1
—El comportamiento de un cadáver en el mar es imprevisible.
Eso fue lo que declaró el capitán del Alhambra II, y ahora Valentín lo recuerda repitiendo en voz alta las misteriosas palabras y barruntando lo mismo que entonces, cuando leyó la entrevista en la prensa: mummmm, los viejos marinos son supersticiosos y dicen cosas raras, pero ¡puñeta, qué manera tan pertinente de referirse a la pobre Desirée! Ciertamente el capitán parecía conocer a la muchacha mucho mejor que los que la habían comprado y vendido, gozado y maltratado en vida.
Mecido por una familiar sinfonía de suspiros y gemidos sexuales, mientras avanza por el pasillo sosteniendo en alto la bandeja con una sola mano, tal si hubiera sido experimentado camarero toda su vida, Valentín siente agitarse bajo sus pies el mar profundo y tenebroso y el flujo caprichoso y helado de las corrientes. Qué lejos alcanza el entendimiento de la gente del mar, se dice. En cambio, yo aquí, bobo de mí, ¿cómo no supe leer en los ojos celestes de Desirée lo que iba a pasar? ¿Cómo no supe ver lo que haría una muchacha tan decidida a romperse en mil pedazos por dentro y por fuera? ¿No lo intentó ya una vez con pastillas? ¿Por qué nadie en esta casa acertó a verla en lo peor, después de que se la llevaran llorando y a la fuerza? Verla, por ejemplo, arañándose las muñecas y paseando como enjaulada por la cubierta del barco con la misma desesperada crispación que se movía aquí, en la pista azul del club y en el tirabuzón de la escalera de caracol, o en su propia habitación, viendo a los hombres desnudarse o vestirse noche tras noche con sus celestes ojos desleídos, casi blancos… Hoy hace tres meses.
Los dorados cabellos de Desi ondulando entre las algas. ¿Quién dijo que todos los caminos van a dar a la mar…? ¿O no se dice así? Hoy hace tres meses, recuerda: sus braguitas con puntillas secándose al sol en los alambres de la azotea del club, transparentando el mar cercano y quieto que se la llevó. Se trata de un cadáver a la deriva, señores, dijo el capitán. La sirena del paquebote a lo lejos, reclamando el cuerpo a través de la niebla.
—Hoy hace tres meses.
Bajo una noche sin luna navega en alta mar el Alhambra II cubriendo la ruta Barcelona-Palma. Desirée se acerca descalza y muy despacio a la barandilla de babor, pongamos por caso, aunque da lo mismo un sitio que otro, porque ella ya no está en ese barco ni en este mundo, ya no es consciente de nada, y se para sin saber que se ha parado rodeada de mar y de olvido, rinde la cabeza sobre el pecho y se inclina sobre el abismo. Abajo rompen las olas y liberan una leve espuma, pero sus ojos azules se clavan obsesivamente en las negras aguas. Lejos, adonde ella no quiere ir, la otra espuma de los acantilados la está esperando. A ver, esa sonrisa.
Y la siguiente pregunta del periodista, que mereció la misma respuesta. ¿Cómo se explica usted que el cuerpo de la ahogada haya aparecido al día siguiente a treinta millas del punto donde se arrojó por la borda? El comportamiento de un cadáver en el mar es imprevisible, señor. A ver, esa sonrisa. Un pasajero muy locuaz, un hombre altísimo cargado de espaldas y con la cabeza pequeña, como un pájaro ensimismado, declaraba también que esa misma noche la muchacha se le acercó en cubierta para entablar conversación, y que inmediatamente él supo que era una prostituta por el modo de mirarle. A la bragueta, señor, directamente a la bragueta. Que fumaba un porro, y que seguramente era colombiana, añadió, como el hombre que embarcó con ella, y del que nunca más se supo, por cierto. Cuando el barco atracó en Palma, desapareció.
El veterano capitán de la compañía Transmediterránea recordaba que la joven tenía los ojos azules y lucía una mariposa roja y amarilla estampada en el hombro derecho, pero añadió que cuando su cuerpo fue hallado veinticuatro horas después flotando al pie de los acantilados, tan lejos del punto donde se tiró al agua, sus ojos eran verdes y la mariposa estaba en su pecho izquierdo y tenía las alas grises. El mar hace su trabajo, señor. El viejo marino puede simular ignorancia o puede mentir por discreción o por compasión, pero habla siempre desde la experiencia que le otorga su antigua relación personal con los vientos y las corrientes marinas y los embates salobres que erosionan la piel y verdean la mirada de los ahogados. O algo así diría, medita Valentín, ya no sabremos nunca si el hombre lo dijo o solamente lo pensó, o quizá yo he soñado que lo decía o que lo pensaba al esforzarme tanto en descifrar en voz alta sus declaraciones a la prensa. No sin esfuerzo, hay que insistir en eso, porque las palabras largas serpentean y amagan el sentido. Palabras largas como comportamiento o como imprevisible, nunca se portan correctamente en boca de un tartaja.
