Juvisy-sur-Orge,
12 de abril de 2015
Querida hija:
Ayer, al salir de la oficina, pasé por Les Vraies Richesses, la librería de la calle mayor que te encanta. Me compré una pluma además de una preciosa libreta Moleskine. La elegí con tapas verdes, como aquella en la que escribías el año pasado. Te la regaló Marin por tus dieciséis años. ¿Acaso escogió ese color por casualidad? El verde, como bien sabes, es el color del islam, pero también de la esperanza, y quiero estar llena de esperanza para comenzar hoy, 12 de abril, el día de tu cumpleaños, este diario que espero darte algún día. Me gustaría que supieras lo que han sido estas semanas, estos meses sin ti. Ante todo, quiero poder hablarte como si aún estuvieras aquí y estar, al menos con el pensamiento, un poco a tu lado.
La idea del diario se me ocurrió cuando se acercaba tu decimoséptimo cumpleaños. Temía mucho esa fecha. Probablemente porque iba a ser la primera vez en que no soplaríamos las velas juntas, y porque no tendría ninguna fiesta que preparar. O quizá fuera Sylvia quien me dio la idea de escribir. Es posible. La conocí en un grupo de apoyo que frecuento desde hace poco para no sentirme tan sola. El prefecto de Essonne fue quien me lo recomendó. Este grupo tiene como objetivo apoyar a los jóvenes que han intentado marcharse o que han vuelto, así como a sus respectivas familias. Lo dirige un psiquiatra llamado Kamel Malouf. No sé si esa organización, que los poderes públicos han puesto en marcha con premura, es efectiva, ni si ese hombre podrá ayudarme, pero me gustó su sonrisa, su cálido recibimiento y la gente con quien me he cruzado en esas reuniones. Sylvia es una mujer muy valiente. Tendrá mi edad, cuarenta y cinco años. Vive en Niza, es esteticista, católica, su marido es ruso, y todas las mañanas le escribe una carta a su hijo Jérémie, del que no saben nada desde hace dieciocho meses. Dieciocho meses, ¿te haces cargo…? Pero ella no dice «dieciocho meses», sino «quinientos cuarenta y siete días». Los cuenta, como si estuviera en una cárcel. Todas lo estamos. Cuando pronuncia esa cifra, oigo los sollozos en su voz. Nunca se viene abajo, y su fuerza me conmueve. Sí, tal vez fuera Sylvia quien me dio la idea. No lo sé… Como ves, ya no sé gran cosa, solo que, ahora mismo, escribirte me sienta bien. Con cada letra que despliego sobre el papel tengo la sensación de que me acerco a ti, y eso es lo único que me importa.
Han pasado semanas, y hasta hoy no me había visto con ánimos para entrar en tu cuarto. Necesitaba mirar tus cosas, tocarlas, sentirlas, y meterme en tu cama, donde sigo tumbada. No he ido a trabajar. Para serte sincera, ya no tengo fuerzas. Llevar las cuentas de una marca de prêt-à-porter ahora se me antoja vano. Casi obsceno. Sin embargo, antes me gustaba. Me tomaba mi trabajo como un juego, era una especie de pelea con las cifras, no debía equivocarme de línea bajo ningún concepto, pero ahora son ellas las que me tienden trampas, las que me embarullan. Ya no logro concentrarme, ¡hace mucho que Jean-Pierre Atlan debería haberme despedido! Si supieras qué bien se porta conmigo… Sabe lo tuyo, por supuesto, pero no dónde estás ni por qué te has ido. En ocasiones me digo que debería explicárselo todo, pero la mera idea de ver aflorar en su rostro esa mezcla de estupefacción y pavor me disuade siempre. Me da miedo lo que pueda pensar. Me da miedo su miedo, de manera que, las mañanas en que me resulta demasiado insoportable, prefiero fingir que estoy enferma, como hoy. Lo he llamado a primera hora, he pretextado una migraña y me he metido en tu cama. Yo, que no soporto estar acostada, llevo toda la mañana en la cama, ¿te das cuenta?
