El tiempo de los héroes

Javier Reverte
Javier Reverte

Fragmento

1

En los muelles del dolor

Los hombres han estado siempre perdidos y lo estarán siempre; sobre todo a propósito de lo que consideran que es justo y lo que es injusto.

LEÓN TOLSTOI , Guerra y paz

Aquel mediodía de comienzos de marzo de 1939, bajo un cielo de fango, el mar escupía un oleaje furioso y el viento golpeaba con saña las palmeras del paseo del puerto de Alicante, obligando a sus largas hojas a simular aplausos, como si se burlaran del dolor de la multitud que, herida por el miedo, se agolpaba en los muelles.

Nunca, desde muchos años atrás, el Mediterráneo había mostrado una apariencia tan huraña y lúgubre como la de aquella jornada en la bahía levantina. Casi siempre resplandeciente, el mar latino parecía ahora anunciar el fin de una edad armoniosa y la alborada de un tiempo de pesadumbre. ¿Sucedió así cuando cayó Troya ante los aqueos o cuando Roma se rindió a los bárbaros? En las explanadas cercanas a la mar en donde acampaban miles de soldados y civiles huérfanos de casi toda esperanza, cualquier presagio maligno se convertía en certeza dentro del abatido corazón de las gentes. El paisaje y la multitud componían el amargo lienzo de la derrota. Sobre los espigones, bramaban las olas al romperse, y los hombres y mujeres temblaban de frío, abrazados por el aire húmedo del invierno.

Un joven soldado, recién salido de la adolescencia, miraba alrededor, perplejo y temeroso. Le habían movilizado apenas dos semanas atrás y salió de su casa de Elda con la poca ropa de abrigo que su madre pudo reunir hurgando en los armarios en donde se guardaban las vestiduras de sus hermanos mayores. Se integró en una compañía de algo más de cien hombres jóvenes, junto a unos pocos veteranos de varias batallas. Aprendió en dos días a desfilar con paso torpe y a disparar con poco tino. A él le hubiera gustado vestir un uniforme, pero todo el equipo militar que recibió fueron el ajado morral de un soldado caído en combate, una manta de áspero paño oscuro, un correaje con cartuchera, un tahalí con bayoneta y un gorro cuartelero con borla negra. Su arma era un «mauser» de cinco balas con el alza algo averiada y al que le faltaba el portafusil. El joven soldado lo había sustituido por una cuerda de esparto que comenzaba a deshilacharse y le arañaba el hombro.

También había empezado a fumar en esos días el recio tabaco de picadura que recibía a diario de intendencia y que, al principio, le provocaba tos y leves mareos. Pero pensaba que fumar le haría parecer más hombre ante los otros. No obstante, al mismo tiempo, se sentía algo ridículo por el hecho de calzar alpargatas. ¿Cómo se puede ser soldado y no llevar botas?

El muchacho descansaba sentado en un banco de piedra, cerca de la estación, de espaldas al mar, y aspiraba el humo del cigarrillo con cierta ansiedad. Era un chico flaco, de estatura media y aspecto desgarbado, un hombre aún por hacer. El pelo castaño claro le caía lacio sobre las orejas dejadas al aire desde el borde del gorro cuartelero, y en su rostro casi lampiño punteaban algunas espinillas adolescentes. Tenía la nariz larga y ganchuda y los ojos teñidos de un azul desvaído. Pese a su frágil apariencia, había en el chico un aire difuso de virilidad, lo que presagiaba que, en cuatro o cinco años, podría convertirse en un hombre apuesto.

Su batallón lo formaban dos menguadas compañías de infantería, algo más de doscientos hombres. También se habían desplegado en la zona portuaria otros dos batallones llegados de Alcoy. La misión de todos ellos era la protección del puerto, adonde iban llegando desde semanas atrás caravanas de refugiados civiles, restos de regimientos vencidos en los combates de Andalucía, La Mancha y Levante, y funcionarios y políticos de la República. El joven soldado se preguntaba si él mismo y sus compañeros no eran también refugiados. Sin airosos uniformes y provistos de viejos fusiles y escopetas, no ofrecían el aspecto de ser capaces de proteger a nadie, ni siquiera a ellos mismos, y más bien parecían una rufianesca armada que trataba de escapar de la justicia que un cuerpo de ejército formado por hombres disciplinados. Casi no recibían órdenes de los mandos y, en definitiva, constituían una tropa fatigada y sin ánimo de lucha. ¿Qué harían si llegaban las avanzadillas de Franco antes que los barcos prometidos para la evacuación? Decían que desde el norte bajaba la división italiana del general Gambara y que los nacionales avanzaban desde Castellón, con varios regimientos de los temidos moros regulares y batallones de voluntarios requetés y falangistas bien armados. El soldado se preguntaba si sería capaz de combatir cuando llegaran. Miraba a los veteranos y sus rostros entristecidos no le infundían valor.

Tiró el cigarrillo, lo aplastó con la suela de la alpargata y miró hacia la ciudad, que trepaba hasta las murallas rojizas del viejo castillo musulmán, alzado sobre el roquedal de Benacantil. A los pies de la loma, en la lejanía, algunos altos edificios de la zona del mercado mostraban sus techos desmochados por los bombardeos de los aviones italianos de los últimos meses. Más cerca, próximas al mar, en el paseo azotado por el viento, decenas de palmeras aparecían cortadas a medio tronco, acuchilladas por la metralla, y otras yacían en tierra, con las raíces al aire, arrancadas de cuajo por las bombas, sus largas hojas moribundas desparramadas por el suelo. Muchas de las casas que se alineaban junto al paseo, dando frente al puerto, no eran más que montones de escombros, mientras que otras mostraban hondos agujeros en sus fachadas. Y a pesar de ello, cientos de personas llegadas desde los pueblos de Andalucía, Levante y el sur de Castilla buscaban refugio y montaban sus guaridas entre las ruinas. Los soldados derrotados y los civiles sin esperanza se mezclaban en aquellos espacios en donde, hasta pocos meses antes, hubo alegres cafetines que ocupaban hombres y mujeres embarcados en el disfrute de la sensual brisa mediterránea.

En las explanadas del puerto, surgían por todas partes tiendas de campaña y chabolas construidas con cartones y lonas, que formaban un decrépito decorado extendidas al pie de los suntuosos edificios de la Aduana portuaria y de la Comandancia de Marina. Ardían hogueras aquí y allá, y al soldado le llegaba el olor de las fritangas de aceite rancio. Y también el tufo de gasoil quemado de los camiones atestados de soldados harapientos y de los coches con funcionarios y políticos. Venía con ellos una turbamulta de carros tirados por burros y mulas, atiborrados de viejos de miradas vacías, de mujeres agotadas y niños cansados. El Mediterráneo era la única puerta con un resquicio abierto a la esperanza, a la huida, para aquella multitud entristecida.

Más cerca, la pequeña estación de Benalúa había sido acotada por el ejército, si es que podía llamarse de tal modo a los tres batallones de soldados mal vestidos y peor armados que protegían las vías y el edificio central, formando una suerte de cinturón a su alrededor. Era un caserón rectangular de dos pisos, de aire modernista, con una marquesina metálica extendida a lo largo del único andén. La línea ferroviaria, que llegaba desde Murcia, moría en un sólido bloque de cemento con dos topes ante los que frenaban las locomotoras.

Los ojos del soldado buscaron la orilla del mar. Allí, junto a los muelles, las arboladuras de una docena de mercantes naufragados surgían del agua como los troncos de árboles podridos tras la inundación de un bosque. Eran los buques de provisiones y armamento hundidos por las lanchas torpederas y submarinos de Franco que vigilaban los alrededores del puerto y a los que las baterías republicanas de tierra no eran capaces de alcanzar con sus obuses.

Y más allá, se tendía el mar gris, vacío y alborotado. ¿Cuándo asomarían los prometidos barcos de evacuación?, ¿llegarían antes que las tropas enemigas para sacarlos a todos de allí, rumbo a nuevas patrias en donde rehacer la vida? En el puerto de Alicante, más de diez mil hombres, mujeres y niños miraban, en esos días de comienzos de marzo, hacia el mismo mar sin navíos que contemplaba el joven soldado llegado de Elda, una ciudad del interior.

Era la primera vez en su vida que miraba de esa manera el mar. Y le asustaba verlo así, a la vez tan salvaje y tan desierto.

