La reina de los ratones
En nuestro apartamento siempre parecía Navidad, porque las estanterías estaban cargadas de libros rojos y verdes en griego y latín de la colección de clásicos Loeb. El tío de Peter le regalaba uno por cada cumpleaños, y habíamos comprado más en librerías de viejo. Cuando venían invitados, Peter siempre tenía que mencionar que había tapado las páginas de la traducción al inglés en los libros de latín con hojas de papel de colores. Nos conocimos en clase de latín en la universidad. A mí me atraía esa lengua porque no le pertenecía a nadie, no había hablantes nativos para reírse de mí. A mi clase venían chavales de colegios privados donde se estudiaba latín, pero enseguida los adelanté. Peter, que era uno de ellos, se peinaba hacia atrás con brillantina como un joven Samuel Beckett y tenía la mirada húmeda y bizca de una nutria.
Menospreciaba a los estudiantes de Filosofía y Clásicas que en realidad querían entrar en Derecho. Bajo su influencia, empecé a menospreciarlos también yo. Peter se ponía a diario el mismo tipo de ropa: camisas gruesas a rayas de una tienda de saldos del ejército, jerséis que no se habían secado como es debido después de lavarse, pantalones de camuflaje, botas militares y una colonia muy pasada de moda cuyo aroma recordaba vagamente a una salsa agridulce. Compró la colonia de segunda mano a un particular, el anterior dueño había gastado solo una pizca. Hasta que llevábamos un tiempo saliendo no supe que sus padres eran abogados, que se había criado en una familia con mucho más dinero que la mía.
Peter y yo nos casamos en una iglesia donde había una réplica de la Pietà de Miguel Ángel. Solo invitamos a un amigo, un estudiante de Literatura que adoraba a Evelyn Waugh, porque pensamos que era el único de nuestros conocidos que comprendería que quisiéramos una boda de ese tipo. Naturalmente nuestros padres se habrían opuesto a que nos casáramos tan jóvenes, antes de tener un empleo, así que no les contamos nada. No nos fuimos a vivir juntos hasta el último semestre de la universidad, a un piso encima de una tienda de ultramarinos. El dueño había cerrado el negocio años atrás, dejándolo todo tal como estaba, con un cartel descolorido de FELIZ DÍA DE CANADÁ y anuncios de polos en los escaparates de vidrio polvorientos. Era un alquiler barato para un piso de una habitación, porque no había mucha gente que quisiera vivir justo encima de una tienda de ultramarinos abandonada pero sin desalojar, con la amenaza de que criaran bichos y alimañas, y el dueño tampoco conseguía armarse de valor para limpiar y darle algún uso al local. Como si pensara que podría volver a abrirlo en un futuro y vender las tabletas de chocolate mohoso o los chicles endurecidos que quedaban allí.
En el suelo de nuestro piso había una trampilla que daba a un cuarto trasero del local de abajo, y a la propia tienda. Peter encontró allí cigarrillos añejos, que parecían una opción segura en comparación con la comida caducada, y periódicos que databan de cuando nosotros teníamos cinco años. En nuestro salón pusimos un armonio que había pertenecido a su abuelo. A Peter le encantaba el armonio: era un instrumento antiquísimo, mucho más antiguo que el piano. Los primeros órganos se inventaron en el período helenístico. Funcionaban con la fuerza del agua. En la Antigua Roma, Nerón tocaba uno de esos órganos.
Sobre la consola del armonio, Peter puso una maqueta de yeso de un templo que cabe en la palma de la mano, una estatua de Minerva adquirida en una tienda italiana, una colección de postales de atletas desnudos que consiguió en el Museo Británico y una gran lámina enmarcada del retrato de san Agustín de Botticelli. A veces me despertaba en mitad de la noche el sonido del armonio y encontraba a Peter tocando sin nada más que el albornoz puesto, el pelo en la cara.
Convertimos una sillita desvencijada en un altar. Hicimos un collage de santos y dioses romanos, una mezcla de imágenes y estatuas, y velas de formas caprichosas que habíamos recogido aquí y allá: colmenas, árboles, conos, búhos, ángeles. De cuando en cuando Peter dejaba ofrendas, uvas, pequeñas tazas llenas de vino y, para mi consternación, pechugas de pollo crudo o menudillos que compraba en una carnicería. Un amigo nos advirtió que era peligroso adorar a una multitud tan variopinta de deidades.
