Una mente prodigiosa

Sylvia Nasar

Fragmento

Índice

Índice

CUBIERTA

UNA MENTE PRODIGIOSA

PRÓLOGO

PRÓLOGO DE LA AUTORA

PRIMERA PARTE. UNA MENTE PRODIGIOSA

1. BLUEFIELD

2. INSTITUTO TECNOLÓGICO CARNEGIE

3. EL CENTRO DEL UNIVERSO

4. ESCUELA DE GENIOS

5. GENIO

6. JUEGOS

7. LA TEORÍA DE JUEGOS

8. EL PROBLEMA DE LA NEGOCIACIÓN

9. LA IDEA POCO CONVENCIONAL DE NASH

10. LLOYD

11. LA GUERRA DE TALENTOS

12. TEORÍA DE JUEGOS EN LA RAND

13. EL LLAMAMIENTO A FILAS

14. UN HERMOSO TEOREMA

15. MIT

16. NIÑOS MALOS

17. EXPERIMENTOS

18. ROJOS

19. GEOMETRÍA

SEGUNDA PARTE. VIDAS SEPARADAS

20. SINGULARIDAD

21. UNA AMISTAD ESPECIAL

22. ELEANOR

23. JACK

24. LA DETENCIÓN

25. ALICIA

26. EL NOVIAZGO

27. SEATTLE

28. MUERTE Y MATRIMONIO

TERCERA PARTE. UN FUEGO QUE ARDE LENTAMENTE

29. OLDEN LANE Y WASHINGTON SQUARE

30. LA FÁBRICA DE BOMBAS

31. SECRETOS

32. PROYECTOS

33. EL EMPERADOR DE LA ANTÁRTIDA

34. EN EL OJO DEL HURACÁN

35. COMIENZA EL DÍA EN EL PABELLÓN BOWDITCH

36. EL TÉ DEL SOMBRERERO LOCO

CUARTA PARTE. LOS AÑOS PERDIDOS

37. CIUDADANO DEL MUNDO

38. CERO ABSOLUTO

39. TORRE DEL SILENCIO

40. UN INTERVALO DE RACIONALIDAD FORZOSA

41. EL PROBLEMA «BLOWING UP»

42. SOLEDAD

43. UN HOMBRE COMPLETAMENTE SOLO EN UN MUNDO EXTRAÑO

44. EL FANTASMA DEL EDIFICIO FINE

45. UNA VIDA TRANQUILA

QUINTA PARTE. EL MÁS DIGNO

46. REMISIÓN

47. EL PREMIO

48. LA MAYOR SUBASTA DE TODOS LOS TIEMPOS

49. DESPERTAR

UN ÚLTIMO APUNTE

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA SELECTA

NOTAS

BIOGRAFÍA

CRÉDITOS

ACERCA DE RANDOM HOUSE MONDADORI

A Alicia Esther Larde Nash

Existieron otra raza y otras palmas de victoria.

Gracias al corazón humano que nos da vida,

gracias a su ternura, sus alegrías y sus miedos,

la flor más humilde que se abre puede ofrecerme

pensamientos que a menudo son demasiado profundos para el llanto.

WILLIAM WORDSWORTH, «Atisbos de inmortalidad»

PRÓLOGO

PRÓLOGO*

(Adaptación del texto de homenaje a John Nash por su 80 cumpleaños)

En junio de 2006 viajé a San Petersburgo para entrevistar al matemático de cuarenta años que había conseguido demostrar la conjetura de Poincaré, y que según decían era una especie de ermitaño de pelo alborotado y uñas sin cortar que vivía en pleno bosque y se alimentaba de setas. Le habían concedido una Medalla Fields y un premio en metálico de un millón de dólares, pero él había decidido mantenerse oculto, no solo de los medios sino también de la comunidad matemática. Entre tanto, unos matemáticos de Pekín aseguraban haber resuelto el enigma antes que él. Era una historia genial... si es que conseguía localizarlo.

Después de cuatro desesperantes días en Rusia, mi colega y yo no habíamos encontrado absolutamente a nadie que hubiera hablado con ese hombre o con algún familiar suyo en los últimos años. Al final, cuando estábamos a punto de tirar la toalla, encontramos medio de casualidad el piso donde vivía su madre, y ¡bingo!, allí estaba el «ermitaño», vestido con sudadera y zapatillas, a todas luces cenando y viendo un partido de fútbol por la tele.

Nos indicó con un gesto que nos sentásemos y le contásemos qué queríamos.

—Me llamo Sylvia Nasar —empecé—. Soy una periodista de Nueva York y estoy haciendo un reportaje sobre...

—¿Es usted escritora? —me interrumpió.

Asentí.

—No he leído el libro —dijo—, pero he visto la película con Russell Crowe.

Lo que intento decir es que, en cualquier parte del mundo, hay que ser realmente un ermitaño para no conocer la emocionante historia de John Nash.

Se han escrito muchas historias sobre la ascensión y el declive de personajes notables. Pero hay pocas, muy pocas, y menos aún ciertas, que incluyan realmente un tercer acto. La historia de Nash tuvo —tiene— este tercer acto. El tercer acto de la biografía de Nash es su milagrosa recuperación.

Es este tercer acto el que convierte la historia de Nash en algo tan significativo para personas de todo el mundo, en especial para aquellas que han sufrido algún trastorno mental devastador o que tienen entre sus seres queridos a alguna persona que lo sufre.

En un momento de la película, cuando parece que a Nash no le pueden ir peor las cosas, su mujer, Alicia, le toma la mano, se la lleva al corazón y dice: «Tengo que creer que puede suceder algo extraordinario».

Y era cierto: lo extraordinario sucedió.

De todas las cartas de los lectores, mi favorita es una que me envió un indigente. Llegó en un sobre sucio, sin remite, garabateada en un papel de color naranja fosforito. Estaba firmada por «Berkeley Baby». Si hubiera sido después del caso del ántrax, nunca habría pasado la criba del correo del New York Times.

Por lo visto, el autor de la carta fue corrector en el turno de noche de la sala de redacción del New York Times antes de que le diagnosticaran esquizofrenia paranoide a mediados de los setenta. A partir de entonces adoptó el nombre de «Berkeley Baby» y vivió en la calle, en las inmediaciones de la Universidad de Berkeley, en California, como un personaje triste y desamparado, no muy distinto al fantasma de Fine Hall.

En su carta, decía: «La historia de John Nash me da esperanzas de que algún día el mundo también vuelva a mí».

El mundo volvió para John Nash al cabo de más de treinta años, y es precisamente este tercer acto de su vida lo que más me atrajo de su historia. A comienzos de la década de 1990, cuando trabajaba en la sección de economía del New York Times, entrevisté una vez, para un informe de estadística, a un profesor de Princeton que mencionó a un «matemático loco» que rondaba por la universidad y del que se rumoreaba que estaba entre los favoritos para el próximo Nobel de economía. «¿Se refiere usted a Nash, el del equilibrio de Nash?», pregunté, y mi entrevistado me contestó que seguramente lo sabrían sus colegas del departamento de matemáticas. Nada más colgar el teléfono, comprendí que aquella historia reunía los ingredientes de un cuento de hadas, un mito griego y una tragedia shakesperiana, todo en uno.

No me puse a escribirla enseguida. Hay mucha gente de la que se rumorea que está entre los favoritos para el Nobel y no llega a ganarlo, y hablar de él en el periódico habría sido invadir su intimidad. En cualquier caso, en 1993 fue otra persona quien ganó el Nobel. Pero al año siguiente, cuando vi el nombre de Nash en el anuncio del premio, me apresuré a contarle la historia a mi editor, que terminó llorando.

No fue un trabajo fácil de abordar, ya que ninguna de las personas que podían aportar datos se mostraron dispuestas a hacer declaraciones o siquiera a tener una charla conmigo. Al final, la hermana de Nash, Martha Legg, rompió el silencio sobre la enfermedad que había arruinado la vida de su hermano.

Lloyd Shapley, otro pionero de la teoría de juegos, retrató así al Nash de finales de los años cuarenta, cuando era estudiante de posgrado y escribía sus trascendentales artículos sobre la teoría de juegos: «Era inmaduro, era insoportable, era un niño malcriado. Lo que lo salvaba era su aguda, lógica y prodigiosa mente».

Así que ahora ya saben de dónde saqué el título para la biografía de Nash.

Y es que la historia de Nash es tan famosa, que he preferido hablar de algunos de sus aspectos menos conocidos, como la forma en que llegó a escribirse el libro o algunas de las cosas que sucedieron cuando ya habían salido el libro y la película.

En junio de 1995 estuve en Jerusalén. Por entonces ya había escrito el proyecto del trabajo y había conseguido editor, y me disponía a pasar un año en el Instituto de Estudios Avanzados. Por desgracia, nunca había visto al hombre cuya biografía quería escribir y solo había intercambiado un par de frases con él por teléfono. Cuando me enteré de que Nash iba a asistir a un congreso sobre la teoría de juegos en Jerusalén, pensé que yo también tenía que estar allí.

Algunos de ustedes recordarán lo que dijo Nash sobre John von Neumann: que le había dado el peor consejo que había recibido jamás un estudiante de doctorado. Por suerte, Nash no hizo caso a Von Neumann. Y por desgracia para mí, también decidió no hacer caso a amigos y protectores que le aconsejaban colaborar con su biógrafa.

«Estimada señora Nasar —solía empezar sus mensajes—. He decidido adoptar una actitud de neutralidad suiza...»

Hay cosas que requieren paciencia. Hizo falta una empecinada labor de investigación de varias semanas para redactar un currículum de seis líneas y una sucinta lista de las publicaciones de Nash. Fueron necesarias cientos de fuentes para poder desentrañar los hechos. Ninguna persona, ni siquiera Alice o los hijos de Nash, conocía la historia completa.

Al final, fue posible combinar en un relato los miles de datos fragmentarios obtenidos en cientos de entrevistas, docenas de cartas y numerosos documentos. Si se logró, fue en parte porque la comunidad matemática es como un coro griego, un coro que desde el trasfondo observa, comenta, recuerda y explica la acción.

Pero también, si se logró, fue sobre todo porque John Nash fue siempre, durante toda su vida, una estrella, y quienes lo rodeaban no podían dejar de fijarse en él ni dejar de pensar en él. ¿Cuántos de nosotros seguiremos presentes con tanta nitidez en el recuerdo de los demás al cabo de los años, como le sucedió a él desde mucho antes de que llegase el final feliz del cuento de hadas?

Y, por supuesto, si el proyecto funcionó fue porque Alicia nunca dejó de creer que puede suceder lo extraordinario. Ella quiso que se contara esta historia; pensaba que podía servir de inspiración a otras personas con enfermedades mentales.

Una vez, cuando un amigo preguntó dónde estaba Alicia, Nash contestó: «Ha ido a cenar con Sylvia». Y tras una pausa, añadió: «Espero que no estén hablando de mí».