Oyó el silbido del tren, se volvió y distinguió la columna de humo que se alzaba sobre la chimenea de la locomotora que marchaba despacio hacia la estación. Casi al instante, escuchó la vibrante llamada del silbato del oficial, asió con fuerza su fusil y recorrió los cincuenta metros que le separaban de la terminal ferroviaria de Benalúa. Llegó justo en el momento en que comenzaban a formar en hilera los miembros de su compañía, la destinada a organizar la guardia de recepción del general, junto a una orquesta compuesta por dos tambores, tres trompetas, un clarinete y un par de platillos. El comandante del batallón, nervioso, daba las órdenes reglamentarias al capitán de la compañía, mientras la locomotora se acercaba renqueante, tirando de tres vagones, quejosa, carraspeando y esparciendo a sus costados un manto de vapor y carbonilla.

Una voz repetida, como un susurro rimado, corrió entre las filas de hombres que alzaban sus fusiles ante el pecho en las hileras de la formación. El joven soldado oyó a su alrededor voces de tonos leves:

—Es Modesto, es Modesto… —surgían murmullos en la tropa.

Chirriaron los ejes de las ruedas y los topes delanteros de la máquina al detenerse contra los del bloque de cemento del final del trayecto. El tren se movió en un desgarbado vaivén, antes de parar. El muchacho escuchó las órdenes de firmes y presenten armas y las ejecutó lo mejor que supo. La orquesta acometió un son desafinado con pretensiones de pasodoble. Y un hombre ataviado con un capote oscuro que ocultaba su uniforme, tocado con una gorra de plato en donde lucían las estrellas y barras del grado de general, asomó en la plataforma.

El chico notó que el corazón aceleraba su bombeo. El general se había detenido sobre la plataforma y paseaba la mirada por los rostros de los soldados que le ofrecían sus armas. Era una mirada aguda y penetrante y el joven la sintió como la de alguien que pertenecía a otro mundo distinto al suyo, a un ser superior que caminaba por senderos diferentes a los que él solía transitar. No se parecía a su padre, ni a sus tíos, ni al panadero, ni al cartero, ni siquiera al alcalde, ni a cualquier otro ciudadano de Elda, ni a la gente con la que se había encontrado a lo largo de su vida. Aquel hombre, quieto allí arriba del vagón, era distinto a todos los otros que había conocido. Miraba con un orgullo sereno y rezumaba una recia virilidad.

El comandante se llevó con energía la mano a la sien y clamó:

—¡A tus órdenes, general Modesto!

El general respondió al comandante con un saludo de aire desmadejado y contestó:

—Gracias, camarada comandante. ¿Podría callarse la orquesta?

El jefe del batallón, desconcertado, tardó unos segundos en reaccionar.

—A la orden, camarada —dijo al poco.

Se volvió hacia la orquesta y ordenó:

—¡Silencio!

Un golpe de platillo puso fin a la pieza. El general descendió por la escalerilla hasta el andén y tendió la mano al comandante. El soldado pudo escuchar sus palabras:

—No están los tiempos para músicas ni para recepciones solemnes, comandante. Y además, a mí sólo me gusta el pasodoble para bailar apretao. Lo mío es la bulería.

Sus labios se ensancharon en una larga sonrisa de repente aniñada que iluminó su rostro. El tamaño de sus ojos pareció reducirse, brillando como dos pequeñas brasas de carbón. Se dirigió hacia los soldados que formaban en el andén.

—Gracias, muchachos. Descansad armas y romped filas.

Los hombres obedecieron, pero se quedaron en la cercanía del general. Modesto se volvió al comandante.

—¿Han llegado los camiones de Elda?

—Están al caer, mi general.

—Dales de comer algo a mis hombres, comandante: lo que tengas. Venimos con hambre.

—Como tú ordenes, mi general.

En ese instante, uno de los soldados veteranos de la compañía alzó la voz:

—Hemos perdido la guerra, ¿no es verdad, camarada Modesto?

El general se volvió hacia él, sorprendido y levemente irritado.

—Dinos qué ocurre, camarada general —agregó el soldado antes de que Modesto pudiera responder—. Muchos te seguiremos hasta la muerte si es preciso. Pero merecemos la verdad.

Modesto pareció confundido. Sin embargo, en pocos segundos se repuso.

—Aún no hemos perdido, soldados. Y yo no hago una guerra para perderla.

—¿Nos rendiremos, Modesto? —dijo el veterano.

—Yo no me he rendido, camarada —respondió el general.

De nuevo su rostro se llenó de sonrisa y sus ojos otra vez se empequeñecieron. Preguntó al veterano antes de que éste hablara de nuevo:

—Si te rindes y te pillo, lo mismo te fusilo. ¿Piensas hacerlo, camarada?

Dudó el soldado antes de responder:

—No me entregaría de ninguna manera.

El general rió.

—Lo harás, seguro. El miedo te atrapa cuando menos lo esperas. Pero puedes quedarte tranquilo: quizás yo no esté aquí ese día para fusilarte.

Y comenzó a dirigirse a varios de los soldados de la guardia que había formado para recibirle. «¿Y tú y tú y tú, vas a rendirte?», preguntaba a uno tras de otro. Y todos respondían: «No, camarada general».

Se detuvo al fin frente al joven soldado.

—Yo tampoco, mi general —dijo éste antes de que le preguntara.

Modesto le miró a los ojos con fijeza.

—¿Cuántos años tienes?

—Veinte.

—La verdad, soldado…

El chico vaciló.

—Diecisiete —rectificó al fin.

—Eres muy joven para matar y morir. ¿Cómo te llamas?

—Lázaro Sánchez. Y no quiero morir.

—Nadie en su sano juicio quiere morir. Seguro que ni siquiera querrían seguir muertos los que ya lo están.

—Tampoco he pensado en matar.

—Eso no se piensa nunca; se mata cuando no hay más remedio.

—Pero mataría por la República.

—Eso no se dice a los diecisiete años.

—¿Usted ha matado, mi general?

—Menos de lo que debería y más de lo que hubiera deseado. Y acostúmbrate a no preguntar tanto cuando te habla un superior… ¿De dónde eres, chaval?

—De Elda: me han movilizado hace dos semanas.

Modesto miró sus pies.

—No me dieron botas —dijo el chico sonrojándose.

Sonrió de nuevo el general y se volvió hacia el comandante.

—Incorpora a este soldado a mi tropa. Y búscale unas botas.

—No hay botas, general.

—Puta intendencia… El chaval se viene conmigo a Elda.

—A tus órdenes, camarada general.

—Vamos, Lázaro —concluyó Modesto mirando al chico, al tiempo que componía media sonrisa—: levántate y anda.

Dio la espalda al muchacho y se alejó de la fila. Sus hombres descendían de los vagones y entraban en el edificio de la estación. Iban armados de modernos subfusiles y provistos de uniformes recién estrenados. La escolta del general la formaban cinco pelotones de diez hombres cada uno, mandados por los correspondientes sargentos. Al frente de todos ellos viajaba un teniente. A Modesto le acompañaban también su inseparable comisario político, el madrileño Luis Delage, y su guardaespaldas, un gigantón gaditano de enorme cabeza llamado José, a quien se conocía por el apodo de Cachalote.

—Volved a vuestros puestos —ordenó el comandante a los soldados de la compañía que habían formado la guardia de recepción.

El joven Lázaro se quedó en pie en donde estaba, sin saber muy bien qué hacer. El comandante le dio un golpe en el hombro.

—Y tú…, coge tus cosas, entra ahí con la tropa del general Modesto y te vas con los camiones de Elda cuando lleguen. ¿Te ha enchufado alguien?

—Es la primera vez que veo al general, mi comandante…

Fue a buscar su morral a uno de los galpones de la explanada y regresó a la estación. En el interior, los recién llegados daban cuenta de latas de sardinas y rebanadas de pan de maíz. Con sus refulgentes fusiles, sus cuidados uniformes y sus botas de caña alta, al joven soldado le parecieron guerreros indestructibles.

Un sargento se acercó a él.

—Lázaro, ¿no?

—¿Cómo lo sabe, sargento?

—Preguntas mucho, pero tienes suerte: te acaba de adoptar el militar más importante de España. Y eso significa que te ha salvado la vida. Cuando lleguen los camiones, te subes al de mi pelotón, el B. Vas con los de la escuadra que manda ese cabo, él ya lo sabe. —Señaló a un hombre alto y escuálido que comía un bocadillo apoyado en una columna, con el fusil en bandolera—. Y anda, cómete una de esas latas de sardinas.