Esta mañana, las paredes a mi alrededor estaban vacías, con marcas de cuadros por todas partes, y resultaba tan triste que no he podido resistir el impulso de colgar de nuevo las fotos que habías quitado. Espero que no me lo tengas en cuenta. Son unas imágenes maravillosas cuyo rasgo en común es la celebración de la vida. La mayoría son del año pasado y en todas sales con Johanna, tú la morena y ella la rubia, riéndoos a mandíbula batiente dondequiera que estéis. Varias fueron tomadas en Les Contamines, adonde fuisteis a esquiar en febrero con unos chicos de vuestra clase, ¿te acuerdas? Volvisteis encantadas. Hay otras fotos vuestras en París, en los Grandes Bulevares, y otra en la playa de Bandol. Llevas un biquini de flores que te compré en Princesse Tam-Tam. Johanna luce un bañador negro; parece salida directamente de los años cincuenta. Estáis guapas, cogidas de la cintura. Debe de ser durante las vacaciones de Pascua, a juzgar por el tiempo tan bueno y las pocas personas que se ven en segundo plano. Sea como fuere, vuestras caras tienen un aire más juvenil que en las polaroids de Instagram en las que salís haciendo el ganso en el patio del instituto. Es curioso que a vuestra edad solo unos meses basten para cambiaros… ¿Tanto habías cambiado ya el 12 de abril del año pasado? ¿Eras ya otra por dentro cuando posabas junto a la tarta, rodeada de amigos? Se te veía tan feliz… Tu padre y yo te habíamos regalado el permiso de conducción acompañada, estabas deseando aprender a llevar un coche cuanto antes para ir a donde quisieras, para ser libre, independiente. Tal vez esos sean los dos adjetivos que mejor te han definido siempre. Ya desde niña pretendías recorrer el mundo. Nos suplicabas que te llevásemos a Groenlandia, la Patagonia, Sri Lanka, Mongolia… Esos nombres te hacían soñar y albergaban una promesa de libertad que te embriagaba. ¿Cómo ha podido pasarte algo así precisamente a ti?
A ti, que tan apegada estabas a tu libertad.
En esta foto del 12 de abril de 2014 tu carácter se refleja en todo. Por eso me gusta tanto. Por lo que trasluce. Tu cabello desenfocado te enmarca la cara y cae en cascada sobre tus hombros, formando en el halo de las velas que te dispones a soplar una aureola semejante a la melena de un león. Tus ojos son rebeldes, no temen nada; miran al objetivo igual que mirabas al futuro, de manera directa. Parece como si hubiera sido hace mil años, pero solo ha pasado uno exactamente. Saqué la foto con el iPhone, ¿te acuerdas? Me pediste que te la ampliara y cuando la traje del laboratorio fotográfico te arrojaste en mis brazos gritando: «¡Gracias, gracias! ¡Ay, mami, gracias!». Y la colgaste al instante, encima de tu cama, para meses después quitarla sin dar ninguna explicación, dejando un vacío inmenso en la pared. El que pronto dejarías en nuestras vidas; debería haber entendido la señal.
También he vuelto a colgar esa foto.
Y ahora la miro, tratando de entender.
Sí, intentando entender qué ocurrió y por qué no me di cuenta. ¿Hubo alguna señal? ¿Momentos clave? ¿Un punto de inflexión? ¿Cómo pudiste cambiar hasta ese extremo, convertirte en tan poco tiempo en esa otra chica que renegaría hasta del nombre que te puse, el precioso nombre de la heroína de La noche de los tiempos, la novela de Barjavel? Éléa, sin embargo, era la historia, la memoria personificada, la única superviviente de una civilización de 900.000 años de antigüedad, cuyo recuerdo llevaba siempre consigo. Pero la primera vez que me llamaste desde allí, me dijiste:
—Ya no me llamo Éléa. Me llamo Um Sumeya. Quiero que ahora me llames así.
Creo que contesté «De acuerdo», pues tenía mucho miedo de que colgases.
No sabía a qué número podría llamarte. El que aparecía en la pantalla de mi móvil no era el tuyo, sino un número extranjero.
Ignoraba dónde estabas.
