1
¿Qué querría de ellos? Estaba en todas partes, una sombra extraña y tenaz que, cuando salían de paseo, los seguía de lejos, ocultándose en diferentes portales y aplastándose a la vuelta de la esquina contra algún edificio. Lo que tenían que hacer era volverse, sencillamente, y enfrentarse con él. «¡Vaya, doctor Morgan! —Con una sonrisa de sorpresa—. ¡Qué casualidad encontrarnos con usted!» Pero, por alguna razón, aquello no había sucedido. La primera vez que lo vieron (o, mejor dicho, que percibieron su presencia), siendo Gina todavía un bebé, no lo reconocieron. Volvían al atardecer de hacer las compras y se quedaron helados debido a una especie de líquida oscuridad que flotaba a sus espaldas por los callejones. Emily se había asustado. Leon se enfadó, pero con Emily a su lado y Gina en brazos no quiso forzar las cosas. Simplemente, apretaron el paso y empezaron a hablar en voz alta, con naturalidad, sin mencionar ni una sola vez lo que estaba sucediendo. La segunda vez, Emily iba sola. Había dejado a la niña con Leon para ir a comprar tela para los títeres. Enfrente mismo del edificio donde vivían, una figura se apartó bruscamente de la arcada de un portal para esconderse en la penumbra de la lavandería. Ella apenas lo vio; pensaba en los metros de género que necesitaba. Pero aquella noche, mientras hacía un sombrero picudo para Rumpelstiltskin, el recuerdo volvió a emerger. Vio una vez más la silueta perdiéndose de vista, que no llevaba un sombrero picudo, sino algo chato, una boina quizá. ¿Dónde lo había visto antes? «¡Ah!», se dijo y dejó las tijeras.
—¿A que no adivinas a quién he visto hoy? —le preguntó a Leon—. A aquel doctor, ¿recuerdas?, al doctor Morgan.
—¿Le has preguntado por qué no nos envió nunca la cuenta?
—No, en realidad él… No ha sido exactamente un encuentro. Quiero decir que él no me ha visto. Bueno, me ha visto pero parecía que… Probablemente no era el doctor Morgan. De lo contrario estoy segura de que me habría dicho algo.
Más o menos un mes más tarde, la siguió por Beacon Avenue. Emily se paró a mirar el escaparate de una tienda de ropa para niños y notó que alguien se detenía a su vez. Se volvió y, a cierta distancia, vio a un hombre de espaldas, no miraba nada en especial, sino solo la calle. Parecía salido de una película ambientada en la selva, pensó, con aquellos shorts y aquella camisa de safari, calcetines hasta las rodillas, botines y un enorme salacot. Extrañas hebillas y anillas en forma de «D» le brillaban por todas partes: en los hombros, las mangas, los bolsillos de atrás. No tenía nada de peligroso. Era un excéntrico de los que se ven a menudo en las calles de la ciudad, representando cualquier elaborada visión interna que de sí mismos tienen. Emily continuó andando. En el semáforo siguiente volvió a mirar atrás y allí estaba él, apresurándose hacia ella con un aire militar a juego con el uniforme, ocultos los ojos por el salacot, pero con su abundante barba completamente a la vista. Imposible no recordar aquella barba. ¡El doctor Morgan! Emily dio un paso hacia él. Morgan la miró, se tocó marcialmente el ala del sombrero y se escabulló por una puerta en la que se leía: «Estilistas de peinado LV-RAE».
Emily se sintió ridícula. Se dio cuenta de lo contenta y predispuesta que debió parecer, decidida a llamarlo por su nombre. Pero ¿qué había hecho ella de malo? ¿Por qué él ya no la apreciaba? Cuando nació Gina parecía tan encariñado con ellos…
No se lo contó a Leon; quizá se enfadaría con ella, una nunca sabía. Decidió que, de cualquier modo, había sido una de esas cosas inexplicables, sin sentido. No valía la pena fastidiar a Leon con aquel asunto.
Se podía decir que todo había empezado mal. En un momento dado habrían podido abordar el asunto abiertamente, pero se les había escapado de las manos. Tras varios incidentes de este tipo (con intervalos de semanas e incluso de meses), en los que esto o aquello les había impedido acercarse al hombre y saludarlo con naturalidad, la situación empezó a seguir su propio curso. Ahora mismo ya no había modo de arreglarla con cierta elegancia. Era evidente que el sujeto debía de estar loco o, por lo menos, obsesionado de forma inexplicable. (Emily temblaba al pensar en el parto de Gina en sus manos.) Aunque, como observaba Leon, no hacía daño. Emily se tomaba el asunto con demasiada imaginación, decía Leon. Tenían que acostumbrarse a él como algo rutinario. Nunca los amenazaba, ni siquiera se les acercaba; no había de qué preocuparse. En realidad ya formaba parte de la escenografía de sus vidas, como las casas de Crosswell Street, los escuálidos árboles marchitándose a causa de la polución y los títeres envueltos en muselina que colgaban del armario del dormitorio del fondo.