Después de licenciarnos, nos propusimos vivir con poco y ahorrar para mudarnos a Roma. Ambos pensábamos que no tenía sentido matricularnos en un doctorado a menos que antes pasáramos un tiempo en Roma investigando algo original sobre lo que escribir.
Entretanto, encontré trabajo en una tienda de casas de muñecas. Vendíamos objetos en miniatura, desde lámparas hasta libros de Robert Louis Stevenson con palabras microscópicas de verdad en sus páginas. Peter consiguió un empleo en un cementerio, instalando lápidas, cavando fosas, ayudando en los funerales católicos y limpiando porquería. Encontraba diafragmas, botellas de licor vacías, pellejos de ardilla que dejaban los halcones y docenas de paraguas. Traía los paraguas a casa, hasta que nuestro apartamento empezó a parecer una cueva de murciélagos dormidos. Puse un puesto de paraguas delante de casa un sábado, mientras él estaba trabajando:
PARAGUAS A DOS DÓLARES
(TAL CUAL ESTÁN)
Era un día nublado, así que me fue bien.
Como Peter tenía un aire sombrío y era fuerte, a todo el mundo le parecía ideal, y el latín resultaba útil. Pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre. Acabó con un moqueo permanente, y olía a flores descompuestas y piedras frías. Había un mausoleo que era una réplica perfecta, aunque más pequeña, de un templo griego; Peter pasaba el descanso del almuerzo fumando, leyendo y comiendo sándwiches en la escalinata. Lo había mandado construir el fundador de unos grandes almacenes donde se vendían prendas de pieles, mantas de lana rasposas, zapatos y demás. Peter tiraba las colillas a través de una ventana enrejada al interior del mausoleo, porque no pensaba que un hombre así mereciera un templo clásico. El cementerio lo volvía medio loco —decía que era «un espantoso facsímil de Roma»—, pero no podía permitirse dejar el empleo. Cobraba un sueldo muy bueno, porque no mucha gente tenía el estómago y la solemnidad que exigía el puesto. El dueño aseguraba que Peter era muy circunspecto, y veía que iba a llegar lejos en el ramo funerario.
Los dos colgamos anuncios de CLASES PARTICULARES DE LATÍN en librerías y bibliotecas, pero no recibimos ninguna respuesta.
Viviendo juntos nos volvimos descuidados en comparación con cómo solíamos actuar normalmente, y a los pocos meses de licenciarnos descubrí que estaba embarazada. Cuando se me empezó a notar, me despidieron; la dueña de la tienda de casas de muñecas creyó que al ganar corpulencia derribaría las preciosas miniaturas y lo rompería todo. Yo misma me sentía como una casa de muñecas, con una persona minúscula dentro de mí, y me imaginaba tragando sillas y cacharros diminutos para que estuviera más cómoda.
Cuando nos enteramos de que serían gemelos, Peter dijo que la ecografía parecía un friso antiguo erosionado. A medida que engordaba empecé a andar por casa envuelta en chales, anudados como túnicas.
Ninguno de los dos teníamos gemelos en la familia. Era por el latín, dijo Peter: ¿soñaba que me visitaban cisnes o dioses barbados? Actuaba como si lo hubiese traicionado en un plano mitológico. Yo tenía sueños en los que a la columna de Trajano y el Panteón les salían patas y me perseguían, pero no se los mencioné, pensando que se irritaría aún más.
Una noche Peter no volvió a casa del cementerio. Regresó al amanecer, cubierto de barro, con el abrigo enrollado bajo el brazo. Cuando abrió el fardo, dentro vi el cadáver de una ancianita muy menuda; una enana, supongo. Llevaba un sombrero galés negro como Mamá Ganso, que estaba pegado a la cabeza, unos zapatos de hebilla negros, un vestido también negro con volantes blancos en el dobladillo, los puños y el cuello, y medias amarillas. Tenía la cara pintarrajeada, como para parecer muy dulce, pero se le habían abierto los párpados, aunque estaba muerta.
Hoy enterramos un pequeño ataúd negro, dijo Peter, y me horroricé al pensar en la eterna fecundidad de la muerte. Si vamos a tener dos, qué más da que sean tres, anunció con una risa espantosa, como un rebuzno. Nunca antes se había reído así. Desenterré el ataúd de nuevo, prosiguió, la saqué y volví a poner el ataúd vacío en su sitio; nadie se enterará.