En realidad, Alicia fue tremendamente discreta y se preocupó muchísimo por respetar la intimidad de Nash. Hubo una única excepción: cuando estábamos en la cámara de seguridad de su banco, buscando las fotos que guardaba en una caja fuerte, y salieron aquellas instantáneas de Felix Browder, John y ella en la piscina de la Universidad de California, en Berkeley. Fue esa foto de Nash con el torso desnudo la que animó a Graydon Carter a sacar un avance del libro en Vanity Fair. (Brian Grazer me aseguró que había comprado los derechos del libro porque se lo había aconsejado Graydon.)

Al enseñarme la foto, Alicia soltó una risita: «¿Verdad que tiene unas piernas fantásticas?».

Nash nunca me concedió una entrevista para el libro.

Las reuniones que mantienen biógrafos y biografiados tras la publicación de una biografía, autorizada o no, suelen desarrollarse en algún bufete de abogados. En nuestro caso no fue así.

Nosotros nos encontramos en un teatro donde se representaba Amy’s View, protagonizada por Judy Dench. Nash nos dijo que era la primera vez que iba a ver una obra de teatro en Broadway. A Alicia y a él les gustaba más Proof. Yo estaba sentada detrás de ellos y les vi reírse a carcajadas. El autor de la obra, David Auburn, me contó que había decidido presentar a las hermanas como las hijas de un matemático loco después de leer la historia de John.

Ver cómo una persona logra recuperar su vida es una experiencia muy reconfortante. Me refiero a cosas sencillas, como volver a conducir o tomarse un café en Starbucks. En cierta ocasión en que lo entrevisté para un reportaje sobre cómo había afectado el premio a la vida de los ganadores de un Nobel y en qué habían gastado el dinero, Nash contestó que ahora podía pagar dos dólares por un café del Starbucks. «Los pobres no pueden», señaló.

Ver cómo alguien recupera su vida y de este modo afecta a las vidas de millones de personas es igual de extraordinario. Hay gente que me ha dicho que ya no puede ver por la calle a alguien harapiento, que habla solo y lleva el pelo enmarañado sin decirse que es hijo o hermano de alguien, que es alguien con un pasado, y quizá también, como John Nash, con un futuro. Tal es el poder de las historias.

La primera vez que visité el set de la película, Ron Howard estaba rodando la escena de la boda en el Lower East. Ese día estábamos los principales implicados en el proyecto, porque un periodista del New York Times iba a hacernos una entrevista.

Conocí a Akiva Goldsman, el guionista sin el cual nunca habría podido hacerse la película, y mucho menos ganar un Oscar. Fue él quien tuvo la brillante idea de que, en la primera parte, los espectadores vieran el mundo con los ojos de Nash. Al ponerse en el lugar del protagonista y después salir bruscamente del papel, se sentían atrapados por la historia, pero además se daban cuenta de qué se experimenta al no poder distinguir entre realidad e ilusión.

Tras el pase privado que organizó Ron Howard para Alicia y para John, les llamé por teléfono. «Bueno, John, ¿qué te ha parecido?», pregunté.

No recuerdo qué me dijo exactamente, pero sí que mencionó tres cosas:

En primer lugar, que la película era divertida.

En segundo lugar, que le había parecido un poco lenta (a John le encantan las películas de acción).

Y lo tercero que dijo fue:

—Creo que Russell Crowe se me parece un poco.

Por si piensan que Nash estaba bromeando, sepan que en una charla que di junto con Ron Howard en la escuela de cine de la Universidad de Nueva York, unos matemáticos del Instituto Courant se acercaron a hablar con Ron y le dijeron que John Nash se parecía mucho a Russell Crowe en la escena de la camiseta blanca.

La película convirtió a Nash en una celebridad. Una vez me encontraba en un avión con destino a Bombay, donde pensaba entrevistar al también Nobel de economía Amartya Sen, que participaba en un congreso sobre la teoría de juegos, y la pasajera de mi izquierda me preguntó a qué iba a la India. Me limité a señalar la portada del periódico que en ese momento traía una azafata, y que incluía una fotografía del ponente estrella del congreso, John Nash, junto a otra de Sen. En Bombay, como en Pekín y en otras ciudades a las que lo invitaban, Nash era asediado por cientos de periodistas y admiradores.

La historia de Nash ha gustado mucho también a los niños y a los adolescentes, a los que fascina la idea de que una persona muy joven —y muy rara— puede lograr hazañas increíbles y superar a la generación anterior. Y ha vuelto atractivas las matemáticas.

Estimado señor Nash:

¡Hola! Tengo nueve años. Me llamo Ellie Stilson. Soy una niña. Le admiro muchísimo. Es usted mi modelo por un montón de cosas. Creo que es la persona más lista de todos los tiempos. Me gustaría mucho ser como usted. Me encantaría estudiar matemáticas. El único problema es que no se me dan muy bien. Puedo hacerlo. Me gustan. Es solo que no se me dan bien. ¿Le pasaba lo mismo cuando era niño? Por favor, contésteme. Un beso, Ellie

P.S. Me ENCANTA su nombre.

PRÓLOGO DE LA AUTORA

PRÓLOGO DE LA AUTORA

a la edición original de 1998

Donde se alzaba la estatua

de Newton, con su prisma y su rostro silencioso, el índice de mármol de una mente para siempre de viaje por extraños mares del pensamiento, sola.

WILLIAM WORDSWORTH

John Forbes Nash, junior —genio de las matemáticas, autor de una teoría del comportamiento racional y visionario de la «máquina pensante»— llevaba casi media hora sentado con su visitante, otro matemático. Caía la tarde de un día laborable de la primavera de 1959 y, aunque solo era el mes de mayo, hacía un calor molesto. Nash estaba repantigado en un sillón de una esquina de la sala del hospital e iba vestido de forma desaliñada, con una camisa de nailon que colgaba flojamente por fuera de los pantalones desabrochados; su cuerpo poderoso estaba inerte como un muñeco de trapo y sus rasgos delicados carecían de expresión. Mantenía clavada la mirada mortecina en un punto situado justo delante del pie izquierdo del profesor George Mackey, de Harvard, y solo se movía para apartarse el pelo largo y oscuro de la frente, en una acción espasmódica y repetitiva. El visitante estaba erguido en su asiento, oprimido por el silencio, y tenía plena conciencia de que las puertas que daban a la sala estaban cerradas con llave. Finalmente, Mackey no pudo contenerse más; su voz sonó ligeramente quejumbrosa, pero hizo un esfuerzo por resultar amable:

—¿Cómo es posible? —empezó a decir—, ¿cómo es posible que usted, un matemático, un hombre consagrado a la razón y a la demostración lógica... cómo es posible que haya creído que los extraterrestres le estaban enviando mensajes? ¿Cómo puede haber creído que los alienígenas lo habían reclutado para salvar el mundo? ¿Cómo es posible...?

Nash levantó por fin la vista y contempló a Mackey fijamente, sin pestañear y con una mirada tan fría e inexpresiva como la de un pájaro o una serpiente; luego, como si hablara para sí mismo, en tono razonable y con su cadencia sureña lenta y suave, dijo:

—Porque las ideas que concebí sobre seres sobrenaturales acudieron a mí del mismo modo en que lo hicieron mis ideas matemáticas, y por esa razón las tomé en serio.1

El joven genio de Bluefield, Virginia Occidental, bien parecido, arrogante y enormemente excéntrico, irrumpió en el mundo de las matemáticas en 1948 y durante la década siguiente —una época que se distinguió tanto por su fe absoluta en la racionalidad humana como por sus sombrías preocupaciones sobre la supervivencia de la especie—,2 Nash demostró ser, en palabras del eminente geómetra Mijail Gromov, «el matemático más notable de la segunda mitad del siglo».3 Todo atraía su imaginación inagotable: los juegos de estrategia, la competencia económica, la estructura interna de los ordenadores, la forma del universo, la geometría de los espacios imaginarios o el misterio de los números primos. Sus ideas poseían la profundidad y la absoluta originalidad que impulsa el pensamiento científico en nuevas direcciones.

El matemático Paul Halmos escribió que hay genios «de dos clases: los que son simplemente como todo el mundo, pero a un nivel mucho más alto, y los que parecen poseer un toque que va más allá de lo humano. Todos podemos correr, y hay quienes son capaces de realizar la prueba de la milla en menos de cuatro minutos, pero nada de lo que la mayoría de personas puede hacer es comparable a la creación de la Fuga en sol menor».4 El genio de Nash pertenecía a esa variedad misteriosa que se asocia más a menudo con la música y el arte que con la más antigua de las ciencias: no se trataba simplemente de que su mente trabajara con mayor rapidez, de que su memoria fuera más retentiva ni de que tuviera una capacidad de concentración más intensa, sino que sus ráfagas de intuición no eran racionales. Al igual que otros grandes matemáticos intuitivos —Georg Friedrich Bernhard Riemann, Jules Henri Poincaré, Srinivasa Ramanujan—, Nash experimentaba en primer lugar la visión, y solo mucho más tarde construía las laboriosas demostraciones; sin embargo, aun después de que hubiera tratado de explicar algún resultado asombroso, el verdadero camino que había recorrido continuaba siendo un misterio para quienes trataran de seguir su razonamiento. Donald Newman, un matemático que conoció a Nash en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (habitualmente conocido por sus siglas inglesas, MIT) en los años cincuenta, solía decir de él que «cualquier otra persona subiría a una cima buscando un sendero en algún lugar de la misma montaña, mientras que Nash escalaría otro pico y, desde aquella cima distante, proyectaría la luz de un reflector hacia la primera».5

Nadie mostró una obsesión más grande por la originalidad, ni un mayor desdén por la autoridad, ni más celo por preservar su independencia: de joven, tuvo a su alrededor a los sumos sacerdotes de la ciencia del siglo XX —Albert Einstein, John von Neumann y Norbert Wiener—, pero no se adhirió a ninguna escuela ni se convirtió en discípulo de nadie, sino que, en gran medida, recorrió su camino sin guías ni seguidores. En casi todo lo que hizo —de la teoría de juegos a la geometría— menospreció los conocimientos recibidos, las modas contemporáneas y los métodos establecidos. Casi siempre trabajaba solo, habitualmente mientras caminaba y, con frecuencia, silbando a Bach. Nash no adquirió lo fundamental de sus conocimientos matemáticos mediante el estudio de lo que otros científicos habían desvelado, sino más bien a través del redescubrimiento de aquellas verdades por su propia cuenta. Impaciente por asombrar, estaba siempre pendiente de los problemas realmente importantes y, cuando se concentraba en un nuevo rompecabezas, veía dimensiones que la gente que de verdad conocía el tema —él nunca lo dominaba— descartaba de entrada por considerarlas ingenuas o inadecuadas; incluso cuando era estudiante mostró una indiferencia pasmosa frente al escepticismo, las dudas o las burlas de los demás.

