaba, permanecía impasible ante los acontecimientos. Otros no habrían soportado las tomaduras de pelo ni las ofensas, habrían lanzado la pelota contra los compañeros o habrían llegado a las manos o, como hacen las nenazas, se habrían echado a llorar al ver lo negados que eran, reacciones que yo mismo he tenido más de una vez al ser incapaz de soportar la presión del juicio de los demás, que me desanima y me pone agresivo, incluso cuando es halagador, así que no digamos una crítica. Sin embargo, nunca vi a Arbus abatido o preocupado. Cualquiera en su lugar habría considerado humillante semejante situación. Él no. Permanecía impasible como si no le importara —quizá le importara, pero no lo demostraba—, petrificado, sin reaccionar, separado de su mente, demasiado rápida. Necesitaba un buen rato para registrarlo y cambiar de máscara. Quizá era precisamente así, alguien formado por elementos desmontables no sincronizados: una mente fulminante, sangre fría, un rostro perezoso incapaz de cambiar de expresión según las circunstancias, una persona con una actitud a menudo inoportuna —como veremos, eso le causará muchos problemas con los compañeros, los profesores y la autoridad en general, que considerará insolente e irrespetuosa su expresión mientras que sus palabras sonarán razonables y aduladoras, o al contrario.
Y por si fuera poco, estaba su cuerpo descoordinado. Arbus era alto, delgado, con el rostro de aire eslavo enmarcado por dos largos mechones de pelo negro y grasiento, que parecía no haberse lavado nunca; la boca, de labios carnosos siempre arqueados en una media sonrisa que ponía los nervios de punta; y la mirada, sumamente inteligente, oculta detrás de unas gafas perfectas para el científico de la película de ciencia ficción o de espionaje, es decir, de esas cuyos cristales gruesos como culos de botella aumentan los ojos en desmesura, en especial si son de un azul acuoso, como eran los de Arbus, o debería decir como lo son todavía, pues no me cabe la menor duda de que está vivito y coleando: tengo pruebas de ello, a pesar de desconocer su paradero y su ocupación actuales.
Tan rápido como aprendía —en la mitad del tiempo que yo necesitaba, y en una cuarta o una décima parte del que requerían los demás, digería y aplicaba la teoría a los ejercicios—, desaprendía. No es que se olvidara, sencillamente pasaba a otro asunto. Las cosas dejaban de merecer su atención de repente, en cuanto las comprendía. A final de curso se vaciaba por completo y estaba listo para aprender cosas nuevas. Devoraba las teorías y las expulsaba, teorías que dejaban huellas transparentes de su paso por la mente, como si sirvieran para ensancharla, prepararla para otros esquemas más complejos. Cuando la comprensión actúa tan rápidamente, no necesita depositarse en forma de conocimiento.
Ya en bachillerato, Arbus dejaba de piedra a los curas y a nosotros cuando salía a la pizarra y reescribía minuciosamente todos los pasos de la demostración de un teorema que acababan de explicar minutos antes. Dibujaba histogramas y proyectaba el movimiento en rotación de figuras sólidas dando la impresión de que las observaba en verdad desde todos los lados —¡ya le hubiera gustado al cubismo!—. En cuanto separaba de la pizarra la tiza que había hecho chirriar con toques nerviosos, sin vacilar un solo instante, se quedaba inmóvil, con los largos brazos colgando a lo largo del cuerpo, las greñas sobre las mejillas, silencioso, mirando al vacío como si esperara nuevas instrucciones antes de realizar un movimiento o pronunciar una palabra. Igual que un robot a la espera de la próxima orden. No era aburrimiento ni impaciencia, en todo caso lo contrario, indiferencia. En efecto, una vez resuelto el problema, ¿qué añadir? Puesto que nosotros no lo habíamos captado cuando el profesor de matemáticas lo había explicado por primera vez, comprendíamos que Arbus lo había reproducido a la perfección por la cara de sorpresa del cura. En realidad, no le hacía mucha gracia que para Arbus fuera tan fácil. Dicha facilidad podía inducir a pensar que el papel del profesor era, en resumidas cuentas, superfluo. Gente como Arbus podía quedarse en casa, tranquilamente tumbada en la cama, echar un vistazo al libro y hacer en media hora un mes de programa. En el fondo, no había diferencia entre ir al colegio o no ir.
Quizá, para expresar plenamente el contraste, sería más justo que hablara de Arbus y contara su historia de genio incomprendido quien era el último de la clase, el irresponsable o el repetidor crónico. Sin embargo, seré yo el que la escriba: inteligente, con talento, pero no tanto, y, sobre todo, sin el carácter necesario para destacar, como esos jóvenes tenistas que tienen un revés estupendo y a quienes los expertos profetizan un futuro de éxito arrollador, por los que pondrían la mano en el fuego, seguros de que se convertirán en fenómenos, pero que con el paso de los años nunca ganan torneos importantes porque les falta algo. Pero ¿qué les falta exactamente? ¿La chispa? ¿El valor? ¿La tenacidad? ¿Los huevos? ¿El instinto criminal? ¿Qué nombre podríamos darle a esa cualidad invisible sin la cual las cualidades visibles sirven de poco? No por casualidad existe la expresión «primero de la clase», mientras que nunca se habla del segundo, del tercero o del quinto, lo que éramos Zipoli, Zarattini, Lorco y yo, es decir, esos chicos que después de despuntes puntuales escalan —consiguiendo algún punto a su favor a partir de ejercicios amañados y pruebas orales en que les preguntan el único tema que han estudiado o el último que se ha dado, ese que todavía tienen fresco, de ahí los inevitables altibajos— o pierden posiciones en el ranking, entrando y saliendo del top ten de los empollones sin lograr jamás, ni siquiera de lejos, poner en peligro al cabeza de serie número uno, Arbus, primero indiscutible en todo tipo de clasificación. Sus notas eran impresionantes y sus resultados nunca se apartaban del sobresaliente. En varias ocasiones, los profesores se vieron obligados a romper el gran tabú de los colegios de antaño, es decir, el diez. La nota que implica la perfección. Sufrían de crisis de conciencia solo de pensar en ponerlo y, en efecto, en la casilla del boletín de calificaciones ni siquiera cabía la cifra de dos dígitos. Pero hasta los más conservadores —esos que decían «Si a ti te pongo un diez, ¿cuánto habría tenido que ponerle a Manzoni?»— se dieron cuenta de que era imposible no darle el máximo a Arbus, ni siquiera recurriendo a las sutilezas y a la comparación planetaria con los antiguos sabios chinos o con Descartes. Nunca fui uno de esos que se pasan la noche estudiando, pero lo mejor de todo es que a Arbus ni se le ocurría; creo que en casa, por su cuenta, no estudiaba nada de nada. Estudiar es aburrido.
Más tarde, mucho tiempo después, descubriría que una de las pocas cosas que Arbus estudiaba en serio y de manera sistemática eran los modos de matar. No sé de dónde le venía esta pasión singular, pues era el chico más apacible e inofensivo que uno podía encontrar, sobre todo en aquellos años que, como veremos a lo largo de esta historia, estuvieron marcados por un gusto especial por la violencia, no solo ejercitada por las categorías sociales que suelen hacerlo, es decir, los ricos —por rango—, los pobres —para sobrevivir— y los criminales —por naturaleza o profesión—, sino casi todo el mundo, de manera facilona, individual y personalizada. Arbus no podía considerarse un chico agresivo o violento, pero ya entonces —aunque lo supe después, hacia el final del bachillerato— cultivaba un meticuloso interés por todo tipo de muerte perpetrada con cualquier arma o procedimiento: en guerras, por supuesto, porque el campo de batalla suministra la mayor cantidad y variedad de modalidades; en rituales y sacrificios; en defensa propia o por venganza; en los ajustes de cuentas entre gánsteres; para deshacerse de un marido aburrido o de una mujer infiel; por pura crueldad o ejecutando escrupulosamente una pena de muerte. En resumen, le llamaban la atención las situaciones en que un hombre, adondequiera que fuera e independientemente del motivo o la finalidad, le quitaba la vida a otro ser humano. Para ser justo, debo añadir que también le interesaba la situación opuesta —está claro que los extremos lo atraían—, es decir, no solo cómo se mata y se muere, sino también cómo se logra sobrevivir.
De chavales, a decir verdad, vivimos sumidos en continuas muertes, casi siempre imaginarias, pero no por eso menos terribles. Cada vez que jugábamos, matábamos cierta cantidad de enemigos y, tarde o temprano, también nos llegaba nuestra hora. Era una exigencia del guion. Creo que la escena que interpreté más veces en mi vida fue la del pistolero que se desploma después de que le disparen. Existía una amplia gama de velocidades y modos de caer: doblando las piernas, tambaleándose, llevándose las manos al pecho o abriendo los brazos; también estaba la caída hacia atrás, seguida de estremecimientos y de un último intento por disparar al enemigo antes de expirar. Cegados por la sangre y el polvo, era difícil apuntar, y a menudo no dábamos en el blanco. Cuando se juega, no se puede huir del destino. La mano caía inerte y los dedos que se habían transformado en cañón y percutor, se relajaban tras un postrero espasmo, para siempre. Hemos vertido ríos de sangre, en los que se mezclaba la nuestra. Era una escuela integral de vida y, pensándolo bien, es bastante extraño que, después de todo, tan pocos hayan convertido la simulación en realidad, cobrándose víctimas de carne y hueso. Me sorprende que, en el fondo, el recurso a la violencia no sea más común cuando en realidad crecimos viendo cómo la exaltaban los libros, las películas y los juegos, y pasamos años disfrutando de su simulación delante de la tele. A los doce años ya había visto morir y asesinado a miles de personas. Había participado en fusilamientos y funerales. Y llevado a cabo matanzas. Hoy día se alcanzan las mismas cifras en pocas sesiones de cualquier videojuego, y mandas «al infierno» en un santiamén a todos los hijos de puta agazapados entre los matorrales. Los borras de la pantalla. El enemigo se ha centuplicado y los medios para destruirlo se han perfeccionado.
No sé si el Arbus adulto juega o ha jugado alguna vez a estos videojuegos de diseño hiperrealista que conjugan el máximo de la verosimilitud con el apogeo de lo absurdo. Creo que le gustaría esa mezcla tan abstracta y potente, y al mismo tiempo tan fría, servida por un ordenador. Siempre pensé que la vida de Arbus estaba restringida a la mente, y que por eso se expandía más allá de cualquier límite. Las cosas se materializaban en los circuitos secretos de su cerebro. Todas las cosas. Si por aquel entonces ya lo hubieran descubierto, el mundo habitado por mi amigo habría podido definirse como un mundo virtual. Protegidas por el caparazón de su inteligencia, sucedían muchas más cosas que en la rutina de un chico superdotado, es decir, en una jornada en que solo había sitio para el colegio, las lecciones de piano y la gimnasia postural, que debía practicar a diario con la ayuda de aparatos dotados de correas y muelles de acero que parecían máquinas de tortura para evitar que se le torciera aún más la columna, que le había crecido demasiado deprisa. Una vez más, fenómenos del desarrollo y daños colaterales. Algo ingobernable y, en el fondo, poco emocionante que se expresa, como mucho, con una señal en la pared colocada unos doce centímetros más arriba que el año anterior. Menuda satisfacción. Pero en la mente de Arbus cabía cualquier tema o aventura y, en principio, no se excluía nada por difícil, extraño, peligroso o imperfecto que pareciera. La mente de Arbus era desenfrenada, no se detenía ante nada, no reconocía los límites, que superaba sin darse cuenta. Podía tomar en consideración cualquier hipótesis, hasta las más terribles.
Recuerdo que una vez estudiamos en clase la teoría de un escritor que había propuesto, como una especie de broma macabra formulada con un lenguaje solemne —en realidad no estaba muy claro si hablaba en serio—, comer niños para acabar con el hambre en el mundo. Es sabido que la mayor parte de lo que se enseña en el colegio, a partir de las materias humanísticas, puede parecer a primera vista insensato o exagerado, como puesto allí para provocar reacciones. «Esta gente está loca» es la primera frase que se le ocurre a uno cada vez que estudia una doctrina filosófica, literaria o histórica: el emperador que hizo flagelar el mar, la glándula pineal, la teoría que afirma que un gato puede estar vivo y muerto al mismo tiempo, un viaje a la Luna en busca de la ampolla que contiene el elixir de la locura de los hombres, un coro de momias que canta a medianoche, las mónadas «sin puertas ni ventanas», y el gran teórico político que sugiere que invites a cenar a tus enemigos para estrangularlos... Personajes muy respetados que se ahorcan uno tras otro, que devoran a sus hijos, que se follan a su madre, que se envenenan con la convicción de que resucitarán, hablar por hablar, los últimos serán los primeros, estar vivo o muerto es lo mismo, etcétera.
Cuando el profesor explicó que el autor de esta propuesta era el mismo que había escrito Los viajes de Gulliver, comprendimos que se trataba de alguien acostumbrado a contar patrañas, y nos tranquilizamos con una dosis del típico escepticismo con que todo estudiante se enfrenta por enésima vez a una doctrina estrambótica. El único que la encontró razonable, aunque difícil de ejecutar, fue, por supuesto, Arbus, que al final reconoció que era absurdamente irrealizable por cuestiones de carácter higiénico.
Éramos soñadores sin mucha fantasía. Nuestra principal inspiración procedía de la televisión y de los chistes guarros, que, tengo que admitirlo, casi nunca entendía del todo. Me reía fingiendo haberlos comprendido, pero lo único que pillaba era que había llegado el momento de reír. Así como existe el desnudo integral, existe el sentido integral. Digamos que intuía tal sentido, que trataba de adivinarlo. Mis esfuerzos solitarios de interpretación de lo desconocido me han conducido a descubrimientos originales y a malentendidos colosales, algunos de los cuales no han sido refutados y siguen vigentes. El autodidactismo erótico va al mismo paso que el científico. A los doce años, por ejemplo, avergonzándome de mi ignorancia, pero aún más de pedir explicaciones, no conocía el significado de la palabra «preservativo», y durante todo un verano y el otoño siguiente viví convencido de que era una especie de lubrificante que se guardaba en ampollas de cristal ahumado, como las gotas para la nariz. Me costaba adivinar el uso preciso. Ni siquiera sé cómo llegué a esa conclusión. Algunos compañeros estaban más adelantados que yo en la materia, pero más atrasados en otras. El avance de los adolescentes es discontinuo, podría incluso afirmarse que la edad comprendida entre los doce y los quince no existe literalmente con sus requisitos estándar, pues en ella conviven actitudes, hechos y, sobre todo, cuerpos, cuerpos físicos, de todas las tallas y los aspectos, de todos los sexos posibles, más otros improbables que solo existen durante la adolescencia y después desaparecen, componentes que no tienen nada que ver entre sí, opuestos, pura contradicción. De hecho, esos años se viven con un espíritu bárbaro, ensamblando las corazas con las piezas de los juegos de la infancia y con los jirones de un futuro que siempre se imagina más inverosímil de lo que luego es.
Todos los juegos prevén premios, pero, sobre todo, penalizaciones. Por lo general, hay un único premio y lo gana una sola persona, la que llega hasta el final, mientras que las penalizaciones son muchas y tocan a casi todos. Cada época de la vida tiene las suyas: se nos priva de lo que más queremos y nos sucede lo que más tememos o lo que más nos avergüenza, para escarnio de los demás. Se «paga prenda», se hace penitencia. Pueden herirte en el orgullo robándote el dinero de la merienda en tu misma cara u obligándote a estudiar oboe; y cuando empiezan los juegos sexuales, obviamente comienzan las penalizaciones sexuales. La más terrible de todas es la exclusión. El rechazo, aunque sea amigable. Sí, sí, más que la inclusión forzada. Quizá por eso procuraba ponerme al día con las vulgaridades, con la pornografía verbal antes que visual, a costa de inventarme explicaciones para todo. Las fases y las técnicas. La sexualidad sellada por el celofán de los suplementos de las revistas a fin de que los chavales no las hojearan en los quioscos. ¡Qué ignorantes y tercermundistas éramos! El mundo entero conjuraba para mantenernos en ese estado de ignorancia, y los curas, nuestros arcaicos maestros, eran, en definitiva, los únicos que hacían algo para ayudarnos a salir del limbo. Por las buenas o por las malas.
«¡A ver! ¿Quién os ha dado el preservativo?»
Dijo justo eso, «el preservativo», en singular. Creí que se trataba de una medicina o, a saber por qué, de algo líquido, valioso o peligroso, contenido en un frasco con un cuentagotas, como un veneno, como el opio. Cuando más tarde me enteré, sin entrar en mayores detalles, de que se trataba de un invento para no dejar embarazada a una chica, seguí persistiendo, sin ningún motivo, en la creencia de que era algo líquido, y llegué a la conclusión de que se usaba aplicando algunas gotas en la polla...
Si tuviera que contar la historia de Arbus desde el principio, no sabría por dónde empezar porque, como ya he explicado, pasó inadvertido en clase durante mucho tiempo, como una piedra en el desierto. Inmóvil y amarillento, apenas respiraba. Bueno, más que una piedra, un reptil. Su manera extraordinaria de mimetizarse funcionó casi todo el bachillerato, que cursó en el anonimato. Después, poco a poco, fue haciéndose popular —en realidad, relativamente popular, pues Arbus nunca fue apreciado por nadie sino más bien objeto de curiosidad enfermiza, de habladurías, alguien a quien se observaba como un fenómeno; en cierto sentido, era venerado, y, por tanto, se lo mantenía a distancia—. Como decía, cuando se hizo famoso por sus monstruosas facultades intelectuales, empezaron a circular leyendas y chistes hiperbólicos a su costa: «Arbus no tiene ni principio ni fin», «Él es el Verbo»; y con las primeras lecciones de filosofía, le achacaron teorías del manual que, gracias a su aplicación práctica, resultaron por fin comprensibles. La del «motor inmóvil» de Aristóteles, por ejemplo, le iba que ni pintada, pues daba la idea de una potencia imperturbable. Los profesores no solían perder tiempo sacándolo a la pizarra, pues eran conscientes de que lo sabía todo. Las pocas veces en que lo llamaban, alguien desde el fondo soltaba con tono solemne: «Ipse dixit». Más tarde le endosarían motes con los conceptos más abstrusos, normalmente expresados en griego o idiomas extranjeros, por lo que, según los programas, sería denominado Ápeiron, Mantisa, Gnomon, La Momia y Sinapsis.
El sentido del humor de los colegiales no es —o no era— muy inspirado. Me refiero a que como la fantasía escasea, se recurre casi exclusivamente a lo que se tiene delante de las narices, es decir, a los libros de texto y a la vida en clase. Reduce el universo a las dimensiones de una chuleta, lo miniaturiza, poseído por ese delirio perfeccionista y caricaturesco que lleva a algunos a copiar con caligrafía de pocas micras capítulos enteros en un trocito de papel y enrollarlo en el tubo del bic. Era una técnica de película de espionaje, tan de amanuense que habría sido más fácil estudiar. El resultado eran estribillos, cancioncillas simplonas. «Señores, aquí se Sófocles, hay Pericles de enfermar —las cantilenas siempre tenían ese sabor antiguo, clásico—, ahora te lo Demóstenes.» Más o menos lo mismo que habrían recitado nuestros padres entre risotadas de cuartel: «Esta es Lavinia, tu esposa futura / tócala por debajo y mira qué dura».
En la época de Arbus y mía, el colegio era, en muchos sentidos, el mismo que en la posguerra —¿cuánto ha durado esta dichosa posguerra y, sobre todo, cuándo ha dejado de acabar?— y seguirá cambiando ante nuestros ojos, o, mejor dicho, bajo nuestros pies. Quiero decir que entramos de niños en una escuela que parecía eterna, eternamente igual a sí misma, y cuando salimos todo había cambiado: el mundo, el colegio y, obviamente, nosotros y los curas que lo dirigían. Ya no eran los meapilas de rostro enjuto y ojos enfebrecidos como los de los santos españoles; quizá fueran ellos los que más cambiaron. Lo único que permaneció igual fue la sotana.
Nuestro colegio, el instituto SLM, era privado —se pagaban mensualidades— y de orientación religiosa. Casi todos los profesores eran curas, especialmente en primaria. En bachillerato elemental y superior, los profesores laicos fueron proliferando hasta ser, en las últimas clases, la mayoría. De ello podría deducirse que los curas solo estaban preparados para enseñar los niveles más básicos o genéricos de las disciplinas —leer, escribir y contar— o que se reservaban los primeros años de formación de los alumnos, los más decisivos desde todos los puntos de vista, incluido el religioso, porque eso era lo que importaba tanto para ellos como para nuestras familias —no todas, como veremos más adelante—. Probablemente, ambas cosas sean verdad. El instituto estaba y sigue estando en la Via Nomentana, a la altura de la basílica de Santa Costanza, es decir, en el extremo oriental del barrio de Trieste, caracterizado precisamente por la presencia de la Via Nomentana, un largo eje arbolado cargado de tráfico y romanticismo que desemboca en la Porta Pia, por donde entraron en Roma los bersaglieri. Los hechos más significativos de este libro se desarrollarán en el cuadrilátero formado por la Via Nomentana, la Tangenziale Est, la Via Salaria y el Viale Regina Margherita. En la actualidad, el colegio, tal vez debido a problemas económicos o por falta de inscripciones, que viene a ser lo mismo, ha sido dividido y reducido. Los edificios que dan a la Nomentana, donde antes estaban las clases de bachillerato, ahora son de una universidad que no había oído nombrar nunca antes de leer el letrero que hay al lado de la verja, a pocos metros de la entrada de la piscina donde voy a nadar un par de veces a la semana. En la época en que se desarrolla esta historia, el SLM podía considerarse un colegio muy moderno.
