Buscando a Caleb

Anne Tyler

Fragmento

1

La adivina y su abuelo fueron a la ciudad de Nueva York en un tren Amtrack, traqueteando con sus idénticos rostros, lívidos, blancos, orientados por completo hacia el norte. El abuelo se había olvidado el audífono en casa, sobre la cómoda. Llevaba un traje negro, tirantes gris perla y una camisa a rayas finas, sin cuello, muy anticuada y de aspecto caro. Pasara lo que pasara, no dejaba de fijar su mirada hundida en el asiento de delante ni de deslizar un pulgar sobre el recorte de periódico que sostenía en la mano. O el tren le había dejado completamente sordo o estaba pensando en algo muy importante; era difícil de decir. En cualquier caso, no contestaba a ninguna de las pocas cosas que la adivina le decía.

Más allá de su suave y blanca cabeza, al otro lado de la mugrienta ventanilla, se deslizaban fábricas y almacenes. De vez en cuando aparecían los restos de algún bosque para después eclipsarse de nuevo: árboles desnudos y retorcidos, troncos desgarrados por los rayos, leños cubiertos de madreselva, arbustos ásperos y enmarañados, y latas de cerveza, botellas de whisky, carburadores oxidados, máquinas de coser y sillones. Más tarde, alguna que otra ciudad los reemplazaba. Hombres enfundados en varias capas de chaquetas forcejeaban con cajones y barriles en los andenes de carga, con el aliento saliendo de sus bocas en blancos jirones. Era enero, y el frío apretaba lo suficiente como para que los edificios de ladrillo parecieran oscurecerse y condensarse.

La adivina, que no era gitana ni tan siquiera española, sino una enclenque y desgarbada mujer rubia con un sombrero bretón y un traje recto descolorido, cogió un National Geographic del cesto de paja que reposaba en el suelo, y empezó a leerlo de atrás hacia delante. Pasaba las páginas tras apenas haberles echado una mirada, balanceando rápidamente un pie cruzado. Al llegar a la mitad de la revista se inclinó para rebuscar nuevamente y de forma desordenada en el cesto. Sintió cómo su abuelo desplazaba la mirada para ver lo que guardaba en él. ¿Cartas del tarot? ¿Una bola de cristal? ¿Algún que otro instrumento de su oficio misterioso y de mala reputación? Pero lo único que dejó ver fue el restallido de un pañuelo de cabeza multicolor y una caja de pastillas contra la tos Luden, que sacó y ofreció a su abuelo. Este las rechazó. Ella se puso una en la boca y le obsequió con una súbita sonrisa que alteró por completo cada una de sus facciones, pálidas y precisas. Su abuelo aceptó la sonrisa, pero olvidó devolvérsela. Retornó al panorama del asiento de enfrente: una funda de tela abotonada, con el sombrero de redecilla de una anciana justo un poco más allá.

En su mano, acariciado por su arrugado pulgar, el recorte de periódico primero crujió para después marchitarse y caer, pero la adivina se lo sabía de memoria, de todas formas.

TABOR

Repentinamente, el 18 de diciembre de 1972, Paul Jeffrey Padre, de la ciudad de Nueva York, anteriormente de Baltimore. Querido esposo de Deborah Palmer Tabor. Padre de Paul J. Tabor Hijo, de Chicago y Theresa T. Hanes, de Springline, Massachusetts. También deja cinco nietos y siete bisnietos.

Los oficios religiosos se celebrarán el jueves en…

—Tengo la garganta seca, Justine —dijo entonces el abuelo.

—Te traeré una soda.
—¿Qué?
—Una soda.