—Nu-nu-nunnnnca.
Detrás de una puerta, el familiar y rítmico crujido de la cama. Un poco más allá, detrás de otra puerta, un chillido estrictamente gutural. La espalda de Valentín sigue alejándose bajo la mórbida luz verdosa, como de acuario, que inunda el pasillo, con las puertas de las habitaciones a ambos lados, todas cerradas. Lleva alto gorro de cocinero y mandil impoluto. Se oyen sofocados jadeos y gemidos femeninos de placer claramente falsos y descreídos, un simulacro de orgasmo monótono y hueco y tan poco convincente que podría dar lugar a una reclamación por parte del cliente, no sería la primera vez, discurre ahora el cocinero distraídamente. La turbia luz cenital cae sobre su cabeza y sobre la bandeja que sostiene en alto con el brazo estirado, sobre una pizza recién cocinada, una cerveza y un cubalibre, mientras él camina sobre la alfombra roja con pasos precavidos, como si pisara huevos. Al fondo, el pasillo termina en una traslúcida cortina que agita la brisa nocturna, y que oculta un vetusto balcón.
Poco después, entregado el servicio, la misma espalda se aleja por el mismo pasillo, pero ahora en sentido inverso y entrevista a través de la cortina que mueve la brisa: Valentín piensa que Desirée Alvarado podría ocultarse nuevamente detrás de esta cortina, en el balcón y al amparo de la noche con un porrito entre los dedos. Él le llevaría comida y café y rosquillas. Podría vivir así mil años, le diría ella, si de vez en cuando también me traes algún porrito. Desirée escapando de esta forma del hombre que vino a comprarla para llevársela a otro club, esta vez en Mallorca. Así que, ¿no podría haberse tirado al mar no para morir, sino para vivir mil años…?
Acaba de entregar el servicio en la habitación 9. La cabeza abatida por el recuerdo proyecta sombra y no deja ver su cara, solamente los oscuros mechones del pelo lacio que escapan del gorro y caen a ambos lados de la frente como las alas de un pajarraco. Hacia la mitad del pasillo se para, los brazos colgando a lo largo del cuerpo, la bandeja balanceándose en su mano, estira el cuello despacio e inclina la cabeza a un lado, como si quisiera oír mejor los gemidos que simulan placer detrás de la puerta. Los chillidos de Desi habrían resultado más creíbles, él los recordaba bien, a su garganta nunca le faltaron convicción ni ganas, solamente quizá unos traguitos de cava.
–Siempre acabas ronca, niña.
–Es que se me irrita la campanilla justo cuando los tengo a punto de caramelo, Valen.
Se para en mitad del pasillo. Las manos apretando la bandeja contra su pecho y el ánimo en suspenso, poseído por una especie de fervor, Valentín levanta la cabeza lentamente y reanuda la marcha, desapareciendo entre las sombras de la escalera que cobija ecos de risas y música caribeña.
2
Muy lejos, al noroeste del país, un hombre casi idéntico y de la misma edad, treinta años, pero de aspecto más rudo, pelo de cepillo y la boca como un estropajo empapado de vodka, se incorpora desnudo junto a un camastro en la penumbra de un cuartucho.
–Qué te debo –dice con la voz rota, pero sin acritud. Mientras se pone los pantalones pugna por abrir los párpados de plomo–. Despierta. ¿Qué te debo?
Una voz tabacosa, ahogada bajo la almohada, farfulla:
–Ochenta.
–Ni hablar. Sesenta y vas que chutas.
Termina de ponerse la camisa y la americana y mira el camastro donde ella duerme boca abajo. De su cuerpo apenas recuerda el frenético movimiento de la pelvis antes del fraudulento espasmo final, un prodigio de simulación. Una nalga oscura y bruñida, ofreciéndose con un repentino vigor y con su hoyuelo, asoma bajo la sábana revuelta. Un hermoso culo, piensa, y ni siquiera le he prestado atención. Lo destapa un poco más y vuelve a ver a la furcia de espaldas, girándose bajo la llovizna y viniendo hacia el coche con su paraguas transparente y meneando las caderas… Un buen policía adivina el trasero respingón de una mujer por su manera de andar, le oyó presumir un día al inspector Rubio, un baboso superviviente de la antigua Brigada Político-Social.