2
Hay quien sostiene que el culto a la Virgen María es un resto arcaico de las poderosas y extendidas religiones matriarcales que precedieron a las divinidades masculinas y con las que compitieron por el dominio; otros ven en este culto una simbólica y efectiva reducción del papel de la mujer al de madre —madre amorosa, madre dolorosa—; y hay quien lo interpreta como un único y valioso reconocimiento, en el seno de un monoteísmo rígidamente fundado en figuras masculinas —el padre, el hijo, el profeta, el patriarca—, de la feminidad, cuya finalidad es hacer el mundo más humano y habitable —algo así como admitir que, gracias a Dios, entre esos barbudos charlatanes existe una mujer, una mujer que rehabilitará su sexo, desacreditado por las desafortunadas iniciativas de la fundadora de la estirpe—. La orden religiosa de los hermanos del SLM estaba dedicada a la Virgen por todas esas razones, sin olvidar otra muy obvia: no hay nadie más adecuado para vigilar la formación de niños y muchachos que una Madre, una Madre bella, entregada, paciente e indulgente, pero también —como en el cuadro de Max Ernst, La Virgen castigando al Niño Jesús— capaz de corregir con dulzura cuando es necesario. Es muy difícil imaginar —a pesar de que las corrientes pedagógicas que iban afianzándose en aquellos años hasta convertirse en una especie de indiscutible sentido común sostengan lo contrario— una educación que no prevea el castigo. Porque el castigo, con independencia de su justicia retributiva o su efecto disuasorio, que es lícito poner en duda, sirve para alentar en quien lo sufre, con o sin razón, una rabia que resulta muy útil a efectos educativos. El castigo sirve más para tantear y aumentar la capacidad de resistencia de un individuo que para vencerla. Solo quienes sucumben al recibirlo lo transforman efectivamente en una humillación baldía que más tarde convertirán en victimismo. Para todos los demás, los castigos son pruebas que superar, como los trabajos de Hércules, recurriendo a recursos que ni siquiera imaginamos poseer. La fuerza, la inteligencia e incluso la dignidad, que empiezan a fluir por las venas resistiendo, reaccionando al castigo, permanecerían en estado latente e ignoraríamos su existencia sin aquel. No se tiene bastante en cuenta que la moral —en su acepción de estado de ánimo— precede a la moral entendida como conjunto de principios, pero después se identifica con ella plenamente, y que entre los elementos que forman parte de ambas está el resentimiento causado por la actuación represiva de la autoridad. Es una sencilla reacción química del alma. Ni revolucionarios ni patriotas, ni científicos ni normalísimos empleados de banco, y ni siquiera enfermeras o abogadas o dermatólogas se curtirían si nadie, como en el juego de la oca, les obstaculizara el paso de vez en cuando, reenviándolos a la salida y obligándolos a pagar prenda —casi siempre por motivos ridículos o ante la mínima falta—. Una iniciación siempre es dolorosa, al menos en parte.
Los curas del instituto SLM conocían muy bien las virtudes de la Virgen María y cómo explotarlas en el ámbito de la enseñanza, fundamento de su vocación. Igual que existen órdenes mendicantes y otras contemplativas, existían los hermanos del SLM, cuya misión era enseñar. Es cierto que resulta un poco raro que una comunidad formada exclusivamente por hombres aplicara los principios de su protectora y que los destinatarios de las amorosas atenciones fueran exclusivamente varones —profesores y alumnos del SLM, individuos de sexo masculino con una única gran Madre y Reina, como en una especie de colmena—. La finalidad de los curas, tenaces jardineros de un huerto de tomates y calabacines, era educar a los chicos y hacerlos madurar como buenos cristianos. El primer objetivo no era tan fácil de alcanzar; el segundo, que quizá en la época de la fundación de la orden (1816) se daba por sentado, con el tiempo había ido haciéndose más impreciso, hasta llegar al período en que se desarrolla esta historia, cuando la expresión «buen cristiano» se había convertido en algo indescifrable y cada uno la interpretaba a su manera, añadiéndole matices psicológicos o políticos —el Papa se refería a una cosa, los fieles a otra, e incluso los pecadores podían, con razón, proclamarse buenos cristianos, quizá hasta los mejores, puesto que eran materia prima, el extremo recurso evangélico, la última quinta de hijos pródigos y marías magdalenas en potencia; en definitiva, un auténtico vivero que cultivar para redimir, y, de hecho, los alumnos del SLM, pequeños aprendices de pecadores, se parecían a estos modelos.
Según la tradición oriental, María no murió, sino que se durmió profundamente y abandonó en ese estado la vida terrenal.
No sé, todavía no sé qué pienso de los curas. Ni lo que siento hacia ellos. Es una lucha profunda. Hay cosas suyas, en verdad muchas, que reconozco en mí mismo, empezando por el calzado: esos zapatos sobrios con cordones, un poco alargados, que me compro desde siempre y siempre son iguales, y que provocan el comentario: «Has vuelto a comprarte los mismos zapatos de cura». O las sandalias, sí, esas cuya versión ramplona y osada, ahora que se han puesto de moda, se vende en las tiendas normales. Yo se las compraba a un artesano cerca del Ghetto que las fabricaba para los frailes, con las tiras penitenciales de cuero negro crucificando el pie, lívido como el mártir de un cuadro manierista; el pie de mayo que, pálido y delgado, abandona los calcetines invernales y se exhibe con valor.
Hace muchos años, una chica hizo que me avergonzara cuando afirmó que se me «leía en la cara» que había ido a un colegio de curas. Por mucho que intenté fingir que me lo tomaba en broma —restregándome el rostro para borrar la huella de las tres letras escarlatas «S», «L» y «M»—, me hirió de muerte. Me tocó en lo más hondo. Así que durante unos años, como un aprendiz de Pedro, oculté que había estudiado en el SLM, un colegio de curas, igual que se oculta un defecto físico. Eludía el tema o incluso mentía. Si tenía la suerte de que me preguntaran: «¿Dónde hiciste el examen de reválida?», soltaba: «¡En el Giulio Cesare!», el instituto público del Corso Trieste, sin precisar que había pasado los doce años anteriores en un colegio católico.
Comprendí entonces lo que significa avergonzarse de la propia identidad hasta odiarla. Sentir vergüenza hasta el punto de justificar a quien te desprecia sin motivo. Los acusadores no esperan más que tener buenas razones para acusar a sus víctimas.
Más tarde aprendí que la única manera de no avergonzarse, no es aceptarse a uno mismo —¡eso es imposible!—, sino alardear de lo que antes se intentaba ocultar. Un desafío abierto. Como en las manifestaciones del Gay Pride, para entendernos.
A partir de ese momento, haber estudiado en un colegio de curas se convirtió en el as que guardaba en la manga. Yo mismo me acusaba de mi educación antes de que lo hicieran otros.
Hay otras prendas del vestuario de los curas que, más o menos conscientemente, he imitado, asumido y usado largo tiempo. Por ejemplo, el abrigo negro de corte recto. El rechazo del color, la desconfianza de la variedad; incluso una vaga aspiración igualitaria, esa hermandad forzada del uniforme que libra de la angustiosa necesidad de compararse con uno mismo, con los demás y, en consecuencia, de elegir, juzgar y sufrir el juicio del prójimo. Por supuesto, esta aspiración tiene carácter defensivo, sirve para protegerse. Confieso que sufro de afán de comparación, pero no con las cosas serias, sino más bien con las tonterías, las trivialidades. Soy un hombre que se hunde en un abismo insondable a causa de los detalles, que es capaz de sufrir por un dobladillo demasiado largo o demasiado corto, al igual que disfruta con un sujetador que aumenta una talla el volumen de su contenido. La única manera de acabar con tal turbación incesante no consiste en multiplicar las diferencias hasta el infinito, al punto en que la comparación entre los individuos, únicos en su singularidad, resulte imposible, como sostienen los libertarios, sino más bien en abolirlas. Y sanseacabó. Una cosa menos. Para empezar, vistámonos todos del mismo modo. Un mundo sin juicios y sin control —pues el control ya ha sido ejercido de una vez por todas— convierte el hecho de vestirse por las mañanas en algo automático. Ningún chico o chica sufriría porque la marca de su camiseta no es la que debería o se sentiría superior porque sí lo es. Todos de uniforme, y punto. ¿No sería bonito? Un chándal, un caftán, una túnica, a lo sumo un aderezo de plumas en un sombrero. Para saber a quién tenemos delante, si se trata de un soldado, un sacerdote, un bombero, un obrero, un millonario o un preso. Hoy en día, por la ropa, solo se reconoce a las gitanas y a los carabinieri...
Que quede claro, lo mío no es añoranza, no echo de menos nada de nada porque en mi época los uniformes ya habían desaparecido y todos, sin excepción, se habían transformado en un único uniforme obligatorio: camiseta y vaqueros, la nueva camisa de fuerza de lo «informal» —los uniformes, pues, ya no eran una señal de ciega uniformidad, al contrario, marcaban orgullosamente la diferencia...—, y cuando hice la mili acababan de aprobar la reforma y podíamos vestir como queríamos durante los permisos. Si pocos meses antes miles de jóvenes marineros y aviadores —embutidos en sus uniformes, pero compartiendo dignamente la mediocridad, hermanados por una ridícula obligación— invadían Taranto por las noches, cuando llegó mi turno —compañía 9/97— no éramos más que una avalancha de brutos de todas partes de Italia, más tristemente iguales y todavía más anónimos que si hubiéramos ido uniformados.
La sotana de los curas me inspira respeto, y por respeto me refiero a reconocimiento de la diversidad. No deseo colmar esa distancia; al contrario: quiero mantenerla. La diversidad es a la vez un factor de atracción y de repulsión. Hoy en día se soporta poco. Suele decirse que en una muchedumbre anónima nadie se fija en nadie, pero no es verdad. Un cura, por ejemplo —pero aún más una monja—, destaca; su manera de vestir no pasa inadvertida porque indica una elección determinada y privativa que incomoda a los demás. Cuando ves una sotana te dan ganas de preguntarle al cura por qué tiene que exhibir el hecho de que dedique su vida a Dios; de decirle que presumir de ser bueno y santo, o mejor dicho, de pretenderlo, es ofensivo para los demás. ¿Acaso quiere echarme un sermón? Pues bien, que sepa que es peor que yo o, a lo sumo, como yo; así que ¿por qué quiere hacerse pasar por una persona especial?
En un mundo como el occidental, completamente dominado y orientado al sexo, donde este asoma entre líneas en cada conversación y en cada imagen, en las llamadas telefónicas particulares y en los carteles públicos, en la forma de vestir, en la política, en la gimnasia, en el deporte, en los programas televisivos, en el sentido del humor, en todo, la llamativa presencia de hombres que no follan es inexplicable. O follan a escondidas, y entonces son unos hipócritas, o no lo hacen, y entonces están locos. La gente suele creer lo primero, y, en efecto, desde que tengo uso de razón he oído afirmar con insistencia que son unos malditos hipócritas. Pero, en este caso, al menos quedaría demostrado que, a la chita callando, son iguales que los demás hombres; su diversidad no sería más que una farsa, un truco.
Es más bien la idea de la castidad real de un individuo lo que resulta intolerable. Soy el primero en considerarla una mutilación. Así pues, ¿qué autoridad moral debería reconocerle? ¿Por qué razón habría que permitir que me guiara, ayudara, instruyera o simplemente aconsejara un hombre que se automutila horriblemente? Alguien que ha renunciado a la única cosa por la cual, en el fondo, esta vida de mierda vale la pena: el amor. No hay que darle tantas vueltas: el amor físico, sí, el amor carnal, que incluye el amor celestial. No me apetece escuchar los refinados razonamientos teológicos que intentan demostrar que renunciar al amor también es amor, o mejor dicho, es más amor todavía, como afirma una encíclica papal. Uno no renuncia a tener mujer e hijos para luego decir que eso no es una renuncia. «Esto no es una renuncia, ceci n’est pas une pipe»: hay veces en que el catolicismo parece a la vez el precursor y el epígono del surrealismo. Toma una cosa cualquiera y acto seguido afirma justo lo contrario de lo que esta es con toda evidencia. Vas a un entierro y estás triste porque ha muerto alguien al que querías; sobre este hecho, al menos, parece que no cabe duda. Solo deseas llorar en paz. Sin embargo, desde el púlpito, un cura te asegura siempre —y digo siempre ¡como si fuera una maldición!— que tu amigo o tu estimado familiar, ese por quien lloras, no ha muerto. No, no ha muerto. Enzo no ha muerto. Silvana no ha muerto. Cesare no ha muerto. Rocco sigue vivo. Pero ¿no había muerto? ¿Y entonces qué hacemos aquí? No, no ha muerto, vive, no tenéis motivo para estar tristes, debéis alegraros con él..., por él..., de él..., gozar con él... Cierto, ahora está en el paraíso y allí se está mejor que aquí, a eso llego sin que me lo expliquen —no soy tan burro—; no obstante siento que esa filosofía intenta quedarse conmigo. Me provoca una rabia sin límites y me hace salir de la iglesia. Hace años que no logro quedarme en un funeral hasta el final, prefiero esperar fuera la salida del ataúd cargado a hombros de un par de amigos y parientes congestionados, de los empleados de las pompas fúnebres con la americana deformada por los músculos. Es demasiado sublime y simple al mismo tiempo. Basta con darle la vuelta a la evidencia y, tachán, ya tienes la solución: si eres pobre, en realidad eres rico; las enfermedades son regalos divinos; cuando se te muere alguien es una bendición porque esa persona ahora está con los ángeles; los últimos serán los primeros; el blasfemo, sin saberlo, alaba al Señor; si te alejas de Dios, significa que andas buscándolo; si Dios no existe, significa que seguro que existe...
¿Es posible que no haya una sola cosa en esta vida que se haya puesto recta desde el principio, algo que no necesite que se le dé la vuelta? Entre todas las virtudes, digamos, activas, esas que nos empujan a ser más y mejor de lo que somos, las que se basan, en cambio, en la renuncia resultan enigmáticas. Pero del respeto que inspira el sacrificio a la repugnancia y a su ridiculización hay un paso. Hoy en día, la vida de un santo, de esas que narran las hagiografías, con su lista habitual de mortificaciones y llagas, sería objeto de la repulsión y la reprobación general. A pesar de ello, un cura debería tener en sí, en el fondo de su corazón, de su mente o de su sotana, un atisbo de santidad. De lo contrario, ¿en qué se diferencia de nosotros? Si no lo posee en absoluto, es un farsante; pero si lo posee, estamos tan desacostumbrados a lo sagrado que nos asusta o nos aburre. Lo sagrado es justo la diversidad. Son sagrados los que tienen cuarenta años menos que nosotros y todavía no han mantenido relaciones sexuales ni se han casado; los que tienen la piel de otro color o van descalzos; para los hombres son sagradas las mujeres, para las mujeres, los hombres; es sagrado quien lleva un fez, un turbante, un bombín, un sombrero de bersagliere; hasta el sombrero de copa alquilado para una boda confiere por una noche a la cabeza de quien lo luce el aura de un paramento sagrado. Es sagrado el impronunciable apellido de la asistenta cingalesa. La pasada noche fue sagrado para mí cruzar silenciosamente en barca los estrechos canales de Castello, en Venecia. Son estas partículas sagradas, estos atisbos de sacralidad los que nos fastidian y azuzan nuestro resentimiento.
¿Y tú hablas todos los días con Dios?, te dan ganas de preguntarle al cura. Pues preséntamelo ya, ahora mismo, haz un milagro delante de mí, así, de buenas a primeras. Soy consciente de estar usando mentalmente el mismo lenguaje de los interrogatorios a los que sometieron a los primeros cristianos, al que fue sometido Cristo antes de ser crucificado. Hic Rhodus, hic salta. De cada credo religioso se espera, no sin algo de razón, que se convierta inmediatamente en salvífico. Sin embargo, todos prometen cosas lejanas, premios futuros, que llegarán muy tarde, demasiado tarde, al final de los tiempos, por lo que, mientras tanto, uno acaba por contentarse con sus aspectos menores y propiciatorios, casi mágicos: un poco de consuelo ante la dureza de la vida, algún milagro más o menos importante, la caricia fría depositada sobre la estatua de un santo que te ha protegido en un accidente, airbag rebosante de oraciones.
Una vez que estaba en Padua, salí por la mañana temprano del hotel y, al doblar la esquina, descubrí que me encontraba a cien metros de la basílica de San Antonio —había llegado la noche anterior en taxi, medio borracho, y no la había visto—. Entré y me dirigí a la urna con sus restos mortales; tengo que admitir que a medida que me acercaba sentía una fuerte e inexplicable emoción. No es que la onda de este nuevo sentimiento acabara con mi escepticismo, pues ni siquiera soy un escéptico, un incrédulo o un ateo, no, ni siquiera eso, no soy nada; las convicciones personales no tenían ninguna relación, quizá era solo la corriente, el anillo magnético formado por las ofrendas que circulaban desde hacía siglos alrededor de aquella piedra. Cuando estuve lo bastante cerca del sepulcro para tocarlo —y lo hice, acariciando un lado—, me di cuenta de que las piezas multicolores que lo revestían llamativamente no eran incrustaciones de mármol sino fotografías pegadas con celo, montones de fotos de carrocerías de coches aplastados, destripados o quemados, de esas que se hacen para obtener el reembolso del seguro después de un accidente. A juzgar por la gravedad de los siniestros, ninguno de ellos tenía arreglo: en algunas imágenes, un choque frontal había hundido completamente el morro en el habitáculo; en otras, el techo rozaba los reposacabezas, dejando poco margen a la imaginación respecto a lo que el destino había deparado a sus ocupantes. Y sin embargo, sorpresa, al lado de las fotos de la policía de tráfico había otras más pequeñas y recientes, algunas polaroids, en las que se veía a un hombre o una mujer sonrientes; iban acompañadas de una nota de agradecimiento al santo por haberles salvado la vida. Lo supe cuando descifré algunos mensajes, escritos en inglés o español, con la caligrafía clara, redondeada e infantil que tienen, por ejemplo, los filipinos. En efecto, casi todas las fotos votivas pertenecían a inmigrantes, orientales o hispanos, como si fueran los únicos que tienen accidentes automovilísticos, o como si en este país de desagradecidos fueran los únicos que se sienten obligados a dar las gracias por haberse salvado. Lamenté no llevar conmigo las fotos de la Honda 125 con que mi hija Adelaide había chocado pocas semanas antes contra un coche una mañana camino del colegio y la consiguiente foto de ella, sonriente e ilesa. Lo lamenté e intenté remediarlo con una oración: «Gracias..., gracias... por haberla salvado». Pero no sabía a quién dirigir exactamente ese «gracias», quien era el «tú» al que me dirigía. Dios está muy lejos, el santo muy ocupado y, a lo sumo, escuchará a quien cree realmente en él. Opté por ser un poco impreciso, como en los poemas en que el poeta se dirige a una mujer amada, pero no se sabe a cuál.
Tener a Jesús como modelo no es de gran ayuda. Jesús fue siempre lo contrario de todo. Quizá la manía católica de querer darle la vuelta a todas las cosas —a las apariencias, a las jerarquías, a las costumbres— tiene su origen en esa otra que consistía en volcar los tenderetes de los mercaderes. Darle la vuelta a todos los instintos empezando por el más básico, o sea, si te pegan, ofrece la otra mejilla. Además, Jesús también acabó con la última y única certeza de los hombres, la muerte, al hacer resucitar a Lázaro, lo que probablemente sea la mayor injusticia jamás cometida. Es inútil intentar justificarlo ante los demás muertos que permanecen bajo tierra desde entonces y ante sus familiares, cuyas lágrimas, desde luego, no eran menos saladas que las de Marta y María, hermanas de Lázaro... Invertir de repente una creencia establecida después de que la mente de esos discípulos crédulos la hayan asimilado es una prerrogativa de los maestros. Los discípulos siempre van un poco atrasados, pierden el tiempo en esforzarse por comprender y ejecutar; y cuando quieren aplicar a rajatabla los preceptos del maestro suelen quedar fatal porque, mientras tanto, este ya los ha cambiado, los ha dejado atrás, para él son cosas superadas. El maestro es diez veces más riguroso, pero cien veces más elástico. Si un sacerdote quisiera seguir el ejemplo de Cristo al pie de la letra, quedaría paralizado ipso facto ante la tarea.
Así que cada uno se hace con una parte de esa figura y la imita como puede. Hay un Cristo bueno y otro humilde; también están el pedagogo, la víctima, el místico, el anarquista, el protector, el implacable e incluso el violento, sí, hasta violencia posee esa inigualable figura —al menos la violencia de quien usa las palabras como una espada que separa y corta de raíz—. Hay un Cristo irónico, un cómico empedernido, contrariamente a lo que sostiene Nietzsche —«El Evangelio no es un gran libro, pues ni siquiera contiene bufonadas»—, y, obviamente, un Cristo trágico. En definitiva, su figura ofrece a sus seguidores una amplia gama de personajes y actitudes, aunque cada hombre logra, como mucho, imitar a uno solo. Esto se apreciaba claramente en sus discípulos —cada uno de ellos era una tesela del mosaico que, completo, representaba a Cristo—, no digamos ya en los casos de los curas de ayer y de hoy.