Modesto despachó con premura un bocadillo de mortadela en la pequeña oficina de la estación, arrimado a la estufa y sentado junto al comandante, su asistente Cachalote y el comisario político Luis Delage.

—Los camiones ya deberían haber llegado —dijo mientras señalaba el reloj de pared: las manecillas pasaban unos minutos de las cuatro de la tarde.

—Hay partidas armadas de falangistas en la carretera que viene de Elda a Alicante, camarada general —informó el comandante—, y es mejor dar un rodeo por Monóvar. Se tarda más, pero es lo prudente.

—Creíamos que toda la zona era segura —intervino Delage.

El comandante se encogió de hombros.

—Las cosas están mal y cambian de un día para otro.

—¿Cuánta gente hay en el puerto? —preguntó Modesto.

—Tal vez doce mil, la mayor parte refugiados —respondió el comandante—. Los soldados son alrededor de dos mil, casi todos restos de batallones andaluces y manchegos: andan despistados, pero obedecen las órdenes. Y hay grupos de políticos. Desde hace una semana van llegando barcos y se los llevan a Orán y a Francia. Pero cada día que pasa alcanzan el puerto más huidos y cada vez hay menos barcos.

—¿No les ayudáis?

El comandante movió la cabeza hacia los lados, con gesto de fatiga.

—Se hace lo que se puede. Pero faltan comida y medicinas… Si esto no se arregla, dentro de unas semanas será un escenario terrible, un desastre, camarada general. Tienen que venir más barcos, muchos más barcos, para poder salvarlos a todos. La gente aguanta, pero tiene mucho miedo a Franco y a sus moros… Franco es un hombre pequeño y, sin embargo, su figura se nos hace terrible. Si el Diablo existiera, sería como él.

—No hagas caso —respondió Modesto—, Franco sólo es un hombre: frágil y mortal, como cualquiera. Aunque un poco más hijo de puta que la media.

Se levantó y se dirigió a Delage:

—Voy a airearme un poco mientras llegan los camiones. Avisadme cuando aparezcan.

—¿Te acompaño? —preguntó el comisario.

—Prefiero estar solo.

—No pienses demasiado, Juan: en estos tiempos no es buena cosa.

Modesto se quitó la gorra y se la arrojó a su chófer como si echara al aire un platillo volador. Tenía una cabeza grande, de pelo fosco, vigoroso y negro, que formaba un pequeño triángulo en el centro de la parte superior de su frente.

El chófer atrapó la gorra al vuelo.

—Guárdamela, pisha1 —dijo Modesto.

—Sopla una rasca del demonio, jefe. Y puede llover.

—No quiero que los soldados vean las insignias y me frían a preguntas para las que no tengo respuestas. Y me gusta sentir el viento en la cabeza: espanta mis demonios.

Se ajustó el capote y alzó su cuello hasta cubrir parte de la barbilla. Después, atravesó el vestíbulo en donde descansaban sus hombres y se dirigió a la puerta de salida.

El viento había amainado un poco, pero seguía soplando con fuerza y le golpeó el cabello, que se agitó en ondas desordenadas. Modesto atravesó las líneas de soldados y se dirigió a paso lento hacia la escollera. Sus ojos guiñados se movían de un lado a otro, fijando en su retina y en su memoria los detalles de aquel paisaje desolador. Escuadras de soldados de aire fatigado se apostaban con fusiles y ametralladoras tras los sacos terreros y los parapetos de las entradas a los muelles. Y confusa, sin orden, mezclándose con los soldados, una masa de ancianos, mujeres, niños y animales de tiro se movía de un lado a otro como las hormigas que se han extraviado de la ruta que conduce de regreso al hormiguero. Por todas partes ardían fogatas y hasta el olfato del general llegaban olores mezclados que se le hacían difíciles de reconocer: ¿mugre y comida?, ¿aceites y mierda?, ¿orines y maíz cocido?, ¿guisos de col y sudor de axilas?

«Como náufragos que han escapado milagrosamente del mar y vagan por una isla desconocida», se dijo Modesto.

En las explanadas cercanas a los muelles, se extendían decenas de tiendas de campaña y toldos colocados sobre bidones y contenedores que servían de refugio a los menesterosos. De súbito, le cortó el paso un camión del Socorro Rojo cargado de paquetes y con dos hombres a bordo, arriba de la caja. Frenó el vehículo y una gran cantidad de gente comenzó a aparecer de pronto, viniendo desde todas las direcciones, arremolinándose alrededor del coche y tratando de hacerse con algunos de los paquetes de legumbres que los dos hombres arrojaban desde lo alto a la marea de manos anhelantes.

Modesto se escurrió como pudo entre la multitud desesperada y continuó su camino hacia una de las dársenas que defendía un espigón. Distinguía ya los mástiles de los barcos hundidos que surgían del agua, semejantes a los brazos desnudos de gigantes ahogados. Más allá, el mar se revolcaba sobre sí mismo como un animal salvaje y loco.

Buscó una zona protegida del viento y de los embates del temporal, se sentó sobre un bloque de hormigón y sacó un cigarrillo del bolsillo de la guerrera oculta bajo el capote. Los espumarajos de las ondas rotas al chocar con el dique saltaban al aire y parecían bramar; y el bronco quejido del océano cegaba cualquier otro sonido que pudiera llegarle de tierra.

Desde el lugar en donde se encontraba, Modesto veía el mar oscuro y sucio revolverse bajo sus pies; y a su derecha, los muelles atestados de seres humanos y de vehículos, el brillo de las fogatas, el baile dislocado y cimbreante de las palmeras más jóvenes, los tejados rojizos de la ciudad y los muros ciegos del castillo en las alturas.

Presentía que se acercaba a su vida algo terrible y grande, algo que le superaba y con lo que nunca había querido contar: la derrota. Y sabía también que el hecho de perder una guerra como la que estaba librando se transformaría en una realidad demasiado abrumadora como para poder digerirla con facilidad, porque sin duda habría de cambiar el destino de millones de personas y el suyo propio.

Y ahí tenía, no muy lejos, a la vera del mar, en las explanadas de los muelles, la fatídica visión del desastre retratada en los gestos de las gentes y en el abatimiento de los soldados.

Pensó que quizás era un peso excesivo para sus hombros. Pero no tenía otro remedio que soportarlo.

Porque él mismo había escogido para sí esa senda.

Y toda elección de un destino exige un precio.

Su existencia había corrido muy deprisa en los últimos tiempos. Tenía treinta y dos años y sentía que, en los casi tres que ya duraba la guerra, hubiera vivido cien vidas. Era marzo de 1939 y en sus oídos resonaban aún los primeros gritos de victoria de julio de 1936, aullidos que golpeaban los tímpanos y levantaban ecos entre el galopar de los caballos y el rugido de la artillería, mientras las banderas tricolores se alzaban airosas sobre el polvo. Y ahora también, batalla tras batalla, escuchaba los lamentos de dolor, el griterío de los hombres heridos y vencidos bajo el trueno de las bombas lanzadas por los aviones enemigos, mientras las banderas humilladas se desvanecían entre el humo negro de las explosiones, el olor de la pólvora quemada y la niebla de la claudicación…, y veía la pena en los rostros de sus soldados camino de la frontera francesa, desde la Cataluña rendida, a comienzos del pasado febrero. Durante esos tres años, su existencia había transcurrido rodeada por millares de hombres. Puede que fuera eso lo que llamaban Historia, vivir entre una multitud que lucha, que mata y muere, que alza al aire vítores por sus victorias y llora sus humillaciones.

Los primeros disparos de la guerra tronaron para Modesto en el cuartel sublevado de Getafe, la noche del 19 de julio de 1936, apenas veinticuatro horas después de anunciarse el levantamiento militar. Fue una escaramuza, no una batalla: los propios soldados se ocuparon de rendir a los oficiales rebeldes antes de la alborada del día 20 y tan sólo hubo dos sediciosos muertos. Cuando Modesto, entonces jefe nacional de las Milicias Antifascistas organizadas por el Partido Comunista, entró en el cuartel, junto a sus camaradas Pasionaria y Líster, el griterío de los soldados celebrando el triunfo sonaba como el torrente de un brioso río de montaña. Más tarde, fatigado por la noche en vela, partió con una veintena de hombres armados bajo sus órdenes hacia el Cuartel de la Montaña, en donde la resistencia de los alzados era mucho más fuerte que en los acantonamientos de los alrededores de Madrid. Allí comprendió, horas después, en el patio teñido de sangre de la caserna asaltada, lo que significaba en realidad la guerra.