La habitación es pequeña, cuelgan medias y prendas femeninas de una cuerda que roza su mejilla al darse la vuelta. Sus pies tropiezan con una botella vacía que rueda bajo la cama, su mano tantea la pistola en la sobaquera. Todo en orden. Nada se ha perdido, todavía. El hombre tira sobre el camastro unos billetes en euros. Antes de irse busca su cara en un espejo roto y se mira con profundo desagrado. Lleva en los nudillos de la mano derecha un vendaje con difusas manchas de sangre y flexiona los dedos comprobando su estado. Saca otro billete del bolsillo, lo deja prendido en una raja del espejo astillado y sale del cuarto cerrando la puerta.
Baja por una escalera estrecha y cochambrosa y alcanza el portal encendiendo un cigarrillo. El coche no está lejos. Mediados de marzo, un sol pálido, gritos de gaviota. En la calle se para un instante intentando recordar, un Renault Laguna azul con los flancos abollados. Sospecha que una vez más lo dejó mal aparcado, y esa infracción es precisamente lo que dibuja en su memoria el lugar exacto donde está el coche: entre un contenedor de basura y una parada de autobús, en una plazoleta solitaria.
Echa a caminar y emboca un callejón lateral. Las dos y media. No puede estar lejos. La boca abierta bebiendo la brisa salobre, que aplaca un tanto la insidia, la sequedad del alcohol. La americana arrugada, las solapas alzadas, frío en el corazón y ese escozor en la punta de la lengua. Saca una petaca de licor del bolsillo trasero del pantalón, echa un trago y se ajusta el vendaje en la mano.
No alcanza todavía a ver el coche cuando ya le llegan los gritos de las mujeres y el petardeo de las motocicletas. Hoy no es tu día, piensa.
Acerca de lo ocurrido ese maldito día, antes y después de encontrarse con el puño dolorido y fuerte resaca en el cuartucho de una puta del barrio portuario de Vigo, el agente Raúl Fuentes es interrogado por segunda vez para que aclare algunos puntos oscuros de su expediente disciplinario. El asunto Tristán.
—Vamos a ver, buscalíos —dice el inspector Pardo sacando el informe de la carpeta—. Por dónde empezamos.
—Por donde a ti más te gusta. Por el culo.
—Te van a empapelar, Fuentes, así que menos guasa. ¿Desde cuando estás en la Unidad de Narcóticos?
—Desde el regalito envenenado de los etarras. Volaron mi coche, ¿no lo sabías? —Se queda pensativo—. ¡Joder, el día antes le puse neumáticos nuevos!
—Habías recibido amenazas —dice Pardo fríamente—. ¿Por qué? ¿También allí te pasaste con algún detenido? ¿Cuál fue tu cometido en Bilbao…?
—No estoy autorizado a responder a eso. Consulta los informes, si te dejan.
—Estuviste bastante tiempo infiltrado en la ETA…
—No sigas por este camino, Pardo, no seas mamón.
—¿Pediste tú el traslado aquí, a Narcóticos?
—¿Quieres saber si en Euzkadi me acojoné?
—Yo hago las preguntas.
—Pues no, compañero, aguanté hasta que me echaron.
—Bien, ya estás en Vigo. Ahora cuéntame el pollo que montaste el otro día en la calle Rivas, y por qué.
—Ya declaré sobre este asunto.
—Quieren un informe más completo —insiste Pardo, y empieza a perder el control—. ¡Y no me lo pongas difícil, Fuentes, te prevengo! Tu versión no se ajusta a la verdad, así que empecemos otra vez por el principio.
Un whisky doble sería un buen principio, piensa. Se ve otra vez junto al Renault, agachándose para mirar debajo. ¿Cuántas veces habrá doblado la rodilla así, rápido, de una forma que él considera humillante, en los últimos meses? Una punzada en el hígado. Se levanta y echa otro trago de la petaca. Siente los pies hundiéndose en la arena, y alrededor de los pies, la mar transparente y dormida. Sigue el petardeo y rugidos de motocicleta.
No tengo nada que ocultar, piensa ahora, sentado displicentemente con los pies sobre su propio escritorio. Escucha la requisitoria de Pardo como si oyera llover, haciendo aviones y pajaritas de papel. De vez en cuando flexiona la mano que había llevado el vendaje.
—Mamado toda la noche y con una puta —añade Pardo revisando el informe—. Aquí te contradices. ¿Tan alcoholizado estás que no te acuerdas?