Peter se fue dando traspiés hasta la cama, dejándome con el pequeño cadáver. Los ojos de la anciana eran aterradores. Pensé que me convertiría en piedra si los miraba más de la cuenta. Tiré el abrigo de Peter a la bañera, envolví el cuerpecito con una sábana y lo metí en una bolsa de basura. Cuando la levanté, reparé en que pesaba muchísimo. Decidí ocultarla en el armonio, era el único escondite bueno, pero me asaltó la horrible idea de que quedaría hechizado y que las teclas tocarían la voz de la mujer.
La bajé a la tienda de ultramarinos y la puse detrás del mostrador. Cuánto pesaba… Confié en que si permanecía allí el tiempo suficiente, se encogería como una manzana, y Peter podría llevarla de nuevo al cementerio bien escondida en un bolso y enterrarla otra vez, como un bulbo.
No podía dejar de pensar en sus ojos, y más tarde volví a bajar para tapárselos con unos peniques. Los peniques no los cubrían del todo, eran unos ojos muy grandes, pero no quise desperdiciar monedas de uno o dos dólares.
Peter durmió veinte horas de un tirón. Al despertar no recordaba lo que había hecho, de modo que no se lo conté. Cuando se recuperó, sus acusaciones contra mi embarazo se redoblaron: decía que había mantenido trato carnal con antiguos dioses paganos. Se sentaba dentro de la bañera sin agua a leer a san Agustín y quemar incienso. Los domingos se marchaba a misa sin mí. Hasta entonces profesábamos nuestra peculiar versión del catolicismo, alternando una iglesia católica distinta cada domingo, salvo cuando esporádicamente íbamos a un parque enorme con arboledas frondosas y nos desnudábamos y nos dibujábamos cruces en la piel con barro mientras Peter farfullaba conjuros. Después nunca supe a qué iglesia acudía. Me quedaba en casa y leía mis pasajes favoritos de Las metamorfosis.
Hirvió nuestro certificado matrimonial en la tetera, diciendo que no pensaba trabajar en un cementerio el resto de su vida solo para alimentar a los hijos de Marte, y, finalmente, se marchó mientras yo estaba fuera comprándole lechuga y café.
Al volver a casa vi que su aparatosa maleta verde de cuero, que me recordaba a un sapo, había desaparecido, al igual que una selección de los libros de Loeb, el tarro de chocolate en polvo Nestlé y mi chaqueta favorita de lana morada, que con la tripa del embarazo me quedaba demasiado pequeña. Dejó toda su ropa interior, seguramente por descuido, y los calzoncillos me miraban como cabezas altivas y recelosas de gatos persas blancos cada vez que abría el cajón de la cómoda.
Encontré la dirección de sus padres en un viejo boletín académico. Yo no los conocía. La casa estaba en las afueras, tuve que ir en tren hasta allí. No había aceras, solo jardines y calles. Pasé frente a una casa espeluznante, con el porche combado. Entre la puerta y la ventana colgaba la cabeza carcomida de un alce sobre una placa. El alce me hizo un guiño. Con el gesto, el ojo de vidrio del alce se cayó y rodó por el porche hasta el césped.
Era una casa enorme de falso estilo Tudor, con las partes blancas deslucidas, y había una bañera en el jardín, que servía de macetero para los claveles. Aparcados en la entrada vi dos Cadillac negros antiquísimos, probablemente de la década de 1980. Yo me había criado en un piso con solo una madre que no sabía conducir. Fue la madre de Peter quien abrió la puerta; supe que era ella porque también se parecía a una nutria, con su pelo gris repeinado hacia atrás. Llevaba un traje morado muy pasado de moda, e hizo una mueca al verme la barriga.
Le pregunté si estaba Peter y me dijo que no, que se había ido a Estados Unidos a estudiar Derecho. Añadió que se alegraba de que su hijo por fin sentara la cabeza.
Me marché, conteniendo las ganas de vomitar, imaginando que los bebés nadaban en mi barriga como nutrias, con la cara de Peter y de su madre. Corrí hasta la estación del tren, sin importarme que las sacudidas mataran a los fetos. De vuelta en el centro, me pregunté lo que se sentiría cuando te atropella un tranvía; tal vez era como si te empujaran a través de la garganta de una máquina de coser.