Los hermanos que enseñaban primaria en el SLM eran jóvenes entusiastas, que se mantenían fieles a su vocación gracias a una fuerza que desconozco. Nuestro maestro era el hermano Germano. Lo recuerdo joven, con expresión franca, la nuca casi rapada y buen jugador de fútbol. Era un excelente profesor, o al menos aprendí mucho con él; es más, diría que la mayor parte de lo que he aprendido y de lo que todavía recuerdo me lo enseñó el hermano Germano. Si tuviese que sacar el porcentaje de mis conocimientos, el noventa por ciento se remonta a los tiempos del colegio. Después —en la universidad, en la vida— no aprendí mucho más. Algunas nociones de historia del arte, teorías políticas que propugnaban un mundo gobernado por tiranos muy especiales y muchas más cosas que me servían en aquel momento y que usé y después olvidé casi inmediatamente. He estudiado numerosos temas para poder escribir acerca de ellos y olvidarlos. Es la única manera de liberarse de una obsesión.
En los años sesenta todavía existían en Italia hombres jóvenes que elegían el abrupto camino de la castidad y la pobreza —entendida como renuncia a la posesión individual de dinero y bienes— en nombre de la enseñanza, es decir, para educar cristianamente a los muchachos. Aunque, bien pensado, un profesor de química tenía que enseñar química, que en sí bien poco tiene que ver con el cristianismo, y lo mismo puede decirse del francés o de la gimnasia; no sé dónde está lo específicamente cristiano. ¿Qué necesidad hay de tomar el hábito para explicar a un grupo de chavales cabezotas y consentidos cómo se forma el ácido sulfúrico o para enseñarles a pronunciar las nasales an, en, in, on, un? De hecho, los profesores no eran ni siquiera sacerdotes —los llamo curas por comodidad y costumbre, pero no lo eran porque no podían celebrar misa—, habían recibido solo las órdenes menores, lo que hacía aún más misterioso el sentido de su sacrificio. ¿Qué premio esperaban obtener a cambio de su esfuerzo? ¿Vernos convertidos en buenos cristianos, en buenos ciudadanos? ¿Cuántos buenos cristianos salieron del SLM? Hombres formados a partir de esa mezcla de enseñanza religiosa y laica. Mientras que en primaria nuestros maestros eran curas, curas jóvenes y capaces, en bachillerato elemental el cuerpo docente era mixto, y ya en el bachillerato superior casi todos los profesores eran laicos, los únicos curas eran el profesor de filosofía y el de química. El de italiano —a quien yo admiraba mucho, Giovanni Vilfredo Cosmo— era laico, como lo eran los de latín y griego, matemáticas, física e historia del arte. Nunca supe si eso se debía a una carencia de erudición específica, es decir, si no había curas habilitados para enseñar esas asignaturas porque la orden había elegido expresamente dedicarse a la enseñanza elemental —porque forma de manera indeleble y precoz al individuo con sus ejemplos y valores, mientras que las asignaturas de niveles superiores pueden ser impartidas tranquilamente por profesionales buenos— o si era casual. Siempre me pregunté si, cuando los contrataban, exigían a los profesores laicos del SLM una profesión de fe, en qué medida tenían que adecuarse a un modelo de escuela católica, a sus principios. Ninguno de mis profesores de bachillerato me parecía un beato, ni siquiera alguien remotamente religioso. Nadie nombró nunca ni a Dios ni a la Virgen en ninguna de sus clases. Más bien al contrario, el profesor de latín y griego, De Laurentiis, tendía llamativamente al paganismo. Las vibraciones eróticas y heroicas de la misma asignatura lo extasiaban —intentaba ocultar con ese velo de excitación el sentido del ridículo y de derrota que lo atenazaban— y compensaban, al menos en parte, la frustración de tener que transmitir tan elevados conceptos a una panda de ignorantes y malcriados que respondían a su pasión con el desprecio. El destino del amor es ser objeto de burla. No logró transmitirnos ni una sola de sus pasiones, ni siquiera una línea de los poetas y filósofos que leía enfatizando la métrica nos entró en la cabeza, ni nos llegó al corazón. «Quádrupe dántepu trémsoni túquati túngula cámpum», leía. Su marcado acento napolitano declamando a Tucídides y a Virgilio acabó de contribuir al desencanto y la frialdad con que los recibíamos. Nuestra indiferencia era más cruel que una rebelión. No hay nada peor que una clase que se ríe por lo bajo mientras explicas cosas que te emocionan o apasionan. De Laurentiis estaba obsesionado con que escucháramos música griega antigua. Había localizado unas partituras gracias a una fuente misteriosa y su hijo las había interpretado en un teclado —creo que era un Mini Gem o un órgano Bontempi o Tiger—; nos hacía escuchar las grabaciones durante las clases. Eran monodias quejumbrosas y monótonas tocadas con un solo dedo, cuya melodía ascendente y descendente él acompañaba con un gesto de la mano, como un director de orquesta extasiado, igual que si lo dibujara en el aire, con los ojos entornados por el reflejo del sol que resplandecía al otro lado de la ventana, mientras murmuraba «Mmm... Mmm...», hasta que, rebosante de dicha, exclamaba: «¡Mmm... Música griega!». Parecía que aquella fina hilera de notas hubiera atravesado dos mil quinientos años de historia para que él la canturrease. Después abría desmesuradamente los ojos ebrios de felicidad y descubría que nadie, excepto él, estaba escuchando.
En cualquier caso, se trataba de mitologías inocuas, de delirios contenidos que a todos se permiten. La obsesión que se oculta en el corazón de cada uno de nosotros suele apagarse por un exceso de tolerancia, y el catolicismo, digan lo que digan, es la más elástica, tolerante e indulgente de las confesiones. A fuerza de perdonar cualquier pecado, incluso las infamias, casi parece querer justificarlas; en sus momentos más elevados y nobles roza la inmoralidad, y su abrazo es tan amplio que es casi imposible huir de su actitud conciliadora, de esos brazos que son como tentáculos. En un país profundamente religioso como era la Italia de entonces, donde solo los ateos declarados se profesaban ajenos y contrarios al sentir común, ser católico, un buen católico, o simplemente alguien que va a la misa del gallo «porque es sugestiva», era algo natural, como el aire que se respira. Creo que, en el fondo, a nuestros profesores solo se les pedía que fueran como todos los demás. Hace unos años, un amigo mío intentó conseguir una plaza de profesor en un colegio privado femenino; tras haber recogido la máxima información acerca de él y haber examinado su rico currículo, la directora le hizo la pregunta que decidiría el resultado de la entrevista:
—¿Está usted casado?
—No.
—¿Tiene novia?
—No.
—Pero... ¿le gustan las mujeres?
La pregunta era, obviamente, una trampa. Si el instinto dictaba a mi amigo —a quien se le caía la baba por cualquier mujer mínimamente pasable— que disimulara y respondiera con precipitación «¡No!», la directora podía pensar que era un mentiroso o un pederasta. Pero si contestaba con franqueza que sí, podía ser incluso peor. ¿Qué puede ser más inconveniente en un colegio femenino: un profesor a quien le gustan las mujeres o uno a quien no le gustan? ¿Y en uno masculino, donde, como veremos, la pregunta resulta aún más interesante y exige una respuesta audaz? Mi amigo improvisó una respuesta al estilo católico, es decir, una obra de arte de la evasiva:
—¿Le gustan las mujeres?
—Bueno..., como a cualquier buen cristiano —dijo sonriendo.
El catolicismo prevé, más que la represión total del instinto, su razonable contención. «Melius est enim nubere quam uri.»[1] Hubo un tiempo, hacia los años ochenta, en que san Agustín se puso de moda, más o menos como Siddhartha. Personalmente, me exaspera la lentitud de su conversión, ese darle tantas vueltas a volverse bueno. Si un día llegas a entender lo que es justo de verdad, apresúrate a hacerlo, ¿no? Aunque sean vulgares y fantásticas, prefiero las crisis fulminantes, las caídas del caballo en el camino a Damasco, los rayos y truenos que te indican lo que tienes que hacer y tú obedeces, sin titubeos, porque la psicología, con sus vericuetos, me descoloca. Nuestro profesor de filosofía era el hermano Gildo. Era un hombre frío y meticuloso, bastante entrado en años, que preparaba escrupulosamente las clases, dando la impresión de que la asignatura le era ajena, como si hubiera tenido que volver a estudiarla desde el principio con un gran esfuerzo. Es decir, parecía un viejo reservista que había sido llamado a la enseñanza en una situación de emergencia. Quizá había estudiado teología en su juventud y el director, con problemas de plantilla, debió de pensar que la filosofía funciona del mismo modo: una serie de abstracciones implacables. Es extraño que la ciencia de Dios proceda con la misma pedantería que las demás, interrumpida aquí y allá por grandes arrebatos. Quitándole de las manos el breviario y poniendo rápidamente en su lugar el manual de filosofía —y alguna que otra chuleta—, el hermano Gildo fue arrojado a la trinchera. Hasta llegar a Aristóteles, sus lecciones superficiales y genéricas nos hicieron creer que la mayor parte de los primeros filósofos eran unos locos de atar que veían el mundo hecho todo de fuego, agua o átomos —con patitas para agarrarse entre ellos— o como una lluvia oblicua de materia grisácea o chorradas por el estilo, por no mencionar los absurdos mitos platónicos. Explicadas, o más bien fríamente mencionadas, por el hermano Gildo con su tono nasal e incrédulo, aquellas audaces fantasmagorías nos dejaban de piedra, y yo no lograba entender cómo alguien podía tomarse en serio gilipolleces como la de los hombres que pasean arriba y abajo igual que blancos de una atracción de feria con estatuillas colocadas sobre sus cabezas para jugar a las sombras chinas y engañar a un grupo de prisioneros que estaba dentro de una caverna (¿?). Pero en serio, ¿qué es esto? ¿Eso era la filosofía? ¿La máxima prueba de la inteligencia del hombre? ¿Las ideas de que todo es un número —¿perdón?—, que los perros tienen alma y que está prohibido comer habas? ¿Eran esos los paladines del pensamiento?
Después le tocó el turno a Aristóteles. Con él, la síntesis que el hermano Gildo llevaba inscrita en su propio cuerpo, seco y tieso, fue elevada a sistema. Los corchetes se hicieron más frecuentes en la pizarra y su voz se volvió cada vez más nasal. Como era incapaz de improvisar, tenía que consultar continuamente sus apuntes, escritos con una caligrafía tan menuda que a él mismo le costaba descifrarla, cosa que hacía subiéndose las gafas de montura de metal que se deslizaban sobre su nariz ganchuda. Hasta que renunció a la idea de explicar y se limitó a leer directamente el libro de texto y sus papelajos. O bien a transcribir en la pizarra los diagramas que nosotros copiábamos en el cuaderno. Aristóteles es la esencia del razonamiento, así que es difícil imaginar cómo logró esquematizarlo todavía más. Era aquella amena actividad que en el colegio se conocía como «dictar apuntes»: un verdadero contrasentido. Los apuntes dictados no son, por definición, apuntes. Si te los dictan, viene a faltar la finalidad última de ese noble arte, que es la primera toma de contacto —de comprensión y planteamiento— con un material más amplio. Dictar es el recurso de los profesores novatos al principio de su carrera, y el de los desilusionados al final. Ponen el piloto automático y siguen adelante hasta que suena el timbre. El resultado de la destilación sucesiva es un álgebra incomprensible. Era como si el dictado impersonal de esas fórmulas liberara al hermano Gildo, y en consecuencia a nosotros, del deber de comprenderlas. Por eso algunos estudiantes agradecen el método, porque al menos es claro y no requiere esfuerzo añadido. Como si se llegara a un acuerdo tácito con el profesor: él no tiene que desgañitarse y en la clase reina la calma suprema porque todo el mundo escribe en silencio.
Esas páginas de falsos apuntes, llenas, ordenadas, uniformes, carentes de pensamientos, quedan mucho mejor.
Teníamos un compañero, Zipoli, que tomaba a lápiz apuntes de todas las asignaturas, en el mismo cuaderno. Solo necesitaba uno porque su caligrafía era minúscula y esmerada. En media página le cabía el Renacimiento entero. Su letra era más fina que el cabello de un recién nacido. Pero ¿por qué con lápiz? La explicación llegaba al final del curso. El último día de clase, Zipoli cogía una goma y borraba todo lo que había escrito durante el año. Con paciencia, página tras página, en medio de una cascada de virutas de goma. El cuaderno volvía a ser blanco, virgen, listo para el curso siguiente. En cinco años de colegio, Zipoli usó un solo cuaderno, varios lápices —¿HHH, de mina extradura?— y gomas. Los Zipoli eran muchos hermanos, cinco o seis, y quizá se pasaban los cuadernos o se los dejaban en herencia al finalizar los estudios. A veces pienso que quizá la familia Zipoli al completo utilizara un solo cuaderno, como las Grayas, que se pasaban el ojo. (A propósito, no tenían televisión. Que yo supiera, era la única familia que no tenía, lo cual me dejaba pasmado.) Zipoli iba bien en el colegio; era uno de los mejores, después de Arbus. Escrupuloso, reservado, reposado, tenía el pelo encrespado y de un rubio tan ceniza que daba la impresión de ser blanco. Ya parecía un viejo. A los diecisiete años, Zipoli recordaba a un anciano sueco. Una vez me pidió prestado un casco para ir precisamente a Suecia en Vespa con un amigo. Dos meses más tarde me lo devolvió sin un solo rasguño.
Zipoli estaba acostumbrado a no dejar huella de su paso. Si la había, la borraba.
Gracias a su labor minuciosa, el hermano Gildo tuvo tiempo de estropear, o quizá de prevenir, mi aprendizaje grosso modo de la filosofía, de Tales a Kant. Nunca me he recuperado. Por desgracia, mi mente creció deformada y moderna. Esas lagunas escolares nunca se colman. Las lecturas y los estudios posteriores son como las prótesis de una extremidad mutilada; por muy bien que se hagan, solo pueden replicar sin éxito la naturalidad del gesto. Con el garfio quizá logras asir un vaso y llevártelo a la boca, pero no tocar el piano. Hay temas, épocas históricas o materias enteras que se me escapan como reinos prometidos que perdí antes de que me coronaran rey. Por suerte, al menos Kant sería sabiamente recuperado por mi nueva profesora de filosofía —¡después de un cura, una mujer!— al año siguiente, cuando dejé el colegio de curas por los motivos que contaré más adelante. Ella, que sabía muy bien que Kant nunca acaba de entenderse, que no es humanamente posible asimilarlo del todo y recordarlo tras meses de vacaciones —y aún peor en mi caso, que gracias a los servicios del viejo hermano marista no lo había comprendido ni de refilón—, volvió a empezar desde el principio. Desde donde se origina el pensamiento mismo, el primer pensamiento que nace de la nada.
Mi nueva profesora en el instituto Giulio Cesare me despreciaba profundamente porque yo venía de un colegio de curas, me consideraba un hijo de papá ignorante y malcriado, adjetivos que, por otra parte, coinciden con la definición que he dado de mí mismo y mis compañeros unas líneas más arriba. El solo hecho de proceder de un colegio privado me desprestigiaba. El profesor de matemáticas pensaba lo mismo, y el de italiano, ídem. En un instituto público con algo de renombre, como el Giulio Cesare, proceder de un colegio privado católico era como llevar la marca de una infamia. Y aún peor era incorporarse en el último año con la reválida de bachillerato a la vuelta de la esquina. «Si no lo han querido ni allí...», eso pensaban de mí. En definitiva, era un desecho humano que había ido aprobando a patadas en el culo hasta que incluso los curas se habían hartado y me habían echado, prefiriendo renunciar al dinero de mi padre. En el Giulio Cesare experimentaría un verdadero ostracismo y no pocas humillaciones. Uno de los primeros días me expulsaron de clase porque estaba «sentado repanchigado» —¡sí, a mediados de los años setenta todavía era posible!—, mientras comentaban con sarcasmo que «el señorito estaba mal acostumbrado...». Me fui al pasillo avergonzado y sin dar crédito. Nadie me había considerado «diferente» hasta entonces. Pero lo era.
Haber estudiado en un colegio de curas era un pecado original que había que expiar.
Pero ¿en qué consistía ese pecado?
En primer lugar, en un distintivo de clase social. Si ibas a un colegio privado era porque tenías dinero. Y esta condición de privilegio, admirada o envidiada por otros aspectos, puede tener sus desventajas, contraindicaciones y efectos secundarios. Motivo por el cual incluso los ricos se avergüenzan a veces de serlo y se encaminan por una senda de purificación constelada de beneficencia, adhesión a movimientos revolucionarios, rechazo —pro tempore— de la herencia y disolución sistemática del patrimonio. De hecho, la sociedad italiana es clasista como todas las demás sociedades, pero está dotada de ingeniosos mecanismos de compensación, de carácter mayoritariamente imaginario, como cualquier sistema que intente reparar las injusticias dejando inalterada la realidad económica sobre la que se asientan. La supuesta venganza se queda casi siempre en el plano verbal, donde los italianos son maestros absolutos. Es más, me atrevería a afirmar que el eje central de nuestra cultura está formado por una panda de geniales desgraciados que se consuelan, se vengan, se ennoblecen, se inventan un destino mejor o masacran a sus enemigos a fuerza de palabras. El ejemplo más ilustre e inalcanzable: Dante. Pero antes y después de él, abundan los desesperados que crean sin cesar elegías y canciones, paisajes y sueños, paraísos virtuales y bosquecillos, caballeros y magos, revoluciones y visiones, profecías y apocalipsis que deberían devolver a su cauce —¿que deberían ayudar a olvidar durante un tiempo?— los entuertos sufridos. Solo así, mediante una reparación, por desgracia solo simbólica, la vida puede resultar soportable. La rigidez de las distinciones sociales probablemente sea menor que en Inglaterra o Francia, pero si la riqueza permanece en todo caso fuera del propio alcance, se convierte en el blanco de un desprecio muy peculiar. No se trata solamente de la grosera burla plebeya, de la reverencia acompañada del insulto —«¿A vuestra señoría le gusta la mierda?»— o de la pedorreta. No, me refiero al proliferante resentimiento pequeñoburgués que deriva de la aspiración frustrada, de la desilusionada admiración por algo sobre lo que se cree poseer algún derecho por contigüidad. O bien a una sed igualitaria que, no pudiendo elevarse, degrada, que no pudiendo alzarse, rebaja, y así siempre está lista para la exultación cada vez que un rico cae en desgracia. Cuando esto, raramente, sucede, es un triunfo. El pecado original del dinero queda expiado.
La maldición del oro..., su contagio.
El rico, esa figura evangélica convertida en legendaria...
En la sociedad italiana, el verdadero rico tiende a menudo a mimetizarse; de hecho, es más fácil que sea un falso rico o un medio rico quien exhibe su Audi de kilómetro cero. La verdadera riqueza refracta su imagen de manera engañosa, dejando suponer, ilusionando, desviando la mirada, levantando barreras protectoras y espejos.
Además, el bienestar no suele reconocerse en Italia como adquirido honestamente o merecido; es más común imaginarlo como el fruto del latrocinio o de la suerte, o de una mezcla de ambos. La retórica se inflama cuando se trata de estigmatizar «el dinero fácil y las fortunas salidas de la nada», por lo general cuando llegan las inspecciones de Hacienda, raramente antes. La subida, y aún más el declive, de los ricos tiene más seguidores que la lotería primitiva. Y lo más extraordinario es que la catástrofe casi nunca es definitiva, siempre puede resurgirse de las propias cenizas y volver a empezar la escalada hasta alcanzar una nueva cima a una altura lo bastante considerable para que valga la pena caer.
(Solo quien muere acaba fuera de juego para siempre, ahí radica la maldita impaciencia de los suicidas...)
El SLM estaba frecuentado casi en exclusiva por los hijos de la burguesía medio-alta, o incluso pequeña, que había decidido que estudiaran en una institución privada para darse aires, para protegerlos de manera genérica de los peligros del mundo o para asegurarse de que tuvieran profesores que no cambiaban a mitad de curso o que hacían huelga. Para que accedieran a un cursillo de natación y a otro de cerámica, y quizá para garantizarles alguna amistad que les fuera útil en sus vidas. Creo que muy pocos lo escogían por motivos estrictamente religiosos, es decir, por la verdadera razón de ser del colegio. Las mensualidades no eran tan elevadas como para desanimar a los comerciantes y los empleados de los barrios de Trieste y Africano, pero tampoco de otros más periféricos que entonces eran los confines de la ciudad, como por ejemplo el barrio de Talenti. Hacían un sacrificio, que a veces era doble o triple, según el número de hijos. Estoy pensando en quienes dentro de poco se convertirán en los protagonistas de esta historia, y que la prensa describió como jóvenes ricachones despiadados. Pues bien, uno de ellos era hijo del portero de un hotel y el otro de un funcionario del Instituto Nacional para la Prevención de los Accidentes en el Trabajo (INAIL).
Otra buena razón para despreciar a un exalumno del SLM era la idea —esto no puedo comprobarlo estadísticamente— de que en ese colegio aprobaban hasta los más burros por el simple hecho de pagar. La enseñanza privada considerada como una prestación profesional es una paradoja, quizá el único caso en que el empleado juzga el resultado del trabajo en lugar de que lo haga el cliente que le paga. Este es el contrasentido de estimar que la enseñanza es únicamente un servicio retribuido: yo hago un trabajo para ti, pero al final te digo que el resultado no es satisfactorio. ¿Y de quién es la culpa? ¿Mía? No, tuya... Si el profesor equivale a un dentista, si una clase de cualquier asignatura es equiparable a un empaste y si la muela acaba rompiéndose..., ¿no será que no te has esforzado lo suficiente? Creo que para superar este contrasentido, y no con el objetivo de crear una corruptela, era, en efecto, muy difícil que te catearan en el SLM. Solo sucedía en casos límite, en casos graves de mala conducta. Todos los demás iban tirando como podían, eso es cierto.
Pero el auténtico motivo de la incomodidad con respecto al recién llegado era el tufillo a sacristía. Yo no sabía que lo emanaba. Pero no lo advertían solo los profesores, sino también mis nuevos compañeros.