El abuelo se echó hacia atrás, ofendido. Imposible adivinar cómo había interpretado sus palabras. Justine le dio unos ligeros golpecitos en la mano y dijo:

—Da lo mismo, abuelo. Vuelvo dentro de un momento. Salió del compartimento y avanzó furtivamente, sorteando bolsas de la compra y maletas de fin de semana a lo largo del estrecho pasillo, sujetando con firmeza su sombrero en forma de platillo. Tres vagones más allá, pagó el importe de dos cervezas sin alcohol y una bolsa de Cheez Doodles. Regresó caminando con cuidado, abriendo las puertas con los codos y mirando con el entrecejo fruncido los vasos de plástico, llenos hasta los topes. Cuando se encontraba ya en su vagón se le cayeron los Cheez Doodles, y un hombre vestido con un traje de calle tuvo que recogérselos. «Oh, gracias», dijo ella, y le dirigió una sonrisa con las mejillas súbitamente rosadas. A primera vista se la podía tomar por una chiquilla, pero después la gente advertía las delgadas arrugas que se le empezaban a formar en la piel, y el azul descolorido de sus ojos y sus venosas y resecas manos de cuarenta años, con el rayado anillo de boda, que parecía venirle tres números grande, por debajo de un prominente nudillo. Tenía una forma desgarbada de andar y una voz chillona, alegre. «Cerveza sin alcohol, abuelo», gritó. Si él no la oyó, el resto del vagón sí.

Justine colocó un vaso en las manos de su abuelo, y este tomó un sorbo. «Ah, sí», dijo él. Le gustaban las cosas hechas con hierbas: la cerveza sin alcohol y las pastillas de marrubio y el té de sasafrás. Pero cuando Justine rasgó la bolsa de celofán y le ofreció un Cheez Doodle —un grueso gusano naranja que dejó cristales en las puntas de sus dedos— lo miró con el entrecejo fruncido por debajo de una maraña de blancas cejas. En el pasado había sido juez. Aún daba la impresión de juzgar todo lo que se le presentaba.

—¿Qué es esto? —dijo, pero era un veredicto, no una pregunta.

—Es un Cheez Doodle, abuelo. Prueba a ver si te gusta. —¿Qué dices?

Justine le alargó la bolsa, mostrándole la inscripción del lateral. Primero volvió a dejar el Cheez Doodle y después se secó los dedos con un pañuelo que sacó del bolsillo. Luego siguió bebiendo la cerveza sin alcohol y estudiando el recorte, que había extendido sobre una rodilla estrecha y triangular.

—Theresa —dijo él—. Nunca me ha gustado mucho este nombre.

Justine asintió con la cabeza, masticando.
—No me gustan los nombres difíciles. No me gusta lo extranjero.

—Tal vez son católicos —dijo Justine.
—¿Cómo dices?
—Tal vez son católicos.
—No te he oído bien.
—¡Católicos!

Varios rostros se volvieron en redondo.
—No seas ridícula —dijo su abuelo—. Paul Tabor iba a la misma iglesia que yo, estaba en la misma clase de catequesis que mi hermano. Ambos se graduaron a la vez en la Academia Saltero Después empezó este… descontento. Esta… esta novedad. No sabes la de veces que he visto cosas parecidas. Un chico joven se va a una ciudad lejana en lugar de quedarse cerca de los suyos, encuentra un trabajo, cambia de amigos, amplía su círculo de conocidos. Se casa con una chica de una familia que nadie conoce, vive en una casa de arquitectura poco habitual, le pone a sus hijos nombres extranjeros jamás conocidos en las generaciones precedentes de su familia. Empieza a viajar, compra casas de invierno y casas de verano y casas de campo para las vacaciones, en estados dejados de la mano de Dios, como Florida, donde ninguno de nosotros ha estado nunca. Mientras tanto sus padres mueren y toda su gente es como si fuera desvaneciéndose, ya no hay nadie a quien le puedas preguntar: «Bueno, ¿y cómo anda Paul?». Después es él quien se muere, probablemente en una gran ciudad donde no hay nadie que pueda advertirlo, solo su esposa y el barbero y el sastre, y puede que ni siquiera estos dos. ¿Y para qué? ¿A santo de qué? Aunque en el caso de Paul, no podría asegurarlo, claro. Él era amigo de mi hermano, no mío. Sin embargo, aventuraré una suposición: no tenía energía. No tenía aguante, no era capaz de quedarse para luchar hasta las últimas consecuencias, o de olvidarse de todo, o de aguantar hasta el final, según fuera necesario. No tenía suficiente paciencia. Quería algo nuevo, algo distinto, no sabía exactamente qué. Pensaba que las cosas serían mejor en otr

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