Me dijiste que en «el país de Sham», pero yo jamás había oído esa palabra y no habría sido capaz de ubicarlo en un mapa. Luego lo busqué. Miré en internet y me enteré de que se trataba de la tierra de Levante, que comprende Siria e Irak. Para los musulmanes, es la región del planeta donde se librará la batalla final antes del fin del mundo, y también aquella donde aparecerá el Mahdi, último sucesor del Profeta. El Sham es por tanto una tierra santa, sagrada. Allí habías hecho, proseguiste, tu hégira. Tu padre estaba junto a mí en ese momento; le había indicado por señas que te encontrabas al otro lado de la línea. Llevábamos cuarenta y ocho horas sin saber de ti y estábamos muertos de preocupación, por lo que vino a toda prisa desde el salón y pegó su sien a la mía para oír tu voz por el auricular. Había interferencias, posiblemente debido a la distancia que nos separaba. Tu padre fruncía el ceño, no te oía bien. Girando la muñeca varias veces, me pidió que te hiciera repetir.
—He hecho la hégira —dijiste de nuevo.
Entonces no nos cupo la menor duda. Y Samir pensó: «No estoy soñando». Pero la pesadilla apenas había empezado. Tu padre experimentó una sacudida hacia atrás, como si hubiera recibido una descarga, y algo se quebró en su mirada. No olvides que nació en Argelia y que el árabe es su lengua materna. Al instante comprendió que habías abandonado Francia por una tierra musulmana para practicar lo que vosotros consideráis un «islam puro». Salió al balcón, no precisaba oír nada más. Necesitaba aire, se ahogaba. Me quedé sola escuchando cómo me explicabas por qué te habías ido. Me eché a llorar, creo. Te traté de loca. Te dije que no te dabas cuenta, que estabas arruinando tu vida. Te pusiste hecha una furia:
—¡Cállate! —gritaste—. ¿Acaso no ves que la única loca eres tú? ¡Eres tú quien no se da cuenta de nada! Ha llegado el fin del mundo. ¡Todos moriréis, acabaréis en el infierno! Si he venido aquí ha sido para salvaros a ti y a papá, ¿entiendes? Solo el islam puede salvarnos, mami…
Ahora tú también llorabas, y el dolor de no poder abrazarte para calmarte me taladraba las entrañas. Seguiste hablando un rato más, pronunciando en árabe palabras que yo no entendía, y luego te dije con suma delicadeza:
—Bueno, Éléa, ya basta, ahora tienes que volver.
Estabas en un país en guerra y yo te hablaba como si volvieses de una juerga. Era impensable que mi hija se encontrara en un país en guerra…
Impensable.
—Deja de pedirme que vuelva, o cuelgo —replicaste con sequedad.
No te oí. No podía. Estaba conmocionada por la noticia y, como quien salmodia una plegaria, repetí:
—Te lo suplico, Éléa, vuelve a casa.
Y entonces hiciste lo que habías dicho que harías, colgaste.
Eso sucedió hace siete meses.
«Doscientos trece días», habría dicho Sylvia, y ahora estoy aquí, tumbada en tu cama, en el silencio de la noche y de tu cuarto, esperando a que me telefonees para felicitarte en tu cumpleaños. Sí, hoy es tu cumpleaños y eres tú quien debe llamar, esta es la prueba de que el mundo no va bien, ¿verdad? Espero que tus carceleros al menos te den permiso para eso. Sobre todo, espero que en su interior una vocecita le recuerde a Um Sumeya que el 12 de abril de 2015 Éléa cumple diecisiete años. Diecisiete años, Dios mío, qué rápido ha pasado todo…, la vida se nos ha ido en un suspiro… ¿Conoces el poema «Novela» de Arthur Rimbaud, que empieza así: «No puedes ser serio con diecisiete años»? Desde que esos monstruos del Dáesh te reclutaron y te fuiste a Siria para unirte a ellos, no puedo dejar de evocar ese verso. Es el que me gustaría emplear para hablar de ti.