El SLM tomaba su nombre del gran papa León, que había detenido a los bárbaros mostrándoles la cruz y disuadió a su rey de invadir Italia. Un salvador, un protector, en definitiva. Me da igual que esta historia sea una leyenda, que al invasor, en realidad, se le pagara con el oro de muchos otros crucifijos para que se fuera por pies a devastar otro país y otras tristes explicaciones por el estilo: la desmitificación de los sucesos antiguos sobre todo me pone de mal humor, me da rabia haber pasado media vida creyéndome a pies juntillas unas historias y la otra mitad oyendo que no eran ciertas... Pues bien, le tengo cariño a la primera época. A los presos —auténtica carne de horca— de los que soy profesor ahora les pasa lo mismo. Se tapan los oídos si les cuentas que el caballo de Troya es una bola: «¡No, un momento, no me lo creo, no puede ser!». El castillo construido en el colegio se desmoronaría por completo, y, en efecto, empezó a derrumbarse el día en que alguien se atrevió a afirmar por vez primera que los héroes de la Antigüedad eran un fraude: Cayo Mucio Escévola, un kamikaze masoquista; Juana de Arco, una esquizofrénica; a Orlando no lo mataron los árabes, sino los vascos. Los protagonistas, con sus espadas y juramentos, desaparecen de repente del escenario para dejar paso a una papilla socioeconómica. Entendámonos: este desenmascaramiento era sagrado, no hay nada que hacer, la enseñanza se basa en los mitos y, al mismo tiempo —como el mago que hace aparecer una cosa en una mano y con la otra la hace desaparecer—, en su destrucción. Su metabolismo, su ciclo natural debe completarse. Pero si empiezas directamente por la desilusión...
En resumen, ¿qué debería aprender o no un chaval?
El papa León fue en verdad digno de llamarse «Grande». Dedicó su vida a combatir a los herejes, en especial a quienes negaban la doble naturaleza de Jesús, que era lo más lógico y simple de negar y, consecuentemente, la más tonta; suele pasar cuando la razón se niega a rendirse y lucha con lo que tiene a mano: A es igual a A y A es diferente de B. Puede que funcione en la tierra, pero ¿y en el cielo? Si no crees que Jesús también fue un hombre de carne y hueso, que murió de verdad en la cruz, o si crees que fue solamente un hombre muy especial..., ¿cómo puedes declararte cristiano? Déjate de religión. ¿Qué finalidad tendría contaminar los misterios con una racionalidad que no desea comprender, que pretende o finge no comprender renunciando a priori a hacerlo? Ninguna religión sería aceptable, ninguna tendría el más mínimo sentido; a la luz del principio de no contradicción cualquiera de ellas sería una sarta de disparates. ¿Por qué Odín se colgó de un árbol, y qué significa que se sacrificara a sí mismo?... ¿Cómo es posible que Dioniso naciera de un muslo de su padre y Atenea de su oreja? Para el sentido común, en la práctica nada tiene sentido, empezando por la existencia misma. Bajo su velo de racionalidad, el sentido común es el verdadero delirio y oscurece cuanto quiere iluminar. El papa SLM hizo que estos filósofos sintieran el frío del razonamiento y el calor de la acción.
Sí, lo admito, los curas me inculcaron una costumbre mental, una manera de pensar, hecha de giros incesantes, de sofismas y de rescoldos de virulencia.
Una de las bromas más idiotas, y quizá por eso más divertidas, era asentir a cada una de las frases del hermano Gildo mientras nos explicaba, por ejemplo, a Aristóteles en las clases de filosofía. Lo mirábamos fijamente, escuchábamos y, tras cada afirmación, todos a la vez decíamos que sí con la cabeza, como si quisiéramos asegurarle de que lo que decía era verdad, que lo habíamos entendido y estábamos de acuerdo. Un aula entera de estudiantes serios y atentos que asienten, cuyas cabezas suben y bajan sin interrupción como las de esos perritos articulados que antes se ponían en las lunas traseras de los coches. A propósito del hermano Gildo ya lo he dicho todo.
Lo dijo Proserpina,
y Plutón lo confirmó:
una paja es cosa fina,
una follada, divina.
3
Esta es la imagen que siempre he tenido de una clase de chicos en un colegio: cangrejos en un cubo, sí, cangrejos amontonados dentro de un cubo.
... bichos que se encaraman unos sobre otros moviendo las patas y pinzas, que trepan por las paredes verticales, caen y vuelven a empezar: un cubo que hierve de vida impotente...
En realidad, no es cierto que entre los varones exista solo competencia, más bien todo lo contrario. La profunda y natural necesidad de recibir amor, ternura y calidez de los demás varones se ve casi siempre insatisfecha, y por eso se dirige —a veces brutalmente— a las mujeres, que acaban siendo arrolladas, a su pesar, por la insostenibilidad de esta demanda, a menudo directa y violenta. Del mismo modo, la manifestación ritual de la masculinidad ante las mujeres suele ser una exhibición amenazadora y desproporcionada, enfocada en realidad a obtener el respeto de los demás hombres. En definitiva: el público de los hombres son los hombres mismos, en especial durante la adolescencia, de cuyo juicio dependen, de los que esperan con ansia aprobación y admiración. Al no poder ganarse normalmente el amor de un compañero, el adolescente exige al menos su reconocimiento. Y para obtenerlo está dispuesto a todo.
Por más que ahora me queje de no haber tenido compañeras de clase, no logro imaginar cómo habría sido. Cómo habría sido vivir una adolescencia normal al menos en ese aspecto. Como la de mis hijos, por ejemplo.
Pero puede que ni la de mis hijos lo sea. Me refiero a la menor, alumna del instituto público Righi, y a la de sus compañeras, sometidas sin cesar a humillaciones y expuestas a ráfagas de cotilleo en las redes sociales —clasificaciones para puntuar a la más puta del colegio y cosas por el estilo—, algo que puede hacer caer en picado la autoestima o ponerla por las nubes con un flujo histérico...
A los catorce años están sometidas a molestias incesantemente, a bromas pesadas, a comentarios soeces y, con independencia de cómo se la defina, a una constante presión psicológica y física por parte de algunos compañeros de clase que, sin embargo —y aquí radica lo sorprendente, el hecho que merece analizarse—, no son los más precoces, los más desarrollados ni los más «machos», sino todo lo contrario; son los mitad niños, mitad niñas, a los que todavía no les ha salido ni un pelo en la cara, los que siguen teniendo la voz aguda y el estrato adiposo aún por absorber, pendiente de convertirse en músculo separado de los huesos. Su petulancia, que sigue siendo infantil, anuncia fielmente su insolencia adulta. Creen que por cada uno de esos abusos —a los que, por suerte, mi otro hijo, un poco mayor y treinta centímetros más alto y que va al mismo instituto, ha prometido poner fin con un par de hostias si siguen molestando a su hermana— crecen dos o tres años al día, que les sirven para ganarse el estatus que les da derecho a abusar de sus compañeras, especialmente de las más monas.
Nacer hombre es una enfermedad incurable. Arbus no era el único patoso, desangelado. Todos teníamos movimientos poco agraciados; lo eran la mayoría de nuestros gestos, incluso el de ponerse la cartera al hombro —por aquel entonces, las mochilas solo se usaban para ir de camping—. Si un psicólogo hubiera observado nuestros brincos inconexos, nuestra manera de rascarnos y bracear, habría concluido que éramos enfermos mentales. No puede saberse a ciencia cierta hasta dónde llegaría un chaval para obtener la aprobación de sus compañeros, los atropellos que es capaz de soportar o infligir para ganarse su reconocimiento. El juego era agotador y repetitivo: tenías que demostrar que eras un hombre, y en cuanto lo demostrabas debías volver a empezar de cero, como si de un momento a otro pudiera perderse la virilidad de la que acababas de dar prueba, como si estuviera siempre al acecho, como si haber demostrado cien veces que eras un hombre no sirviera de nada, puesto que un solo error, una sola equivocación anulaba los derechos adquiridos y la apuesta entera se perdía. Igual que en los juegos de cartas o en esos deportes en que los puntos acumulados con esfuerzo se pierden de golpe en una jugada. ¿De qué valía demostrar la propia hombría si un minuto después tenías que volver a hacerlo?
Hasta tal punto que, después de planteármelo y de haberme esforzado por superar indemne todas esas dichosas pruebas, tras haber pasado toda la vida intentando demostrar que era valiente, chulo, viril, responsable, serio, etcétera, pues bien, he renunciado de una vez por todas. Que piensen incluso que soy un marica. Amén.
El juego era muy sencillo, bastaba con ser el primero. Quien acusaba a otro de ser marica, no lo era. El acusado, para defenderse de la acusación, tenía que acusar a otro, y así sucesivamente. Era inútil replicar y devolvérsela al que acusaba primero, había que dirigirla a un tercero. Los que no pensaban en las chicas, eran maricas, pero también los que se pasaban el santo día pensando en ellas. Se merecían por igual que les tomaran el pelo.
Las jerarquías entre chavales se establecen mediante un aumento progresivo de órdenes, insultos, alianzas y desafíos.
Con respecto a los matones del colegio se podía ser:
a) subalterno
b) cómplice
c) perseguido / marginado
d) no clasificable (¿no alineado?).
Si pertenecías a esta última categoría, los matones te dejaban en paz, pues consideraban demasiado complicado, o sencillamente inútil, ir contra ti, algo así como Hitler respecto a Suiza. Yo formaba parte de esta última tipología. El término apropiado era quizá «neutralidad», pero nunca se analizan lo bastante las razones que te impulsan a querer ser neutral y lo que debes tener para permitírtelo.
Para que las bromas fueran divertidas debían tener algo gracioso y dañino. Una broma del todo inocente no divierte a nadie, es inexplicable. Si no es pesada, ¿para qué gastarla? ¿Para qué tomarse la molestia de pensarla? Incluso la víctima se pregunta por qué la han tomado con él si no le ocasiona ningún daño. La vulgaridad, por ejemplo, es absolutamente necesaria para fundar un lazo de hermandad; la vulgaridad tiende a basarse en lo bajo, lo sucio, lo trivial y lo ofensivo, pero la hermandad en sí misma tiende a lo elevado. Por eso resulta posible que de los comentarios cafres sobre las mujeres pueda pasarse en unas pocas frases al amor sublime del Stil Novo, y del espíritu cuartelario a gestos de desinteresado altruismo y heroísmo, trascendiendo los límites de la naturaleza humana en grados imperceptibles...
Yo, por ejemplo, he llegado a una edad en que se considera el propio estatus como un resultado obtenido a lo largo la vida. Y, sin embargo, qué extraño, a mí el estatus ahora me importa prácticamente un bledo, mientras que cuando tenía unos treinta años me preocupaba mucho, y no digamos cuando era adolescente. Ay, entonces cuánto me preocupaba el juicio del prójimo: que me consideraran el más guapo, el más inteligente e incluso el más simpático, a pesar de ser consciente de que no era nada de eso —en cuanto a la inteligencia, Arbus no conocía rivales; el título de guapo se lo disputaban Zarattini, angelical, Jervi y Sdobba; y en lo que respecta a la simpatía, mi posición era más bien desventajosa, mientras que Modiano y Pilu habrían sido elegidos por unanimidad—. ¡Qué sufrimiento! Pero ese deseo me quemaba también en vacaciones, cuando las chicas formaban parte del panorama y el ansia de sobresalir se dirigía a ellas. ¡Con qué ardor deseaba a los trece, catorce, quince, dieciséis años, durante los veranos en la playa, que los chicos y las chicas de mi edad me tuvieran en consideración! ¡Habría hecho cualquier cosa para complacerlos, para ganarme su respeto y su aprobación! Aunque era tímido y más bien blandengue, habría participado en cualquier acción arriesgada o reprobable con tal de salir del anonimato, ese lugar en penumbra donde nadie se acuerda de tu nombre, donde te confunden con cualquier otro o parece como si cada vez te vieran por primera vez.
Desarrollamos los aspectos de nosotros mismos que creemos que los demás prefieren. En primer lugar, nuestra madre; después los compañeros de juegos y finalmente todos aquellos en quienes queremos causar buena impresión, los chicos de nuestra edad, los adultos, los profesores, las chicas. Solo mostramos la parte de nosotros que consideramos con más posibilidades de que se apruebe y acepte. Lo demás permanece en la sombra y únicamente pocos observadores —en general, los amigos, pero más aún los enemigos— llegan a entreverlo. El rostro que ofrecemos, esperando que sea bien aceptado y sobre el que lo apostamos todo, es denominado «falso yo», pero no porque sea falso —no lo es en absoluto, no es una simulación o una máscara—; nos pertenece, es auténtico, se trata de nuestro rostro real o, al menos, de una expresión que asumimos de manera natural; somos nosotros quienes lo falsificamos al presentarlo como si fuera nuestro único rostro, mientras que se trata solo de una parte y ni siquiera la más significativa.
El «falso yo» solo se siente vivo si tiene dificultades a las que enfrentarse. Su necesidad de estímulos exteriores, de exámenes que superar, es incesante. Si no actúa, es como si no existiera.
¡Cuánto cuesta convivir con las propias contradicciones, que permanezcan unidas! A mí, por ejemplo, siempre me ha costado sentirme vivo de forma continuada. Solo lograba mantener la imagen de mí mismo que había creado para someterla a la atención de los demás unas horas al día, cuatro o cinco, como mucho siete u ocho horas seguidas, con gran sacrificio; luego era un desastre, sucumbía a la abulia, al anonimato, a una especie de sopor enfermizo que no me resultaba una condición tan desagradable porque al menos no requería ulteriores esfuerzos o demostraciones. No me gustaba mucho la soledad, pero me daba la ventaja de evitar el juicio de los demás, de proteger mi desamparo; le había tomado cariño a la apatía, a la pereza, a la profunda melancolía y al desprecio que sentía por mí mismo, por haber pasado tanto tiempo fingiendo ser quien no era, o quien no era de verdad, a toda esa melaza melancólica. Me reconozco más en esas horas llenas de nada que en las poses que adopté para hacerme más fuerte.
Sentía que mis nervios se relajaban hasta que no emitían más que una débil pulsación, como cuerdas de guitarra cada vez más flojas que crean un sonido sordo, grave y algo ridículo. Un sonido inútil. Esa era la condición ideal para leer libros o escuchar música.
De esta forma, he llegado a la conclusión de que no somos nada más que un haz de nervios y sensaciones a los que, por razones jurídicas, les ha sido conferida una identidad; el objetivo es que esa mezcla de pulsaciones casuales y caóticas pague los impuestos, herede la casa de su padre y retire en el aeropuerto los billetes reservados a su nombre y ocupe su asiento. Nada más. Nada más que un cómodo sistema para tenernos vigilados.
¿Qué nombre dar a esta identidad? Bueno, no hay para tanto, no es más que un nombre en una tarjeta magnética, en un papel oficial, las palabras que acompañan una foto, las letras de bronce en una losa de mármol, y se acabó.
En los vestuarios se celebraba el ritual de reconocimiento de la virilidad. Creo que no hay nada más vergonzoso que exhibir el propio cuerpo para que sea comparado con el de los demás cuando todavía está desarrollándose. Cuando bajábamos al gimnasio y nos desnudábamos, emergían, de debajo de una capa de ropa idéntica, cuerpos de jóvenes aún más diferentes que los perros callejeros que hay en una perrera.
Entre las ocurrencias dirigidas a machacar a los elementos extraños, fueran mujeres o maricas, tenía lugar la celebración de una fraternidad exclusiva que, paradójicamente, acababa reforzando las tendencias homosexuales del grupo. Es la consecuencia inevitable de una comunidad solo masculina: a fuerza de menospreciar y despreciar, aunque sea de palabra, a las mujeres, los maricas y los afeminados, para alardear de virilidad, se acaba por buscarla en exclusiva. El verdadero machismo es homosexual.
Qué curiosa esta oscilación entre el rechazo de la feminidad y su búsqueda desesperada...
Se trataba de una payasada compuesta por bravuconadas, lenguaje soez, gilipolleces hechas y dichas, comportamientos arriesgados e idiotas. En la actualidad hay un programa de televisión impregnado de un vago instinto suicida dedicado a este género: sus protagonistas comen gusanos, se atan cohetes a los patines, se dejan triturar por un ventilador de techo o encornar por machos cabríos; en definitiva, realizan cualquier hazaña a condición de que sea peligrosa y absurda, apta para provocar abrasiones, vómitos, autolesiones o violencia gratuita, y por gratuita entiendo la de hervir un sapo o llenar de orina la botella del limpiacristales y orientar el pulverizador hacia los peatones o los motociclistas; las variantes nocturnas son tirar adoquines a los leones del zoo-safari tras haberlos atraído hacia la valla con el aroma de unos bistecs...
Poner un hámster en el microondas (para calentarlo con un horno tradicional haría falta demasiado tiempo...), arrojar calderilla a los tunos por la ventana (calentada antes a fuego vivo...), dar de comer a un amigo confiado una bola de nieve con un núcleo de pipí congelado...
Eran pruebas a las que nos veíamos sometidos cotidianamente. Había que demostrar que éramos lo bastante hombres para soportar la presión implícita en esa broma de mal gusto permanente que es la vida en un colegio masculino. A pesar de que nadie la tenía tomada conmigo, sino todo lo contrario, porque yo pertenecía al grupo de los más afortunados, al carecer de taras físicas o morales evidentes y también porque, sobre todo, nunca me metía en asuntos ajenos, confieso haber cedido en más de una ocasión a tal presión. Palpable, tangible. ¿Cómo me desahogaba? Llorando. Mejor sin ser visto. No hay modo mejor ni más rápido. Y, un par de veces, llegando a las manos. En la Breve historia de las peleas que un día u otro escribiré, dedicaré sin duda un capítulo a las peleas en el colegio. Excluyendo las causadas por la política, que merecerán su capítulo aparte, constituirán un apartado realmente importante, y contemplarán el colegio como teatro para el ensayo general de un espectáculo que se desarrollará en otros escenarios, en las calles y las plazas; las peleas forman parte de la vida de un chico, de su carrera escolar, al igual que los exámenes, es más, pueden considerarse como tales.
La mayoría de los esfuerzos humanos tienen como objetivo el reconocimiento de un papel —en casa, en la sociedad, en el colegio, en el trabajo, en este mundo—. Había momentos en los que podía parecer que nuestra principal actividad no era estudiar, practicar un deporte o ver la televisión —ocupaciones que llenaban por completo nuestras jornadas—, sino la de interpretar un papel. ¿Cuál era? Bueno, no es tan fácil decirlo, no está tan claro. ¿El papel de jóvenes? ¿El de jóvenes varones lanzados? ¿El de jóvenes varones italianos privilegiados católicos y romanos? ¿El de buenos chicos? ¿El de tarambanas? Probablemente, un poco de todo, a la vez o en fases alternas, por turnos, eligiendo el papel según fuese verano o invierno, según la familia o los amigos; en el fondo, es normal comportarse de manera diferente dependiendo de las situaciones, como el padre de familia que los domingos quema coches al salir del partido y el lunes se presenta puntual al trabajo. Una personalidad admite muchos roles, caben dos, tres, o quizá más. La historia central de este libro confirmará que se puede ser un buen estudiante de día y raptar y violar a menores por las noches.
Existe una tradición romántica, esencialmente estética y carente de fundamento práctico, que sostiene que los jóvenes son rebeldes, o al menos más rebeldes que los adultos. Nada más falso. La mayor parte de los chavales es superconformista. El instinto los guía hacia el rebaño, raramente fuera de él. Si se rebelan contra ciertas leyes es solo porque obedecen otras a las que se sienten más vinculados. Durante la adolescencia, el espíritu gregario domina todos los aspectos vitales, nada queda fuera de su control: desde cómo hay que vestirse hasta lo que hay que decir, desde cómo se besa hasta qué tipo de cigarrillos y cuántos hay que fumar y el modo de aspirar el humo sin toser. Todo, absolutamente todo, se aprende por imitación.
Quizá ese enorme trabajo, que consiste en observarse, compararse y examinarse sin cesar, en el interminable coqueteo con uno mismo en primer lugar, en idear pruebas, superarlas, demostrar que se está a la altura, curtirse, espabilarse, desafiarse, machacar el espíritu y atormentar el físico con vueltas enloquecidas por una pista atlética y flexiones, esa batalla sin tregua de cangrejos en un cubo de plástico; bien, quizá todo eso solo es y solo sirve sencillamente para preparar nuestra entrada en el mundo del trabajo. Detrás de los tormentos interiores hay una única finalidad concreta: encontrar una escapatoria del jardín del Edén materno con la mínima añoranza posible para bajar al purgatorio de la vida práctica, donde a cada conquista le corresponderá una pérdida, una humillación, una traición, donde no hay bayas dulcísimas que caen solas en la boca y de los árboles no chorrea ni leche ni miel. «Convertirse en hombres» tiene como sola finalidad soportar esta expulsión sin quitarse inmediatamente la vida. A fuerza de contraer los músculos y el ano, de guiñar los ojos, de manosearse la polla, gritar y llorar, de soñar con llegar a ser jefes reconocidos del Orden Mundial se adquiere la suficiente insensibilidad para que el mundo no nos dé tanto miedo...
