El baile del reloj

Anne Tyler

Fragmento

cap-1

Willa Drake y Sonya Bailey se disponían a vender chocolatinas de puerta en puerta. El dinero recaudado se destinaría a la orquesta de la escuela Herbert Malone, donde estudiaban primaria. Si conseguían vender suficientes, podrían ir a Harrisburg y participar en los concursos regionales. Willa nunca había ido, pero le gustaba el sonido áspero y rocoso de aquel nombre. Sonya sí había estado, pero no se acordaba porque por entonces era muy pequeña. Las dos aseguraban que si no conseguían ir esta vez, se morirían sin remedio.

Willa tocaba el clarinete y Sonya la flauta. Ambas tenían once años. Vivían, a dos manzanas de distancia, en Lark City (Pennsylvania), que desde luego no era una ciudad y que casi ni llegaba a pueblo, porque, de hecho, el único sitio donde había aceras era en la calle donde estaban las tiendas. Cuando Willa se imaginaba otras aceras, eran siempre enormes. Y estaba decidida a, de mayor, no vivir nunca en un lugar que no las tuviera.

Como no había aceras, a ninguna de las dos se les permitía salir de casa después de anochecer. De manera que se pusieron en camino por la tarde, Willa acarreando una gran caja de chocolatinas y Sonya con un sobre marrón para el dinero que esperaban recolectar. Salieron de casa de Sonya, donde antes habían tenido que terminar los deberes. La madre de Sonya les hizo prometer que volverían a casa tan pronto como el sol —que de todos modos a mediados de febrero era de una palidez lechosa— se ocultara detrás de los desiguales árboles que coronaban Bert Kane Ridge. La madre de Sonya era de las que se preocupaban mucho, bastante más que la de Willa.

Habían planeado empezar muy lejos, en Harper Road, y terminar en su barrio. Nadie de la orquesta vivía en aquella calle, así que esperaban recoger un dineral si llegaban antes que los demás. Era lunes, el primerísimo día de la campaña de las chocolatinas; probablemente la mayor parte de los demás participantes esperasen al fin de semana.

A los tres voluntarios que recaudaran más se los invitaría a una comida de dos platos y postre con el señor Budd, el profesor de música, en un restaurante del centro de Harrisburg, todo pagado.

Las casas de Harper Road eran bastante nuevas. Se las calificaba de estilo «rancho». De una sola planta y de ladrillo, las personas que vivían en ellas también eran recientes: casi todos empleados de la fábrica de muebles inaugurada en Garrettville un par de años antes. Willa y Sonya no conocían a nadie y eso era bueno, porque no se sentirían incómodas por ir vendiendo de puerta en puerta.

Antes de intentarlo en la primera casa, se detuvieron detrás de un arbusto de hoja perenne de buen tamaño para prepararse. Se habían lavado las manos y la cara en casa de Sonya, a quien además no le había costado peinarse porque por su pelo, liso y oscuro, el peine se deslizaba sin problemas. La nube de rizos dorados de Willa requería un cepillo, y no un peine, pero Sonya no tenía, de manera que Willa tuvo que atusarse los bucles con las manos lo mejor que pudo. Las dos vestían chaquetas de lana casi iguales y capuchas con un ribete de piel sintética, además de vaqueros con los bajos vueltos para que se viera el forro de franela de cuadros. Sonya calzaba zapatillas de deporte, pero Willa llevaba los clásicos zapatos marrones con cordones del colegio: no había querido pasar por su casa, ya que temía que la entretuviera su hermana pequeña, que insistiría en acompañarlas.

—Levanta mucho la caja de chocolatinas cuando abran la puerta —le dijo Sonya a Willa—. No enseñes solo una. Pregunta: «¿Querría comprarnos unas chocolatinas?». En plural.

—¿Soy yo la que tiene que preguntar? —dijo Willa—. Creía que ibas a ser tú.

—Me sentiría ridícula preguntando.

—¿Sí? ¿Y crees que yo no voy a sentirme ridícula?

—Pero a ti se te dan mucho mejor las personas mayores.

—Y ¿qué harás tú?

—Me encargaré del dinero —contestó Sonya, agitando el sobre marrón.

—Vale —dijo Willa—, pero luego, en la segunda casa, preguntarás tú.

—De acuerdo —dijo Sonya.

Claro que estaba de acuerdo, porque en la casa siguiente todo sería ya mucho más fácil. Aun así, Willa se abrazó a la caja de las chocolatinas y Sonya se dio la vuelta para encabezar la expedición por el sendero de baldosas.

Aquella casa tenía delante una escultura de metal que no era más que una curva, sencilla y alta, muy moderna. El timbre tenía iluminación propia y brillaba incluso en pleno día. Sonya lo pulsó. Una agradable melodía de dos notas se dejó oír en algún lugar del interior, seguida de un silencio tan intenso que las dos niñas empezaron a abrigar la esperanza de que no hubiese nadie en casa. Pero enseguida oyeron unos pasos que se acercaban; la puerta se abrió y dejó ver a una mujer que les sonrió. Era más joven que sus madres y más estilosa, llevaba el pelo castaño corto, un llamativo lápiz de labios y minifalda.

—Vaya, ¿qué tal, chicas? —dijo.

Tras ella apareció dando traspiés un niño muy pequeño, que arrastraba un juguete con ruedas y que preguntó:

—¿Quién es, mamá? ¿Quién es, mamá?

Willa miró a Sonya. Sonya miró a Willa. A esta, algo en la expresión de Sonya, tan confiada, tan expectante, con los labios húmedos y ligeramente entreabiertos como si se dispusiera a empezar a hablar al mismo tiempo que su amiga, le resultó cómico, y sintió que le subía por el pecho un pequeño estallido de risa que le cosquilleaba en la garganta. El repentino y sorprendente sonido que salió también resultó cómico —hilarante, de hecho—, y el estallido se convirtió en un vendaval, una auténtica cascada de risas; Sonya, a su lado, no pudo contenerse y se desternilló mientras la dueña de la casa seguía mirándolas, todavía sonriendo de manera inquisitiva.

—¿Querría? —empezó a decir Willa—. ¿Querría usted? —Pero no pudo acabar; era superior a sus fuerzas; le faltaba la respiración.

—¿Estáis proponiéndome que os compre algo? —sugirió con amabilidad su interlocutora.

Willa se dio cuenta de que probablemente también ella había tenido ataques de risa a su edad, aunque, seguro que no, Dios del cielo, seguro que nunca unas risas tan histéricas, unas risas tan irremediables, irresistibles, incontrolables. Aquellas risas eran como un líquido que inundaba todo el cuerpo de Willa, provocando que de los ojos le cayeran lágrimas a raudales y forzándola a encogerse sobre la caja de las chocolatinas y a juntar mucho las piernas para no orinarse encima. Se avergonzó y, por la expresión desesperada y los ojos desorbitados de Sonya, se percató de que a su amiga le pasaba algo parecido, aunque al mismo tiempo lo que sentía era de lo más maravilloso, liberador y relajante. Le dolían las mejillas y los músculos del estómago parecían habérsele ablandado hasta convertirse en seda. Podría haberse derretido, transformarse en un charco allí mismo, en los escalones de la entrada.

Sonya fue la primera en rendirse. Sacudió sin fuerzas un brazo en dirección a la dueña de la casa y se dio la vuelta para marcharse por la senda de baldosas. Willa se volvió también y la siguió sin decir una palabra. Al cabo de un momento oyeron que la puerta se cerraba suavemente a sus espaldas.

Habían dejado ya de reírse. Willa se sentía muerta de cansancio, vacía y un poco tr

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