La fe de Nash en la racionalidad y el poder del pensamiento puro era extrema, incluso para un matemático muy joven y para la nueva era de los ordenadores, los viajes espaciales y las armas nucleares; en una ocasión, Einstein lo reprendió por su pretensión de enmendar la teoría de la relatividad sin haber estudiado física.6 Sus héroes eran pensadores solitarios y superhombres como Newton y Nietzsche,7 y los ordenadores y la ciencia ficción constituían su pasión: consideraba que, en algunos aspectos, las «máquinas pensantes», como él las llamaba, eran superiores a los seres humanos.8 En un momento determinado, le fascinó la posibilidad de que las drogas pudieran aumentar el rendimiento físico e intelectual.9 Le seducía la idea de la existencia de razas alienígenas de seres hiperracionales que hubieran aprendido por sí mismos a hacer caso omiso de cualquier emoción.10 Racional hasta extremos compulsivos, habría deseado convertir todas las decisiones de la vida —tomar el primer ascensor que pasara o esperar al siguiente, en qué banco depositar su dinero, qué trabajo aceptar, casarse o no hacerlo— en cálculos de ganancias y pérdidas, en algoritmos o en reglas matemáticas que nada tuvieran que ver con las emociones, las convenciones y la tradición. Incluso el mero hecho de saludar de forma automática a Nash en un vestíbulo podía provocar como respuesta un furioso «¿Por qué me saluda usted?».11

En general, sus contemporáneos lo encontraban terriblemente extraño, y lo describían como «reservado», «arrogante», «carente de emociones», «distante», «espectral», «aislado» y «raro».12 Más que mezclarse con sus semejantes, Nash se yuxtaponía a ellos: absorto en su realidad particular, parecía no compartir las preocupaciones mundanas de los demás, y su actitud, ligeramente fría y con un cierto aire de superioridad y de secretismo, sugería algo «misterioso y antinatural». Su distanciamiento se veía interrumpido por arrebatos de locuacidad sobre temas como el espacio exterior y las tendencias geopolíticas, por travesuras infantiles y por impredecibles explosiones de cólera. Un matemático del Instituto de Estudios Avanzados recuerda su primer encuentro con Nash, en una multitudinaria fiesta estudiantil en Princeton:

Le distinguí muy claramente entre las muchas otras personas que se encontraban allí: estaba sentado en el suelo, en medio de un semicírculo, discutiendo sobre algo, y me causó desasosiego. Me produjo una sensación peculiar, una cierta extrañeza: de algún modo, era diferente. No me di cuenta del alcance de su talento; no podía imaginar que llevaría a cabo contribuciones tan importantes.13

Sin embargo, las realizó, y muy grandes, y la maravillosa paradoja es que sus ideas, en sí mismas, no eran oscuras. En 1958, la revista Fortune distinguió a Nash por sus logros en la teoría de juegos, la geometría algebraica y la teoría no lineal, definiéndolo como el más brillante de la joven generación de nuevos matemáticos polivalentes que trabajaban tanto en las matemáticas puras como en las aplicadas.14 La intuición de Nash sobre la dinámica de la competencia humana —su teoría sobre el conflicto y la cooperación racionales— estaba destinada a convertirse en una de las ideas más influyentes del siglo XX y a transformar la joven ciencia económica, del mismo modo que las ideas de Mendel acerca de la transmisión genética, el modelo de Darwin para la selección natural y la mecánica celeste de Newton hicieron cambiar en su día la biología y la física.

El primero que se dio cuenta de que el comportamiento social podía analizarse en términos de juegos fue John von Neumann, el gran matemático polivalente, húngaro de nacimiento, cuyo artículo de 1928 sobre los juegos de salón constituyó el primer intento exitoso de extraer reglas lógicas y matemáticas sobre la competencia.15 Del mismo modo que William Blake veía el universo en un grano de arena, con frecuencia los grandes científicos han buscado pistas sobre problemas vastos y complejos en los fenómenos insignificantes y familiares de la vida cotidiana: Isaac Newton alcanzó sus intuiciones sobre los cielos haciendo juegos malabares con bolas de madera; Einstein obtuvo las suyas contemplando una barca que remontaba un río, y Von Neumann reflexionó sobre el juego del póquer.

Una actividad aparentemente trivial y lúdica como el póquer podía contener, según sostenía Von Neumann, la clave de asuntos humanos más serios, y ello se debía a dos razones: en primer lugar, tanto el póquer como la competencia económica requieren cierto tipo de razonamiento que consiste en el cálculo racional de las ganancias y las pérdidas, y se basa en un sistema de valores dotado de coherencia interna («más es mejor que menos»); por otra parte, en ambos casos, el resultado que obtenga cualquier individuo no depende solo de sus propias acciones, sino también de las acciones independientes de los demás.

Con más de un siglo de antelación, el economista francés Antoine-Augustin Cournot había indicado que los problemas de la elección económica se simplificaban enormemente cuando no había presente ningún otro actor o bien cuando había una gran cantidad de ellos.16 Solo en su isla, Robinson Crusoe no debe preocuparse de otras personas cuyas acciones puedan afectarle, como tampoco tienen por qué hacerlo los carniceros y los panaderos de Adam Smith, que viven en un mundo con tantos agentes que sus acciones se anulan mutuamente. Sin embargo, cuando hay más de un agente, pero no tantos como para que se pueda ignorar sin peligro su influencia, el comportamiento estratégico plantea un problema aparentemente irresoluble: «Creo que cree que creo que cree...», y así sucesivamente.

Von Neumann logró proporcionar una solución convincente al problema del razonamiento circular aplicado a los juegos de dos participantes y suma cero, en los cuales la ganancia de un jugador significa la pérdida del otro. Sin embargo, los juegos de suma cero son los menos aplicables a la economía; como dice un autor, el juego de suma cero es a la teoría de juegos «lo que el blues de doce compases es al jazz: un caso extremo y un punto de partida histórico». En lo referente a las situaciones con muchos agentes y posibilidad de beneficios mutuos —el escenario normal de la economía—, a Von Neumann le falló su intuición superlativa: tenía el convencimiento de que los jugadores deberían formar coaliciones, adoptar acuerdos explícitos y recurrir a una autoridad superior y centralizada para que la aplicación de esos acuerdos fuera efectiva.17 Es muy posible que esa convicción reflejara la desconfianza de su generación, en los tiempos posteriores a la depresión y en medio de una guerra mundial, respecto al individualismo sin trabas: aunque Von Neumann participara escasamente de las opiniones progresistas de Einstein, Bertrand Russell y el economista británico John Maynard Keynes, sí compartía en parte su creencia de que ciertas acciones razonables desde el punto de vista del individuo podían producir el caos en la sociedad y, al igual que ellos, se adhirió a la solución que se proponía, con gran popularidad en aquel entonces, para el conflicto político en la era de las armas nucleares: el gobierno mundial.18

El joven Nash poseía intuiciones completamente diferentes: mientras que la preocupación principal de Von Neumann era el grupo, él se concentró en el individuo y, al hacerlo, consiguió que la teoría de juegos fuera significativa para la economía moderna. En su breve tesis doctoral, de tan solo veintisiete páginas, escrita cuando tenía veintiún años, Nash formuló una teoría para juegos en los cuales existía la posibilidad de ganancia mutua, y lo hizo gracias a un concepto que permitía poner fin a la cadena interminable de «Creo que crees que creo que crees...».19 La intuición de Nash consistía en que el juego se resolvería cuando todos los jugadores escogieran, de forma independiente, las mejores respuestas a las mejores estrategias de los demás.

De ese modo, un joven que aparentemente tenía tan poco contacto con las emociones de los demás, por no hablar de las suyas propias, pudo captar claramente que las motivaciones y comportamientos más humanos son tan misteriosos como las propias matemáticas, ese mundo de formas platónicas ideales aparentemente inventadas por la especie humana mediante la introspección pura y, sin embargo, vinculadas de algún modo con los aspectos más primarios y vulgares de la naturaleza. Ahora bien, Nash había crecido en una ciudad de las estribaciones de los Apalaches que había conocido un rápido crecimiento y en la cual se amasaban fortunas en los negocios duros y lucrativos del ferrocarril, el carbón, la chatarra y la energía eléctrica: la racionalidad individual y el interés particular, sin necesidad de acuerdos comunes sobre ningún tipo de bien colectivo, parecían suficientes para crear un orden tolerable. Bastaba un breve salto para pasar de las observaciones realizadas en su ciudad natal a concentrarse en la estrategia lógica necesaria para que el individuo maximizara sus propias ventajas y minimizara sus desventajas. Una vez explicado, el equilibrio de Nash parece obvio, pero, al formular el problema de la competencia económica de la forma en que lo hizo, Nash mostró que un proceso descentralizado de toma de decisiones podía ser efectivamente coherente, con lo cual proporcionó a la economía una versión actualizada y mucho más sofisticada de la gran metáfora de Adam Smith sobre la «mano invisible».

Antes de cumplir los treinta años, las intuiciones y descubrimientos de Nash le habían proporcionado reconocimiento, respeto y autonomía; se había labrado una brillante carrera hacia la cumbre de la profesión matemática, viajaba, pronunciaba conferencias, enseñaba, conocía a los matemáticos más famosos de su época y él mismo se había hecho famoso. Su genialidad también le proporcionó amor: se casó con una joven y hermosa estudiante de física que lo adoraba y tuvieron un hijo. Era una estrategia brillante: a tal genio, tal vida; la adaptación parecía perfecta.

Muchos grandes científicos y filósofos, entre los cuales se cuentan René Descartes, Ludwig Wittgenstein, Immanuel Kant, Thorstein Veblen, Isaac Newton y Albert Einstein, han tenido personalidades igualmente extrañas y solitarias.20 Los psiquiatras y biógrafos han observado desde hace mucho tiempo que un temperamento introvertido e indiferente a las emociones puede favorecer la creatividad científica, del mismo modo que las fluctuaciones espectaculares de humor pueden estar relacionadas en ocasiones con la expresión artística. En The Dynamics of Creation, el psiquiatra británico Anthony Storr sostiene que una persona que «teme al amor casi tanto como al odio» puede dedicarse a la actividad creativa no solo como resultado de una pulsión por experimentar placer estético o por el deleite de ejercitar una mente activa, sino también para defenderse de la ansiedad que le causan sus necesidades contradictorias de distanciamiento y de contacto humano.21 En la misma línea, el filósofo y literato francés JeanPaul Sartre definía la genialidad como «la brillante invención de alguien que busca una salida». Tras preguntarse por qué razón hay personas que, con frecuencia, están dispuestas a soportar la frustración y la desdicha con tal de crear algo, aun sin conseguir grandes recompensas por ello, Storr conjetura:

Algunas personas creativas ... de temperamento predominantemente esquizoide o depresivo ... utilizan sus capacidades creativas de forma defensiva; si el trabajo creativo protege a una persona de la enfermedad mental, no resulta nada extraño que se dedique a él con avidez. El estado esquizoide ... se caracteriza por una sensación de carencia de sentido y de futilidad: a la mayoría de personas, la interacción con los demás les proporciona casi todo lo que necesitan para encontrarle sentido y significado a la vida; sin embargo, ese no es el caso de la personalidad esquizoide, para la cual la actividad creativa constituye una forma especialmente adecuada de expresarse ... la actividad es solitaria ... [pero] en general la sociedad considera valiosas la capacidad de crear y las producciones que resultan de ella.22