No me alcanzaba el dinero para pagar el alquiler del mes siguiente. Esperaba que el dueño se olvidara de mí igual que se olvidó de la tienda de ultramarinos, pero vino unos días antes de fin de mes y me pidió los tres próximos cheques por adelantado, porque se iba a Gales a visitar a su primo.
Me vi obligada a dejar todos los muebles y el armonio, no podíamos permitirnos pagar una mudanza. Arramblé con los adornos de la consola del armonio y los metí en el bolso. Mi madre me riñó cuando intenté recoger la ropa y las otras cosas de Peter. No se había llevado la navaja de afeitar, las galochas ni su larga bufanda granate. Mi madre y yo cargamos lo que pudimos caja por caja, en el tranvía, y una vez en un taxi, con bolsas llenas de libros de Loeb en cada brazo. Me alegré de abandonar a la anciana muerta, a la que no había tenido ocasión de ir a echar un último vistazo.
Mi madre vivía en una planta baja oscura, se había mudado después de que yo empezara la universidad a un piso más pequeño. Solo tenía un dormitorio, así que me tocó dormir en el sofá. Todos los muebles estaban tapizados con brocado azul y verde, y había baratijas que recordaba de mi infancia: un caballo de madera al que le faltaban las patas de atrás, un payaso de papel en una caja de música que empezaba a bailar cuando abrías un cajoncito en la parte inferior, la maqueta de un barco cubierta de polvo, una colección de burros de juguete con los que nunca me dejaban jugar porque habían pertenecido a mi abuelo, y toda clase de quincalla comprada de segunda mano o en tiendas de saldo y bazares chinos: cestos, alfileteros, rascaespaldas, flores de plástico, plumas de pavo real. Era horrible que pudieras comprar plumas de pavo real por menos de un dólar.
No había espacio para todos mis libros de Loeb, tuve que guardarlos debajo del sofá, donde acabaron cubiertos de polvo.
De pequeña mi madre me dio un catálogo de unos grandes almacenes para que lo leyera. No podía tener los juguetes del catálogo, me dijo mi madre, pero podía recortar las fotos, porque ella ya lo había hojeado. Me fascinó un conjunto de muñecas gemelas: ¿cómo se las ingeniaban para hacerlas exactamente iguales? Mi madre se rio de la ocurrencia y me explicó que las hacían a centenares en una fábrica, y que el resto de mis pertenencias también tenían hermanos idénticos, así era el mundo ahora.
Pasé un mes postrada en el sofá después de dar a luz a los gemelos. Me sentía igual que Prometeo, los bebés eran águilas con el pico blando, mis pechos se vaciaban y se llenaban continuamente. No les puse Rómulo y Remo, los nombres que Peter y yo habíamos planeado —según él, no podían llamarse de otra manera—, sino Eneas y Arturo.
Cuando me sentí con fuerzas para buscar trabajo, mi madre cuidó de los gemelos. Los dejaba en sitios extraños, debajo de una mesa o dentro de los armarios, pero aún no tenían edad de ir a la guardería. No pude volver a la tienda de casas de muñecas, la dueña estaba más interesada en una falsa e inmaculada vida doméstica en miniatura: sartenes y vajilla que no se usaban, cunas sin bebés. Ni siquiera le gustaba ver niños en la tienda, sus clientes ideales eran hombres mayores y mujeres como ella, que llevaban broches y gastaban cientos de dólares en una imitación diminuta de una butaca barroca. Me daba demasiada vergüenza ir a buscar trabajo en la universidad, o colgar carteles ofreciéndome para dar clases particulares de latín; me sentía como si hubiera parido a los gemelos por la cabeza y mi cabeza aún no se hubiera recuperado.
En el barrio de mi madre siempre se respiraba un aire empalagosamente dulce, por la fábrica de chocolate, y fue ahí donde encontré un empleo. Todos los chocolates se vendían con un envoltorio lila y dorado. Frutas confitadas, nueces y otras cosas se elaboraban recubiertas de chocolate, las cajas abiertas parecían vitrinas de conchas, huevos y rocas en un museo de historia natural. Desde mi primer día de trabajo me acosaron pesadillas en las que comía bombones rellenos de huesos de pájaro, rocas, pepitas de oro, monedas romanas, dientes.