Cuando llegaron, próximo ya el mediodía, centenares de guardias de asalto, milicianos y civiles armados rodeaban la imponente fortaleza, cuyos muros oscuros se levantaban sobre el cerro de Príncipe Pío. Algunos oficiales leales a la República intentaban organizar a la turba y el propio Modesto trató de abrirse paso con su gente hasta los primeros asaltantes, que se escondían entre los árboles del jardín que rodeaba el cerro. Pero era difícil atravesar aquel muro vehemente de la multitud apretada. Allí no había jefes ni mandos; la única autoridad surgía de un estado de ánimo colectivo crecido desde la furia y el temor.

Sonaron de pronto los disparos de las ametralladoras, viniendo desde el cuartel, y la gente gritó y muchos se tendieron en el suelo o buscaron parapetarse en cualquier lugar que ofreciese alguna protección. Retrocedieron los asaltantes y grupos de hombres huyeron a la carrera dominados por el pánico.

Pero una ola formada por miles de personas armadas con viejos rifles y pistolas, cuchillos e incluso palos, gentes con cascos, gorros cuarteleros y gorras de plato, boinas y sombreros campesinos de paja, hombres y mujeres, ancianos e incluso niños, atendiendo la llamada de las emisoras de radio fieles al gobierno, descendía desde la Gran Vía, inundaba la plaza de España y empujaba a los asaltantes, quisieran o no, hacia el cuartel bajo el sol ardoroso del verano. Y otra ola, viniendo desde el norte, desde la calle de Ferraz y el parque del Oeste, avanzaba implacable hacia el oscuro edificio del que brotaban las balas.

Las ametralladoras no podían detener a la multitud enfebrecida porque no existía la posibilidad de recular ante la presión de la gigantesca masa humana que llegaba desde todas las calles hasta el parque en donde se alzaba el cuartel. Modesto y los suyos fueron también empujados por el oleaje enardecido. E impelido hacia delante por el vigoroso impulso de la marea, Modesto pasó sobre el cadáver de una joven miliciana, abatida por los disparos rebeldes, cuyos ojos sorprendidos miraban al vacío del aire.

Gritaba la multitud y las voces se confundían con el tronar de las ametralladoras. Disparaba un cañón contra la caserna. Era un anticuado Puteaux francés, de calibre 37, y sus livianos proyectiles parecían rebotar contra los sólidos muros sin producirles apenas daño. Un decrépito Ni-52 sobrevoló el cuartel, arrojó octavillas y luego una bomba que levantó ecos y humaredas en el interior. Los hombres de las primeras líneas de atacantes caían derribados por el fuego enemigo, pero los que venían detrás corrían y saltaban sobre sus cuerpos, tratando de ascender por la escalinata de dos brazos y luego por la rampa que llevaba hasta la explanada de entrada del fuerte.

Al fin, un hombre logró adelantarse a todos y lanzar un cartucho de dinamita contra el parapeto que protegía la puerta del recinto rebelde. Al instante, cayó alcanzado por el fuego de la ametralladora. Pero unos segundos después, la dinamita hizo explosión y el parapeto saltó por los aires, la ametralladora enmudeció y en el portalón del cuartel se abrió un boquete capaz de dejar paso a una pareja de caballerías. Por allí se precipitaron los primeros asaltantes al interior de la caserna.

A Modesto le aturdía el sonido de los disparos y las explosiones, el griterío de la gente, mientras trataba inútilmente de abrirse paso hacia la entrada. Vio a un oficial rebelde aparecer en uno de los balcones del segundo piso: desarmado, sin gorra, con los brazos alzados en señal de rendición. Y de pronto el hombre cayó al vacío haciendo una ridícula pirueta en el aire. Detrás asomó un joven que gritó algo ininteligible mientras comenzaba a arrojar armas a la multitud que se agrupaba bajo los muros. De otros balcones surgieron nuevos civiles que lanzaban carabinas y pistolas a quienes esperaban abajo.

Modesto procuraba que sus hombres no se desperdigaran. Antes de poder entrar en el cuartel, a gritos, les dio las órdenes precisas.

—Dividíos ahora mismo en grupos de cuatro. Vosotros —se dirigió a Luis Delage y a Cachalote—, venid conmigo. Sólo hay una orden: luchar hasta vencer; pero a los que se rindan, tomadlos prisioneros. No quiero ejecuciones sumarias. ¡Somos revolucionarios, no criminales!

Los tres hombres ascendieron la rampa. La luz del mediodía de julio se abría sobre el parque y los jardines. Sudaban, pero la excitación les impedía percibir su propio calor. Luis Delage y Cachalote flanqueaban a Modesto, casi pegados a su cuerpo. Delage portaba una vieja Beretta, Cachalote un subfusil naranjero medio averiado y Modesto una pistola Astra. Delage protegía su incipiente calva del sol con una gorra de plato. Cachalote se cubría con un casco militar francés, una reliquia de la Gran Guerra que encajaba a duras penas, ridículamente, en su granítico cráneo. En cuanto a Modesto, el aire revolvía sus cabellos como las crines negras de un corcel.

Los otros grupos, también mal armados, se habían quedado atrás. De pronto, Modesto distinguió cerca de él a una muchacha que subía la cuesta. Era casi una adolescente, una chica pequeña y delgada, pero de formas redondas y atrayentes. Tenía el pelo claro recogido en un moño y ojos verdosos. Llevaba un sencillo vestido de verano color caramelo estampado con flores blancas y zapatos de tacón bajo. De inmediato le gustaron su figura y su mirada.

Se acercó hacia ella y sujetó su hombro.

—¡Vete de aquí, criatura!, ¡éste no es un sitio para chiquillas!

La joven se zafó y retrocedió un paso.

—¿Y quién eres tú para darme órdenes? ¡Voy con el pueblo!

Llegaba uno de los grupos de Modesto.

—¡Fermín y Ángel! —ordenó el miliciano a dos de sus hombres—. Llevaos a la niña de aquí.

—¡A mí no me toca nadie! —gritó la muchacha.

—¡Lleváosla de una vez! —ordenó Modesto irritado.

Luego añadió sonriente:

—Pero con clase, Fermín, con clase…, llévatela como si fueras un poeta.

—¡Maldito seas! —gritó la chica.

Modesto se giró y continuó subiendo la rampa. El ruido de los balazos y las explosiones aumentaba y ya apenas podían escucharse los gritos de los asaltantes. Y un fuerte olor a pólvora y ceniza inundaba el aire, espesándolo.

Siempre arropado por Delage y Cachalote, cruzó al fin el portalón. A duras penas se abrieron paso entre los cascotes, los restos de herrajes y de maderos que habían formado la pieza de la enorme hoja, saltando sobre los cadáveres confundidos de civiles y militares que se amontonaban junto al parapeto destruido. Cuando entraron en el patio, vieron algunos cuerpos tendidos en la explanada y una ametralladora Vickers, instalada en los soportales por los guardias de asalto, que disparaba hacia las galerías superiores. Desde allí brotaban los balazos del enemigo y, ocasionalmente, bombas de mano. Modesto, Delage y Cachalote se refugiaron tras las columnas de los soportales que rodeaban la explanada. Dos grupos de sus hombres se les unieron al poco. Dispararon sus armas, sin precisión ni tino, hacia las figuras oscuras que se movían en los pisos superiores.

—¡No hay que darles respiro! —gritó Modesto.

—¡Tenemos poca munición, Juan! —respondió Delage.

—¡Disparad hasta agotarla!

Durante varios minutos, nada cambió. Cruzaban los tiros de un lado al otro del patio, sobre los cadáveres tendidos, y la batalla se hacía eterna para todos. Modesto vació dos cargadores, apuntando a las sombras que se movían en las galerías de arriba. Tuvo la sensación de que una de ellas caía derribada. Quizás era el primer hombre que mataba en su vida. Pero no quiso pensar sobre ello y cargó un nuevo peine en su pistola. Tan sólo le quedaba otro más.