Por supuesto, entre las personas que muestran «pautas permanentes de aislamiento social» e «indiferencia hacia las actitudes y sentimientos de los demás» —los rasgos definidores de la llamada personalidad esquizoide—, son pocas las que poseen un gran talento científico u otro tipo de aptitud creativa.23 Por otra parte, la inmensa mayoría de personas que manifiestan esos temperamentos extraños y solitarios nunca llegan a padecer enfermedades mentales graves,24 sino que, según afirma John G. Gunderson, psiquiatra de Harvard, tienden a «dedicarse a actividades solitarias que a menudo tienen relación con temas mecánicos, científicos, futuristas y otros que, en cualquier caso, no se refieren directamente al ser humano ... [y] es probable que, a medida que pase el tiempo, se muestren progresivamente cómodas, gracias a la formación de una red —distante pero estable— de relaciones con otras personas de su ámbito laboral».25 Los genios científicos, aunque sean excéntricos, rara vez llegan a volverse verdaderamente locos, lo cual constituye la mejor prueba de la naturaleza potencialmente protectora de la creatividad.26 Nash resultó ser una trágica excepción. Por debajo de la brillante superficie de su vida, todo era caos y contradicción: sus relaciones con otros hombres; una amante secreta y un hijo natural desatendido; una profunda ambivalencia respecto a la esposa que lo adoraba, a la universidad que lo había formado e incluso respecto a su país, y un miedo creciente y obsesivo al fracaso. Finalmente, el caos emergió, se desbordó y barrió el frágil edificio de su vida, construida con tanto esmero.

Los primeros signos visibles del deslizamiento de Nash desde la excentricidad hacia la locura se manifestaron cuando tenía treinta años y estaba a punto de convertirse en profesor titular del MIT. Aquellos episodios fueron tan enigmáticos y pasajeros que algunos colegas más jóvenes de Nash en aquella institución pensaron que se estaba burlando de ellos. Una mañana del invierno de 1959, entró en la sala de profesores con un ejemplar de The New York Times y comentó, sin dirigirse a nadie en particular, que el artículo del ángulo superior izquierdo de la primera página contenía un mensaje codificado, procedente de habitantes de otra galaxia, que solo él podía descifrar.27 Incluso meses más tarde, cuando ya había dejado de dar clases, había renunciado airadamente a su plaza de profesor y había sido internado en una clínica mental privada en las afueras de Boston, uno de los psiquiatras forenses más destacados del país —un experto que había testificado en el caso de Sacco y Vanzetti— insistió en que Nash estaba completamente cuerdo. Solo unas cuantas personas que habían asistido a su extraña transformación, entre ellas Norbert Wiener, comprendieron el verdadero significado de lo ocurrido.28

A los treinta años, Nash sufrió un primer y demoledor episodio de esquizofrenia paranoica, la enfermedad mental más catastrófica, multiforme y misteriosa que se conoce; durante las tres décadas siguientes, padeció graves delirios, alucinaciones y desórdenes intelectuales y emocionales, y su voluntad quedó anulada. Paralizado por el «cáncer de la mente», como se denomina en ocasiones a esa patología temida por todo el mundo, abandonó las matemáticas para volcarse en la numerología y la profecía religiosa, y creyó ser una figura mesiánica de enorme pero secreta importancia. Huyó a Europa varias veces, sufrió media docena de hospitalizaciones forzosas, que en ocasiones se prologaron hasta un año y medio, fue sometido a todo tipo de tratamientos farmacológicos y de choque, experimentó breves remisiones y vivió momentos de esperanza que solo duraron unos meses y, finalmente, se convirtió en un triste fantasma que, un año tras otro, rondaba por el campus de la Universidad de Princeton —donde en otros tiempos había sido un brillante estudiante de doctorado— vestido de forma extravagante, murmurando para sí mismo y escribiendo mensajes misteriosos en las pizarras.

Los orígenes de la esquizofrenia son misteriosos. La primera descripción de esa patología data de 1806, aunque nadie sabe a ciencia cierta si la enfermedad —o, mejor dicho, el grupo de enfermedades— existía desde mucho antes pero no había podido ser identificada o bien apareció con el inicio de la era industrial, como una plaga semejante al sida.29 La padece alrededor de un uno por ciento de la población de todos los países,30 y no se conocen las razones por las cuales afecta a unas personas y no a otras, aunque se sospecha que es el resultado de la combinación de una predisposición de origen hereditario con las tensiones de la vida.31 No se ha podido demostrar que ningún elemento ambiental, como la guerra, el encarcelamiento, las drogas o la educación, haya provocado, por sí mismo, ni un solo caso de la enfermedad.32 Actualmente, existe un consenso sobre el hecho de que la esquizofrenia tiende a producirse en el seno de ciertas familias, aunque no parece que la herencia, por sí sola, pueda explicar por qué razón un individuo concreto desarrolla la enfermedad.33

Eugen Bleuler, que acuñó la palabra «esquizofrenia» en 1908, describe un «tipo específico de alteración del pensamiento, las emociones y la relación con el mundo exterior».34 El término se refiere a una escisión de las funciones psíquicas que comporta «una destrucción peculiar de la coherencia interna de la personalidad psíquica».35 La persona que sufre los primeros síntomas experimenta un trastorno de todas las facultades, del tiempo, del espacio y del cuerpo.36 Ninguno de esos síntomas —percepción de voces, extraños delirios, apatía o agitación extremas, indiferencia respecto a los demás— es, considerado aisladamente, exclusivo de la enfermedad.37 Además, los síntomas son tan diferentes entre las distintas personas y en un mismo individuo a lo largo del tiempo, que la noción de «caso típico» es prácticamente inexistente. Incluso el grado de discapacidad —mucho más grave, como término medio, en los hombres que en las mujeres— varía enormemente. Según Irving Gottesman, un destacado investigador contemporáneo, los síntomas pueden provocar «una discapacidad ligera, moderada, grave o absoluta».38 Aunque Nash enfermó a los treinta años, la perturbación puede aparecer en cualquier momento entre la adolescencia y la madurez.39 El primer episodio puede durar unas semanas, meses o varios años, y es posible que a lo largo de la vida de una persona enferma solo se produzcan uno o dos brotes.40 Parece ser que Isaac Newton, que siempre fue un personaje excéntrico y solitario, sufrió un acceso psicótico con delirios paranoicos a los cincuenta y un años;41 el episodio, que tal vez se produjo a causa de un desengaño amoroso con un hombre más joven y del fracaso de sus experimentos de alquimia, marcó el final de la carrera académica de Newton, pero, aproximadamente al cabo de un año, el científico se recuperó y posteriormente ocupó una serie de altos cargos públicos y continuó recibiendo grandes honores. Sin embargo, lo más frecuente es que, como sucedió en el caso de Nash, los enfermos sufran numerosos episodios, de gravedad creciente, que se suceden a intervalos cada vez más breves. La recuperación, que casi nunca es completa, oscila entre un nivel socialmente tolerable y otro que quizá no requiera el internamiento permanente pero que, en realidad, no permite siquiera la apariencia de una vida normal.42

Más que cualquier síntoma, la característica que define la esquizofrenia es la profunda sensación de incomprensibilidad e inaccesibilidad que los enfermos suscitan en las demás personas; estas, según explican los psiquiatras, se sienten separadas por un «abismo imposible de describir» de individuos que parecen «completamente extraños, desconcertantes, increíbles, misteriosos e incapaces de experimentar empatía, incluso hasta el punto de resultar siniestros y terroríficos».43 En el caso de Nash, el comienzo de la enfermedad intensificó drásticamente, para muchos de quienes lo conocían, la percepción previa de que se hallaba esencialmente desconectado de ellos y resultaba completamente imposible conocerlo. Como escribe Storr:

Por más melancólico que pueda ser un depresivo, en general el observador tiene la sensación de que existe alguna posibilidad de contacto emocional con él. En cambio, la personalidad esquizoide parece encerrada en sí misma e inaccesible; su alejamiento del contacto con sus semejantes hace que su estado mental sea menos comprensible humanamente, ya que no comunica sus sentimientos. Si esa persona llega a ser psicótica (esquizofrénica), la ausencia de conexión con los demás y con el mundo exterior se hace más obvia, con el resultado de que la conducta y las palabras del enfermo parecen incoherentes e impredecibles.44

La esquizofrenia contradice la creencia, popular pero incorrecta, según la cual la locura consiste simplemente en cambios radicales de humor o en delirios febriles: un esquizofrénico no se halla en un estado permanente de desorientación o confusión como puede suceder, por ejemplo, con una persona que padezca una lesión cerebral o la enfermedad de Alzheimer,45 sino que puede mantener el control —de hecho suele hacerlo— sobre ciertos aspectos de la realidad circundante. Mientras estuvo enfermo, Nash viajó por Europa y América, consiguió asesoramiento legal y aprendió a diseñar programas informáticos sofisticados. La esquizofrenia también es distinta del síndrome maníaco-depresivo (actualmente conocido como trastorno bipolar), la perturbación con la cual se la confundió más frecuentemente en el pasado.

