Cuando llega ese momento

Shelly King

Fragmento

cap-1

1

Imprescindible en mi vida

El amor nos lleva a encontrar lo que ni siquiera sabemos que buscamos.

HENRY

Los libros no cambian la vida de las personas, al menos no de la forma en que todo el mundo cree. No necesariamente el hecho de leer El filo de la navaja mientras vuelas en primera clase con destino a un resort de meditación o El cielo protector en un arrebato posdivorcio para conocer qué queda de las nieves del Kilimanjaro te iluminará más que montarte en un carrusel de tazas de Disneylandia. Lo siento, pero es la pura verdad. Y los libros usados que vendemos en la Dragonfly no contienen más sabiduría que los ejemplares vírgenes de Apollo Books & Music. La única diferencia es que los nuestros son más baratos y están hechos polvo. Sin embargo, siguen viniendo clientes. Siguen pidiéndome elixires de papel y palabras que calmen sus desengaños y aviven sus pasiones adormecidas. Vienen porque creen que un libro me cambió la vida. Nadie lo comprende. No fue cosa del libro.

Cuando miro atrás me cuesta precisar el momento exacto en que empezó todo. Podría ser el día en que me despidieron de ArGoNet Software, o cuando conocí a Hugo, o incluso antes, cuando dejé Carolina del Sur para instalarme en Silicon Valley. Sin embargo, creo que todo empezó la tarde del viernes en que Hugo y yo estábamos sentados en dos sillones con los muelles rígidos, encima de una tarima de madera que no paraba de crujir, frente al escaparate de Libros de Segunda Mano Dragonfly, una tienda situada en Castro Street de Mountain View, el corazón de Silicon Valley. Los transeúntes, que llevaban unas camisas de las que colgaban tarjetas de Google, Yahoo! e Intuit mezclados, veían a Hugo, medio calvo por delante y con una larga coleta por detrás, leyendo un ejemplar destrozado de la primera de las novelas de Waverley, y a su lado estaba yo, de treinta y cuatro años, con mi tremenda necesidad de echar raíces, vestida con una camiseta de Rush llena de agujeros que había heredado de un ex novio y con unos tejanos demasiado ajustados por culpa de los kilos de más que había ido cogiendo desde que estaba desempleada. Era un extraño lugar para sentarse a leer, en pleno escaparate, a la vista de todo el que pasaba por allí. Claro que también era el único lugar de la Dragonfly con espacio suficiente para encajar dos sillones. El resto, ampáranos Señor, eran todo libros.

En Silicon Valley ese verano de 2009 no fue como el de 2001, cuando por todas partes deambulaban zombis quejumbrosos del cementerio puntocom. Ahora las empresas no quebraban; solo se deshacían de la mitad de los empleados ofreciéndoles el «cese involuntario» para que todo el mundo tuviera la posibilidad de «perseguir nuevas oportunidades». Yo me refugiaba en Libros de Segunda Mano Dragonfly para leer novela romántica histórica mientras esperaba el Nuevo Bombazo. Ya había pasado por eso antes.

Sin embargo, hacía seis meses que ArGoNet Software había facturado mi puesto de trabajo a la India. Renuncié a las pedicuras, a comer fuera de casa y, finalmente, a la televisión por cable. Hugo me decía que estaba a la espera de que el universo me propusiera aventuras que jamás habría imaginado. Mi madre me decía que perdía el tiempo.

Estaba leyendo The Defiant, una más de las novelas románticas que esa semana había recolectado de las estanterías de la Dragonfly. Entre ellas también estaban Redención, El bandido y The Pirate Queen’s Deceit. Los libros de chicas, con cócteles y zapatos de tacón de aguja en la cubierta, no eran para mí. Yo quería aventureros de pecho viril con los botones de la camisa a punto de saltar. Supongo que era el único aspecto en el que podía tachárseme de anticuada.

Esa mañana, nada más llegar, había sacado The Defiant de una caja de cartón llena de libros situada junto al mostrador de la entrada, cuyo cartel rezaba: NOVELAS ROMÁNTICAS, 2$ EL PACK. La cubierta exhibía a una pelirroja sensacional cuyo busto sobresalía del escote de un vestido isabelino. Al fondo, había un hombre descamisado con un peinado al estilo Bon Jovi del 86 que la miraba con aire amenazador. ¿O tal vez apasionado? Juro que a veces no lo distingo.

Claro que también leía otra clase de libros; montones y montones, de todos los géneros imaginables, pero me encantaban las novelas románticas. Había algo muy reconfortante en el hecho de conocer toda la historia con solo echar un vistazo a la cubierta. En primer lugar, algún intríngulis político que impedía que el héroe y la heroína estuvieran juntos. A continuación, un conflicto de lealtades, corazones endurecidos y tal vez un compromiso forzado con algún pretendiente económicamente ventajoso pero física y moralmente repulsivo. Varios encuentros truncados, hasta que por fin se hallaban atrapados en una cueva, un establo o la casita de un pastor durante una violenta tempestad, y ya tenemos el consabido bulto en la entrepierna, los pezones sonrosados y el vaivén primario tan antiguo como el propio amor. No era Shakespeare, pero seguro que superaba a LinkedIn como la mejor forma de matar el tiempo.

Había llegado a un duelo decisivo cuando vi que la propietaria de la tienda de postales que había en la misma acera se detenía frente al escaparate de la Dragonfly. Miraba a Hugo con una sonrisa de oreja a oreja a la vez que golpeaba el cristal, pero él no se inmutó. Le di un codazo. Entonces reparó en la vendedora de postales, sonrió y dio un beso al aire.

—¿Le has contado que esta noche prepararás calamares al estilo Hugo para la agente inmobiliaria que ha venido antes? —pregunté.

—Maggie, cuando llegues a nuestra edad descubrirás que muchas veces la ignorancia resulta liberadora —dijo antes de seguir con los dramas de sir Walter Scott, en equilibrio sobre las carnes fofas que sobresalían de su cinturón desabrochado tras una comida a base de dim sum.

Nunca lo había visto vestirse con algo que no fueran unos vaqueros y una camisa remangada de algodón raído. A sus casi sesenta años, miraba a través de unas gafas de lectura con la montura negra. A mí me recordaba al director de algún internado remoto adonde envían a los niños en las novelas inglesas; Mr. Chips con unas Birkenstock.

Continué con The Defiant. La Dragonfly era un proveedor siempre dispuesto a colmar mi hábito de leer novelas románticas. Las encontraba por todas partes: embutidas entre un manual de uso de un Valiant del 61 y una guía de sexo tántrico; debajo del mostrador de la entrada; al lado de la caja de madera para recetas en la que Hugo guardaba las fichas de los clientes con la relación de la compraventa de libros; en medio de una montaña de libros en rústica apilados por Grendel, el gato de la Dragonfly, que ya no se movía entre las estanterías con la misma destreza de antes. Las estanterías de la Dragonfly eran un laberinto de secciones con forma de «L» en que una tapaba a la otra, como las conchas que solía buscar en las playas de Carolina del Sur cuando era niña. Podías pasar horas, incluso días, escudriñando entre los montones para tratar de encontrar el libro que estabas buscando. Generalmente era mucho más fácil llevarte lo que encontrabas en lugar de buscar lo que querías.

Era capaz de devorar dos o tres de esas novelas en un solo día. Cuando llegaba a la última página medio en blanco notaba el subidón que todo programador de software

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