Y de súbito se oyó un sonoro relincho. Un airoso y ligero caballo, de pelaje blanco y crines tocadas por una luz dorada, entró al galope en la explanada, escapado de las cuadras del fondo del cuartel. Iba sin silla, tan sólo guarnecido con la cabezada y las bridas, que pendían desde el freno azotando su garganta y pecho. El tiroteo cesó en uno y otro lado. Y el silencio se posó sobre el cuartel. El corcel recogió el paso, trotó entre los muertos, dio breves galopes a un lado y a otro del patio, como si bailara, lanzó coces a su espalda, se detuvo y miró con sus ojos negros a los hombres, cagó luego tres boñigas oscuras alzando la cola, relinchó dos veces con brío y corrió al fin hacia el portalón, para perderse al otro lado del boquete.

Modesto se puso en pie y miró admirado hacia el lugar por donde había escapado el caballo. Oyó la voz de Cachalote.

—¿Qué ha sido eso, jefe, una aparición?

—Es un caballo cartujano, pisha, no tengo duda. Ahí dentro tiene que haber algún militar señorito, un señorito de Jerez. Los conozco y sé que morirán sin miedo, ya lo verás. Son tan hijos de puta como bravos.

El tiroteo recomenzó con ímpetu renovado. La multitud entraba a la explanada con una algarabía de gritos y disparos. Nadie podía detenerla, ni siquiera las dos ametralladoras que disparaban desde las galerías superiores. Caían algunos hombres y otros corrían y se protegían bajo los soportales, ascendían por las escaleras, llegaban a los anchos pasillos, alcanzaban las dependencias interiores del cuartel… Parecía claro que la victoria no iba a caer del lado de los alzados.

—Vamos —ordenó Modesto a los suyos—, tenemos que contener a la gente, tenemos que impedir la masacre.

Era una tarea imposible. Del interior del cuartel salían soldados y oficiales con los brazos en alto, lanzando vivas a la República y mueras al fascismo. Algunos mostraban sus carnets de miembros de los partidos obreros o de los sindicatos. La gente apartaba a los oficiales y registraba sus bolsillos. Eran hombres desarmados, con los rostros desencajados por el terror, casi todos calzados con botas altas y uniformados con camisas caquis y calzones de montar. Sólo unos pocos se cubrían con la gorra de plato.

Modesto entró al frente de los suyos por la primera puerta que encontró. Se cruzaba con hombres que salían abrazando tres o cuatro fusiles. En las oscuras galerías tronaban las cerradas descargas de los «mauser». Modesto comprendió de inmediato que se estaban produciendo fusilamientos.

En la primera sala de oficiales, quizás la de Banderas, había una decena de cadáveres caídos en el extremo de la estancia. Sobre ellos, en la pared, la sangre se escurría hacia el suelo. Modesto tocó uno de los cuerpos. Estaba caliente.

—¡Adelante! —gritó—. ¡Acabemos con esta matanza!

Pudo interceptar en la galería a un grupo de asaltantes que, armados con «mauser» arrebatados a los rebeldes, empujaban a seis oficiales hacia una salida que daba al patio. Los detuvo.

—¡Milicias Antifascistas, Milicias Antifascistas! —clamó—. ¡Entregadme a esos hombres!

—¡Hay que fusilarlos! —contestó un joven.

—¿Quién ha dado esa orden?

—¡El pueblo, lo pide el pueblo! —respondió el muchacho.

—¡Muerte al fascismo! —exclamó otro chico de la partida.

Modesto apuntó a los jóvenes con su arma.

—¡Quitaos de en medio! —ordenó terminante—. ¡Yo soy el pueblo!

Se volvió hacia sus hombres.

—¡Llevadlos a la trasera del cuartel!…, ¡con vida!

Y ordenó a los muchachos:

—¡Y vosotros, a tomar por culo! ¡Volved al puto patio! ¿Queréis ser asesinos desde tan jóvenes?

Siguió recorriendo galerías, haciéndose cargo de los vencidos, topando con cadáveres de sediciosos recién fusilados. Otros grupos organizados de las Milicias Antifascistas procedían a una tarea semejante a la de Modesto y habían acotado una zona del cuartel, junto a las caballerizas, en donde se conducía a los prisioneros rescatados de la turba. Entre ellos estaba el jefe de la rebelión de Madrid, el general Fanjul, detenido por un grupo de milicianos socialistas. Modesto contempló un instante la figura del hombre derrotado: era casi un anciano y rehuía mirar de frente a sus captores, sentado en una vieja silla de madera descolorida, con el cuerpo levemente inclinado hacia delante.

Pese a los esfuerzos de algunos sectores de las Milicias, era imposible contener aquella marea de violencia. Al grito de «¡Armas para el pueblo!», hombres y mujeres salían de los cuartos del interior llevando fusiles y pistolas que amontonaban en un extremo de la explanada.

Llegaban nuevas descargas desde el patio principal y Modesto corrió hacia allí seguido por los suyos. Se estremeció ante el escenario que se mostraba bajo la fogosa luz del mediodía. Decenas de hombres yacían en el suelo, cadáveres en posiciones grotescas, muchos boca abajo, otros con las miradas vueltas hacia el cielo: en su mayor parte, reposaban sus cabezas sobre los charcos de su propia sangre.

Modesto oyó disparos de pistola viniendo desde el otro lado del patio. Corrió hacia allí, jadeando, abriéndose paso entre la gente armada y sorteando los cuerpos de los ejecutados. Un grupo de asaltantes había puesto en fila a varios oficiales y el que mandaba el grupo, un hombre recio vestido con mono azul y correajes militares, más ancho que alto, con la barbilla adornada por una perilla leninista, recorría la hilera de prisioneros disparándoles de uno en uno en la sien. Modesto le reconoció: era un dirigente de las Milicias Antifascistas, un comunista llamado Valentín González que se mostraba ufano de su apodo: el Campesino.

Cuando Modesto llegó al lugar, había media docena de hombres caídos y quedaban en pie otros tantos. La sangre brotaba a borbotones de las cabezas de los ejecutados. Uno de los cuerpos se movía como si sufriera un ataque de epilepsia.

—¡Quieto, González! —gritó mientras trataba de desarmarle.

Forcejearon unos segundos antes de que Modesto le arrebatara la pistola.

—¿Qué haces? —clamó el Campesino.

—El Partido Comunista no asesina.

—Han empezado ellos…

—A un muerto no lo tapa otro muerto.

—Nuestro deber es matar hasta cansarnos y luego hacer la revolución.

—¿Quién ha dicho que sea nuestro deber?

—Devuélveme mi pistola o te pegamos un tiro aquí mismo.

Dos de los hombres del Campesino apuntaron sus carabinas hacia él. Pero Cachalote y los suyos llegaban ya al lugar. Les doblaban en número.

—¡Bajad las armas si no queréis que os friamos a tiros en nombre del Partido! —ordenó Delage.

—¿Y quién es el Partido? —preguntó el Campesino.

—Ahora mismo, yo —respondió Modesto.

—Devuélveme la pistola.

—Búscate otra. ¡Y lárgate de aquí, asqueroso criminal, si no quieres que te dé una patada en los cojones, suponiendo que los tengas!

—Algún día nos veremos las caras, Modesto.

—Pues fíjate bien en la mía antes de que te deje medio ciego a puñetazos, cobarde.

—Tendríamos que verlo.

El Campesino retrocedió dos pasos. Sus hombres le contemplaban expectantes.

—Algún día, algún día… —comenzó a decir.

Finalmente dio la espalda a Modesto.

—Vámonos —ordenó a su gente—. Hoy no debemos luchar entre nosotros.

—¡Corre, gallina! —le gritó Cachalote mientras se alejaba.

Sólo tres de los suyos siguieron al Campesino camino de la puerta.

—Estamos contigo, Modesto —dijo otro de los del grupo—, a nosotros tampoco nos gusta hacer esto.

Sin responderles, desdeñoso, Modesto se volvió y ordenó a Cachalote:

—Toma un par de hombres y ve con ellos para asegurarte de que no hay una sola ejecución más.

—Tú mandas, jefe… —respondió con orgullo Cachalote.

Uno de los oficiales se dirigió a Modesto. Bajo la guerrera militar desabotonada vestía una camisa azul de Falange.

—Tú eres de la bahía gaditana —dijo el rebelde.

Modesto reconoció en su voz el acento de los Puertos.