Si por algo se distingue la esquizofrenia, es porque, particularmente en sus primeras fases, puede ser una enfermedad caracterizada por el raciocinio.46 Desde finales del siglo XIX, los grandes estudiosos de la esquizofrenia observaron que entre los enfermos había personas inteligentes y que los delirios que a menudo, aunque no siempre, acompañaban el trastorno incluían itinerarios mentales sutiles, sofisticados y complejos. Emil Kraepelin, que propuso una primera definición de la enfermedad en 1896, describió la «demencia precoz», como él la denominaba, no como la destrucción de la razón, sino como un «mal que afecta principalmente a la vida emocional y la voluntad».47 Louis A. Sass, psicólogo de la Universidad Rutgers, la define «no [como] una huida de la razón, sino [como] una exacerbación de la enfermedad total que imaginó Dostoyevski ... [y que] por lo menos en algunas de sus formas ... [supone] una intensificación y no un ofuscamiento del conocimiento consciente, y una alienación que no afecta a la razón, sino a las emociones, los instintos y la voluntad».48

No se puede describir el humor de Nash, en los inicios de su enfermedad, como maníaco ni melancólico, sino más bien como un estado de conciencia agudizada, de atención y vigilancia insomnes: comenzó a pensar que muchas de las cosas que veía —un número de teléfono, una corbata roja, un perro que trotaba por la acera, una letra del alfabeto hebraico, un lugar de nacimiento, una frase en The New York Times— poseían un significado oculto que solo resultaba evidente para él, y esos signos se le hicieron cada vez más irresistibles, hasta el punto de que dejó de prestar atención a sus intereses y preocupaciones habituales. Al mismo tiempo, creía que estaba a punto de alcanzar revelaciones cósmicas: afirmó que había encontrado una solución al mayor problema irresoluto de las matemáticas puras, la llamada hipótesis de Riemann; luego dijo que estaba empeñado en la tarea de «reescribir los fundamentos de la física cuántica» y, más adelante, aseguró, en un torrente de cartas dirigidas a antiguos colegas, que había descubierto enormes conspiraciones y el significado secreto de los números y los textos bíblicos. En una carta al algebrista Emil Artin, a quien se dirigía como «gran nigromante y numerólogo», Nash escribía:

He estado reflexionando sobre cuestiones algerbíacas [sic] y he observado algunas cosas interesantes que también podrían ser de su interés ... Hace algún tiempo, me asaltó la idea de que los cálculos numerológicos dependientes del sistema decimal tal vez no fueran suficientemente intrínsecos y que también el lenguaje y la estructura del alfabeto podrían contener antiguos estereotipos culturales que dificultarían el comprender [sic] claro o el pensamiento imparcial ... Anoté rápidamente una nueva secuencia de símbolos ... Estaban asociados con un sistema (de hecho natural, aunque tal vez no ideal desde el punto de vista del cálculo, pero adecuado para rituales místicos, encantamientos y similares) de representación de los números enteros por medio de símbolos, basado en los productos de números primos sucesivos.49

Probablemente había una predisposición a la esquizofrenia que era consustancial al insólito estilo de pensamiento matemático de Nash, pero la manifestación completa de la enfermedad devastó su capacidad de realizar un trabajo creativo. Sus visiones, que en el pasado habían sido reveladoras, se volvieron progresivamente oscuras, contradictorias y llenas de significados estrictamente privados y solo accesibles para él. Su antigua convicción de que el universo era racional evolucionó hacia una caricatura de sí misma y se transformó en una creencia inconmovible en que todo tenía sentido, todo tenía una razón y nada dependía del azar o la coincidencia. Durante gran parte del tiempo, los excesivos delirios lo aislaban de la dolorosa realidad de todo lo que había perdido, aunque luego experimentaba terribles ráfagas de conciencia; de cuando en cuando, se quejaba amargamente de su incapacidad para concentrarse y para recordar las matemáticas, un hecho que atribuía a los tratamientos de choque;50 a veces contaba a otras personas que la inactividad forzosa le hacía sentirse inútil y avergonzado de sí mismo.51 Era más frecuente que expresara su sufrimiento sin palabras: en una ocasión, en algún momento de la década de 1970, estaba sentado, solo como de costumbre, a una mesa del comedor del Instituto de Estudios Avanzados, el refugio de sabios donde una vez había confrontado sus ideas con las de Einstein, Von Neumann y Robert Oppenheimer; aquella mañana, según recuerda un profesor del instituto, Nash se levantó, caminó hasta una pared y permaneció allí durante muchos minutos, golpeándose la cabeza contra el muro, lentamente, una y otra vez, con los ojos fuertemente cerrados, los puños apretados y la cara retorcida por la angustia.52

Mientras Nash, como persona, permanecía sumido en un estado de ensueño, convertido en un fantasma que durante los años setenta y ochenta rondaba por Princeton haciendo garabatos en las pizarras y estudiando textos religiosos, su nombre comenzó a aparecer por todas partes: en libros de texto de economía, en artículos sobre biología evolutiva, en tratados de ciencia política y en revistas matemáticas. No aparecía tanto en citas explícitas de los textos que había escrito en los años cincuenta como en forma de adjetivo aplicado a conceptos de aceptación tan universal y tan conocidos como parte integrante de los fundamentos de muchas disciplinas que no requerían una referencia específica: «equilibrio de Nash», «solución de Nash a la negociación», «programa de Nash», «resultado de De Giorgi-Nash», «inmersión de Nash», «teorema de Nash-Moser», «blowing up de Nash».53 Cuando, en 1987, apareció una nueva y monumental enciclopedia de economía, The New Palgrave, sus compiladores indicaron que la revolución de la teoría de juegos que había sacudido aquella disciplina «se efectuó sin la contribución evidente de ningún nuevo teorema matemático fundamental distinto de los de Von Neumann y Nash».54

Aun cuando las ideas de Nash iban adquiriendo mayor influencia en campos tan dispares que ya casi nadie relacionaba al Nash de la teoría de juegos con el Nash geómetra o el Nash analista, el hombre permanecía oculto en la oscuridad. La mayoría de los jóvenes matemáticos y economistas que utilizaban sus ideas daban sencillamente por sentado, teniendo en cuenta las fechas de publicación de sus artículos, que había muerto, mientras que los miembros de la profesión que sabían que vivía y tenían conocimiento de su trágica enfermedad también se referían a él, en ocasiones, como si hubiera fallecido. En 1989, una propuesta para someter a votación la candidatura de Nash como posible miembro de la Sociedad Econométrica fue considerada por algunos responsables de la asociación como un gesto muy romántico pero esencialmente frívolo, y resultó rechazada.55 En The New Palgrave no apareció ninguna semblanza biográfica de Nash junto a la media docena de perfiles de otros pioneros de la teoría de juegos.56

Por aquella época, durante sus paseos cotidianos por Princeton, Nash solía aparecer casi todos los días por el Instituto de Estudios Avanzados a la hora del desayuno. A veces pedía un cigarrillo o algunas monedas, pero por regla general permanecía aislado, como una figura silenciosa y furtiva, gris y desvaída. Se sentaba solo en un rincón, bebía café, fumaba y esparcía sobre la mesa un montón de papeles ajados que siempre llevaba consigo.57

Freeman Dyson, uno de los gigantes de la física teórica del siglo XX, antiguo prodigio de las matemáticas y autor de una docena de libros de divulgación científica repletos de metáforas, tenía por aquel entonces sesenta y tantos años —unos cinco más que Nash— y era una de las personas que veía diariamente a Nash en el instituto.58 Dyson es un hombre menudo y vivaracho, padre de seis hijos, nada distante en el trato, y posee un agudo interés por la gente, una característica que no es frecuente en algunos colegas suyos; era, además, uno de los que solía saludar a Nash, sin esperar ninguna respuesta, sino simplemente como muestra de respeto.

Una de aquellas mañanas grises, a fines de la década de 1980, Dyson le dio, como de costumbre, los buenos días a Nash, y este le dijo:

—Hoy he vuelto a ver a su hija en el noticiario

Esther, la hija del físico, es una conocida autoridad en el campo de la informática. Dyson, que nunca había oído a Nash pronunciar una sola palabra, diría más tarde:

—No tenía ni idea de que supiera de su existencia. Fue magnífico, y recuerdo claramente el asombro que sentí; lo que me pareció más maravilloso fue aquel lento despertar: poco a poco, de algún modo, se despertó. Ninguna otra persona se ha despertado de la forma en que él lo hizo.

Luego vinieron otros signos de recuperación. Hacia 1990, Nash inició una correspondencia, por medio del correo electrónico, con Enrico Bombieri, que durante muchos años fue una de las estrellas del profesorado de matemáticas del Instituto de Estudios Avanzados.59 Bombieri, un italiano erudito y enérgico, posee la medalla Fields —el equivalente al Nobel de Matemáticas—, y también se dedica a pintar al óleo, recoger setas y pulir piedras preciosas; además, es un especialista en teoría de los números que ha trabajado durante mucho tiempo sobre la hipótesis de Riemann. El intercambio entre los dos personajes se centró en distintas especulaciones y cálculos que Nash había emprendido en relación con la llamada conjetura ABC. Las cartas mostraban que Nash estaba dedicándose de nuevo a realizar auténticas investigaciones matemáticas. Bombieri afirma:

—Seguía estando muy encerrado en sí mismo, pero, en algún momento, empezó a hablar con la gente; a partir de entonces, conversamos ampliamente sobre teoría de los números, a veces en mi despacho, otras tomando un café en el comedor, y posteriormente comenzamos a escribirnos por correo electrónico. Posee una mente aguda ... todas sus sugerencias tienen una solidez ... [que] no es frecuente ... Normalmente, cuando alguien empieza a dedicarse a un campo de conocimiento, suele fijarse solo en lo obvio, en lo que ya se sabe. En su caso no es así: mira las cosas desde un ángulo ligeramente diferente.

Una recuperación espontánea de la esquizofrenia —que se sigue considerando una enfermedad degenerativa que conduce a la demencia— es tan rara, especialmente después de un curso tan largo y grave como el de Nash, que, cuando sucede, los psiquiatras ponen sistemáticamente en cuestión la validez del diagnóstico inicial.60 Sin embargo, personas como Dyson y Bombieri, que durante años, antes de ser testigos de la transformación, habían visto a Nash deambular por Princeton, no tienen ninguna duda respecto al hecho de que, en los primeros años noventa, aquel hombre se convirtió en un «milagro viviente».

Ahora bien, es muy probable que el proceso seguido por Nash, por más espectacular que resultara para quienes vivían en Princeton, hubiera pasado desapercibido a los ojos de muchas personas ajenas a aquel Olimpo intelectual, de no haber sido por otro episodio que también ocurrió allí al terminar la primera semana de octubre de 1994.

Se estaba clausurando un seminario de matemáticas y Nash, que por aquel entonces asistía regularmente a aquellos encuentros y a veces incluso planteaba alguna pregunta o proponía alguna conjetura, estaba a punto de escabullirse, cuando Harold Kuhn, profesor de matemáticas de la universidad y el mejor amigo de Nash, lo alcanzó en la puerta.61 Aquel mismo día, Kuhn ya le había telefoneado y le había propuesto que fueran a comer juntos al terminar la sesión; el clima era tan agradable, se estaba tan bien al aire libre y los bosques del instituto eran tan luminosos que los dos hombres acabaron sentándose en un banco situado frente al edificio de matemáticas, en el límite de un extenso prado y ante una pequeña y graciosa fuente japonesa.

Hacía casi cincuenta años que Kuhn y Nash se conocían; ambos se habían doctorado en Princeton a finales de los años cuarenta, habían tenido los mismos profesores, habían conocido a las mismas personas y se habían movido en los mismos círculos de la élite matemática. Cuando eran estudiantes no entablaron amistad, pero Kuhn, que desarrolló la mayor parte de su carrera en Princeton, nunca perdió por completo el contacto con Nash y, cuando este se volvió más accesible, consiguió establecer una relación bastante regular con él. Kuhn es un hombre perspicaz, enérgico y sofisticado que carece del lastre de la «personalidad del matemático»; no se trata de un académico típico: es un apasionado de las artes y las causas políticas progresistas y se interesa por la vida de los demás en la misma medida en que Nash se muestra indiferente respecto a ellas. Formaban una extraña pareja, cuyo vínculo no era el temperamento o la experiencia, sino un amplio bagaje de recuerdos y vivencias comunes.

Kuhn, que había ensayado minuciosamente lo que iba a decir, no se anduvo con rodeos:

—Tengo algo que decirte, John —comenzó.