En la fábrica había otra empleada con título universitario, una chica llamada Susan, que había estudiado Literatura pero no encontró trabajo en ese campo y tenía una hija. Le puso de nombre Charlotte Fitzgerald, por Charlotte Brontë y F. Scott Fitzgerald. Era una niña horrible y grandota, que iba a todas partes con una muñeca de plástico sin cabeza y la rociaba de babas como un viejo mascador de tabaco. Sus babas eran siempre oscuras, porque Susan le daba dulces de la fábrica. Charlotte Fitzgerald tenía seis años y no sabía leer. Tenía pataletas si Susan no le daba dulces. A mí Susan me caía bien, pero no quería que mis bebés pasaran mucho tiempo con Charlotte, por si era una mala influencia. Nunca me llevaba a casa chocolates gratis. Sabía que a mi madre le habrían gustado, pero también sabía que entonces les daría algunos a Eneas y Arturo en mi ausencia, y el azúcar era como una pócima inmunda que los convertiría en monstruos. Susan me decía a menudo que tu influencia en cómo salen tus hijos es solo limitada; creía que Charlotte ya no tenía arreglo y deseaba que no hubiera nacido. Yo procuraba elegir los juguetes más bonitos que hubiera en las tiendas de segunda mano, evitaba los objetos de plástico estridentes, les sacaba un montón de libros de la biblioteca, pero eran demasiado pequeños para leer y arrancaban las páginas. En la guardería aprendieron toda clase de cosas que escapaban a mi control, palabras como «diantre». Una vez, mientras les leía las Fábulas de Esopo traducidas al latín, uno de los dos me chilló: «¡Batman!».
Dado que no tenían padre, compré un pelele vestido de traje y pajarita, con un cordel en la espalda que, al tirar, emitía una carcajada; pero la carcajada pronto dejó de funcionar, y su absurda sonrisa me molestaba, así que me deshice de él, añorando al sombrío y cruel Peter.
Cuando los gemelos estaban a punto de cumplir dos años, había ahorrado bastante dinero para buscarme un piso propio. Desde fuera parecía una casa, pero en realidad se trataba solo de una pequeña habitación con un cuarto de baño construido en un viejo armario empotrado, un patio de cemento y una valla que apenas me llegaba a la rodilla. No había bañera, solo una ducha, y tuve que comprar un barreño de plástico para bañar a los bebés. Había un azulejo con la imagen de san Francisco en la fachada de la casa, junto a la puerta.
Pensaba en Peter a todas horas. Me llevaba a los niños a pasear al cementerio donde trabajaba, aunque empujar el cochecito por la hierba costaba horrores. Siempre que veía una colilla de cigarrillo, imaginaba que era suya. Recogía paraguas y los vendía en la puerta de casa en mis días libres. También pasaba por delante de nuestra antigua vivienda. La tienda de ultramarinos seguía igual, e imaginaba que nuestras habitaciones de la planta de arriba estarían asimismo intactas: el armonio, la cama ahora despojada de mantas, las estanterías sin libros y, por supuesto, abajo, la señora reseca detrás del mostrador.
Procuraba recordarme todas las veces que Peter se había comportado conmigo como un bellaco: justo después de irnos a vivir juntos, decidimos hacer una fiesta de disfraces. Quise disfrazarme como Argos, de Las metamorfosis. Compré un vestido blanco y le pinté ojos encima, y me hice también un par de alas de gasa blanca que igualmente se convirtieron en ojos. Cuando me probé el disfraz unos días antes de la fiesta, Peter dijo que me daba un aspecto aterrador, y que todo el mundo pensaría que estaba loca de celos y controlándolo, y que él no podría divertirse. Tiré el disfraz a la basura, y decidí ser un ratón de El cascanueces en lugar de un personaje de la mitología grecorromana. Peter no sabía nada de ballet o de Tchaikovski, y en realidad yo tampoco. Solo conservaba un recuerdo borroso de una producción de El cascanueces que había visto de niña, con un trineo de cartón y nieve falsa. Me compré un maillot gris, tutú, y me hice una cola de ratón, orejas de papel.
Peter decidió que sería una farola. Quedó bastante horroroso: se pintó