Aquella frase no era tan aterradora como un control o examen sorpresa, pero sí lo suficientemente preocupante para mantenernos a los 42 alumnos de clase en silencio absoluto un lunes a primera hora de la tarde, justo cuando volvíamos más alterados después de comer. Ya estábamos todos entretenidos haciendo un título artístico con la palabra «Dictado» escrita bien grande y centrada en la parte superior de la hoja.
—Profe, ¿es para entregar?
Comenzábamos con muy buena letra y, a medida que iba avanzando el dictado, apenas se entendía lo que poníamos y cada vez nos torcíamos más escribiendo.
—¿Puede ir un poco más despacio?
De un momento a otro tenía que caer aquella frase que nunca faltaba: «Ahí hay un soldado que dice, ¡ay de mí!» y que era nuestra favorita porque todos sabíamos escribirla de memoria.
—No se oye. Profe, ¿puede repetir?
Algunas normas eran muy fáciles, como la que decía que antes de «p» y «b», «m» pondré, o que todos los verbos terminados en «bir» se escriben con «b» excepto «hervir», «servir» y «vivir», pero ante cualquier duda mejor dejar un hueco y esperar a ver si llegaba la inspiración, ya que sabíamos que el profe nos mandaría copiar diez veces cada falta y cinco si la falta era un acento.
—¿Punto y seguido o punto y aparte?
El alivio llegaba con aquel punto final con el que por fin podías descansar la muñeca. Ahora tocaba intercambiar las hojas y corregir el dictado de tu compañero sin ningún tipo de piedad.
Es curioso cómo, con el paso del tiempo, solo nos acordamos de aquellos profesores que eran muy buenos y de los que más castigaban y que, sin duda, nos dejaron huella. Pero, sobre todo, nunca olvidaremos a los profes a los que todos llamábamos por su mote, sin saber muy bien de dónde provenía este, y con la duda eterna de saber si ellos eran conscientes de que todos les llamábamos así. Yo creo que sí, ¿no?
Había motes de todo tipo; de personajes de la tele o de nuestros dibujos animados favoritos, pero lo que más abundaban eran los nombres de animales, ¡menuda fauna! Curiosamente, en todos los colegios se nos ocurrían los mismos motes, y para demostrarlo hemos seleccionado los más utilizados.
Los profesores se vengaban llamándonos por el apellido, como si nuestros nombres no tuvieran importancia, lo que ha provocado que aún recordemos el apellido de muchos de nuestros compañeros de clase en EGB pero no sepamos cómo se llaman.
Poner el vídeo: Podemos entender que nuestros padres jamás fueran capaces de entender el vídeo, pero ¿un profe? Toda nuestra alegría cada vez que nos llevaban a la sala de visualizaciones para ver una peli se venía abajo cuando teníamos que soportar ver cómo el profesor se peleaba con el «play» y el «eject» durante media hora. Así, normal que nunca viéramos ni una sola película entera.
Colocar derechas las diapositivas: Si lo que tocaba eran filminas, aún peor: siempre había alguna colocada boca abajo, y para cuando el profe soltaba el carro de diapos y le daba la vuelta ya se había puesto nervioso y no había manera de controlar qué botón era para adelante y cuál para atrás.
Hacer un círculo con el compás en la pizarra: Nunca, ni un solo profesor en el mundo ha conseguido hacer un círculo perfecto en la pizarra con aquel enorme compás que llevaba una tiza en un extremo. ¿Tan difícil era?
Ponerse un chándal: La excusa perfecta para no tener que saltar el potro y el plinto y para no tener que correr era que el profe de gimnasia nunca se pusiera el chándal. Alguno incluso aparecía en el gimnasio con zapatos.
Estrenar una tiza sin dar dentera: Aquí tengo mis dudas sobre si lo hacían adrede, pero era acercar una tiza nueva al encerado y ya estábamos todos gritando esperando ese sonido «denteroso». ¿Por qué cuando nosotros estrenábamos tiza no sonaba?
Terminar una colección de cromos: Si tenían el cajón de su mesa repleto de tacos de cromos confiscados, cada uno atado con su goma, ¿por qué no se les ocurría coger un álbum, pegarlos y terminar la colección?
Sacudir los borradores: Claro, era mejor que fueras tú el que te mancharas.
Tocar la flauta: No sé vosotros, pero yo jamás vi a mi profesora de música tocar la flauta ni ningún otro instrumento. Con lo que habría molado que tocara en algún grupo de música…
Abrimos una de aquellas carteras que llevábamos al cole y nos encontramos con todo este material escolar imprescindible en la EGB.
Nos hacía tanta ilusión lo de sentirnos profes que hasta le pedíamos a los Reyes Magos una de aquellas pizarras con patas a la que hacíamos más caso que a muchos de nuestros juguetes. La verdad es que la pizarra tenía de todo: el abecedario y los números, un reloj para aprender las horas, una brújula que en realidad no servía para nada y unos círculos de colores a modo de ábaco con los que aprendimos nuestras primeras sumas y restas.
La escena ya estaba montada: tú en la pizarra (que para eso era tuya) y tus primos, o incluso tus muñecas, haciendo de alumnos a los que castigabas y preguntabas la lección imitando hasta el último tic de tus profesores. ¡Hay que ver el poder que daba tener una tiza en la mano! Qué pena que nunca consiguieras uno de aquellos borradores como los de clase y que con tanta puntería lanzaba el profesor cuando se cabreaba.
Pero el momento en el que realmente te sentías profe de verdad era cuando, o bien tus propios compañeros o algún profesor, te nombraban delegado de la clase y tenías que ocupar el lugar del profe cuando este se ausentaba. Allí estabas tú en la pizarra apuntando el apellido de todos los que hablaban, marcando cruces si no se callaban y recuadrando sus nombres cuando llegaban a diez cruces. No dabas abasto porque la verdad es que imponías muy poco y allí nadie se callaba, pero podías aprovechar para vengarte de los que peor te ca