Al principio, Nash, como de costumbre, evitó mirar a Kuhn a la cara y mantuvo la mirada fija en un punto situado a cierta distancia. Kuhn prosiguió: a la mañana siguiente, probablemente alrededor de las seis de la madrugada, Nash iba a recibir en su casa una importante llamada telefónica procedente de Estocolmo, del secretario general de la Academia Sueca de Ciencias. Repentinamente, la voz de Kuhn se volvió ronca debido a la emoción, mientras Nash volvía la cabeza y se concentraba en cada palabra:

—Te dirá, John —concluyó Kuhn— que has ganado el premio Nobel.

Esta es la historia de John Forbes Nash, junior. Es una historia sobre el misterio de la mente humana y consta de tres actos: genio, locura y despertar.

PRIMERA PARTE. UNA MENTE PRODIGIOSA

PRIMERA PARTE

UNA MENTE PRODIGIOSA

1. BLUEFIELD

1

BLUEFIELD

1928-1945

Me enseñaron a sentir, quizá demasiado,

el poder autosuficiente de la soledad.

WILLIAM WORDSWORTH

Uno de los primeros recuerdos que conserva John Nash es el de escuchar, cuando era un niño de dos o tres años, a su abuela materna tocar el piano en el salón de la vieja casa de la calle Tazewell, en lo alto de una colina ventosa que domina la ciudad de Bluefield, en Virginia Occidental.1

En aquel mismo salón se habían casado sus padres a las ocho de la mañana del sábado 6 de septiembre de 1924, al ritmo de los acordes de un himno protestante y entre grandes cantidades de hortensias azules, varas de oro, rudbeckias y margaritas blancas y amarillas.2 El novio, de treinta y dos años, era alto y distinguido. La novia, cuatro años más joven, era una esbelta belleza de ojos oscuros, y el vestido ajustado, de terciopelo marrón —quizá había elegido aquella tonalidad oscura en señal de respeto por su padre, fallecido hacía poco tiempo—, realzaba su fina cintura y su espalda larga y grácil; llevaba un ramo de las mismas flores, escogidas según el gusto antiguo, que llenaban la estancia y también se entrelazaban en su abundante pelo castaño. El efecto visual, en lugar de ser apagado, resultaba luminoso: los marrones y dorados brillantes, que habrían hecho que una mujer de tez más clara, más típicamente sureña, pareciera pálida, embellecían el color de su piel y le conferían un aire llamativo y sofisticado.

La ceremonia, concelebrada por dos pastores de la Iglesia Episcopal de Cristo y la Iglesia Metodista de la calle Bland, fue sencilla y breve, y a ella asistieron menos de una docena de familiares y viejos amigos. A las once, los recién casados ya estaban diciendo adiós desde la vistosa verja de hierro forjado que había frente a la casa blanca, de planta irregular, construida en la década de 1890. Luego, según la crónica que apareció algunas semanas más tarde en el boletín informativo de la compañía Appalachian Power & Light, subieron al Dodge nuevo y reluciente del novio para realizar un «extenso viaje» por varios estados del norte.3

El estilo romántico de la boda y el carácter aventurero de la luna de miel sugerían ciertas cualidades de la pareja —que ya no estaba en la flor de la juventud— que, de algún modo, la distinguían del resto de la sociedad de aquella pequeña ciudad estadounidense.

John Forbes Nash senior era, según su hija Martha Nash Legg, «respetable, trabajador y muy serio: un hombre conservador en todos los aspectos».4 Natural de Texas, procedía de la clase acomodada rural: maestros y granjeros, puritanos y baptistas escoceses, piadosos y austeros, que emigraron hacia el oeste desde Nueva Inglaterra y el sur profundo.5 Nació en 1892 en la hacienda que sus abuelos maternos poseían a orillas del río Rojo, en el norte de Texas, y fue el menor de los tres hijos de Martha Smith y Alexander Quincy Nash.

Su infancia fue infeliz, en gran medida a causa del desventurado matrimonio de sus padres. La necrología de Martha Nash hace referencia a «numerosas y pesadas cargas, responsabilidades y desilusiones que pusieron a prueba su sistema nervioso y sus fuerzas físicas».6 La carga principal era Alexander, un individuo extraño e inestable, perdulario y mujeriego, que abandonó a su esposa y sus tres hijos o, más probablemente, fue expulsado de casa. No está claro el momento exacto en que Alexander abandonó a su familia para siempre, ni qué fue de él después de su partida, pero estuvo presente el tiempo suficiente para ganarse la hostilidad permanente de sus hijos e infundir en el más joven un ansia de respetabilidad que nunca le abandonaría.

—Le preocupaban mucho las apariencias —dice de él su hija Martha— quería que todo fuera completamente respetable.7

La madre de John Nash senior era una mujer muy inteligente y llena de recursos. Después de separarse de su marido, mantuvo a sus dos hijos y a su hija por sus propios medios, trabajando durante muchos años como administradora en el Colegio Baylor, una institución baptista para mujeres jóvenes situada en Belton, en el centro de Texas. Las necrologías aluden a su «excelente talento directivo» y su «notable capacidad de gestión»; según el Baptist Standard, «era una mujer de una competencia poco común ... era capaz de dirigir grandes empresas ... una hija auténtica de la auténtica aristocracia del sur». También se dice de Martha que era piadosa y diligente, una «madre eficiente y dedicada», pero la lucha constante contra la pobreza, la mala salud y el desaliento, junto con la vergüenza de crecer en un hogar sin padre, dejaron huella en John senior y contribuyeron a sus posteriores dificultades para expresar las emociones en la relación con sus propios hijos.

Rodeado de infelicidad en su hogar, John senior encontró consuelo y seguridad en el ámbito de la ciencia y la tecnología. Con la ayuda de su hermano mayor Jesse, que se licenciaría en el MIT, acudió a una escuela preparatoria del ejército, estudió ingeniería eléctrica en la Escuela Agrícola y Mecánica de Texas (conocida como Texas A & M) y obtuvo su título hacia 1912. Poco después de que Estados Unidos entrara en la Primera Guerra Mundial, se alistó en el ejército y pasó la mayor parte de su servicio activo durante el conflicto en Francia, como teniente de la 144.ª División Logística de Infantería. Cuando regresó a Texas no volvió a su antiguo trabajo en la General Electric, sino que quiso probar la enseñanza y dio clases a los estudiantes de ingeniería de la Texas A & M. Teniendo en cuenta su preparación y sus intereses, es muy posible que concibiera esperanzas de desarrollar una carrera académica, pero, si fue así, aquellas expectativas quedaron en nada: al terminar el curso, aceptó un puesto en Bluefield, en la Appalachian Power, que se había convertido ya en la American Electric Power, la empresa de servicio público en la cual trabajaría durante los siguientes treinta y ocho años. En junio ya estaba viviendo en un piso de alquiler en Bluefield.

Las fotografías de Margaret Virginia Martin —conocida por Virginia— correspondientes a la época de su noviazgo con John senior muestran a una mujer sonriente y vivaz, elegante y de figura estilizada. Una crónica la definía como «una de las jóvenes damas más encantadoras y cultas de la comunidad».8 Extrovertida y enérgica, Virginia poseía un espíritu más libre y menos rígido que su marido —un hombre tranquilo y reservado— y constituyó una presencia mucho más activa en la vida de su hijo. Tenía tanta vitalidad y tanto vigor que, años después, su hijo John, que entonces ya sobrepasaba los treinta y se encontraba gravemente enfermo, se negó a aceptar la noticia de que la habían internado a causa de una «crisis nerviosa», porque le pareció simplemente imposible que tal cosa hubiera sucedido; en 1969, acogió con similar incredulidad la noticia de su muerte.9

Al igual que su marido, Virginia creció en una familia que concedía un gran valor a la religión y a la educación superior; sin embargo, ahí terminaban todas las similitudes entre ambos. Virginia era una de las cuatro hijas supervivientes de un prestigioso médico, James Everett Martin, y su esposa, que se habían trasladado a Bluefield desde Carolina del Norte a principios de la década de 1890. La muchacha estudió inglés, francés, alemán y latín, primero en el Colegio Martha Washington y luego en la Universidad de Virginia Occidental. Cuando conoció a su futuro marido, ya llevaba seis años dedicada a la enseñanza; era una maestra nata, y más adelante aplicaría esa capacidad a la educación de su hijo, por otro lado ya dotado de talento propio.

Al regresar de la luna de miel, la pareja se instaló en la casa de la calle Tazewell con la madre y las hermanas de Virginia, y John senior volvió a la Appalachian Power para reemprender su trabajo, que en aquellos años consistía principalmente en viajar en coche por todo el estado para inspeccionar líneas eléctricas situadas en lugares remotos. En cambio, Virginia no regresó a la enseñanza, ya que, al igual que sucedía en la mayoría de distritos escolares de Estados Unidos durante los años veinte, el condado de Mercer prohibía el ejercicio de la enseñanza a las mujeres casadas, que perdían el trabajo en el mismo momento de contraer matrimonio.10 Ahora bien, al margen de la renuncia forzosa, el marido de Virginia tenía el poderoso convencimiento de que debía mantener a su esposa y protegerla de lo que él consideraba la vergüenza de tener que trabajar, una opinión heredada de su propia experiencia familiar.

Bluefield, que recibe su nombre de la achicoria azul que aún hoy crece en los valles circundantes y en las mismas calles y callejones de la ciudad, debe su existencia a las colinas onduladas y llenas de carbón —«la región más agreste y romántica que se puede encontrar en las montañas de Virginia y Virginia Occidental»— que rodean la pequeña y remota ciudad.11 En la década de 1890, la compañía ferroviaria Norfolk & Western, llevada por un espíritu de «fuerza bruta e ignorancia», construyó una línea desde Roanoke hasta Bluefield, que se encuentra en los Apalaches, en el extremo más oriental del gran filón de carbón de Pocahontas. Durante mucho tiempo, Bluefield fue un puesto avanzado —provisional pero eficiente—, en el cual los comerciantes judíos, los trabajadores afroamericanos de la construcción y los granjeros del condado de Tazewell luchaban por ganarse la vida, mientras los empresarios millonarios del carbón —la mayoría de los cuales vivían en Bramwell, a unos quince kilómetros de distancia— se enfrentaban a los peones italianos, húngaros y polacos, y John L. Lewis, del Sindicato de Mineros (cuyas siglas en inglés son UMW) se sentaba con los patrones para negociar los contratos, unas conversaciones que a menudo desembocaban en las huelgas y cierres patronales sangrientos documentados en la película Matewan, de John Sayles.