Tengo ante mis ojos la última carta que recibí de Arbus antes de que saliera de mi vida. Está fechada el 12 de mayo de 1980, es decir, seis años después de que dejara el SLM de la manera espectacular que contaré un poco más adelante. Copio el fragmento que más me impresionó, hirió y convenció:
Hace muchos años me di cuenta de que tú y yo, Edoardo, éramos distintos, pero eso no me impidió ser tu amigo. ¿Quieres saber qué nos diferenciaba? A pesar de todo, siempre has deseado e intentado parecerte a los demás compañeros. A veces te apartabas, dabas la impresión de mantener las distancias, pero siempre volvías por sorpresa, para que notaran tanto tu alejamiento como tu posterior concesión a la amistad, a las bromas y a lo demás. Lo necesitabas, no podías vivir sin ello, como un pez no vive fuera del agua. Siempre has necesitado a los otros, no hay nada malo en ello, necesitas la aprobación, la estima; aunque finges que no te importa, no piensas en otra cosa y no serías capaz de dejar atrás nada ni a nadie. Alejarte por un tiempo, sí, pero nunca romper definitivamente. Tu corazón es melancólico y débil. A veces te vi armar follón en clase sin que tuvieras ganas, solo porque te daba miedo ser el único, aparte de mí y Zipoli, y quizá también de Rummo, que no lo hacía... Tenías miedo y te divertías por miedo a no divertirte. Admítelo. Existen dos opciones y son excluyentes: asemejarse a los demás, adecuándose a todas las condiciones y expectativas inherentes al hecho de ser hombres, o bien aislarse, separarse de verdad, permanecer puros y extraños, incomprendidos, rechazar todo modelo. ¿Qué has elegido tú?
Sí, Arbus tiene razón, como siempre. Es verdad, elegí la primera opción, o puede que ella me eligiera a mí. No lograba defender mi alteridad, no me importaba. Quería ser como los demás. Aspiraba a ello en mi fuero interno, pero era demasiado orgulloso para admitirlo. Arbus de hecho no lo era. En efecto, eligió la segunda opción, el aislamiento.
4
Estábamos y nos sentíamos cercanos los unos a los otros sin necesidad de hablar demasiado. Mejor hacer cosas juntos que comentarlas. Estábamos unidos, casi fusionados, y sin embargo, no existía una intimidad real entre nosotros. Es más, la intimidad nos daba miedo.
Intimidad significa sentir, ser, mostrarse vulnerable: la debilidad puede ser explotada, la confianza, traicionada; abrirse es exponerse a la burla.
En realidad, no sentíamos ninguna necesidad de hablar de nosotros, es decir, de nuestros deseos, secretos, miedos y aspiraciones; no, esos sentimientos permanecían ocultos y desconocidos, en primer lugar para nosotros mismos. Puesto que no los conocíamos ni nos conocíamos, ¿cómo habría podido confesar a mis compañeros lo que yo mismo ignoraba? Casi todas las historias que nos contábamos las sabíamos de oídas, hacíamos bromas, imitaciones, proclamas, amenazábamos con cosas imposibles, nos tomábamos el pelo, o mejor dicho, les tomábamos el pelo —se trataba de una actividad asimétrica— a los cuatro o cinco compañeros de siempre, blanco de comentarios y bromas vulgares; un par de ellos habían asumido el papel sacrificial a tal punto que cuando nadie se metía con ellos, se machacaban por su cuenta: se insultaban a sí mismos y hacían de todo para merecer tales insultos, exagerando su torpeza y su incapacidad, logrando parecer más tímidos, más bajos y gordos, más tontos y patosos de lo que eran. La autodegradación es de hecho aún más poderosa que la degradación.
La intimidad: temor y deseo. Quizá sean maneras diferentes de manifestar sentimientos parecidos, o se trate de una cuestión de conciencia. Se desea lo que se teme en secreto y se teme lo que inconscientemente se desea. Hay quien ve una oposición radical entre el principio masculino y el femenino, pero puede que sean solo maneras distintas de vivir y manifestar la misma afectividad, las mismas emociones, sueños, deseos, miedos y sentimientos; únicamente se trata de ver en qué orden se colocan estas propensiones, cuáles son visibles, e incluso exhibidas, y cuáles se ocultan. Es posible que mientras que las chicas desean la intimidad pero inconscientemente la temen, a los chicos les asuste una intimidad que, en el fondo, desean, aunque no estén dispuestos a admitirlo para no parecer sentimentales. La incomprensión nace de esta dualidad, de este sentimiento en que miedo y deseo se entremezclan y que es la clave ambigua del sexo. Miedo. Que alternamos con el deseo con el paradójico resultado de huir de lo que realmente queremos y de desear parecernos a quienes tememos...
Los hombres: vulgares de palabra y románticos de corazón, frágiles, emotivos. Peligrosos cuando pierden la cabeza. Una pasión violenta se suma a la práctica de utilizar la agresividad con desenvoltura. A veces la violencia contra las mujeres tiene origen en esta mezcla contradictoria: hechos brutal y vulgarmente explicitados, pero un sentimentalismo salvaje que explota en el corazón, que está dispuesto a todo, incluso a transformar el culmen del romanticismo —«No puedo vivir sin ti»— en una cuchillada, o en treinta.
A propósito de las diferencias sexuales, en la literatura suele afirmarse que los hombres son incapaces de vivir la intimidad, que la temen, que la rechazan, que les da miedo. En la intimidad corren el peligro, en efecto, de mostrarse débiles, y de que los demás se den cuenta y se aprovechen. Por eso prefieren las conversaciones sobre temas generales en vez de personales. Como el fútbol. Es un tema común entre chicos y hombres adultos, y parece hecho adrede para eludir las cuestiones personales. Hablando de los jugadores que acaba de fichar el propio equipo para el próximo campeonato, y utilizando esa clase de expresiones que van de «Con la defensa que tenemos será un milagro no acabar en segunda» a «Esta vez os vamos a joder vivos», con un tono irónico o autoirónico que pasa de la burla a la extrema seriedad, se instaura una conversación que puede serpentear durante mucho rato entre este tema y otros afines y que puede concluir sin más, sin haber hecho referencia a nada serio o personal.
De todas formas, es verdad, siempre he preferido la relación codo con codo que cara a cara: hacer algo juntos en vez de decirse algo. En último término, en el caso de revelar el modo de ser de uno a otra persona, me interesa más la posición de quien se confiesa que la del confesor. En la confesión también se usa un esquema indirecto: por una parte hay una persona de perfil que susurra en el confesonario; por la otra, una persona que aguza el oído y que, aunque invisible —protegida por una portezuela o una cortina—, está enfrente. La separación entre ambos es mínima, pero esencial. La asimetría es indispensable para que la conversación progrese, para que la relación humana sirva de algo. El cara a cara nos hace enmudecer y, en efecto, es ideal cuando no hay nada que decirse, es decir, cuando amas. Entonces te contentas con mirar.
Una parte de nosotros era homosexual, la otra homofóbica. Como medio maricas, odiábamos —y nos reíamos a sus espaldas de ellos— a los verdaderos maricas, de los maricas completos, integrales, como Svampa, el profesor de química. La otra parte de nosotros, la homofóbica, se enfrentaba a la primera o, para ser más exactos, con tal de no reconocer que esta existía, se oponía con agresividad a la homosexualidad de los demás, en concreto a quienes la tenían un poco más pronunciada... Lo que quiero decir es que si bien era bastante normal ser medio marica o un poco marica, no estaba permitido serlo ni un poco más, eso sí que no. ¡La mitad era demasiado! Nunca habríamos admitido, por ejemplo, una declaración de amor entre compañeros. El arrebato, el escalofrío de placer que proporcionaba la compañía de algunos de ellos, incluso la atracción hacia determinadas partes de sus cuerpos particularmente hermosas —los ojazos azules de Zarattini; los hombros anchos de Sdobba y Jervi, los únicos de la clase que los tenían así; las maravillosas piernas, largas, musculosas y salpicadas de relucientes pelos rubios que daban ganas de acariciar, asimismo de Sdobba— eran hechos que quedaban en la categoría de la camaradería, de la amistad.
No es que odiásemos a los maricas, al contrario, nos divertían —más adelante contaré la explosión de risas que acompañaban las caricias que algunos de nuestros compañeros se intercambiaban en clase...—; a lo sumo odiábamos la posibilidad de que nos tomaran por tales no siéndolo —no todos o no del todo—, la posibilidad de un malentendido. Lo que nos preocupaba era que se diera un malentendido.
Un amigo me enseñó un método que, según él, era infalible si querías saber si un compañero era marica. Tenías que conseguir que jugara al ping-pong, a ser posible contra alguien que fuera mejor, y observarlo. No hay nada que ponga tan nervioso como que te ganen al ping-pong —y el cansancio, la excitación y la frustración porque no logras imponerte son condiciones ideales para que cada uno revele su auténtica naturaleza—. Nadie consigue disimular cuando juega una partida de ping-pong, como mucho dos partidas de tres o tres de cinco. Si eres homosexual y fallas en el saque decisivo, aunque jamás hayas querido admitirlo y haces cualquier cosa por ocultárselo a tus padres y tus compañeros —por temor a sus burlas—; pues bien, si tu saque acaba en la red, el marica que hay en ti saltará igual que un tigre herido con un gritito o un gesto de fastidio o alguna frase como: «¡Mejor, ya estaba cansado de jugar!» o «¡No vale!» o bien «Pero ¿qué me pasa hoy?».
El método funcionaba también respecto a uno mismo, si todavía no tenía claro si lo eras o no. Hay una edad en la que sueles sentirte indistintamente atraído por tu mismo sexo... Juega al ping-pong y lo descubrirás.
Virilidad significa poder. Si no tengo poder, es que no soy viril. Y si no lo soy, nunca alcanzaré el poder. El círculo se cierra.
Los más inestables tienen mayor interés en ver afianzarse su medio poder; quienes lo tienen por entero, no sienten ninguna urgencia por probarlo una y otra vez.
Es indudable que los hombres, considerados como grupo, poseen el poder, mientras que los hombres considerados uno a uno raramente lo ejercen y suelen reaccionar de manera descompuesta e histérica ante esta clamorosa disparidad. Deben inventarse ese poder que les falta encontrando en las inmediaciones alguien a quien someter.
Una de mis escenas de novela preferidas pertenece a un libro de John Fante que leí hace muchos años y cuyo título no recuerdo, en que el protagonista, quizá el famoso Arturo Bandini, álter ego del autor, se autoproclama Rey de los Cangrejos —sí, sí, los cangrejos siempre de por medio—. Su reino era la playa y su trono el muelle, desde donde impartía órdenes a sus súbditos, que hormigueaban por la arena. Si no le obedecían, les disparaba con un fusil de aire comprimido. Los ajusticiaba uno tras otro. Una masacre de cangrejos rebeldes.
No le obedecieron ni siquiera una vez.
Su reino era muy caótico.
Pero ¿qué razón de ser tiene un colegio exclusivamente masculino como el SLM?
Quizá ahí radicaba todo, la peculiaridad de nuestra educación de alumnos del SLM en lugar de en cualquier colegio mixto: privarnos por entero del contacto con el mundo de las mujeres, el mundo de las madres y las hermanas, que había sido nuestro universo familiar. La familia como un nido femenino del que el muchacho, joven espartano, debía ser arrancado lo antes posible. Quizá ese fuera el único motivo por el que nuestro colegio era solo para chicos: a fin de marcar esa separación y convertirla en algo tan usual que nuestros padres y nosotros mismos nos convenciéramos de que era acertada y necesaria. Quién sabe si nuestras madres, que a lo sumo podían sentirse tranquilizadas por el hecho de proteger a sus hijitos de la distracción, la influencia y el peligro que suponían las muchachas en flor; quién sabe, decía, si se daban cuenta de que esta medida restrictiva estaba dirigida, en primer lugar, contra ellas mismas, las grandes seductoras... y que el seno del que debían separarnos para convertirnos en hombres era del suyo y no de las jóvenes tetas de las pequeñas seductoras del Sant’Orsola.
En efecto, en nuestro barrio, el equivalente femenino del SLM era el colegio Sant’Orsola, cerca de la Piazza Bologna.
(Cuando, años después, algunos de los exalumnos del SLM se hicieran tristemente famosos por sus hazañas, en sus personas se proyectará, en términos paroxísticos, el problema de la identidad exclusivamente masculina del SLM: de sus profesores, religiosos y no, y de sus estudiantes. No se admitían mujeres, y, por mucho que me esfuerce, aparte de nuestras madres, que venían a buscarnos, no logro recordar una sola presencia femenina en la escuela. Quizá a una mujer que vendía pizzas durante el recreo... Pero en horario de clase, el colegio se convertía en el monte Athos. La única mujer no considerada una intrusa era la Virgen María. ¡Qué sola debía de sentirse detrás del altar!)
Ninguna mujer entre los compañeros..., o sea, como en la cárcel. Ninguna mujer entre los docentes..., y eso es todavía más raro porque la enseñanza en Italia es un dominio femenino, una extensión del reino de la Madre, un eterno parvulario. Sin embargo, a nosotros, desde la escuela elemental, nos educaban solo muchachotes con sotana. Quizá la llevaban para recordarnos las faldas de las que nos separábamos por las mañanas, para tranquilizarnos y arrancárnoslas poco a poco, días tras día.
En cualquier caso, nos educaban personas con faldas; nuestras madres y niñeras primero y los curas, después. Se pasaba del regazo de las tatas a las sotanas negras al viento. ¡Cómo ondeaban en el patio del SLM cuando soplaba muy fuerte! Me gustan los caftanes, las togas, los salwar kameez, así como los vestidos solo femeninos y las faldas, tanto cortas como largas, mientras que siempre he considerado los pantalones bárbaros y vulgares, únicamente admisibles si hace mucho frío.
Los hombres con falda tenían la misión de transformar a los muchachos en hombres: una línea exclusivamente masculina.
Homosexuales, artistas, curas y guerreros aspiran a una realización trascendente que supera el hecho ordinario y mecánico de la reproducción a través del elemento femenino. Pueden prescindir de las mujeres porque crean o pretenden crear el futuro de otra manera, mediante acciones violentas, oraciones, obras de arte y la enseñanza. Constituyen categorías de varones autosuficientes y paren ideas o acciones en vez de hijos. O bien adoptan a los hijos de los demás y los educan. Mientras que en los otros grupos y en el resto de las actividades humanas se establece una continuidad a través del tiempo, con la formación de dinastías, de artes y oficios transmitidos de padres a hijos y de una memoria familiar de usos comunes o, como mínimo, de un nombre, el celibato de los curas obliga a cada generación a extinguirse sin herederos. Los curas se reemplazan uno a uno a medida que mueren. Y los nuevos curas salen de la nada.
Existen, por tanto, dos escuelas: una que sostiene que la virilidad emerge, se pone a prueba, se reconoce a sí misma solo a través del encuentro con lo femenino —casi siempre, un encuentro amoroso, una comprobación sexual—; y otra según la cual el varón halla su identidad separándose, alejándose de las mujeres, poniéndolas entre paréntesis. La iniciación pasa pues por las mujeres de manera literal —como en la del mítico Enkidu, que era medio animal y se convirtió en hombre follando—, o tiene lugar anulando el contacto con ellas. Una variante intermedia, practicada con regularidad hasta un par de generaciones antes de la mía, era reducir la iniciación a su aspecto físico, es decir, a la relación sexual concebida como simple desahogo. El lugar donde el hombre debía descubrirse a sí mismo era el burdel.
La diferencia entre hembras y varones radicaba en que a pesar de que ambas categorías eran un enigma, el de las primeras resultaba mucho más interesante, al menos para mí. Como, por otra parte, sus cuerpos. Los hombres eran planos, igual que me imaginaba sus almas; las mujeres estaban llenas de curvas y recovecos. Escondites ideales, por su conformación física y mental, donde ocultar cualquier secreto, y donde incluso los hombres podían esconderse del resto del mundo —yo soy uno de esos—. Incluso la penetración, en vez de un acto de posesión, puede considerarse un acto de ocultación. La búsqueda de un lugar secreto, de un refugio. La falta de evidencia del sexo femenino siempre ha intrigado, sorprendido, desasosegado e incluso asustado a los hombres. Su inescrutable presencia exacerba y choca con la evidencia insolente, fea y risible del sexo masculino, que recuerda a una longaniza colgando del techo de una charcutería.
Lo que superficialmente se juzga como una huida de la esencia de lo viril, es decir, la homosexualidad, es, por el contrario y en la práctica, una huida de lo femenino para refugiarse en la masculinidad pura, incontaminada, de una relación entre iguales; es un caso de separatismo sexual en que se jura amor y fidelidad al mismo sexo. Se pide refugio a los semejantes, a los hermanos. Por eso puedo imaginar lo mucho que debe sufrirse cuando estos te maltratan y te rechazan.
Nunca he participado, y en parte lo siento, en esas conversaciones en que se preguntaba «¿Has hecho esto y lo otro?» a propósito de las primeras experiencias sexuales, de lo que las chicas te hacían o se dejaban hacer, de hasta dónde llegaban, con la boca, los muslos, las bragas..., aspectos anatómicos detallados, pañuelos de papel empapados y, tiempo después, caramelos de regaliz en la guantera del coche para refrescar el aliento. No tenía la suficiente confianza con nadie. Con Arbus era inútil hablarlo. Con los amigos del veraneo me sentía cohibido al ser yo el más ingenuo. Escuchaba sus charlas, pero no me atrevía a participar; por otra parte, y por suerte, me aislaban, como si fuera puro espíritu, y, en efecto, lo era; un puro espíritu impuro, digámoslo así, manchado por los pensamientos y las poluciones nocturnas. Continuas y acongojantes: me despertaba casi todas las mañanas en un mar de esperma seco. Imagino los comentarios irónicos de quien me hacía la cama y me lavaba los pantalones del pijama. Me percaté de que las criadas reaccionaban con juiciosa resignación o rebelándose porque por las noches a menudo me tocaba volver a ponerme los pantalones acartonados y rígidos por el semen..., señal de que se habían hartado de lavarlos... Me lo montaba todo en casa, en mi cabeza podrida, donde esas conversaciones viciosas tenían lugar, donde las preguntas morbosas se formulaban y obtenían respuestas.
La mente de un adolescente es una galaxia.
El sexo no era una fantasía, estaba muy presente y se manifestaba en nosotros, plantado en medio del cerebro antes que en medio del cuerpo, era una pulsación sorda que nos hacía temblar. Su impulso, su anhelo eran del todo naturales, pero no así cómo y dónde dirigirlos. Esto era objeto de una incesante disciplina, creada a partir de frases oídas a medias aquí y allá, de consignas de equipo transmitidas por un anónimo sentimiento común, una especie de ley que nadie había explicitado, con sus artículos enumerados como mandamientos, que todos o casi todos respetaban. Qué extraño resulta tener que educarte por tu cuenta, espiando, hojeando, observando... Pero, en mi opinión, no hay alternativa, al menos en lo que al sexo se refiere. Y quizá también a la literatura. Lo demás, es mejor que te lo enseñe alguien que conozca a fondo la materia. Pero en esos dos campos, somos autodidactas y siempre lo seremos. En definitiva, cuanto menos se acierta, más auténtico y hermoso es el resultado. Uno va cogiendo de aquí y allá, eso es todo; no se puede estudiar, uno imita y así se las apaña. O bien se trata de un aprendizaje tan angustioso que ni siquiera es digno de tal nombre, pues no tiene nada de la serenidad, de la sistematización, de la adquisición progresiva del conocimiento que debería garantizar una verdadera disciplina. Arranques, conquistas violentas, iluminaciones repentinas y cegadoras sobre un fondo inmóvil: una santa, o innoble, ignorancia.
Por otra parte, ¡qué sencillo y bonito habría sido no tener sexualidad! No deber cultivarla, satisfacerla y, sobre todo, identificarla. Qué alivio no sentir su presión. Porque aunque los demás no te azuzaran, aconsejaran, exigieran e impusieran una, tu cuerpo, implacable, despertaría como un dinosaurio atrapado en el hielo y te obligaría tarde o temprano a interpretar esa estúpida pantomima con las chicas, a utilizar subterfugios con tus padres y a hacer bravuconadas o soportar frustraciones con los compañeros, a todo ese ridículo procedimiento que culmina en un breve desahogo, en cuatro o cinco embestidas —y aunque fueran cien o mil, ¿cambiaría algo?—. Sexualidad: existen otros cuerpos además del propio. Sí. ¿Hay que acercarse a ellos o alejarse? ¿A cuáles acercarse y de cuáles alejarse?
Conozco a gente que no puede evitar seducir a los demás. Con sonrisas, voz cálida y miradas. Todos quienes rodean a esas personas, sean hombres o mujeres, han de notar su encanto. Los seductores trabajan siempre, da igual que pidan un café, que se apunten a un gimnasio o que paguen una deuda. Su actividad constante, la seducción del prójimo, no conoce descanso. La incapacidad de relacionarse de forma natural con los demás los obliga a conquistarlos.
Por otra parte, la iniciativa sexual, la preocupación por el sexo, pensar en el sexo, pensar en el otro sexo o en el propio, tienen un carácter intrínsecamente obsesivo. Si el sexo no se manifiesta como obsesión, no se manifiesta en absoluto. No conoce otra modalidad que la manía, la cantilena enfermiza, el ritmo machacante del pensamiento. Si no golpea, no existe, está muerto. No hay nada en el mundo cuyas fibras entretejidas sean tan resistentes: es muy difícil romperlas, desgarrarlas, así como es casi imposible acallar las sirenas que cantan en tus oídos. Su canto enloquece a quien lo escucha sin tomar precauciones. Las fibras entrelazadas forman un tejido infinito, vivo y palpitante, que puede convertirse en la única razón por la que vivir. En una película de acción, Russell Crowe le preguntaba a otro policía: «¿Estás pensando en el coño?». «No», respondía el otro. «Entonces es que no estás muy concentrado», dice el primero. La vulgaridad de esa frase ocultaba su parte de verdad: si el sexo no ocupa tu mente por completo, es ajeno a ella. Es como el fútbol para mi madre o el ballet clásico o las excursiones en la montaña para mí. Algo que atañe a los demás. Porque, si te atrapa, el sexo ya nunca te dejará en paz. Si no te posee ahora, en este preciso momento, si no oyes el sordo retumbar de su llamada, es probable que nunca la hayas oído y que jamás la oigas.