Juvisy,
13 de abril de 2014
Dieciséis años. ¡Dieciséis tacos, dieciséis primaveras, dieciséis veranos! Uau… Ya está, tengo dieciséis desde ayer. Y al poder escribirlo me entran ganas de llenar la libreta con emoticonos alegres. Cuánto tiempo esperando a cumplirlos… No sé por qué, pero siempre he pensado que la vida de verdad comenzaría a partir de este momento, más que a los dieciocho. Para empezar, estoy supercontenta, mis padres me han regalado lo que soñaba: ¡el carnet de conducir temporal! Eso quiere decir que con los dos años de práctica que habré acumulado cuando sea mayor de edad, debería aprobar el examen con los ojos cerrados y justo después emprender mi gran primer viaje en coche. Pienso ahorrar para comprarme un viejo Dos Caballos. Me gustaría atravesar Europa y África de punta a punta. Johanna dice que estoy loca. Tiene razón, ¡por eso me adora! Pero no soy la única que sueña con esas cosas. Un tipo de Palaiseau, el hermano de una que va a mi clase de danza, hizo el viaje con uno de sus amigos hace cinco o seis años. Al parecer fue una LO-CU-RA. Creó un blog y todos los días publicaba un texto acompañado de una fotografía, un testimonio, un mapa, un mensaje, etcétera. A la gente le gustaba tanto que logró que lo siguieran muchas más personas que las de su restringido círculo de familiares y amigos. A mí también me gustaría compartir mi experiencia. Tal vez podría llegar a abrirle los ojos a la gente, empujarlos a descubrir otros lugares… A veces, cuando voy en el metro y veo a algunas personas durmiendo a pesar de que su jornada no ha hecho más que empezar y me digo que la escena se repite todas las mañanas de su vida; y que todas las noches de su vida hacen el camino en el sentido contrario para llegar a su casa y ocuparse de nuevo de los críos, la colada, los cacharros, tan extenuados que ni siquiera son capaces de leer dos páginas de un libro sin quedarse traspuestos; y que, aunque trabajen ocho horas al día, no pueden permitirse ir de vacaciones o solo a casa de sus padres porque es gratis, a pesar de que acaben tirándose los trastos a la cabeza desde las primeras veinticuatro horas, como le pasaba a mi madre con la suya, la verdad, me pregunto cómo lo hacen. Yo me volvería loca. No deseo una vida así. Quiero que me sucedan cosas. ¡Vivir aventuras! Ayer cumplí dieciséis años y eso fue lo que dije en el breve discurso que solté cuando mis padres me dieron el regalo. Mi padre alzó los ojos al cielo. Cree que me paso de romántica. Dice que vivo en una alfombra voladora, que la vida no es una alfombra voladora. Adoro a mi padre, pero a veces te sale con cada una… Y siempre tiene mucho miedo de lo que pueda pasarme… Me gustaría que cambiase, pero dice que el miedo va ligado al amor, que uno no se da sin el otro.
—Samir —lo pincha mi madre siempre—, tarde o temprano no te quedará más remedio que dejar que tu hija se vaya… ¡Tendrás que cortar el cordón umbilical!
—Oye, Laurence, si ya lo he cortado —contesta airado—. Fui yo quien lo cortó cuando nació, ¿o es que no te acuerdas? Si hasta estuve a punto de desmayarme de lo asqueroso que era. Todo azul, ¡puaj!
Siempre nos entra la risa, después mi padre añade enarcando las cejas, con aire derrotado:
—De todos modos, en esta casa no puedo decir nada. ¡Siempre hacéis lo que os da la gana! ¡Habéis tomado el poder! ¡Me habéis convertido en una delicia turca!
Para guardar las formas, mi madre se hace la ofendida, pero mi padre tiene razón: el amor que siente por nosotras lo ha transformado en jalebi,[1] incluso en makrut,[2] lo cual es mucho peor respecto al riesgo de diabetes. Resultado: es incapaz de negarnos nada. Mi madre, en cambio, tiene la severidad propia de los auverneses, pero creo que me apoyaría fueran cuales fuesen las decisiones que tomase. Soy afortunada por tener una madre como ella. Siempre me anima: «Tú haz, haz todo lo que puedas, lo hecho ya no está por hacer». Estoy segura de que también a ella le hubiera encantado ver mundo en lugar de ser contable —aunque finja pasárselo pipa con los números—, pero, por desgracia, se quedó embarazada de mí muy joven y sus padres la echaron de casa. Sus padres eran unas personas horribles. Yo los aborrecía. Encima tenían pasta, podían haberla ayudado, pero no querían saber nada de mi padre porque era árabe. Lo llamaban «el Moro», como en los tiempos de la Argelia francesa. No habían aceptado lo de la independencia