Historia de mi madre
«Podría perdonarles, pero no me apetece. Porque si no hubiera venido, ¿qué habría pasado con mi hijo?» La frase, como una sentencia divina, provoca un denso silencio en el despacho. Los «acusados» se revuelven en su asiento, con las pruebas de su delito encima de la mesa. De repente, pese a la moderada temperatura de este mes de mayo, hace calor. Un ligero sudor perla las frentes, y las mejillas se sonrojan.
Sí, es demasiado tarde para alegatos, porque los hechos son claros y se ha demostrado la injusticia. Ante sus ojos, dos expedientes que mi madre les ha obligado a sacar de los cajones donde los colocan por orden alfabético. Es un suponer. Porque, observados de cerca, no se ven letras o iniciales, sino apellidos y colores. El fenómeno se produce inconscientemente. Los cajones no piensan.
Discriminación natural. Se elige al más cercano, al más verosímil. En cualquier caso, mi cara no es lo bastante triunfadora para evitar que me coloquen en el grupo malo.
El otro, el alumno blanco, es casi transparente, porque no ha aparecido al menos la mitad del curso. No he tenido tiempo de conocerlo. Nadie ha tenido tiempo de conocerlo. Pero es evidente que los profes lo han visto lo suficiente para considerarlo apto para ir a la universidad. O quizá dudaban, pero, ante la duda, le han dejado la puerta abierta. Aunque no tiene ningunas ganas de cruzarla, quiere ir a formación profesional. Me lo ha confesado, lo que ha multiplicado mi despecho.
Su media general está un punto y medio por debajo de la mía. En situación normal, si la equidad y la justicia no hubieran dejado su nombre en el guardarropa, estando en el mismo barco, la clase media de un instituto medio de una ciudad que no es de color de rosa, deberían admitirme, como a él, en el segundo ciclo. Pero es evidente que mi expediente académico ha caído en un bug, en una grieta, y yo con él. Me clasifican en la categoría «no apto para el segundo ciclo».
Mi madre, como yo, está molesta porque me hayan metido en el saco malo. Pero, mala suerte para los que se enfrentan a ella, no es fatalista ni de esas personas que lo dejan correr.
De la boca de mi madre jamás sale una queja. Se va a trabajar en plena noche, luego a última hora de la tarde, y cuando vuelve, tiene que ordenarlo todo, hacernos la comida y ocuparse de la ropa. Llevar una casa, criar a sus hijos, aguantar el cansancio, la humillación y los sacrificios para que podamos comer, salgamos adelante y nos libremos de los trabajos previstos para nosotros. No tener que levantarnos cuando los demás, las personas libres, los reyes de las lamentaciones, acaban tranquilamente su noche. No tener que marcharnos de nuestro país porque no es posible sobrevivir.
Quiere con todas sus fuerzas que para nosotros sea diferente.
No lo hace con violencia, sino con una inquebrantable determinación. Cuando hacemos una tontería, no nos pega ni nos castiga, sino que nos cuenta una historia triste, la suya.
Las dificultades en Malí, el exilio y las preocupaciones en Francia. Nada que comer, el duro invierno y la ropa ligera, los ojos, que se agrandan bajo el taladro del cansancio, la sonrisa, que se pierde en cuanto se desvanece la esperanza, un bebé —mi hermana mayor— que ya no llora porque ha aprendido a esperar.
Me ofrece las imágenes sin comentarios, sin extenderse en su sufrimiento, sin concluir siquiera con: «¿Entiendes, Ahmed, por qué tienes que ser bueno y estudiar? No hay piedad, hijo mío. Solo puedes contar contigo mismo».
Tirita de frío en la salida del metro Cadet, con su bebé en brazos. Duda desde hace media hora en plena corriente de aire. No es un gesto fácil cuando no te lo han enseñado. Exige olvidar la dignidad. Cuesta, marca y hace daño. Mendigar. Extender la mano para un billete de metro porque la leche en polvo de los comedores benéficos está muy lejos, y mi hermana tiene hambre.
Mi madre sabe ya que su mano abierta permanecerá en su memoria, rincón de vergüenza que se despertará, ardiente, para agitarle el sueño. Cada instante de titubeo la tortura un poco más. Mi hermana no llora, pero tampoco duerme. Sus grandes ojos abiertos miran a su madre.
Se decide. Abre los dedos de la mano derecha. La necesidad fuerza al frío y a la rabia, que los habían crispado. No puede alzar los ojos, que siguen fijos en mi hermana. No puede despegar los labios. La secuencia transcurre en silencio, con los transeúntes en sordina. Lo que le grita en los tímpanos a mi madre es la vergüenza. La vergüenza no se adapta tan bien como un bebé.
Esta escena me acecha. Pero como un fantasma bueno, un busto en honor a la valentía de mi madre, un símbolo destinado a recordarme lo que debo honrar, un santuario que me marca los límites. Aquí siempre lloro.
Mi madre tiene este valioso argumento para imponernos un superego: la vida la maltrató desde el principio.
Vuelve del trabajo ojerosa. Observo que hace una mueca imperceptible al inclinarse. Cuando le pregunto, me contesta que es la espalda, donde de arriba abajo se le acumula el cansancio, que se aferra a todo su cuerpo. Su agotamiento me duele. Reconozco la culpa en esta presión en mi corazón. Mi madre paga todos los días fajos de dolor por nosotros, mis hermanas y yo.
No podemos decepcionarla y añadir más peso a sus preocupaciones. Pero hay que admitir que no es fácil. Cuestión de contexto.
En Créteil, la Maison des Arts no siempre esconde la otra cultura del extrarradio, no siempre inteligente... Nos impulsan menos a la Politécnica aquí que en París.
No tiene importancia. Hay cosas peores.
Evidentemente, como somos jóvenes, y jóvenes de extrarradio, estamos siempre de broma. En general, nos cuesta poco soltar pullas, y el primer objetivo es siempre que los demás se cachondeen. Se produce entonces una escalada de bromas, algunas buenas y otras no tanto.
Desde tu primer día en el primer ciclo, sabes que vas a sufrir. Vienes de primaria, y todavía eres algo puro y tímido. Pero acaban de tirarte a la piscina y te interesa aprender a nadar lo mejor posible. Y cuanto antes.
En el recreo de la mañana se arman broncas, y si no eres lo bastante astuto, fuerte o prudente, te machacan. No te sorprende, porque hace diez años ya lo viste en tu barrio o en el de tus amigos. Pero el miedo todavía no te ha permitido lanzarte, y mejor, porque te protege de ti mismo y de las malas influencias.
Desde tu primera semana con los «mayores» del colegio, sientes que tendrás que pelear, colocarte en primera fila si quieres tener una mínima posibilidad de escuchar lo que cuenta el profe. En caso contrario, tendrás que dedicar las horas de clase a actividades de centro recreativo para casos difíciles. Sin el equipamiento. O directamente encabezar la diversión y apañártelas para que te expulsen después de cincuenta advertencias.
Mi opción consiste en limitar los daños, meterme en líos lo menos posible y esquivar cuando puedo. En clase me cuesta mucho, no puedo seguir. Del primer al tercer año de secundaria, paso de una clase mala a otra. Debo confesar que mi trayectoria entre mala y mala no es brillante.
En el tercer año, empieza a hartarme la idea de estar en un ascensor cerrado que desciende a gran velocidad, como en las películas de terror, co