Por aquel entonces, para nosotros, alumnos del SLM, el sexo se limitaba a sueños y palabras, a hiperbólicos chistes verdes; agigantado en el dicho y esmirriado en el hecho, consistía, como mucho, en unas pajas contra las baldosas del baño con una revista abierta por la doble página. En ella, una buenorra de enormes tetas blandas exhibía sonriendo una increíble mata rizada entre las piernas que dejaba entrever una raja color rosa cuyos bordes la oronda mujer mantenía abiertos con la ayuda de los dedos, esforzándose por mostrarla. No solo la raja, sino la entera masa blanda eran de un rosa sobreexpuesto, de una tonalidad de fruta confitada, irreal; y el tono a menudo desbordaba las formas que habrían debido contenerlo, en un delirio de detalles poco nítidos, emborronados..., los enormes pezones de forma irregular, los labios de la boca y los de la raja, gradaciones psicodélicas de rosa.
Por todo ello, las mujeres eran el objetivo, y las de las revistas eran fáciles de alcanzar porque estaban quietas y atractivas porque estaban medio desnudas o desnudas del todo.
Pero eso atañía a mis compañeros, no a mí.
Lo que sucede por la noche en la cama de un adolescente solo lo sabe quien, a la mañana siguiente, mientras el chico está en el colegio, tendrá que hacerla y cambiar las sábanas, pues en Italia era —y creo que sigue siendo— poco frecuente que el benjamín de la casa, más o menos mimado, lo hiciera —exceptuando el triste paréntesis del servicio militar, cuando el primer día de instrucción te enseñaban la complicadísima y absurda tarea de tender la cama, es decir, de transformar el propio camastro, doblándolo sobre sí mismo y envolviéndolo con las sábanas y mantas, de manera que no pudiera usarse durante el día.
Al hacer la cama, madres y criadas descubrirían manchas secas o todavía húmedas en sábanas y pijama —prenda casi abolida en la actualidad a favor de la camiseta y los calzoncillos, como se lleva en las series americanas.
En la época en que se desarrolla esta historia, los adolescentes italianos todavía usaban pijama, prenda, como decíamos, abandonada porque, de repente, empezó a considerarse ridícula e incompatible con el inicio oficial de la vida amorosa, de las primeras noches en compañía de una chica, cuando daría vergüenza exhibirse con los pantalones y la chaqueta de franela de cuadros abrochada hasta el cuello.
Pero cualquiera que fuese el vestuario nocturno, acababa manchado en el cesto de la ropa sucia. Siempre me he preguntado qué pasa por la mente de esas santas madres, si piensan en la palabra «esperma» o si se les ocurre otra más familiar o vulgar, o si no piensan en nada y ejecutan sus deberes como una criada más, con el solícito, saludable y ciego automatismo propio de quien se parte la espalda todo el día limpiando la suciedad de los demás, sus defecaciones, los residuos de las comidas que consumen colectivamente, ajenas a consideraciones no relacionadas con lo práctico: otra lavadora, el suavizante está a punto de acabarse, calabacines rellenos para cenar, y así un día tras otro.
En nuestro país las madres lo hacen todo, en él se afirma que incluso el Hijo más famoso de cualquier época no habría sido capaz de lo que fue de no haber sido por su santa Madre. Santas mujeres eran esas señoras acomodadas que tendrían que enfrentarse de repente a problemas mucho más graves que las manchas de hierba en los pantalones blancos. Santas mujeres las que toleran, ocultan, esconden a los padres las fechorías de los hijos y se tragan las lágrimas.
La educación sexual que nos impartieron o, mejor dicho, que no nos impartieron, consistía, como mucho, en alguna prohibición vaga y en preceptos negativos o hipotéticos: «Eso no se hace», «Como lo hagas, verás...».
Para ser un colegio religioso, en el SLM eran muy permisivos e imprecisos sobre el tema, al margen de la iniciativa aislada de algún que otro cura un poco más severo o chapado a la antigua, como, por ejemplo, el padre Saturnino, el confesor.
5
He encontrado una fotografía de mi primera comunión en un álbum de mi madre.
Es una imagen sesgada, dispuesta en vertical como una composición de Veronese o Tintoretto, donde algunas figuras que sobresalen por arriba dominan a alguien que está debajo, pidiendo o implorando, recibiendo sin discutir; solo faltan las banderas ondeando al viento para completar la alegoría; esa figura pequeña, arrodillada, con el rostro vuelto hacia lo alto, bueno, ese soy yo.
Voy bien peinado, con chaqueta gris sin solapas y pantalones cortos grises, calcetines blancos altos y los zapatos brillantes, pero estos detalles convencionales dicen muy poco con respecto a la posición de la cabeza, echada atrás, y con la boca abierta a la espera de recibir la hostia. Una espera llena de confianza y preocupación por algo que debe de ser extraordinario.
Los curas que se inclinan sobre el niño son tres, a dos de ellos los reconozco, y la forma en que parecen modeladas sus figuras, en que tienden y cruzan las manos y en que imperan sobre el niño, todo parece estudiado por un pintor; a partir del viejo cura con la larga barba blanca que está de pie a la derecha y que si no llevara gafas podría haber salido directamente de cualquier pintura devocional, como santo o profeta. Era el padre Saturnino, habrá muerto hace años; vino a casa a verme cuando estuve enfermo y falté varios meses a clase, para asistirme y consolarme; la primera vez que me confesé fue con él.
A los diez años, la confesión es un sacramento más difícil de entender que la eucaristía. Cuando me preguntaba qué pecados había cometido, yo no sabía qué responder. Hubiera deseado acusarme, en serio, de algo grave, pero por más que rebuscara desesperadamente y me esforzara en sentir un hondo remordimiento, solo se me ocurrían tonterías y me daban ganas de acabar enseguida; estaba, como sigue sucediéndome, emocionado y aburrido e impaciente a la vez, así que al padre Saturnino le respondía que había mentido..., que había desobedecido..., desobedecido a mi madre; pero eso también era una mentira a medias, pues yo era un niño obediente. Pero me avergonzaba tener tan poco que confesar y, por tanto, de lo que arrepentirme. De verdad, no me abochornaban mis pecados, sino que fueran pocos y sin importancia, así que me planteaba inventarme algunos que me convirtieran en un pecador más interesante y digno de perdón, en un hijo pródigo. Me daba cuenta de que cuanto más pecabas, mayor alegría causaba tu arrepentimiento; es más, causaba júbilo, por decirlo en jerga religiosa.
Esta regla santa sigue sorprendiéndome como entonces y forma parte de las cosas de las que intuyo su grandeza espiritual, pero es justo esa grandeza la que me desalienta, irrita y ofende mi sentido de la justicia. En el futuro me sentiré así muchas veces al ver a los hombres de la Iglesia conmoverse por los pecadores hasta convertirlos en sus protegidos, casi en sus favoritos: terroristas que acababan como informantes de la policía, atracadores que en la cárcel pintan cuadros de la Virgen, homicidas que acaban pareciendo mejores que sus víctimas al elegir el bien después de haber cometido tantos males, delincuentes que han contribuido a inclinar la balanza donde se pesa el bien y el mal del mundo a favor del primero porque si dejan de matar, el platillo del mal, en efecto, se aligera. Una vez pensé en cómo ganar el Premio Nobel de la Paz. Un método seguro era volverme terrorista, poner bombas, hacer saltar aviones por los aires, etcétera, y en un determinado momento dejar de serlo, abandonar las armas y convertirme a todos los efectos en un pacificador, en un hombre de paz.
Es obvio que las víctimas no suscitan tanta pasión como el reo redimido.
Yo quería redimirme de verdad, pero no sabía de qué, y el padre Saturnino, creyendo que me avergonzaba de mis pecados, acudió en mi ayuda, cuando en realidad me daba vergüenza no encontrar ninguno digno de mención; y como suelen hacer los profesores generosos cuando sales a la pizarra y ven que estás pasándolo mal, empezó a sugerirme algún pecado que yo pudiera haber cometido. A pesar de no ser cierto o de no entenderlo del todo, cada vez que me proponía alguno yo me apresuraba a responder que sí, que lo había cometido, como si para obtener el dichoso perdón hubiera que alcanzar un cupo, una puntuación mínima de maldad que luego se anulase para empezar de cero, igual que en el juego del siete y medio o de los puntos acumulados en una marca de gasolina.
Me acuerdo muy bien del último pecado que el padre Saturnino me sugirió que repescara en mi memoria, por si acaso también lo había cometido.
—¿Has visto alguna vez películas verdes?
—¿Qué?
—Películas verdes.
Aquella vez dudé un poco antes de decir que sí, no tenía ni idea de a qué se refería. ¿Películas verdes? ¿Quería decir películas... pornográficas? No era posible. Yo tenía diez años. No era como ahora, que un crío puede meterse en internet y mirar guarradas de parejas, de tríos, en grupo, violaciones y orgías. Y al verme dudar, también esta vez el fraile sabio acudió en mi auxilio.
—Sabes a qué me refiero, ¿no? Películas con mujeres desnudas.
La sola palabra «desnudas» hizo que me ruborizara intensamente. Nunca había visto mujeres desnudas, ni en el cine ni mucho menos en la realidad, si exceptuamos un episodio de mi infancia que contaré luego. De modo que, creyendo que ya había acumulado suficientes puntos, que los vicios confesados bastaban para dar la imagen de un diablillo pasable, estaba a punto de decir que no cuando el fraile especificó: «Las películas de 007».
El agente secreto 007. Bond. James Bond. Por aquel entonces yo había visto un par: James Bond contra Goldfinger, seguro, y puede que Operación trueno, pero las mujeres nunca aparecían realmente desnudas; cuando se quitaban el sujetador, o cuando 007 se lo quitaba, estaban de espaldas siempre, y lo mismo si dejaban caer el albornoz, solo se les veía la espalda. Sí, en efecto, aquellas películas me turbaban sumamente, el cura había dado en el blanco. Y en James Bond contra Goldfinger me impactó una chica completamente desnuda, muerta sobre la cama, cubierta de oro, dorada de pies a cabeza...
El padre Saturnino era el que confesaba a los chicos porque esos a quienes llamo «curas» no eran sacerdotes en sentido estricto, los hermanos maristas no podían administrar los sacramentos. Qué curioso vivir toda la vida como un cura, sin tener sus prerrogativas, sus poderes.
El otro cura que reconozco es precisamente un marista, el hermano Domenico, que en la fotografía es todavía un muchacho, y que tiende, solícito pero serio, severo, ciñéndose a su papel, la patena bajo la hostia. No sé quién es el oficiante, un obispo quizá. Tiene la copa en la mano izquierda, mientras que con la derecha ofrece la hostia delicadamente sujeta entre el pulgar y el índice; sus gestos y su leve sonrisa traslucen calma y benevolencia. Parece un buen padre o, mejor, un abuelo. El fotógrafo ha sabido inmortalizar el momento exacto en que el hecho aún no se ha consumado, pero está a punto de ello, está ocurriendo, y a esas alturas es inevitable que suceda. Hoy tenemos la certeza de que la hostia fue recibida tras aquella vacilación imperceptible, tras aquella suspensión temporal que solo puede vivirse de manera retrospectiva porque la realidad va demasiado deprisa, como en las fotos de los eventos deportivos, un segundo que permanecerá fijo por un tiempo sin fin. Los actores de la escena se reconocerán luego, mucho tiempo después, como hago yo ahora por primera vez pasados cuarenta años; el tiempo transcurrido entre que ese niño bien vestido, con la cabeza echada atrás, abrió la boca y hoy; entretanto, nunca he visto esta fotografía que he encontrado en un álbum donde mi madre guarda imágenes del pasado, sueltas, sin decidirse a pegarlas. Con las esquinas transparentes adhesivas a la espera. Son recuerdos. Hijos en varias edades, vacaciones, viajes, muertos, niños en blanco y negro y en color, ceremonias, fotos de carnet.
¿Qué sentía yo? ¿Tengo que esforzarme en recordarlo o fiarme de lo que revela la fotografía? El niño es inocente pero, al mismo tiempo, extraordinariamente consciente; es sincero, pero a la vez finge. Cree que todo es teatro, pero que si interpreta bien su papel, el teatro se convertirá en realidad. Y eso es lo que desea. Si se empeña en ser bueno, lo será de verdad y Dios saldrá de la hostia que se le deshace en la boca. Cuando vuelva a su sitio, se ponga de rodillas y se lleve las manos a la cara en señal de recogimiento, sentirá la presencia divina en su boca; si no es así, tendrá que apretar aún más la cara contra las manos, elevar el listón, aumentar las dosis y la intensidad de la oración, el pathos de ese día especial. Es imposible que no pase nada. Años después, experimentaría la misma perplejidad al masturbarme. Tendría que sentir algo que no atino a comprender, que no llega, no llega.
Sé que la combinación de ambas cosas suena blasfema, pero la expectativa mental es la misma y si no pasa algo, si no se produce la conexión mental adecuada, uno se queda así, con la hostia en la boca o con la polla en la mano, preguntándose no tanto por qué no pasa nada, sino más bien qué debería pasar.
De niños primero y de muchachos después, estábamos llenos de dudas sobre lo que era legítimo. ¿Se hace o no? ¿Hay que hacerlo? ¿En qué condiciones? ¿Cuáles son los pactos establecidos, los juramentos? ¿No es un milagro extravagante que una cosa prohibida se convierta de repente en lícita? ¿Por qué? ¿No es acaso injusto que lo injusto se convierta en justo? Horarios, cantidades, medidas, cálculos muy exactos, límites que no hay que superar. Hasta la verja, hasta el cartel que reza PELIGRO, a las ocho como muy tarde, un solo caramelo, no antes de las comidas, vuelve dentro de una hora. Incluso los juegos están hechos de prohibiciones. La observancia de todas las reglas acaba por conferir más importancia a las reglas mismas que a las razones por las que fueron instituidas. La prohibición de bañarse después de comer es una precaución obvia y genérica, pero establecer una duración exacta —¡tres horas en aquella época! Hasta tres horas después de comer no podíamos bañarnos, lo que en nuestra imaginación significaba que si te tirabas al agua dos horas y cincuenta nueve minutos después de comerte un bocadillo, te morías en el acto—, trazar una línea concreta equivale a concentrar las fuerzas a ambos lados, a enfrentarlas para la batalla: las fuerzas del bien y las del mal. Los niños son los guardianes más inflexibles de las promesas, de la geometría de las prohibiciones, y cuando las rompen es porque le echan todo el valor que logran reunir o porque están desesperados, pero nunca por sentido común. No dicen, no piensan: «Pero bueno, no será para tanto...», como los adultos. En la mente infantil no hay lugar para el compromiso. «A casa antes de que oscurezca, ¿queda claro?» «Vale, mamá, pero ¿cuándo empieza exactamente la oscuridad?»
Con las misas pasaba lo mismo. Tenía los escrúpulos propios de un viejo fariseo, y si hubiera nacido hebreo ortodoxo o musulmán integrista o pertenecido a cualquier otra confesión tan repleta de preceptos que incluso debes tener cuidado con cómo caminas, cómo respiras, con lo que bebes, miras, comes, con la mano que utilizas, el gorro que llevas y cuántas veces te lavas al día, una confesión en la que todas las acciones están estrictamente reglamentadas desde el principio, creo que me habría sentido cómodo. ¡Ay! Una vida pautada minuto a minuto por la observancia de las leyes, como el reloj que hace tictac, tranquila e ineludiblemente, que apenas las respetas vives en paz y nadie puede reprocharte nada. Estás a salvo. Has pagado por adelantado. La ley más severa funciona de este modo: el hecho mismo de observarla constituye un castigo suficiente. Te castiga al obedecerla.
El inconveniente es que, poco a poco, vas perdiendo de vista su esencia moral y te limitas a cumplir con el mínimo necesario; ni un gramo, ni un céntimo, ni un segundo ni una genuflexión más de lo establecido. La regla se reduce a un hueso pulido de tanto mordisquearlo. «Misión cumplida», dices cada vez que observas un precepto. «¡Ya he cumplido!»
Cuando descubrí que la misa tenía validez si llegabas a tiempo al padrenuestro, no volví a asistir a una desde el principio. Nunca. Llegaba en el minuto exacto en que empezaba la liturgia eucarística.
Por otra parte, el colegio no es precisamente un sitio donde se va a estudiar, o no solo. Es una época de la vida en la que se exploran los límites de lo conocido y de lo lícito y se merodea por sus alrededores. Las amistades que se cultivan no son más que una zona franca donde experimentar los comportamientos prohibidos recibiendo apoyo en vez de reproches. Para desarrollarnos, no teníamos más remedio que cruzar esos límites. Los grandes progresos siempre se producían al quebrantar las reglas, después de lo cual podían ocurrir dos cosas: o se apechugaba con crueles pero justos castigos, o se descubría que no existía ningún castigo. También podía darse el caso de que no hubiera regla alguna, de que la hubieran colocado como un espantapájaros en un campo o de que no fuera exactamente como creíamos que era. De todas formas, habíamos comprendido que las reglas seguirían cambiando o siendo interpretadas de formas diferentes. Se crece a trompicones, a fuerza de errores y arranques, y quienes no sucumben..., voilà..., se hacen mayores. Pero también se hacen mayores los que se quedan por el camino, los que crecen a su manera, torcidos. Después se sigue adelante, pero al revés, se decrece, se envejece, mientras vas enterándote poco a poco de más cosas, las comprendes cada vez menos y, al final, nada de nada.
Y en medio de todo este tormento, bastante inútil, el tal Jesús.
Jesús, Jesús, Jesús.
Jesús sigue siendo el verdadero y único problema, y ya está. No puedes considerarlo solo un agitador enemigo de los romanos, pero tampoco un apacible predicador permisivo. Dice que es hijo de Dios, ¿no? O sea, que o bien lo es de verdad, o bien es un mentiroso, y las otras versiones de él —profeta, revolucionario, moralista, hippie—, por fascinantes, atractivas, simpáticas y entrañables que resulten a quienes no lo consideran hijo de Dios, así como las estupendas cosas que predicaba, se van al traste. Esta contradicción no tiene solución. No se da credibilidad a un mentiroso, así como no se elige entre todo lo que ha dicho según lo cómodo que resulte creérselo o no.
Si Jesús fue solo un hombre, por muy especial que fuera, entonces también fue un estafador, a pesar de todos los mensajes de amor y fraternidad. Solo puede ser Dios. De lo contrario, si no lo es, mintió. Y el Evangelio es un libro que habrá que tirar a la papelera.
Ni siquiera es válida la interpretación de los biempensantes. ¿Es realmente tan difícil comprender que un Dios difícilmente puede inspirarse en el sentido común e inspirárnoslo a su vez? ¿Que la fe no puede limitarse a tener un efecto tranquilizante? Para eso ya existen los ansiolíticos.
Si solo servía para poner paz entre los hombres, ¿qué necesidad había de una solución como acabar en la cruz?
—¿Qué tal ha ido? —le pregunté a Arbus, que volvía pensativo de la confesión—. ¿Qué te ha dicho Saturnino?
—Que tengo que eliminar los malos pensamientos.
—Eliminar... ¿qué?
—Los pensamientos viciosos. En cuanto aparezcan por tu mente, me ha dicho, arráncalos y arrójalos al suelo... —Arbus hizo un gesto circular con su largo brazo por encima de la cabeza—. Tienes que romperles la crisma —dijo mientras lo bajaba de golpe—. Contra una piedra.
Yo no lo entendía. ¿Romperles la crisma a tus propios pensamientos?
—Son como niños recién nacidos, pequeños y encantadores —precisó Arbus—. Y justo por eso suscitan ternura..., los mimas..., pero después crecen y se vuelven peligrosos..., cuando ya es tarde para controlarlos.
Era la primera vez que mi compañero estaba impresionado por una idea religiosa; creo que le atraía su violencia.
«No tengas miedo, agárralos enseguida —le aconsejó el padre Saturnino—, cógelos por los pies y aplástalos..., mátalos. Dolerá un poco, pero es la única manera de deshacerse de ellos.»
—Así que no debemos tener ninguna piedad —murmuré.
—Contigo mismo, nunca.
—¿Y con los demás?
Arbus asintió.
—Bueno, si no entran en razón...
El día después me tocaba a mí confesarme. Lo consideraba un examen y dudaba de mi buena preparación. Mientras se tratara de repetir lo aprendido en clase o en un libro..., pero las cosas que había que confesar no estaban escritas en ninguna parte. Tenían que salir de mí, de mi alma, y encima eran feas, maldades, guarradas, mis pecados.
Hicieras lo que hicieras, quedabas fatal. Si confesabas poco a nada, daba la impresión de que querías ocultar tus fechorías —lo cual era aún peor—, o bien eras tan bueno y virtuoso que no tenías nada que contar al confesor, es decir, eras un asqueroso angelito.
La intimidad necesaria para contar a otro el mal que has cometido me resulta inalcanzable. El mal puede ocultarse, inventarse, exagerarse o atenuarse..., pero nunca nombrarse.
Siempre me quedó la duda de que lo que Arbus me dijo no fuera verdad. Nunca oí al padre Saturnino usar un lenguaje violento o fanático. Su larga barba blanca, que nos permitía acariciar y estirar, estaba pensada para alentar nuestras confidencias.