Ahora bien, hacia los años veinte, cuando los Nash se casaron, el carácter de Bluefield ya estaba cambiando: la ciudad, situada exactamente en la línea entre Chicago y Norfolk, se estaba convirtiendo en un importante nudo ferroviario y había atraído ya a una próspera clase acomodada formada por cuadros intermedios, abogados, pequeños hombres de negocios, religiosos y maestros.12 Se había formado un verdadero centro urbano, con edificios de oficinas hechos de granito y grandes almacenes, y también se habían construido hermosas iglesias por toda la ciudad; las colinas se iban salpicando de confortables casas de madera con jardines pequeños y hermosos, bordeados de setos de hibisco; la ciudad ya poseía un diario, un hospital y un hogar de ancianos, y florecían las instituciones de enseñanza, desde parvularios privados y escuelas de baile hasta dos pequeñas escuelas profesionales superiores, una para blancos y otra para negros. La radio, el telégrafo y el teléfono, así como el ferrocarril y, cada vez más, el automóvil, aliviaban la sensación de aislamiento.

Bluefield no era una «comunidad de sabios», como diría más tarde John Nash, con algo más que un toque de ironía:13 su bulliciosa actividad comercial, su respetabilidad protestante y su esnobismo provinciano no podían estar más lejos del ambiente de los viveros intelectuales de Budapest y Cambridge de donde surgieron Von Neumann y Norbert Wiener. Sin embargo, durante la infancia de John Nash, la ciudad poseía un grupo considerable de personas con intereses científicos y talento tecnológico, hombres como John senior, que fueron hasta allí atraídos por el ferrocarril, las empresas de servicios públicos y las compañías mineras.14 Algunos de los que acudieron a trabajar para las empresas acabaron por ser profesores de ciencias en el instituto de enseñanza secundaria o en una de las dos escuelas profesionales superiores de la ciudad. En su nota autobiográfica, Nash describe como «un reto» el hecho de «tener que aprender del conocimiento del mundo en lugar de hacerlo del conocimiento de la comunidad más cercana»,15 pero, en realidad, Bluefield ofrecía una cantidad considerable de estímulos —aunque, hay que admitirlo, todos ellos de tipo práctico— para una mente curiosa; se diría que la carrera posterior de John Nash como matemático polifacético, por no hablar de cierto pragmatismo de su personalidad, tiene algo que ver con los años que pasó en Bluefield.

Por encima de cualquier otra cosa, los recién casados Nash eran unos luchadores: sólidos miembros de una nueva clase media profesional norteamericana, caracterizada por la movilidad social ascendente, formaron una estrecha alianza y se consagraron a alcanzar la seguridad financiera y un lugar respetable en la pirámide social de la ciudad.16

John senior conservó su empleo en la Appalachian durante toda la depresión de los años treinta. En aquel período, a la joven familia las cosas le fueron mejor que a muchos de sus convecinos y de quienes asistían a la iglesia con ellos, especialmente los pequeños empresarios. El sueldo de John senior, aunque no se pudiera calificar precisamente de generoso, era estable, y la austeridad hizo el resto: sopesaban minuciosamente todas las decisiones que comportaran desembolsos de dinero, por modestos que fueran, y muy a menudo la conclusión a la que llegaban era la de evitar, posponer o reducir los gastos. En aquellos tiempos no era posible obtener hipotecas y tampoco existían pensiones, ni siquiera para un joven cuadro intermedio de una de las mayores empresas de servicio público del país.

Aunque los Nash iniciaron su vida de padres de familia en una casa de alquiler que era propiedad de Emma Martin, pronto pudieron mudarse a su propio hogar, una casa de tres habitaciones, modesta pero confortable, situada en una de las mejores zonas de la ciudad, Country Club Hill. Construida en parte con bloques de materiales de desecho que John senior pudo comprar a precio de ganga en una planta cercana de procesamiento de carbón perteneciente a la Appalachian, la casa se parecía bien poco a las imponentes residencias de las familias de los industriales del carbón que había esparcidas por la colina. Sin embargo, estaba a unos pocos centenares de metros de la cima donde se encontraba el club, la había construido un arquitecto local siguiendo las indicaciones de los Nash, y poseía todas las comodidades a las que en aquella época podía aspirar una familia de clase media de una pequeña ciudad: una sala de estar donde se podía recibir adecuadamente al grupo de bridge de Virginia —la estancia estaba provista de chimenea, librerías empotradas y elegantes remates de madera en la parte superior de todas las puertas—, una cocina pequeña y pulcra con un rincón para comer, un comedor donde se servían las cenas de los domingos, a base de pollo y gofres, un semisótano que podría albergar la habitación de una doncella —en el supuesto de que algún día fuera posible emplear para esas tareas a una persona a jornada completa— y un cuarto separado para cada uno de los dos hijos.

Por más que se vieran obligados a ahorrar, los Nash consiguieron mantener las apariencias: Virginia llevaba bonitos vestidos, la mayor parte de los cuales se confeccionaba ella misma, y se permitía el lujo de acudir semanalmente a un salón de belleza; cuando se mudaron a su propia casa, contrataron a una mujer de la limpieza que acudía una vez a la semana; Virginia siempre tuvo a su disposición un coche —habitualmente un Dodge—, lo cual no era nada corriente para la época, ni siquiera entre las familias de clase media; por supuesto, John senior conducía un automóvil de la empresa, generalmente un Buick. Los Nash eran una pareja fiel y bien avenida.

John Forbes Nash junior nació el 13 de junio de 1928, casi exactamente cuatro años después del matrimonio de sus padres. Virginia no dio a luz en casa, sino en el sanatorio de Bluefield, un pequeño hospital de la calle Ramsey que desde hace mucho tiempo se dedica a otros usos. Aparte de ese dato, que proporciona nuevos indicios sobre las confortables condiciones de vida de los Nash, no se sabe nada más de la llegada de John al mundo. ¿Tuvo Virginia la gripe durante su embarazo invernal? ¿Hubo otras complicaciones? ¿Fue preciso emplear fórceps durante el parto? El contacto con algún virus en el útero o una lesión imperceptible sufrida durante el parto podrían haber intervenido en la posterior enfermedad mental de John, pero no se conserva ninguna información ni ningún recuerdo que sugieran tales circunstancias. Según le contó tiempo después Virginia a su hija, en el parto no fue necesario emplear anestesia y, por lo que recuerdan todos los testigos que aún viven, aquel niño de más de tres kilos de peso tenía aspecto saludable. Lo bautizaron enseguida en la iglesia episcopaliana que había en la calle Tazewell, justo enfrente de la casa de los Martin, y le pusieron el nombre completo de su padre, aunque todo el mundo le llamaría Johnny.

Era un niño extraño, solitario e introvertido.17 La opinión tradicionalmente aceptada sobre los orígenes de la personalidad esquizoide sostenía que los malos tratos, la falta de cuidados o el abandono hacían que el niño, ya a una edad muy temprana, renunciara a la posibilidad de obtener gratificación a partir de las relaciones con sus semejantes.18 No cabe ninguna duda de que Johnny Nash no se ajustaba a ese paradigma —actualmente desacreditado—, ya que sus padres, y en especial su madre, le dedicaron todo su cariño. En general, las biografías de muchos personajes brillantes que durante la infancia manifestaron un carácter peculiar y solitario permiten suponer que un niño introvertido puede reaccionar al entrometimiento de los adultos encerrándose todavía más en su mundo personal; que es posible que los esfuerzos por hacerle obedecer choquen con su firme resolución de hacer las cosas a su manera, o tal vez que la incomprensión y las burlas de otros niños pueden producir un efecto similar. Sin embargo, los datos de la infancia de Nash, que en muchos aspectos fue típica de las clases cultas de las pequeñas ciudades norteamericanas de aquella época, inducen a pensar que, muy probablemente, su personalidad fuera innata.

Como sugiere el vívido recuerdo de la abuela tocando el piano, buena parte de la infancia de Johnny transcurrió en compañía no solo de la madre que lo adoraba, sino también de su abuela, sus tías y sus jóvenes primos.19 La casa de la calle Highland adonde se mudaron los Nash poco después del nacimiento de John estaba a poca distancia de la calle Tazewell, y Virginia siguió pasando mucho tiempo en su antiguo hogar, incluso después del nacimiento de Martha, la hermana pequeña de Johnny, en 1930. Sin embargo, cuando Johnny tenía siete u ocho años, sus tías ya habían empezado a notar que tenía demasiado interés por los libros y que era un poco extraño. Mientras que Martha y sus primos montaban en caballos de madera, recortaban muñecas de papel de viejos libros y jugaban a las casitas y al escondite en la buhardilla «casi terrorífica pero bonita», a Johnny se le podía encontrar casi siempre en el salón, con la nariz metida en un libro o una revista. Cuando estaba en casa, y a pesar de la insistencia de su madre, ignoraba a los niños de la vecindad y prefería no salir y quedarse solo; su hermana pasaba la mayor parte del tiempo libre en la piscina, jugando a la pelota o participando en batallas con manzanas silvestres y palos largos y delgados, pero Johnny jugaba por su cuenta con aviones y coches de juguete.

Aunque no fue un niño prodigio, Johnny era un muchacho despierto y curioso, y su madre, que siempre fue la persona con quien tuvo mayor proximidad, reaccionó haciendo de la educación del chico uno de los objetivos principales de su considerable energía.

—Mamá era una maestra nata —indica Martha—. Le gustaba leer y enseñar; no era una simple ama de casa

Virginia, que se implicó activamente en la Asociación de Padres y Maestros, enseñó a leer a Johnny cuando este tenía cuatro años, lo envió a un parvulario privado, consiguió que comenzara la escuela elemental con medio año de antelación, le ayudó a estudiar en casa y, más tarde, cuando empezó la enseñanza secundaria, lo inscribió también en la escuela profesional de Bluefield para que asistiera a clases de inglés, ciencias y matemáticas. La mano de John senior en la educación de su hijo no era tan visible, pero, a pesar de que se mantenía más distante de los niños que Virginia, compartía con ellos sus intereses —por ejemplo, los domingos solía llevarse en coche a Johnny y Martha para inspeccionar las líneas eléctricas— y, lo que es más importante, daba respuesta a las incesantes preguntas de su hijo sobre electricidad, geología, climatología, astronomía y otros temas referentes a la tecnología y la naturaleza. Un vecino recuerda que John senior siempre se dirigía a sus hijos como si fueran adultos:

—Nunca le dio a Johnny un libro para colorear; siempre le daba libros sobre ciencia.20

En los primeros años de escuela, la inmadurez de Johnny y sus dificultades para relacionarse resultaron más evidentes que cualquier talento intelectual particular. Los maestros lo describían como un muchacho que no sacaba todo el fruto posible de sus capacidades. Soñaba despierto o hablaba constantemente, y le costaba obedecer, lo cual provocó algún conflicto entre él y su madre. Su boletín de notas de cuarto curso de primaria, en el cual las calificaciones más bajas correspondían a música y matemáticas, incluía una observación según la cual Johnny debía «esforzarse más y mejorar sus hábitos de estudio y su respeto por las normas». Agarraba el lápiz como si fuera un palo, escribía con muy mala letra y mostraba una cierta tendencia a utilizar la mano izquierda; John senior insistía en que empleara solo la derecha y, finalmente, Virginia lo inscribió en un curso de caligrafía en la escuela local de secretaría, donde adquirió un cierto estilo de caligrafía y también aprendió a escribir a máquina. Un recorte de periódico del álbum de Virginia muestra a Johnny sentado en clase, rodeado de hileras y más hileras de muchachas adolescentes, con los ojos hundidos y una increíble expresión de aburrimiento. Las quejas por su mala letra, por hablar cuando no le correspondía o incluso por «monopolizar las discusiones en clase», así como por su descuido, le persiguieron hasta que terminó la enseñanza secundaria.21

Sus mejores amigos eran los libros, y nada le hacía más feliz que aprender por su cuenta. Nash alude indirectamente a esas preferencias en su nota autobiográfica:

Mis padres me proporcionaron una enciclopedia, la Compton’s Pictured Encyclopedia, de cuya lectura aprendí mucho de niño, y en nuestra casa y la de los abuelos también había otros libros que tuvieron valor educativo para mí.22

El mejor momento del día llegaba con la noche, después de cenar, cuando John padre se sentaba en su escritorio del pequeño estudio que había junto a la sala de estar, y John hijo podía arrellanarse ante la radio para escuchar música clásica o los boletines informativos, dedicarse a leer la enciclopedia o los montones de ejemplares manoseados de las revistas Life y Time que la familia conservaba, y hacerle preguntas a su padre.