—Lo olvidé todo menos el bonito trasero.
—Parece que ya de buena mañana ibas de ginebra hasta las cejas.
—Era vodka y era por la tarde. Como no afines, en vez de un expediente disciplinario te va a salir un pan como unas hostias.
—Bueno, qué pasó después.
Raúl abre la puerta del automóvil. Más allá, el petardeo persiste, y entonces se vuelve a mirar: dos salvajes brincando en sendas motocicletas. Estás pringado, piensa en el acto.
—¿Me escuchas, Fuentes? —inquiere la voz nasal del instructor.
—Grrrrrrrrr.
El interrogatorio tiene lugar en un ángulo de la sala de inspectores de la Unidad de Narcóticos, una sala espaciosa donde los agentes redactan los informes. Cuatro de ellos, incluida una mujer joven, trabajan en el otro extremo de la sala. El inspector Pardo, antiguo compañero de Raúl en el mismo grupo antidroga y ahora destinado a Régimen Interno, viste un traje gris impecable, gasta gafas de montura metálica y un bigotito negro bien recortado. Trabajada pinta de ejecutivo pulcro y eficiente. Recuesta la nalga en el canto de la pequeña mesa escritorio que contiene gavetas vacías, un teléfono y la grabadora que ha puesto en marcha él mismo. En la pared hay un mapa de las rías gallegas. Los archivadores metálicos están abiertos y denotan desorden, la gabardina de Raúl ha sido arrojada allí de cualquier modo, el tablero de avisos está acribillado de notas de trabajo, el ordenador cubierto con un plástico.
—Te escucho a ratos, joder.
Lo que todavía escucha es el petardeo de los motores y las voces de espanto de las moras. Dos muchachos con indumentaria de cuero cabalgando sendas motos de trial. Uno de ellos es un cabeza-rapada, el otro lleva casco y un cigarrillo en la boca. Caracolean y brincan agresivamente con sus máquinas, invadiendo la acera y asustando a dos mujeres marroquíes y a una niña que esperan el autobús en la parada, y que ante el acoso de los motoristas gimen y se abrazan, sin poder escapar del cerco. Los jóvenes gamberros lanzan gritos de guerra al estilo indio, muy divertidos, haciendo cabriolas a su alrededor. Una de las moras protege con su cuerpo a la niña, que sostiene dos globos de colores. No hay nadie más en la parada, y en la calle sólo se ve a un hombrecito con boina, plantado en la acera de enfrente y mirando lo que ocurre con estupor y espanto. El motorista que lleva casco, en una de sus pasadas rozando a las mujeres, revienta uno de los globos de la niña con la brasa del cigarrillo, y el otro globo se escapa y sube hacia el cielo.
—¿Conocías de algo a las moras?
—No.
—¿Nunca antes las habías visto?
—No.
—¡Entonces, ¿qué te proponías?! —insiste Pardo—. ¿Por qué tenías que meterte donde no te llaman?
Raúl Fuentes esboza una sonrisa burlona.
—Había que romperle los huevos a alguien y tú no estabas allí… ¿Lo has cogido, o es demasiado para un chupatintas de Régimen Interno?
Arroja la gabardina sobre el asiento del coche y se vuelve a mirar a los dos motoristas. El que lleva casco se para un instante y se lo quita, gira la cabeza y mira a Raúl con el cigarrillo en la boca y un aire desafiante. Unos dieciocho años, muy rubio, crestas azules estilo punki y aros en las orejas. Una de las moras, viéndose acosada, corre y tropieza y chillando se cae de rodillas. Aterrada, se tapa la cara con las manos y se echa a llorar.
Raúl cierra la puerta del coche y camina sin prisas hacia donde las mujeres. El otro gamberro, el cabeza-rapada, inicia una nueva acometida contra ellas y pasa junto a Raúl, que se gira bruscamente y le suelta un fuerte codazo en el hígado, derribándolo. Tras él viene el rubio, y Raúl le da en la cara con ambas manos entrelazadas. El muchacho se dobla hacia atrás y luego hacia delante, intentando inútilmente enderezar y controlar su máquina, que acaba brincando al chocar contra el bordillo de la acera, para estrellarse acto seguido contra un muro. El motorista cae de mala manera, primero se da contra la pared y luego contra la acera, y da la impresión de desnucarse.
Las moras y la niña huyen asustadas. La cabeza del rubio empieza a sangrar sobre la acera, y su compañero, que se ha incorporado doliéndose del costado, se le acerca consternado. Mira a Raúl y balbucea en voz baja: Lo ha matado…
Raúl cam