Mientras tuve que practicarla, la confesión fue una verdadera tortura para mí. Era sincero, pero a la vez mentía; estaba convencido de haber dicho la verdad, pero al final del sacramento me parecía no haberlo hecho del todo, ya fuera porque los pecados que había confesado no eran ciertos, o porque había omitido los verdaderos. Estaba convencido de haber pasado por alto cosas importantes, faltas mucho más graves de las que había admitido, pero, pensándolo bien, no se me ocurría ninguna. O bien era presa de una sensación mucho más oscura, la de haber suavizado mis pecados, de haberlos explicado con la intención de quedar muy bien, de manera que, al final, yo aparecía libre de culpa y casi había que felicitarme, no tanto por haberlos cometido, sino por la maestría con que los había contado. Demasiado bien, como Rousseau en Las confesiones que, claro, no había leído a esa edad, pero en las que años después me reconocería. No por su inalcanzable grandeza de espíritu y pensamiento, por supuesto, sino por la hipocresía que las impregnaba, eso sí. Pero el mayor remordimiento nacía de la conciencia de no estar nada arrepentido, es decir, que el arrepentimiento que declaraba al final de la confesión no era genuino. Era una convención que respetar, una fórmula que recitar. Solo tenía un remordimiento de verdad: el de no sentir nada. Nada de nada. Ningún arrepentimiento auténtico, ningún impulso de la voluntad, ninguna emoción o propósito de enmienda... No me avergonzaba, pero tampoco estaba orgulloso del mal que cometía, como creo que sucede cuando eres malo de verdad.
Daba igual lo que dijera o callara: no me sentía sincero. Mi remordimiento no era nunca auténtico ni espontáneo, y mi contrición era siempre una pose copiada de un modelo, de algo que había leído, visto u oído, como muchas otras conductas que he adoptado a lo largo de mi vida por pura imitación, de manera casi caligráfica, sin sentirlas mías ni por un instante, sin creer en ellas o, mejor aún, creyendo que, en el fondo, era mejor adoptarlas porque era lo correcto, porque los demás esperaban de mí que también me comportara de ese modo. Esta es una razón más que suficiente para adecuarse; el problema radica en esa leve discordancia, en ese segundo de escisión. Mi confesión era como una canción en playback: la base musical suena y el cantante finge cantar, pero basta un segundo de retraso y el rostro del intérprete revela el artificio. La confesión fue para mí ese momento culminante de artificiosidad, de distancia, no entre lo que decía y lo que pensaba, sino entre lo que decía y lo que sentía. Es decir, nada.
Y además, estaba la enfermiza certeza de haberme olvidado del único pecado que valía la pena confesar y expiar. Sinceridad, valor, memoria: cero. Por más que me esforzara, el nombre de ese gran pecado oculto no se me ocurría. Existía, sin duda, pero fuera de mi alcance.
No me masturbé hasta que fui a la mili. Nadie me creerá, pero es así. No es que no lo intentara: lo intenté muchas veces desde que era un chaval porque sabía que los chicos de mi edad lo hacían y no me resignaba a ser diferente. Pero al cabo de media o una hora de estimulación, con el sexo erecto al rojo vivo de tanto manoseo, no pasaba nada. El movimiento mecánico no surtía ningún efecto, y yo acababa agotado y desilusionado. Me parecía extraño y temía no haber comprendido lo que había que hacer, si debía hacerse algo más o de otra forma. Seguía teniendo poluciones mientras dormía, de noche, pero si intentaba reproducir el fenómeno mientras estaba despierto, no llegaba nunca a nada.
Tendría unos veintidós o veintitrés años, y ya había empezado a hacer el amor con las chicas, cuando logré por primera vez tener un orgasmo solitario y voluntario. Quizá tampoco resulte creíble lo que voy a decir, pero fue leyendo una novela de Boccaccio —ya, dicho así, parece un chiste o una mentira literaria y esnob que, en vez de con la típica revista pornográfica, me excitara y corriera sobre las páginas de un clásico italiano del siglo XIV, pero eso fue exactamente lo que pasó—. Me preparaba para un examen universitario y estaba leyendo uno de los cuentos más obscenos del Decamerón, la narración décima de la tercera jornada, famoso por una película erótica supertaquillera y fundadora del género: Metti lo diavolo tuo ne lo mio inferno.
Había llegado al pasaje en que la chica de catorce años, ingenua y lasciva, a la que el infierno de su sexo no la deja en paz, invita al eremita a follársela por enésima vez repitiendo la famosa frase: «... vamos a meter el diablo en el infierno», cuando tuve una erección o, mejor dicho, en palabras del autor mencionado, «una resurrección de la carne». Mi diablo personal se había despertado ocasionándome una gran molestia y, con un reflejo automático, lo cogí con la mano.
Y entonces lo logré.
6
Hacia los catorce años, la clase ya estaba dividida en dos categorías: los que sí y los que no —todavía no—. Con lo de «no» me refiero a los que eran dóciles en vez de abusones, a los que no eran capaces de chutar un balón, a los que no les interesaban las chicas, a los pardillos imberbes. A esos cuyas madres no les habían guardado todavía los juguetes. En resumen, los retrasados en la carrera por la conquista de la masculinidad, cosa que muchos nunca llegarían a alcanzar plenamente, permaneciendo para siempre en la columna del «no».
Es un esquema poco sofisticado, pero funciona. Existen maneras indirectas de ganar puntos para lograr la masculinidad aun no poseyendo dotes naturales: el poder, el dinero y, en ocasiones, la maldad. Estos elementos no constituyen en sí la identidad viril, pero proporcionan prótesis satisfactorias.
Por lo que respecta a deportes como el fútbol o el baloncesto, yo no era bueno, pero sí precoz. Mis prestaciones eran superiores a la media porque físicamente estaba adelantado para mi edad respecto a los otros chicos. Es una ventaja que te dura unos dos o tres años; luego los que son buenos de verdad salen a la luz, te adelantan y los pierdes de vista... Mi precocidad física, en efecto, dio lugar a no pocos equívocos. En natación y esquí, donde lo que cuenta es la técnica, iba flojo. Para esos deportes es inútil tener bigote un año antes que los demás.
Está claro que en el deporte, sobre todo en el fútbol, buscábamos la confirmación, más que de nuestra capacidad, de nuestra masculinidad. A uno bueno se lo trataba con cierto respeto; a los ineptos que corrían por el campo contoneándose y dando brincos tras la pelota voladora como si estuvieran en Escuela de sirenas —título de la película protagonizada por Esther Williams en el cual, cuando yo era pequeño, mi madre se inspiraba para soltar algún cumplido con intención irónica— se los despreciaba. Un chico que no era mínimamente deportista no era un chico de verdad, sino una «sirena». Por otra parte, incluso entre aquellos que sabían jugar, estallaban peleas histéricas. Como es sabido, cuando los futbolistas llegan a las manos es difícil que se den un puñetazo de verdad, un directo. Siempre se trata de guantazos inconexos, de empujones o manotazos que dan la impresión de querer arañar la cara del adversario. En definitiva, se asemeja a una pelea de travestis en la que lo único que falta son los bolsazos.
Teníamos una actitud destructiva y autodestructiva. La autodestrucción era la ciencia que conocíamos mejor, la disciplina que practicábamos con mayor asiduidad. Incluso los que estudiaban en serio o iban regularmente a un gimnasio, dando la impresión de cultivar el espíritu y el cuerpo, acababan por echar al traste ambas cosas generando pensamientos obsesivos o doblándose bajo capas de músculos. No había más que dos opciones: o negarse a hacer algo, o hacerlo con fanatismo. El resultado era siempre desastroso.
Teníamos que conquistar el mundo o, mejor dicho, el universo, pero, antes que nada, vencer al adversario que estaba más cerca en lo que fuera; había que ganar al compañero de pupitre, derrotarlo, superarlo, aunque al mismo tiempo ayudarlo. Eso nos enseñaban en el SLM. Al más débil hay que derrotarlo y a la vez auxiliarlo.
Es la misma contradicción que hallamos con frecuencia en los discursos de los políticos que logran, con una sola frase, afirmar que luchan «por la meritocracia», pero «sin dejar a nadie atrás», cuando es obvio que lo primero excluye lo segundo.
¿Qué hacía de un compañero un buen compañero? ¿Qué cualidades convertían a un muchacho en un buen muchacho? Me refiero a esa singular y única forma de convivencia que es estar juntos en una clase y que, por una serie de coincidencias, puede durar muchos años, incluso el plan de estudios completo —de la primaria al bachillerato— y llegar a constituir para algunos el lazo más duradero de sus vidas, infinita fuente de recuerdos a pesar de ser cada vez más lejanos y legendarios. Bien, un buen compañero es alguien con quien te lo pasas bien, que cuenta historias divertidas o que es divertido, que se muestra leal contigo, en el sentido de que cuando puede te ayuda y no duda de que tú harías lo mismo por él. Sabemos cuáles son los momentos en que urge la ayuda de un compañero: durante los exámenes escritos y orales, mientras estudias para prepararlos, es decir, en esas tardes enteras de aburrimiento mortal, que es cuando el más diligente le explica todo, desde el principio, al más burro; y, por último, cuando los demás te tienen ojeriza. La unión con el compañero se consolida gracias a la cotidianidad de las ocurrencias, de las bolas, de los insultos velados y de los explícitos, de los chistes, de las conversaciones...
Se intercambian simpatía, ánimo y apoyo; con un buen compañero a tu lado te sientes más completo, más real..., más protegido, eso es: te sientes protegido. Podrías volar con los ojos cerrados sin golpearte con nada porque alguien vigila mientras duermes. Supongo que se siente lo mismo cuando en tiempos de guerra se confía el propio sueño a un centinela.
De igual forma, el intercambio preveía que abusaras de tu compañero, que lo provocaras continuamente haciendo comentarios desagradables acerca de la actividad sexual de su madre o sus hermanas, de lo esmirriada que era su polla o sobre el hecho de que caminaba contoneándose, o metiéndole un dedo entre las nalgas cada vez que se agachaba a recoger algo debajo del pupitre.
A todo eso lo llamábamos amistad, pero no es el término apropiado...
Teníamos muchas ganas de compartirlo todo, pero al mismo tiempo nos aterrorizaba la idea de sincerarnos, de abrirnos. Las bromas y los comentarios pesados eran la mejor manera de ocultar nuestros secretos, ahogándolos en una carcajada vulgar algo forzada y defensiva. En efecto, era mucho más fácil mostrar el sexo —moviéndolo en círculos, como si fuera el lazo de un vaquero— en los vestuarios después de la clase de gimnasia, que los puntos débiles del propio carácter. La grosería cauterizaba las heridas o impedía que se infligieran. El deporte era la actividad ideal para ello porque nos permitía estar juntos y unidos sin obligar a nadie a abrirse de verdad, sino todo lo contrario, al practicarlo desarrollábamos los músculos del control. Para protegernos del peligro de posibles confesiones —que se nos antojaban propias de señoritas—, preferíamos hacer cosas en vez de hablar de ellas, y en el deporte las palabras cuentan menos que cero, pues un partido es un asunto que, tras una hora y media o dos de intensa actividad, gracias a Dios se acaba. Te entregas en cuerpo y alma sin dar en realidad nada de verdadera utilidad, te das a tope en un breve lapso de tiempo y, en efecto, en eso tiene mucho en común con el sexo. Permite salir virgen e incontaminado. Poner en peligro la propia incolumidad física en los encuentros deportivos garantiza la protección de la incolumidad psicológica. En definitiva, la camaradería de vestuario masculino tiene poco que ver con la intimidad y es más bien un compromiso entre un espectáculo de variedades —con su fuego graneado de gags y burradas—, el desfile de sospechosos para una rueda de reconocimiento y una reunión de generales con sus mapas antes o después de la batalla. Lo que se dice tiene el carácter muscular de una exhibición y el ritmo de un vodevil.
Por desgracia, la verdadera intimidad no existe de manera parcial o moderada: es excesiva por definición. Está hecha de impulsos. Contagia como la saliva de los besos. Por eso la temíamos, porque intuíamos que no había vuelta atrás, que lo que se ha revelado no puede volver a ocultarse.
Así que más que abrirse a los compañeros había que conquistarlos o, por lo menos, estar a su altura. Aguantar y sobresalir para evitar que te acribillaran con preguntas indiscretas. Había que tener una voz poderosa o bulliciosa, ser gracioso al contar chistes —la buena memoria era fundamental para dominar el repertorio—, reaccionar con rapidez a las indirectas de manera astuta o cafre, haciendo que los demás se mearan de risa, o tener autoridad para obligarlos a cerrar la boca con solo una mirada. Además, el deporte que practicábamos intensivamente en el SLM era bastante eficaz para mantenernos alejados de las chicas, bueno, para evitar que pensáramos en ellas, porque no había ni rastro de estas en los alrededores. Como ya he dicho, el único ser humano de sexo femenino de todo el colegio era una mujer que vendía pizzas durante el recreo. Pero un pensamiento evocador puede perturbar tanto como una presencia física, e incluso ser más amenazante. Puedo asegurar que nunca sentí la presencia femenina tan increíblemente cercana como cuando viví solo entre hombres: los años del SLM, del servicio militar, en la cárcel. Habría jurado que estaban allí presentes, tan cerca las sentía, realmente muy cerca, encima de mí, dentro de mí. Era igual que en el chiste del tío que va al médico porque cree que es hermafrodita: «Pero ¿qué dice? ¿Está seguro? —pregunta el doctor—. A ver, déjeme ver...». Y después de haberlo examinado, lo tranquiliza. «Mire, usted es un hombre perfectamente normal...», le dice. «Pero ¡doctor —insiste el hombre desesperado—, es que tengo el coño aquí!», exclama dándose una palmada en la frente.
En definitiva, lo único que podíamos hacer era exorcizar las proyecciones mentales con caóticos partidos de baloncesto, con marchas, flexiones sobre manubrios de madera y chutes en campos donde levantábamos nubes de polvo rojo a cada galopada, como en los dibujos animados del Correcaminos. Había quien llegaba a darle cabezazos al balón suizo de tres kilos. Por otra parte, con chicas de carne y hueso no habríamos sabido qué hacer ni qué decir; para nosotros, era un ritual desconocido que la mayoría aprendería —llegado el momento, una vez dejado el colegio— probando una y otra vez el repertorio de frases y gestos tomados prestados —como la ropa buena— a nuestros hermanos mayores. Una vez arrojados al mundo real. Solo un ceremonial repetido automáticamente nos permitiría superar la timidez acumulada durante años de ensayo.
Nadie es plenamente consciente de lo delicada que es la naturaleza de la timidez masculina, nadie se esfuerza en comprenderla, al contrario, suele ser motivo de burla. Y no se tiene en cuenta lo penoso que resulta, más aún que el bloqueo causado por ella, tener que recurrir a estratagemas para superarla. En el cine y la televisión abundan las escenas patéticas en que un tío larguirucho ensaya delante del espejo cómo sacar a bailar a una chica, o hace una declaración de amor a su propia imagen para después abrazarse y besarse cerrando los ojos a fin de hacer reír a los espectadores. Pero la timidez masculina posee en realidad un lado oscuro, enfermizo y delirante que puede conducir al homicidio o al suicidio. ¡Nada que ver con las comedias de Jack Lemmon o Adam Sandler! En momentos en los que crees que estás ahogándote, que no puedes respirar... y el deseo que te devora aumenta hasta el paroxismo, pero no logras superar la barrera y transformarlo en acción... No mueves un dedo. La voz se apaga. Y ella, harta, se da la vuelta y se va a hablar con otros...
También las bromas pesadas, como empapar de agua los calzoncillos que un compañero ha dejado en los vestuarios durante la clase de natación —a Arbus se lo hacían a menudo y confieso que un par de veces yo estaba en el grupo de los bromistas—, cumplían un papel en la mesa de negociaciones. Eran jugadas en el tablero de nuestra identidad en construcción. Negociábamos el miedo a ser tomados por mariquitas; el deseo, por grande o pequeño que fuera, de serlo sin que se notara; el lugar que ocuparíamos en la jerarquía, donde el compañero obligado a estrujarse los calzoncillos empapados bajaba un nivel o dos y, a fuerza de soportar crueles tomaduras de pelo, podía tocar fondo y quedarse en él, paria para siempre. Convertirse en objeto de ridículo era, en efecto, nuestro mayor temor, ese que negociábamos con nosotros mismos desdoblándonos en perseguido y perseguidor para comprobar cuál de las dos personalidades cedería primero. ¿El mariquita que hay en mí o el macho de verdad? ¿El asesino en serie o la chica desnuda en la ducha? De adolescentes es imposible no ser ambas cosas a la vez. Negociábamos nuestra agresividad a través de una avalancha de palabras soeces e inútiles y de una sarta de gestos molestos impulsados por repetición más allá del límite del absurdo —pellizcos, capones, coscorrones acompañados de silbidos y relinchos, mordiscos, collejas, golpes en los huevos sin previo aviso—. Expresándola de esta manera, no sé si lográbamos disminuirla o si nos volvíamos aún más dependientes de ella, como autómatas.
Dado que nadie quería interpretar el papel de víctima, te tocaba aprender rápidamente el de verdugo y saber cortar cabezas antes de que le llegara el turno a la tuya. Sinceramente, nunca creí de verdad ni siquiera una décima parte de las idioteces y fanfarronadas que decía por entonces para estar a la altura de las que soltaban mis compañeros; no es que me dé cuenta ahora, en aquel momento ya lo sabía. Pero, igual que todos, deseando ser como los demás, y siéndolo al fin y al cabo, las decía. Las soltaba. ¿Qué hay de malo en ello? Pobre del que perdía la ocasión de rimar palabras que acababan en -olla u -oño. No podíamos negarnos. También negociábamos esas ocasiones, puestas en bandeja de plata, de mostrar nuestro lado poético o creativo. De poseer una sensibilidad que se inspiraba incluso en las obscenidades. Aunque ninguno de nosotros era de baja extracción social, la vulgaridad de nuestras cantinelas desafiaba la mejor tradición popular, romana para ser exactos, basada en listas soeces y en una visión de la vida, hecha de cinismo y putadas, que no deja escapatoria.
Pero el lenguaje soez acababa haciendo que nos sintiéramos buenos chicos. Una comunidad formada por buenos chicos. Suele decirse incluso de gente de dudosa reputación, incluso de delincuentes, que en el fondo son buenos chicos. Bajo la superficie hay un buen chico. ¿Qué hace exactamente de un chico un buen chico? ¿De qué estamos hablando? De alguien que es fiel a los compañeros y que está dispuesto a hacer lo mismo que los otros sin dudarlo, a seguirlos a todas partes, aunque se trate de acciones reprobables, porque si se echara atrás en el último momento, ¿qué clase de compañero sería? ¿En qué consistiría, de hecho, su bondad de buen chico? A un hombre se lo juzga por sus acciones, no por sus palabras, así que si a uno no se le presenta la ocasión de demostrar de lo que es capaz, en la sociedad actual, tan avara en momentos significativos, corre el peligro de ser un niño para siempre. Para eso se inventó el deporte, es decir, un sucedáneo de la prueba de fuego que puede ser suministrado dos o tres veces por semana, incluso en el colegio, sin necesidad de esperar a que estalle una guerra o se incendie un edificio para comprobar el valor, el control de las emociones y la resistencia al dolor, utilizando el pretexto bastante burdo del ejercicio físico, de tener la espalda recta, etcétera. En el SLM lo sabían muy bien, a tal punto que disponíamos de un gimnasio muy moderno, una piscina donde hoy en día nada medio barrio de Trieste —ya hablaré de eso más adelante— y un polideportivo con campos de baloncesto y de fútbol en la Via Nomentana, donde cada tarde aparcaban autobuses llenos de chavales que gritaban a la ida y no se aguantaban de pie a la vuelta. En efecto, de camino a casa estaban tan sudados y cansados que, a menudo, en invierno, cuando oscurece pronto y en la Nomentana hay atascos, se dormían con las cabezas polvorientas apoyadas unas contra otras. Quizá los chicos logran crear relaciones solo si a su alrededor arrecia la batalla, y por eso la buscan en los campos de juego.
Como por aquel entonces los colegios estaban muy llenos, hasta unos treinta estudiantes por clase o más, en la nuestra éramos suficientes para formar no uno sino dos equipos de fútbol, y aún sobraba gente. Pero en vez de distribuir uniformemente a los mejores de manera que ambos equipos pudieran competir en igualdad, se acostumbraba reunir a los mejores en un equipo digamos de primera división, que participaba en el torneo de primera, y a los demás en otro de segunda, que jugaba su propio torneo.