Su gran pasión era experimentar: hacia los doce años ya había convertido su habitación en un laboratorio; trataba de reparar radios, trasteaba con artilugios eléctricos y realizaba experimentos químicos.23 Un vecino recuerda que Johnny manipuló el teléfono de los Nash para que el timbre sonara con el auricular descolgado.24

Aunque no tenía amigos íntimos, disfrutaba exhibiéndose ante otros niños. Una vez agarró con fuerza un gran imán electrificado para demostrar la cantidad de corriente que podía soportar sin inmutarse;25 en otra ocasión, después de haber leído acerca de un antiguo método indio para inmunizarse contra la sustancia irritante que segrega el zumaque, envolvió unas hojas de aquella planta en otras hojas y se las tragó enteras en presencia de otros dos muchachos.26

Una tarde acudió a una feria que había llegado a Bluefield.27 La multitud de niños entre la que se encontraba Johnny se arremolinó alrededor de una caseta donde había un hombre que, sentado en una silla eléctrica, sostenía una espada en cada mano; entre las dos puntas de las armas saltaban y destellaban chispas, y el hombre desafió a cualquiera de los presentes a hacer lo mismo. Johnny Nash, que entonces tendría unos doce años, dio un paso al frente, agarró las espadas y repitió el truco.

—Es facilísimo —dijo al volver con los demás.

—¿Cómo lo has hecho? —le preguntó uno de los niños.

—Electricidad estática —respondió Nash, antes de lanzarse a una explicación más detallada.

La falta de interés de Johnny por las actividades infantiles y su carencia de amigos constituyeron importantes motivos de preocupación para sus padres, y el esfuerzo continuado por hacer que su personalidad fuera más «completa» se convirtió en una obsesión familiar.28

Los Nash promovían las actividades sociales de Johnny con tanta energía como sus estudios. Primero fueron los campamentos de boy scouts y las sesiones bíblicas de los domingos; luego vinieron las lecciones de baile en la escuela de Floyd Ward y el ingreso en la Sociedad John Aldens, una organización juvenil consagrada a la mejora de la conducta de sus miembros. En la época del instituto, a la extrovertida Martha siempre le correspondía el encargo de llevarse consigo a su hermano cuando se encontraba con sus amigos. Además, durante las vacaciones de verano, los Nash insistían en que Johnny consiguiera algún trabajo, como el que desempeñó en el Bluefield Daily Telegraph. Según cuenta Martha, «se levantaban cuando todavía era de noche» para llevarlo al periódico, ya que «pensaban que aquello era muy importante para el desarrollo integral de su personalidad, y más aún con un cerebro como el de John; mi madre y mi padre no querían que estuviera constantemente en casa, con sus aficiones y sus inventos».29

Johnny no se rebelaba abiertamente, sino que acudía obedientemente a los campamentos, a la escuela de baile, a las conferencias bíblicas y, más adelante, a las citas a ciegas organizadas por su hermana ante la insistencia de Virginia; sin embargo, lo hacía sobre todo por complacer a sus padres, especialmente a su madre, y ninguna de aquellas actividades le reportó amistades ni mejoró su capacidad para las relaciones sociales. Siguió considerando los deportes, la asistencia a la iglesia, los bailes en el club de campo y las visitas a los primos —todo lo que muchos otros jóvenes encontraban fascinante y divertido— como tediosas distracciones de sus libros y sus experimentos. Cuando tenía que jugar a béisbol, Johnny, que siempre era el último en ser elegido, se quedaba plantado en su posición de extremo derecho y contemplaba las nubes que había sobre él, mientras mordisqueaba alguna hierba. Martha recuerda una ocasión en la cual Virginia insistió en que el muchacho acompañara a la familia a una cena de la Appalachian Power; Johnny accedió, pero pasó toda la noche subiendo y bajando en el ascensor, que lo tenía fascinado, hasta que el aparato se estropeó, lo cual puso a sus padres en una situación embarazosa. Mientras realizaba algún trabajo de verano, encontraba formas de entretenerse. Una de sus compañeras de clase recuerda que, en una ocasión, Nash desapareció durante horas de su puesto en la Bluefield Supply, y lo encontraron construyendo un complejo sistema de trampas para ratones.30 En un baile, empujó hasta la pista un montón de sillas y se puso a bailar con ellas, en lugar de hacerlo con alguna chica.31

Virginia confeccionaba álbumes de recortes que recogían los hechos relevantes de las vidas de sus hijos. En uno de ellos, hay un artículo periodístico, gastado y amarillento y firmado por un tal Angelo Patri, que está cubierto de marcas, subrayados y círculos de la pluma de Virginia; conmovedoras indicaciones de sus miedos y esperanzas:

Hay pequeños y extraños rasgos particulares que entran a formar parte del carácter de una persona. Suprimirlos por completo y seguir el reloj, el calendario y el credo hasta que el individuo se diluye en el gris impersonal de la multitud equivale a ser desleales con nuestra herencia ... La vida, esa maravillosa calidad de la vida, no se realiza siguiendo las normas de los demás. Es cierto que tenemos los mismos apetitos, pero se dirigen a distintas cosas, se desarrollan de distintas formas y surgen en distintos momentos ... Planifica tu jornada y síguela hasta el mediodía, hasta tu propio mediodía, si no quieres verte sentado en una estancia apartada, desde la cual oirás las campanas pero nunca serás capaz de llegar lo bastante alto como para hacer sonar las tuyas.32

El primer indicio del talento matemático de Johnny fue, irónicamente, la nota que obtuvo en aritmética en cuarto curso de primaria: un notable bajo. Los maestros le decían a Virginia que Johnny no era capaz de realizar correctamente las cuentas como debía, pero para su madre resultaba evidente que, sencillamente, había encontrado su propia manera de resolver los problemas; como comenta su hermana, «siempre buscaba formas distintas de hacer las cosas».33 Hubo otras experiencias similares, especialmente en el instituto, cuando, después de que un profesor se hubiera esforzado por realizar una extensa y laboriosa demostración, con frecuencia el muchacho conseguía probar que se podía obtener elegantemente el mismo resultado con solo dos o tres pasos.

Entre los antepasados de Nash no hay indicios de una especial inclinación por las matemáticas, y tampoco parece que esa disciplina tuviera una presencia destacada en el hogar de la familia. La formación de Virginia Nash era humanística y, en lo que se refiere a John senior, pese al gran interés que mostraba por todos los avances científicos y tecnológicos de su tiempo, no estaba versado en matemáticas abstractas. Nash no recuerda haber comentado nunca sus investigaciones posteriores con su padre,34 y los recuerdos que conserva Martha de las charlas de sobremesa indican que giraban alrededor del significado de distintas palabras, los libros que estaban leyendo los niños y los acontecimientos de la actualidad.

Es probable que el primer mordisco de la manzana matemática se produjera cuando Nash, a los trece o catorce años, leyó el extraordinario libro de E. T. Bell titulado Men of Mathematics, una experiencia a la cual alude en su nota autobiográfica.35

Lo que proporciona no solo atractivo sino también capacidad de seducción intelectual a la obra de Bell son sus vivas descripciones de los problemas matemáticos que inspiraron durante la juventud a los grandes matemáticos cuyas vidas relata, así como su despreocupada promesa de que aún quedaban problemas profundos y bellos que podían ser resueltos por aficionados y, para ser más exactos, por jóvenes de catorce años. El texto de Bell que capturó la atención de Nash fue el dedicado a Fermat, uno de los mayores matemáticos de todos los tiempos, que, sin embargo, fue un magistrado francés del siglo XVII que llevó una vida absolutamente convencional, «tranquila, laboriosa y carente de incidentes notables».36 El objeto principal del interés de Fermat —que comparte con Newton el mérito de haber inventado el cálculo infinitesimal y con Descartes la geometría analítica— fue la teoría de los números, es decir, «la aritmética superior». La teoría de los números «investiga las relaciones mutuas de esos números enteros ordinarios, 1, 2, 3, 4, 5... que pronunciamos casi al mismo tiempo que aprendemos a hablar».

El hecho de ser capaz de demostrar el llamado teorema de Fermat sobre los números primos, esos misteriosos enteros que solo se pueden dividir por sí mismos o por uno, produjo en Nash una especie de epifanía. Otros genios matemáticos, entre los que se cuentan Albert Einstein y Bertrand Russell, relatan revelaciones similares que experimentaron al inicio de la adolescencia. Einstein recuerda el «prodigio» de su primer encuentro con Euclides, cuando tenía doce años:

Había afirmaciones, como, por ejemplo, la referente a la intersección de tres alturas de un triángulo en un solo punto, que, a pesar de no ser en absoluto evidentes, podían, sin embargo, demostrarse con tal grado de certidumbre que cualquier duda parecía fuera de lugar. Esa lucidez y esa seguridad me produjeron una impresión indescriptible.37

Nash no describe los sentimientos que experimentó cuando consiguió idear una demostración para la afirmación de Fermat según la cual si n es un número entero cualquiera y p un número primo cualquiera, entonces n multiplicado por sí mismo p veces, menos n, es divisible por p.38 Sin embargo, incluye el hecho en su nota autobiográfica, y el énfasis que pone en aquel resultado concreto de su encuentro inicial con Fermat induce a pensar que la emoción de descubrir y ejercitar sus propias capacidades intelectuales —junto a la sensación de maravilla que suscitaron en él modelos y significados hasta entonces insospechados— fue lo que hizo tan memorable aquel momento. Esa emoción ha sido decisiva para muchos futuros matemáticos: Bell explica que la resolución exitosa de un problema planteado por Fermat hizo que Carl Friedrich Gauss, el célebre matemático alemán, eligiera una de las dos

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos