Dientes de dragón

Michael Crichton

Fragmento

cap-1

Introducción

Según una fotografía antigua, William Johnson es un joven apuesto que sonríe con aire inocente y la boca torcida. Viva imagen de la indiferencia, se apoya distraídamente, desgarbado, en un edificio gótico. Es alto, pero su estatura resulta irrelevante para el modo en que se presenta a los demás. La fotografía está datada en «New Haven, 1875», y al parecer se tomó después de que partiera de casa para iniciar sus estudios en la Universidad de Yale.

Una imagen posterior, en la que se lee «Cheyenne, Wyoming, 1876», muestra a Johnson bastante cambiado. Enmarca su boca un bigote tupido; su cuerpo parece más duro y ensanchado por el ejercicio; tiene la mandíbula firme y está derecho, en una postura confiada, con los hombros erguidos y los pies separados… y hundidos hasta los tobillos en el barro. En su labio superior se aprecia con claridad una peculiar cicatriz, que en años posteriores achacaría a un ataque indio.

La siguiente historia cuenta lo que sucedió entre las dos fotografías.

Por los diarios y cuadernos de William Johnson, estoy en deuda con los herederos de W. J. T. Johnson, y en especial con la sobrina nieta de Johnson, Emily Silliman, que me permitió extraer extensas citas del material inédito. (Buena parte del contenido factual de las crónicas de Johnson apareció publicada en 1890, durante las encarnizadas batallas por la primacía entre Cope y Marsh, en las que acabó interviniendo el gobierno estadounidense. Pero el texto en sí no se ha publicado, ni siquiera por fragmentos, hasta ahora.)

cap-2

PRIMERA PARTE

La expedición al Oeste

cap-3

El joven Johnson se suma a la expedición al Oeste

William Jason Tertullius Johnson, primogénito de Silas Johnson, empresario naviero de Filadelfia, entró en la Universidad de Yale en otoño de 1875. Según el director de su instituto, Exeter, Johnson era «brillante, atractivo, atlético y capaz», aunque también añadía que era «testarudo, indolente y mimado, con una indiferencia notable hacia cualquier causa excepto sus propios placeres. A menos que encuentre un objetivo en la vida, se arriesga a un descenso indecoroso a la indolencia y el vicio».

Esas palabras podrían haber descrito a un millar de jóvenes de los Estados Unidos de finales del siglo XIX, jóvenes con padres dinámicos e intimidantes, grandes cantidades de dinero y ninguna forma especial de pasar el rato.

William Johnson cumplió el vaticinio del director de su instituto durante el primer año en Yale. Se le sometió a un período de prueba en noviembre por participar en juegos de azar, y otra vez en febrero tras un incidente marcado por el consumo excesivo de alcohol y la rotura de un escaparate de New Haven. Silas Johnson pagó los desperfectos. A pesar de esa conducta temeraria, Johnson seguía siendo cortés e incluso tímido con las chicas de su edad, pues aún no había tenido suerte con las mujeres. Por su parte, ellas encontraban motivos para llamar su atención, aunque fueran jóvenes con una educación formal. En todos los demás aspectos, sin embargo, se mostraba incorregible. A principios de aquella primavera, una tarde soleada, Johnson destrozó el yate de su compañero de habitación al embarrancarlo en el estrecho de Long Island. La embarcación se hundió en cuestión de minutos; Johnson fue rescatado por una barca de pesca que pasaba por la zona; cuando le preguntaron qué había sucedido, reconoció ante los atónitos pescadores que no sabía navegar porque sería «tediosísimo aprender. Y, en cualquier caso, parece bastante sencillo». Cuando su compañero de habitación le exigió explicaciones, Johnson reconoció que no había pedido permiso para usar el yate porque «era un incordio buscarte».

Cuando le llegó la factura del yate perdido, el padre de Johnson se quejó a sus amigos de que «educar a un joven caballero en Yale hoy en día es una ruina». Su padre era el hijo formal de un inmigrante escocés, y le costaba disimular los excesos de sus vástagos; en sus cartas, instaba a William repetidamente a encontrar un objetivo en la vida. Pero William parecía conformarse con su frivolidad consentida, y cuando anunció su intención de pasar el verano siguiente en Europa, «la perspectiva», dijo su padre, «me llena de auténtico pavor fiscal».

En consecuencia, la familia se sorprendió cuando William Johnson de improviso decidió ir al Oeste durante el verano de 1876. Johnson nunca explicó públicamente por qué había cambiado de opinión, pero sus más allegados en Yale conocían el motivo. Había decidido ir al Oeste por una apuesta.

En sus propias palabras, extraídas del diario que llevaba siempre al día:

Es probable que todo joven tenga un archirrival en algún momento de su vida y, en mi primer año en Yale, yo tuve el mío. Harold Hannibal Marlin tenía mi edad, dieciocho años. Era apuesto, atlético, educado, asquerosamente rico y de Nueva York, ciudad que él consideraba superior a Filadelfia en todos los aspectos. Yo le encontraba insufrible. El sentimiento era mutuo.

Marlin y yo competíamos en todos los ámbitos: en el aula, en los deportes, en las trastadas universitarias nocturnas. Solo existía aquello por lo que competíamos. Discutíamos sin cesar, siempre adoptando la postura contraria a la del otro.

Una noche, durante la cena, dijo que el futuro de Estados Unidos residía en el desarrollo del Oeste. Yo repliqué que no, que el futuro de nuestra gran nación nunca podía depender de un inmenso desierto poblado por tribus aborígenes salvajes.

Él me acusó de hablar sin conocimiento de causa, porque no había estado allí. Con eso, metió el dedo en la llaga: Marlin sí que había estado en el Oeste, por lo menos en Kansas City, donde vivía su hermano, y nunca perdía ocasión de expresar su superioridad en esta cuestión de los viajes.

Yo nunca había logrado neutralizarla.

—Ir al Oeste no es nada del otro mundo —dije—. Cualquier memo puede ir.

—Pero no han ido todos los memos; tú, por lo menos, no has ido.

—Nunca he sentido el menor deseo de ir —respondí.

—Te diré lo que yo creo —replicó Hannibal Marlin, asegurándose de que los demás escuchaban—. Creo que tienes miedo.

—Eso es absurdo.

—Ya lo creo. Te pega más un agradable viaje a Europa.

—¿Europa? Europa es para vejestorios y para carcamales eruditos.

—Hazme caso, este verano recorrerás Europa, a lo mejor con un parasol.

—Y si voy, eso no significa…

—¡Ja, ja! ¿Lo veis? —Marlin se volvió para dirigirse a todos los comensales—. Miedo. Miedo. —Sonrió con una expresión condescendiente, de enterado, que me hizo odiarle y no me dejó alternativa.

—A decir verdad —repuse con serenidad—, ya tengo

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