—Y tú también, por cómo hablas.

—Te pareces a un hombre que conocí en Jerez. Trabajaba para mi abuelo, de tonelero.

—¿Cómo se llamaba?

—Guilloto…, creo que Luis.

—Es mi tío.

—Entonces tú eres ese famoso Guilloto, el comunista del Puerto de Santa María…

—Ya nadie me llama así, sino Modesto.

—Estoy en deuda contigo, paisano.

—No me trates de paisano. Si mi tío fue tonelero en tus bodegas, tú eres un Osborne, uno de los señoritos que explotan a los míos. Y no me gusta tu camisa.

—Soy Osborne y a mucha honra. Y también falangista, con orgullo de serlo. De todos modos, me has salvado la vida.

—No lo he hecho por ti, sino por mí. Y no estés tan seguro de haber salvado la vida. Te juzgarán por rebelión y es probable que te fusilen. Y acepta un consejo gratis: procura no ir de chulo jerezano ante el tribunal, te irá peor.

—Prefiero tener delante a un piquete de hombres que a un cobarde detrás dispuesto a dispararme a traición.

—Ya te veo…

Modesto se dirigió a Cachalote.

—Vamos, llévatelos.

Pero al instante dudó.

—Espera.

Se volvió de nuevo hacia el oficial.

—¿Era tuyo el caballo blanco que escapó de las cuadras?

—Pura raza cartujana. Se llama Capitán. Guárdatelo si das con él: te lo regalo.

Modesto esbozó una sonrisa desdeñosa y, con un movimiento de cabeza, indicó a Cachalote que se llevara a los prisioneros.

Poco a poco cesaron los disparos. Pasadas las dos de la tarde ya no se escuchaba ninguno. Numerosos civiles llegaban a la explanada del cuartel, curioseando entre las decenas de oficiales ajusticiados en el asalto. Bajo el sol agobiante, Modesto creyó soñar. ¿Cómo era posible tanto horror?

Batallones de moscas zumbaban sobre los cadáveres. El fuego del sol quemaba la tierra alisada del patio. Hervía la sangre bajo los cráneos de los ejecutados y se encogía luego en sólidos cuajarones.

Cuando regresó a la calle, la multitud ascendía hacia la Gran Vía. Marchaban hombres y mujeres con las pistolas, fusiles y bayonetas capturados en el cuartel, con cascos y gorras militares arrebatados a los rebeldes, enarbolando las banderas rescatadas de las manos de la tropa sediciosa, confundidos los guardias de asalto y los guardias civiles con los milicianos, mezclando vítores a la República, consignas de lucha y ocasionales disparos al aire, con cantos jubilosos: el Himno de Riego, A las Barricadas, Joven Guardia… La heterogénea multitud componía un desfile que, a un espectador casual, podría parecerle algo ridículo y extravagante si no hubiera contemplado antes el escenario atroz que quedaba a sus espaldas, en la explanada ensangrentada del cuartel, adonde pronto se acercarían gentes temblorosas y acobardadas en busca de los cadáveres de los suyos. La abigarrada multitud desfilaba ocupando toda la calzada de la Gran Vía bajo una hilera de altos edificios en cuyas alturas señoreaban figuras de atlantes, águilas barnizadas de oro, cuadrigas romanas guiadas por guerreros de bronce, estatuas de mujeres con los pechos marmóreos al aire, osos y leones, ángeles de piedra, guerreros aztecas, Minervas, Auroras, Pegasos y Aves Fénix. Algunos niños que aireaban trapos rojos se habían unido al festejo. La batahola de aquella tarde de estío del 36 celebraba el primer acto de la gran tragedia que se cernía sobre España.

Modesto no tenía ganas de marchar con la muchedumbre enardecida. Más bien sentía rechazo y un leve regusto acre en la boca. Una inmensa fatiga le invadía el ánimo y tenía la sensación de que, de pronto, su juventud se alejaba de su lado, que una parte de su ser se diluía de forma irremediable, como si esa mañana le hubiesen amputado un pedazo de alma. Pero percibía también que aquel oleaje le arrastraba hacia un destino incierto y que él formaba parte de todo ello, quisiera o no. Y que no podía oponerse ni volver la espalda a ese mandato. Por un momento, se sintió perdido, prendido en los brazos de algo que le superaba.

Ordenó a sus hombres ayudar a conducir a los prisioneros rebeldes a la cercana cárcel Modelo. Cachalote se empeñó en llevarle en coche hasta su alojamiento, un piso del Partido que compartía con varios camaradas en la barriada obrera de Carabanchel.

—Era un tipo valiente, de nuestra tierra, jefe, hay que reconocerlo —dijo Cachalote—. Y qué curioso: tiene nombre de coñac.

—Claro, pisha: su familia es la que hace el coñac Osborne. Tienen grandes fincas en el Puerto, en Jerez…, son muy ricos. Latifundistas y explotadores a más no poder.

—Les odias…

—No por eso. No me importa que posean tantas tierras, que acumulen tanta riqueza. Lo que detesto es que se han apropiado de nuestra voz, de nuestra manera de ver el mundo, de nuestros cantos, de nuestra elegancia, de la dignidad de las gentes gaditanas… Presumen de andaluces y sólo son extraños entre nosotros.

—No te entiendo, jefe.

—Da lo mismo, pisha… Ni que hubieras nacido en Arizona.

—¿En dónde queda eso, jefe?

Modesto rió con ganas.

—¿Es que nunca has ido al cine? En América, hombre, en donde las películas del Oeste.

—Ah, ya decía yo que me sonaba.

—Los camiones de Elda ya están aquí, jefe.

Le sobresaltó la voz de Cachalote. Con el ruido del oleaje, no le había oído llegar.

Se puso en pie.

—¿Cuántos son? —preguntó.

—Tres. Muy viejos, pero bastante grandes: hay sitio de sobra para todos los hombres.

Modesto miró su reloj. Las manecillas marcaban las cuatro y media. Echó a andar al lado de su amigo y guardaespaldas.

—¿Qué meditabas, jefe?

—Recordaba aquel día del Cuartel de la Montaña.

—Yo tampoco lo he olvidado.

—Nos ayudó a madurar, José.

—Lo que más me impresionó mientras corrías a enfrentarte con el Campesino, fue ver a una mujer arrodillada ante el cadáver de un rebelde, asesinado de un tiro en la cabeza, al que apuñalaba una y otra vez con un cuchillo de cocina. La sangre saltaba y le manchaba el vestido. Y a pesar de todo, ella seguía apuñalando. Me habría parado a quitarle el cuchillo, pero debía de alcanzarte antes de que te disparasen los hombres del Campesino.

—Tenía que haberle matado aquel día. Pero entonces no era capaz.

—¿Por qué haría aquello la mujer? Te aseguro que era terrible de ver, jefe.

—La sangre llama a la sangre, como el fuego al fuego y el sexo al sexo.

Siguieron caminando en silencio. Lloviznaba y las nubes corrían oscuras sobre el afligido escenario del puerto alicantino. Pasaron junto a una camioneta del ejército que repartía huevos frescos entre los civiles, a razón de tres por cabeza. Decenas de personas anhelantes formaban una nutrida cola y esperaban su turno tras la caja del vehículo. A pocos metros, un viejo se había escurrido y caído al suelo y, ahora, arrodillado, contemplaba con los ojos llenos de lágrimas, atónito, las cáscaras rotas y las babosas manchas amarillas de las yemas de sus tres huevos.

Modesto se adelantó, le tomó por los hombros y le ayudó a levantarse. Luego, llevándole del brazo, se abrió paso entre la cola de gente y ordenó al cabo que repartía el alimento:

—¡Dale tres huevos a este hombre!

El soldado le miró con cierta altanería.

—Hay una cola.

Modesto abrió su capote, descubrió el hombro derecho y mostró las barras de su rango.

—¡Estás hablando con un general! —gritó—. ¿Quieres que te haga fusilar?

El otro obedeció.

—Cuídate, abuelo —dijo al viejo antes de alejarse.

Sobre los muelles se proyectaba, invisible todavía, pero viva en los corazones empavorecidos de los refugiados, la sombra del general Franco. Era la misma sombra impía que había perseguido a Modesto durante toda la contienda.