En definitiva, los que sabían jugar, los futbolistas más o menos buenos pero con potencial, estaban a un lado y los inútiles, al otro. Nadie puso nunca una objeción ni se quejó por semejante discriminación, a pesar de ser discutible al menos en los márgenes estadísticos de la marcación, donde ambas categorías se tocaban, pues entre un futbolista no muy bueno y un inútil que lo daba todo en el campo podía haber poca diferencia respecto al rendimiento. En cualquier caso, lo que sorprende es que los torpes aceptaran de buen talante ser etiquetados como tales y militar en el equipo de segunda sin quejarse. No recuerdo quién era el responsable de esa selección, que podía ser delicada y cruel, no recuerdo que hubiera envidias, protestas ni peticiones de revisión. Al contrario. Los ineptos estaban a gusto entre ellos y disfrutaban jugando con otros equipos como el suyo, olvidando enseguida que habían sido considerados desechos humanos. Sus partidos, aunque horrendos desde el punto de vista rigurosamente futbolístico, eran animados y reñidos, y me gustaba verlos no solo para reírme. El encanto de la lucha era incluso más puro en medio de aquel caos. La pelota estaba casi siempre en el aire, como si el objetivo de los jugadores fuera que llegara lo más alto posible mediante chutes. Abajo, en medio de la densa polvareda, se agitaban los torpes cuerpos de los inútiles, jugando de mala manera, corriendo y saltando sin cesar. Desde el pitido del silbato que daba inicio al partido y hasta el final, cada vez más desordenadamente, pero sin aflojar. En efecto, hay que admitir que hacían gala de una energía inagotable e igual fuerza de voluntad, pues para realizar los gestos atléticos más elementales derrochaban al menos el triple de fuerza. Por ejemplo, al tirar un córner o un penalti, reculaban muchos metros del punto de saque y después cargaban contra el balón con la cabeza baja, como toros excitados, golpeándolo de punta y desplazándolo pocos metros, como si a escondidas, en el último momento, lo hubieran cambiado por una bala de cañón. Cuando saltaban para dar el cabezazo, enseñaban los dientes, manteniendo esa expresión demoníaca un rato porque los tendones se resistían a volver a su posición normal. Incluso los saques más elementales, que se realizan con las manos y que cualquier persona normal, sin especial predisposición o entrenamiento, puede hacer, hechos por ellos parecían ejercicios de altísimo grado de dificultad que requerían de varios intentos. El insostenible nivel de furor agonístico de los ineptos iba acompañado de una extraordinaria corrección, y tras las frecuentes colisiones entre jugadores —causadas, en especial, por la insensata velocidad con que se lanzaban a por todas sobre la pelota para apoderarse de ella en grupos de tres o cuatro a la vez—, se levantaban raudos ofreciendo apretones de manos a los adversarios implicados en la riña tras haberse quitado el polvo con el borde de la camiseta, que inmediatamente volvían a meterse dentro de los pantalones, como dicta el reglamento.
El objetivo de todo ello era mantener la espalda recta y la mente libre, y agotar la agresividad con escaramuzas inofensivas, pero, ojo, no hasta agotar por completo el filón, pues se trata del mismo que bombea vida al individuo y lo ayuda a no sucumbir al primer obstáculo. La dosificación de la agresividad es el secreto de la educación masculina. No hay que reprimirla, de lo contrario puede acumularse y descargarse de golpe, pero tampoco rechazarla o cambiar su naturaleza, porque se corre el riesgo de crear una camada de monaguillos o —¡Dios nos libre!— una verdadera y auténtica inversión sexual. Pero si se exalta como algo sano y vigoroso, desemboca en un fascismo camuflado de candor. La historia que este libro contará con el concurso de otras historias; tiene como fin ilustrar que, al menos en una ocasión originada a mediados de la década de los setenta del siglo pasado, y que fue forjándose a lo largo de los años gracias a numerosos factores concomitantes, los curas se equivocaron con la fórmula, se excedieron con la dosis de los diversos ingredientes o tuvieron mala suerte, de manera que la mezcla se incendió y acabó explotando.
7
Todos teníamos problemas con el aspecto físico. Los que ya eran guapos, debían cultivarlo, y los feos, modificarlo. En cualquier caso, el físico no se dejaba como estaba, lo cual, entre otras cosas, era imposible, porque nuestros cuerpos iban cambiando por su cuenta y nunca satisfacían nuestras expectativas. Se estiraban, se torcían, se encorvaban. Era como si los músculos no existieran en la naturaleza antes de la invención de las pesas. Nunca se desarrollarían sin hincharlos. Hinchar, hinchar. De lo contrario, la caja torácica se quedaría igual que la de un pajarito. Las acciones y los pensamientos repetitivos son la base de todo entrenamiento.
La hora de natación era una revelación, un lívido cuadro manierista donde se exponían cuerpos pálidos y desgarbados, omóplatos que sobresalen y trémulas mollas infantiles acumuladas en la cintura. Pocos de nosotros no sentíamos la urgencia de cruzar los brazos para esconder un pecho encanijado, un gesto que suele creerse que hacen solo las mujeres para cubrirse el seno. El nuestro era idéntico, en parte por la vergüenza y en parte por el frío, pues los curas procuraban ahorrar en calefacción —tanto el ambiente como el agua estaban fríos— y los ventanales de los vestuarios en invierno también permanecían abiertos de par en par.
Joven vertebrado desnudo, ¿qué le ha pasado a tu espalda? ¿Por qué esa cordillera de vértebras que sobresalen, cada una por su cuenta, como piedras colocadas sin ton ni son en medio de un torrente para cruzarlo, no se enderezan de golpe en un leve gesto de orgullo? Dan ganas de estampar unos buenos latigazos en tu pálida espalda, y aunque tu padre sea médico o un conocido asesor fiscal, entre ti y un esclavo que se merece un castigo hay poca diferencia. Lugares como la piscina de un colegio exclusivo, concebidos para exaltar la salud y el sano desarrollo de los muchachos, se convierten en el escenario de las humillaciones más hirientes; los que no las reciben de los chulos de turno, se las infligen solos. Verte reflejado de refilón, arrastrando las chancletas encorvado mientras te diriges a las duchas, es como ver pasar el espectro de la propia adolescencia.
El profesor Caligari, el entrenador de natación, nos ponía en fila alrededor de la piscina para pasar revista. Sin decir una sola palabra, simplemente posando su mirada burlona en los puntos débiles de la constitución de cada chico, tan numerosos en algunos que la evaluación podía durar hasta un minuto, provocaba risitas nerviosas y rubores. Quién sabe por qué la vergüenza se expresa a menudo con una carcajada. «No es para reírse —exclamaba Caligari—, es para echarse a llorar. Se me cae el alma a los pies. Parecéis desechos humanos. —Risitas de la clase aterida—. Aunque tengáis poco de humano. —Risitas y alguna carcajada. La mayoría tiene los brazos cruzados y se restriega y cubre una zona del cuerpo, alternativamente—. Pero no todo está perdido. Yo me encargo. —Hay quien se mete las manos en el bañador; es un gesto infantil de protección—. Os convertiré en adonis, ¿entendido? No solo en hombres, sino en adonis —gritaba Caligari—. Lo prometo: ¡A-DO-NIS!»
Los ejercicios que nos enseñaba para poner en marcha su plan de mutación escultórica eran solo dos, elementales y de escasa eficacia. El primero consistía en empujar las palmas de las manos una contra otra a la altura del esternón; el segundo, en entrelazar los dedos, como si fueran ganchos, y tirar hacia fuera en la misma posición y con los codos bien levantados. Eso es todo. Diez segundos empujando y otros diez estirando. Después del «¡Ya!», señalado con un falso disparo, Caligari contaba con regularidad —uno, dos, tres—, pero cuando llegaba al siete, empezaba a ir más lento —ooocho..., ocho y medio...— mientras nosotros intentábamos mantener esa posición absurda de oración, empujando las manos entre sí hasta que el esfuerzo las hacía temblar —ocho y tres cuartos...—, los codos se agitaban y en nuestros pechos canijos estallaban las acostumbradas carcajadas incontroladas. La hilera de muchachos lampiños —a excepción de Pierannunzi, de quien hablaré en el próximo capítulo—, con los tendones del cuello en tensión, daba pena. De las comisuras de la boca de Busoni, contraída en una mueca de cansancio —¡después de solo diez segundos!—, resbalaba la saliva. Arbus, sin gafas, no veía nada. «Pero ¿no estamos aquí para nadar?», pregunta Zarattini, el más débil y afeminado, en voz baja a los compañeros más cercanos. Pero Caligari lo oye: «Perdona, ¿qué has dicho? ¿Te gusta el agua?». Y ordena que lo tiren a la piscina. De repente, los adolescentes enclenques que un instante antes rodeaban al chico, se transforman en energúmenos que agarran al compañero y lo arrastran al borde, como si fueran a arrojarlo por un despeñadero. Era la imagen de una gran celebración, y una celebración solo puede empezar con un sacrificio humano. La clase entera se compincha contra Zarattini y obedece ciega y alegremente a Caligari, porque su lanzamiento será la señal de que todos tienen que zambullirse...
A decir verdad, esto sucedía las primeras veces. Estábamos impacientes porque creíamos que en el agua empezaría la diversión. Sin embargo, en la piscina nos divertimos poco y por poco rato: salpicones, hundimientos, flotadores presionados bajo la barriga que salen de repente a la superficie..., pero después toca nadar. Un esfuerzo trabajoso e inútil. La calle está abarrotada, parece como si tuvieras que excavar el agua, y avanzas muy poco tras unos pies que patean delante de tus narices en medio de un batido de espuma, lo que significa que si logras dar un par de brazadas más coordinadas y vigorosas recibes un golpe en plena cara, y si aminoras el ritmo, el de detrás se te echa encima. Quien se para a mitad del recorrido, nunca logrará recuperar su sitio y se irá hacia el fondo. Todos se cabrean y todos tragan cloro.
Sí, la clase de natación es la más esperada y, al mismo tiempo, la más desagradable de la semana. Nada resulta más tentador que la perspectiva de dejar de juguetear con bolis y bolitas de papel, de dar la lata emitiendo sonidos de birimbao con los ganchos metálicos del pupitre en los que se cuelga la cartera —en los diez años que pasé en el SLM no vi una sola vez a nadie colgarla en su sitio—, y corriendo hacia el pasillo, ponerse en fila, bajar a trompicones los dos o tres tramos de escaleras que nos separaban de la piscina y echarse al agua. Era curioso pensar que en las entrañas del colegio yacía, día y noche, ese rectángulo de agua verde ligeramente trémula que solo se animaba durante algunas horas, espumando de manotazos y patadas, y el resto del tiempo reposaba lisa, oscura y fría. Hasta la próxima clase. La perspectiva era prometedora, como solo saben serlo las perspectivas, porque, en la práctica, la hora de natación era la más pesada de la semana.
Tras cruzar unas puertas de cristal labrado por las que se accede a los vestuarios, una bofetada de aire caliente y húmedo hace que te parezca que ya estás en el agua. Siempre he sido muy tímido, y desnudarme me cohíbe; me da vergüenza aunque esté solo y con la puerta cerrada. Si me miro las piernas y la barriga siento un escalofrío. Cuando entro en la cabina, me aseguro de que el pestillo esté bien cerrado, lo que vuelvo a comprobar mientras me quito los zapatos y los calcetines. Me quito los pantalones sin apartar los ojos de él. Para ir más rápido, ya llevo el bañador puesto, porque los jueves por la mañana me lo pongo directamente en casa; los calzoncillos limpios están en la bolsa de deporte.
Aunque el aire está caliente, todo en los vestuarios está helado: el asiento, el suelo, las barras de aluminio salpicadas de gotitas...
Cuando era pequeño y tenía que desnudarme, había un momento que me parecía tristísimo: cuando descubría que la camiseta estaba metida en los calzoncillos. La camiseta era obligatoria y las madres de antes, al vestirnos, se cercioraban de que estuviera bien remetida en los calzoncillos. Pero como las compraban más bien amplias, como mínimo una talla más, para que no se quedaran pequeñas enseguida, nos llegaban por debajo de las nalgas. Con el bañador negro del SLM bien subido y la camiseta blanca dentro, la imagen que ofrecíamos era aún más patética. Pero de la misma manera que nadie puede decir con exactitud lo que es la tristeza, también sus motivos son discutibles. Uno puede creer que depende de algo y en realidad depender de otra cosa, o incluso tal vez ni siquiera haya motivo. Se está triste sin más. La tristeza es como las ojeras: si las tienes, apechugas con ellas.
Antes de meternos en el agua, practicamos durante unos minutos esa gimnasia que tiene que esculpirnos atléticamente. Da risa mirar a Arbus, porque, blanquecino y flaco como es, se esfuerza en apretar las manos, y su convicción y su autoridad científica hacen que creamos que puede que así se te marquen los músculos de verdad. «Cinco segundos más, quietos..., cinco, cuatro, tres... dos...», y muy pronto, Arbus también disfrutará de un físico esculpido, cada músculo de su cuerpo estará definido por la gimnasia isométrica, «tres..., dos..., uno y medio, uno y cuarto..., quietos que así os convertiréis en adonis..., en estatuas de mármol..., como las del Foro Itálico... ¡Bien! ¡Basta! ¡Respirad!»
Toda la clase de natación se basa en una larga apnea. Metemos la cabeza bajo el agua y solo la sacamos para respirar un segundo antes de volver a sumergirla. Todos tenemos los pies del de delante, arrugados de tanto estar en el agua, en la boca. Brazadas y cloro que irrita los ojos y la garganta. A la cuarta o quinta vez que recorres la calle, el agua se vuelve más pesada, el cuerpo deja de flotar y avanza con dificultad bajo la superficie, únicamente asoman los brazos; las brazadas son como sacudidas y las patadas, que al principio tenían un ritmo frenético, aminoran, languidecen, para reanimarse cuando nos acordamos de que seguimos teniendo pies y los movemos con energía porque faltan unos pocos metros para llegar al borde, donde podremos fingir que nos ajustamos el gorro para conseguir unos pocos segundos de descanso. No habrán pasado ni cinco y el instructor ya se te habrá echado encima para darte un chancletazo en la cabeza y obligarte a reanudar la marcha. ¡Y pensar en lo divertido que sería zambullirse desde los poyetes! Es lo que único que deberíamos hacer, zambullirnos, zambullirnos. Y no reventarnos los pulmones piscina va, piscina viene.
Todos los alumnos llevamos el mismo bañador, negro, elástico, con unas rayitas amarillas y verdes, los colores del SLM, a los lados. Todos estamos pálidos, bueno, verdosos, o quizá sea la luz de la piscina. Al final de la clase, todavía lo estamos más. Salir dando brincos con cuidado de no resbalar, secarse. El aturdimiento debido al calor, el cloro y el cansancio —poco, para ser sinceros, pero insuperable para nosotros— se funde con el chorro de aire caliente que expulsan los secadores automáticos, esos que se apagan al cabo de un minuto y que volvemos a accionar golpeando su pomo cromado. Estamos como embotados por el calor. Con la cabeza inclinada, nos damos golpes en un oído para que al agua salga por el otro. Bromas, chistes, los juegos de manos de siempre. Después de la hora de natación cuesta mucho volver a clase arrastrando las bolsas de deporte, también negras con los bordes amarillos y verdes, escaleras arriba. Para darnos ánimos a la hora de subir un tramo que, de golpe, se antoja empinado como el de un campanario, entonamos con voz gutural: «Jee-sahel... Jee-sahel...», una especie de himno bíblico que canta un grupo pop con voz nasal acompañándose de guitarras y bongos. Solo Arbus y yo, y puede que alguno más, llevamos el pelo largo, pero no tanto como los melenudos que se lamentan en Jesahel.
Nei suoi occhi c’è la vita, c’è l’amore...
Nel suo corpo c’è la febbre del dolore...
De alguna manera, siempre se da un éxodo en los alumnos de un colegio. Van de camino hacia una tierra prometida.
Sta seguendo una luce che cammina
Lentamente tanta gente si avvicina.[2]
8
Sentirse poco masculino o serlo en demasía son motivo de inseguridad. La sensualidad sacude al individuo desde la raíz y lo hace temblar. El exceso de seguridad no es más que un efecto invertido de la inseguridad. Ese tema nos obsesionaba, pues no había más que hombres a nuestro alrededor, nuestros compañeros y profesores lo eran, y nos veíamos obligados a luchar sin tregua por la posición jerárquica, por intentar mantenerla o mejorarla utilizando los sistemas de siempre —palabras soeces, deporte, robar el desayuno a los demás, golpes, carcajadas, chistes y supuestos coches de ensueño propiedad de nuestros padres—. Solo nos faltaba un elemento para certificar que éramos hombres de verdad, es decir, las chicas, de manera que el torneo entre caballeros carecía de público o, mejor dicho, de su juez natural; se celebraba en un espacio cerrado, como en una representación de presos que tienen que interpretar todos los papeles, incluidos los de la viuda y la doncella seducida, besarse y bailar juntos. Además, hay que reconocer que nuestra clase no estaba únicamente compuesta por gordinflones, gafudos patosos y monaguillos, sino que también había chicos con catorce o quince años muy desarrollados y que rebosaban vitalidad. Fueron precisamente ellos quienes acabaron muy mal, como si su exceso de virilidad los condujera por el camino equivocado o consumiera su organismo.
En el colegio teníamos un compañero con una característica muy peculiar: no lograba estar quieto. Aparentaba dos o tres años más, era delgado, tenía la piel oscura y siempre iba vestido de motero, con unas botas que eran la envidia de todos. Su rasgo más característico eran unas cejas larguísimas y finas que enmarcaban unos ojos distantes y encendidos como los de un corcel árabe. Su mirada sensual no nos dejaba indiferente a ninguno, por no hablar de los curas, nuestros profesores, que, al tenerle cierto miedo y sentirse subyugados por él, se mostraban indulgentes con esa especie de príncipe oriental, a pesar de sus pobres resultados escolares. Se llamaba Stefano Maria Jervi. Iba mal en muchas asignaturas, empezando por el italiano y las matemáticas, que son los pilares fundamentales sin los cuales todo se derrumba, en especial si los pésimos resultados se deben a causas de índole variada y opuestas entre sí. En efecto, Jervi iba mal en italiano porque no se esforzaba, y en matemáticas y ciencias porque no las entendía. Sus notas no podían justificarse ni apelando a sus dotes ocultas ni a la aplicación y el esfuerzo mostrados. El colegio, el colegio concebido para los adolescentes, ese al que te toca ir porque eres pequeño, no parecía ser el lugar adecuado para él, pues ya era mayor, tanto mental como físicamente. Su precocidad lo llevaba hacia otros intereses fuera de la vida escolar, a saltarse las clases, a traspasar los muros del SLM, que se le quedaba pequeño. Hasta la actividad deportiva, en que habría podido sobresalir gracias a su físico fibroso y desarrollado, la consideraba una pérdida de tiempo. Cosas de niños que juegan en el césped. Hacía una excepción con el esquí, porque era muy «guay».
Tengo un sueño recurrente en el que me toca repetir curso. Un director más joven que yo me acompaña de la mano hasta mi pupitre, el único libre de la clase. Es ridículamente pequeño, por lo que acabo atrapado en una sillita con las patas de hierro entre mocosos que me observan divertidos. Soy presa de la incredulidad, pues sé que tarde o temprano despertaré y toda esta comedia habrá acabado, pero también del terror de que, llegado el momento, no lograré aprobar. Jamás lo conseguiré. No estoy a la altura. Las ecuaciones que no consigo resolver son demasiado complicadas para mí, por no mencionar el cálculo de moléculas gramo —ni siquiera me acuerdo de lo que son—. Y además, me importan un comino las ecuaciones, no sirven de nada en la vida, soy adulto y puedo confirmarlo. «¡Eh, chicos, os aseguro que el noventa y nueve por ciento de lo que se estudia en el colegio no os servirá de nada», quisiera decirles, pero me pone nervioso que quede tan claro que no sé resolver esas operaciones, esos problemas, sucumbo a un pánico agudo. La incapacidad va acompañada de un sentimiento de superioridad injustificado. Soy un adulto que no logra estar a la altura de los chavales, aunque en todo lo demás debería estar muy por encima de ellos. Quizá era eso lo que sentía Stefano Maria Jervi. El empuje de sus hormonas le había hecho superar el colegio de un salto, casi sin darse cuenta. Mientras que la mayor parte de nosotros nunca había besado, y puede que ni siquiera acariciado, a una chica, se rumoreaba que Jervi ya había mantenido relaciones sexuales completas.
«Relaciones completas»: esa era la fórmula que se utilizaba por entonces, cuando ya casi estábamos seguros de que las chicas se concedían, pero a plazos, por etapas o partes anatómicas. Esto sí, esto no, puede que dentro de una semana, puede que nunca. Tocar, besar, meter los dedos por alguna parte... Era como un juego del Monopoly hecho de gestos desperdigados, donde se vuelve a la salida y se pierde todo a causa de la mala suerte justo cuando ibas a llegar a la meta. Desnudar una zona del cuerpo y otra no. O bien: primero una y después otra, pero las dos a la vez, ni hablar —para ser sinceros, el jueguecito sigue vigente de mayores, con mujeres adultas y bastante partícipes, que van vistiéndose a medida que las desnudas...—. El escaneado del recorrido erótico era tan arbitrario que ninguna de las dos personas implicadas parecía controlar del todo la situación y avanzábamos o nos deteníamos de manera bastante casual. Por fuerte que sea, el deseo es terriblemente aproximativo y el femenino aún más; crea morales provisionales aplicables al momento concreto y prohibiciones insuperables que se desmoronan en cinco minutos, mientras que, con igual rapidez, levanta barreras fundadas en una ética que podría definirse como intermitente, que existe un día sí y otro no. Por no hablar de la voluntad, la palabra más ambigua que jamás haya sido acuñada, que pierde casi todo su significado en el terreno erótico, dispuesta a asumir el primero que se nos ocurra. Que queramos darle. Por otra parte, relaciones «completas» no deja de ser una expresión hipócrita y ridícula, pues, teniendo lugar en un área anatómica muy circunscrita —por codiciada, sacralizada o envilecida que sea, según las tradiciones y los puntos de vista—, de completas tienen bien poco. ¿Bastaba con detenerse en esa área unos instantes para poder hablar de completitud? La penetración de un orificio por parte de un apéndice se confundía con la totalidad de las dos personas implicadas en este enredo de órganos, dando origen a la más clamorosa de las figuras retóricas, una sinécdoque doble como la espiral del ADN. Por otra parte, ¿no fue el más grande filósofo moderno quien definió la relación conyugal como un contrato que asegura a las partes el uso exclusivo de los genitales de la otra? Pero puede que sea justo que se defina así y que definiéndose así acabe reducida solo a eso, algo simple, nada más. No siempre es cierto que el lenguaje profundiza los temas de la vida, a veces los aclara de manera brutal. Por eso, quizá se