Modesto se sentó junto al chófer del segundo camión. En el primero viajaba Cachalote y en el último Luis Delage. Los hombres de la escolta se distribuían en las cajas de los tres vehículos. Eran casi las seis de la tarde cuando partieron de la estación de Benalúa.

—¿Cuánto tardaremos hasta Elda? —preguntó al conductor.

—Si no hay averías ni contratiempos, algo más de dos horas, camarada general. Resulta poco aconsejable ir por la carretera principal: podríamos topar con alguna partida armada de fascistas. Así que mejor damos un rodeo por Aspe y Monóvar.

—Llegaremos de noche, ¿no?

—Me temo que sí. El sol se pone a eso de las ocho.

Las varillas de goma, melladas y quejumbrosas, limpiaban a duras penas el parabrisas de la lluvia sucia que caía sobre el vehículo. Modesto ofreció un cigarrillo al conductor y colocó otro en la larga boquilla que siempre llevaba consigo. Abrió una rendija de la ventana, girando la manivela adosada a la portezuela, y sintió el frío del invierno y el olor de la tierra mojada. Se sentía algo cansado.

Habían transcurrido tres días desde que salió de Madrid. Y se preguntaba si volvería alguna vez a la ciudad que tanto había llegado a amar, casi tanto como a su pueblo natal. ¡Qué distinto era ese Madrid de aquel de los últimos meses de 1936 y los primeros de 1937! La ciudad parecía ahora un territorio poblado de fantasmas: oscura, entristecida, fatigada y hambrienta, herida por los bombardeos, con gentes que deambulaban desorientadas en busca de cobijo y alimento, como espectros venidos de un lugar incierto. Nada que recordara a aquel Madrid pleno de euforia y cachondeo bajo las bombas, de vida a manos llenas, de heroísmo y pasión cabalgando a la vera de la muerte.

Tan sólo una semana antes de que llegase a Elda, Juan Modesto, oficial surgido de las milicias populares, y Segismundo Casado, un militar de carrera, habían sido ascendidos a generales por el gobierno. Modesto sintió orgullo y perplejidad al mismo tiempo: en menos de seis años, había pasado de ser un humilde aserrador del puerto de Cádiz a convertirse en uno de los jefes principales de un ejército que contaba todavía con casi medio millón de hombres.

El gobierno en pleno había buscado refugio en Elda unos días antes y el nuevo general recibió la orden de viajar al encuentro del presidente Negrín. Se estaba rehaciendo la estrategia de la guerra, tras el desastre de Cataluña, y Modesto fue elegido para la jefatura de los ejércitos del Sur y de Levante, mientras que Casado quedó encargado del mando de las fuerzas de Madrid. Modesto hubiera preferido permanecer defendiendo la capital. No se fiaba de Casado, al que los rumores señalaban como partidario de negociar el fin de la guerra con Franco. Pero Negrín parecía confiar plenamente en él.

Modesto partió de Madrid con los hombres de su escolta, mal armados y vestidos, desde la estación de Atocha, en uno de los pocos trenes que todavía circulaban camino del sur. Tardaron casi siete horas en llegar a Albacete, una ciudad batida por el frío de la estepa y, como Madrid, atribulada por la tristeza y el desánimo. Se alojaron en el antiguo cuartel de las Brigadas Internacionales y, por alguna extraña razón que nadie supo explicarle a Modesto, encontraron en los almacenes gran cantidad de uniformes nuevos, mochilas, correajes, botas de caña alta y mantas de campaña, y un centenar de subfusiles Thompson M28 sin estrenar, además de numerosos peines de munición. Con no poca euforia por el hallazgo, los hombres cambiaron su indumentaria y se rearmaron.

Salieron temprano, al amanecer del siguiente día, hacia Chinchilla, donde habría de recogerles un tren para llevarlos a Alicante por la ruta de Murcia. Era un pueblo de casas bajas y humildes, de aspecto un poco siniestro, casi sin gente, rácano de luces y guarecido del viento helado al arrimo de un gran roquedal que dominaba la llanada manchega. El alcalde, un anciano militante socialista, acudió a recibirles. Vestía un extraño abrigo de cuadros de colores pardo y amarillo, y su mirada inquieta y sus repentinas risotadas le resultaban a Modesto desconcertantes. El viejo edil invitó a todos a un almuerzo de embutidos y frutos secos en un gélido galpón.

A eso de las cuatro, el telegrafista de la estación acudió a comunicarles que el tren no llegaría hasta la mañana siguiente.

—Traeremos leña para hacer unos fuegos y libraros del frío —dijo el alcalde a Modesto—. Tus hombres tendrán que dormir aquí, en el suelo: no hay otro sitio, general. Tú puedes venir a mi casa, tengo una cama libre.

—Dormiré con los míos. ¿Y qué se puede hacer aquí esta tarde?, ¿no hay ningún bar?

—Hubo, pero cerró por falta de hombres. Todos los jóvenes están muertos o en la guerra… Pero tenemos cine y creo que hay algunas películas por ahí.

—¿Un cine en este despoblado? —interrumpió Luis Delage.

El alcalde lanzó una carcajada.

—Todo tiene su explicación —respondió—. Hasta hace poco, muchos de los enlaces de Valencia con Madrid se realizaban en esta estación, sin pasar por Albacete. Y del puerto de Valencia venían las películas que los barcos traían de América, casi directamente desde Hollywood. De manera que aquí, en Chinchilla, teníamos los estrenos antes que en la Gran Vía de la capital. Eso sí, no venían traducidas, pero nos las imaginábamos.

Rió de nuevo el viejo, con ganas.

—Cuando vimos la película Marruecos, todas las mujeres del pueblo, empezando por la mía, que por cierto ya está felizmente muerta, se enamoraron de Gary Cooper. Y todos los hombres, yo incluido, de Marlene Dietrich. El día que termine la guerra, gane quien gane, les haremos un monumento a Gary Cooper y a Marlene Dietrich. Aquí no tenemos otros héroes. Y perdona que te lo diga crudamente, general, pero es la verdad: en Chinchilla, los héroes los pone el cine. ¿Tú crees que hay algún soldado tan valiente como Gary Cooper en nuestra guerra? El que lo crea que venga a ver en Chinchilla El sargento York. Ése sí que era un tío con dos pelotas, con todos mis perdones, camarada general. Y sanote como hay pocos.

Lanzó otra sonora risa.

—Tienes toda la razón, compañero alcalde: no hay nadie en esta guerra como Gary Cooper —respondió Modesto—. De momento, busca una película para que nos entretengamos un poco esta tarde.

—No sé qué habrán dejado los dueños del cine…, se fueron a la guerra hace diez meses. Y quizás están muertos. Pero tengo las llaves.

—Todos vamos a ir al cine, compañero: pongas lo que pongas.

Medio centenar de hombres, atenazados por el frío, en una vieja sala poblada de bancos de madera, lamentaron esa tarde la traición de un delator irlandés, feo y grandullón, interpretado por Victor McLaglen, con John Ford dirigiendo la trama. A Cachalote le cayeron grandes lágrimas por las mejillas al terminar la película. Y Delage comentó:

—Nunca sentí tanta pena por un traidor.

La mañana siguiente, muy temprano, el tren llegó a Chinchilla y, una hora después, la partida de hombres armados reanudó su viaje hacia el puerto de Alicante.

Un sol enfermizo les acompañó casi todo el recorrido. Desde su compartimento, sentado junto a Luis Delage, Modesto contempló en silencio los campos sin labrantía, los sembrados abandonados, las llanuras invadidas por matorrales silvestres, los frutales de ramas secas y las praderas desnudas del verdor tempranero del trigo. Le pareció el retrato de una España arrojada a un destino incierto, en la que los hombres consagraban todos sus esfuerzos y afanes a matarse los unos a los otros.

La voz del chófer le sacó de sus pensamientos.

—Eso es Aspe. —Señaló hacia el grupo de casas que anunciaban la presencia de un pueblo—. Luego llegaremos a Novelda y nos desviaremos a la izquierda, hacia Monóvar, para entrar en Elda por la parte de atrás.

Modesto miró su reloj.

—¿Cuánto tardaremos todavía? —preguntó.

—Algo más de una hora, quizás hora y media.

La lluvia arreciaba y la tarde desfallecía. El camión botaba y se abría camino entre los baches bajo la pesadumbre del cielo. Redondas colinas blanquecinas, moteadas de olivos chicos y viñedos abandonados, flanqueaban la desierta carretera.

La ciudad parecía dormir cuando los camiones entraron en las primeras barriadas de las afueras. Se había cerrado la noche y las luces del alumbrado público eran muy escasas, de modo que los vehículos parecían ruidosos y lentos animales que marcharan abriéndose paso entre las sombras.

—¿Adónde nos llevas? —preguntó Modesto al chófer.

—A las escuelas Emilio Castelar. Allí se ha instalado la subsecretaría del Ejército de Tierra. Los cuarteles para tus hombres están cerca.

—¿Y el gobierno?

—En las afueras: en un lugar secreto, por precaución. Yo no tengo ni idea de dónde está.

—¿Quién me espera?

—Supongo que algún alto mando militar.

Cruzaron junto a una espaciosa plaza que se tendía a su izquierda y, poco más adelante, tomaron una calle ancha y empinada. Los viejos camiones trepaban con esfuerzo sobre el duro adoquinado, elevando desde sus ejes y ballestas un desafinado lamento que producía dentera. La mayor parte de las farolas de gas del alumbrado no funcionaban y la vía discurría en penumbra hacia las alturas de la ciudad. Modesto distinguió a la derecha un alto caserón a cuyo alrededor deambulaba gente armada.

—¿Las escuelas? —preguntó al conductor.

—Hemos llegado, general —confirmó el otro.

Había cesado la lluvia, pero el adoquinado relucía bajo las trémulas luces de dos farolas. Los hombres descendieron de las cajas de los camiones; Delage, Cachalote y el oficial que mandaba la tropa se unieron a Modesto.

—Que formen los hombres —ordenó Modesto al teniente.

—¿En dónde estamos, Juan? —preguntó Delage.

—Sé lo mismo que tú, Luis, o sea: nada de nada. Supongo que alguien vendrá a buscarnos.

En ese instante, una voz clamó desde la puerta de las escuelas:

—¡General, general Modesto!

Una figura fornida, tocada con una gorra de plato en la que lucían los distintivos de coronel, echó a andar hacia ellos.

—Mira quién está ahí —murmuró irónico Delage—: nuestro querido camarada Enrique Líster.

El coronel se cuadró y saludó alzando el puño derecho hasta la visera de la gorra.

—A tus órdenes, camarada general.

Modesto respondió con desgana al saludo. Líster era cejijunto y tenía una mirada encendida y dura. No resultaba en absoluto un tipo vulgar.

—Descansa, camarada coronel.

Líster le tendió la mano.

—Enhorabuena por el ascenso. Me he alegrado mucho.

Modesto la estrechó sin fuerza.

—No te cachondees, Líster. No te has alegrado nada: ese nombramiento lo querías tú.

—Pero quien manda es Negrín. Y os escogió a ti y a Casado.

—Puedes creerme o no: hubiera preferido que te nombraran general a ti en lugar de a Casado.

—No te fías de él…

—Ni un pelo. ¿Y tú?

—Yo tampoco. Pero insisto: quien manda es Negrín.

Líster miró a Delage.

—Hola, canijo.

—¿Qué tal, acémila? —respondió el comisario.

Modesto sonrió de lado y se volvió hacia la tropa que formaba junto a los camiones.

—Que descansen armas, teniente.

Se dirigió de nuevo a Líster:

—¿Dónde vas a meter a mi gente?

—En unos minutos llegará un capitán para acomodarlos en un cuartel cercano. Tú y Delage os vendréis luego conmigo a los alojamientos dispuestos para la gente del Partido. Estamos bien instalados. Vamos adentro mientras llega el coche.

—Cachalote viene siempre conmigo…

—Sí, sí, tu fiel cetáceo… Me parece que ha engordado.

—Déjate de chuflas, está fuerte como un toro y te puede soltar una cornada. ¿Tenéis algo de comer por ahí?

—Hemos improvisado una cantina para oficiales. Pero sólo hay cerveza y vino. Cenaréis más tarde, en los alojamientos del Partido.

—¿Y los hombres que vienen conmigo?

—En el cuartel hay rancho caliente.

Los dos soldados de guardia se cuadraron y saludaron cuando el grupo de Modesto cruzó el amplio vestíbulo. Siguieron a Líster a través de una larga galería flanqueada por las antiguas aulas, atravesaron un patio rectangular y entraron en la parte trasera del edificio. La sala la ocupaban viejas sillas y mesas de madera y, en varias de ellas, se acomodaban grupos de oficiales. Algunos de ellos se levantaron y alzaron los puños para recibir a los dos jefes.

—Seguid, seguid sentados —dijo Modesto.

Buscaron mesa en el fondo de la estancia. El soldado que ejercía funciones de camarero trajo jarros de cerveza para Modesto, Delage y Cachalote, además de una frasca de vino tinto para Líster.

—Cuéntame —Modesto se dirigió a Líster—, ¿cómo andan las cosas por aquí?

—Todo improvisado, pero más o menos bien. El gobierno, casi al completo y con Negrín al frente, se ha instalado en una finca del término de Petrel, unos diez o doce kilómetros al norte de Elda, es un sitio discreto y seguro. La llamamos Posición Yuste. Los del Partido estamos distribuidos en varias casas, a cosa de seis o siete kilómetros hacia el sur. También es un lugar seguro. Lo llamamos Posición Dakar. Dormiréis allí.

—¿Quiénes han venido del Partido?

—Varios del comité central: Claudín, Checa, Pasionaria, Antón, yo…, y ahora tú. Del ejecutivo, Pasionaria. Tu paisano el poeta Alberti y su compañera también están con nosotros. Y hace un par de días ha llegado el camarada Palmiro Togliatti, el nuevo delegado de la Internacional Comunista, el que manda, para ser claros. Yo estoy encargado de la tropa y seguiré a su cargo si no tienes inconveniente, general.

—Ninguno, coronel. ¿Hay movimientos del enemigo por la zona?

—Se habla de grupos de falangistas organizados en algunos pueblos. Pero yo no me lo creo. Más peligroso me parece ahora Casado. Si da un golpe de Estado para pactar la paz con Franco, como se rumorea, las tropas de Valencia y Alicante pueden ponerse de su lado. Y vendrían a por nosotros.

—Ha sido un error no entregarme la jefatura militar de Madrid.

—Y no ascenderme a mí a general, ¡manda carallo!

—¿Cuántos hombres tienes?

—Un grupo de guerrilleros. Los soldados de Elda son todos unos nenines, tienen pelusilla en lugar de bigote.

Modesto recordó al joven soldado de la estación de Alicante.

—Toma el mando de los soldados que vienen conmigo.

—¿Cuántos son?

—Cincuenta.

—¿Están curtidos, son fieles?

—Hasta ahora ninguno ha intentado pegarme un tiro por la espalda. Pero no los he visto pelear, me los asignaron en Madrid. El teniente y los sargentos son leales…, del Partido.

Líster apuró el vino de su vaso y se levantó.

—Voy a ver cómo sigue lo de tus hombres.

Miró su reloj.

—En media hora podremos salir para la Posición Dakar. Mañana iremos a la de Yuste: Negrín quiere verte cuanto antes.

—Acompaña al coronel, Cachalote… Y te traes al pibe2 que recluté en la estación del puerto de Alicante, ese que se llama Lázaro, igual que el resucitado.

—Como digas, jefe —respondió su lugarteniente.

Líster se quedó en pie un instante, frente a Modesto.

—¿Crees que es el fin, camarada general? Es curioso: comenzamos juntos y puede que terminemos juntos.

—Nos hemos pasado la vida cerca del precipicio, camarada coronel, unidos siempre en todas las grandes batallas de esta guerra y nunca amigos. ¿Qué prefieres: caer hombro con hombro o por separado? Elige, gallego.

—Escoge tú, andaluz.

—Me sospecho que todavía tendremos que aguantarnos un buen rato el uno al otro.

—Sí…, somos como dos esposos: revolcándose todo el tiempo en el mismo lecho y detestándose sin descanso.

—Anda y lárgate de aquí, coronel: yo nunca he dormido con hombres.

—¿Y has dormido con mujeres que te odian?

—Nunca me ha odiado una mujer, Líster, ni dormida ni despierta. Y vete de una puta vez.

Bufó Líster como un buey viejo. Se sirvió los restos de vino de la frasca y apuró el vaso de un trago. Eructó con ruido antes de dar la espalda a Modesto y dirigirse a la salida.<

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