2
Ahora, en invierno, el trabajo había disminuido. Por Navidad se animaba un poco (fiestas para niños de familias pudientes y tómbolas de vacaciones); pero nada como las ferias al aire libre y los circos que tan ocupados los tenían en verano. Emily pasaba el tiempo construyendo un nuevo teatrito plegable, con bisagras, para facilitar el transporte. Reparaba los títeres y les cosía más trajes. Algunos los sustituía por otros nuevos, cosa que la llevaba a la misma pregunta de siempre: ¿Qué harían con los viejos? Eran como cadáveres, no podían tirarlos a la basura así como así. «Guárdalos para repuestos —le decía siempre Leon—. Puedes usar los ojos, o esa nariz, que está bien.» ¿Ponerle a otro títere la nariz de corcho picada de viruelas de la abuela de Caperucita? No serviría. No sería correcto. De todos modos, ¿cómo iba a destrozar aquella cara? Dejó a la abuela en una caja de cartón, junto a una Bella desgastada —de La Bella y la Bestia—, el primer títere que había hecho en su vida. Ahora iba por su tercera Bella, versión mucho más sofisticada con la misma cara de trapo. No era el uso lo que envejecía a los muñecos, sino los niños que se acercaban después de la función y les tocaban el cabello y les acariciaban las mejillas. El cutis de Bella se había vuelto gris y estaba lleno de marcas de dedos. El pelo amarillento había quedado hecho un guiñapo.
Todo el cuarto pertenecía a los títeres, el vacío dormitorio del fondo con cañerías plateadas y despintadas que apuntaban al techo y con una amarillenta mancha de lluvia que se extendía por una pared. La ventana, tapada con pintura, tenía los cristales tan sucios que el sol de la tarde creaba una película blanca y opaca sobre ellos. El suelo era de parquet; Gina se clavaba astillas en las rodillas y se ensuciaba todos los monos. El pomo de porcelana parecía negro de tan agrietado. La puerta colgaba torcida. Por las noches, cuando Emily trabajaba hasta tarde iluminada por una lámpara en forma de «S», la luz del salón, que se filtraba por debajo de la puerta, en lugar de una varilla parecía una cuña, como un trozo alargado de pastel.
Se quedó levantada hasta tarde y reparó a la malvada madrastra de usos múltiples, empleada en diferentes obras. ¡No era de extrañar que estuviera tan vieja! Un botón negro que servía de ojo colgaba precariamente. Emily se inclinó sobre la escalera de mano, que era el único mueble del cuarto, e hizo un nudo en una larga hebra.
La mayoría de los títeres en uso se guardaban en un rincón, dentro de una caja de Chablis Almaden por cuyos compartimientos asomaban la cabeza dos muchachas (una rubia y una morena), un príncipe, una rana verde de fieltro, un enano. Los otros permanecían en bolsas de muselina en el armario, con su nombre en una etiqueta atada con un hilo: «Rip van W.», «Bufón», «Caballo», «Rey». A Emily le gustaba cambiarlos de vez en cuando, asignarles papeles a los que no estaban acostumbrados. Rip van Winkle sin su barba quedaba muy bien de tercer hijo de cualquiera de esos cuentos en los que el tercer hijo, tonto y bueno, acaba ganándose a la princesa y la mitad del reino. Encajaba bien. Solo Emily sabía que ese papel no le correspondía y sentía que así le proporcionaba cierto estímulo para actuar. Lo dirigía a su modo. (Leon interpretaba a los dos hermanos mayores.) Le ponía una voz más graciosa y nasal, mientras que el auténtico tercer hijo —más guapo pero con menos carácter— yacía boca arriba entre bastidores, sonriendo desocupado.
En realidad Emily no había planeado ser titiritera e, incluso ahora, tanto ella como Leon lo consideraban un trabajo temporal. Había ingresado en la universidad para estudiar matemáticas y era la única chica de Taney, Virginia, que ni se había casado al día siguiente de la graduación de secundaria ni había empezado a trabajar en Taney Paper Products.
Su padre había muerto en un accidente de automóvil cuando ella era un bebé. Su madre, de una enfermedad cardíaca a principios de su primer curso de estudios, por lo tanto, Emily tendría que arreglárselas sola. Quería ser profesora de bachillerato. Le gustaba el frío y sistemático proceso que convertía una maraña de números desordenados en un solo número final, y la redistribución y la simplificación de las ecuaciones, base de las matemáticas del bachillerato. Pero, cuando conoció a Leon, un estudiante metido en cosas de teatro, ni siquiera acabó el semestre. Leon no podía especializarse en interpretación (no existía la carrera), así que estudiaba letras; pero en tanto que a duras penas aprobaba sus asignaturas, aparecía en cambio en todas las obras que se representaban en el campus. Emily comprendió por primera vez por qué llamaban «estrellas» a los actores. Siempre que Leon salía a escena se producía algo deslumbrante. Era un chico nervudo, carilargo y melancólico, de ojos gachos y con una boca que, surcada a ambos lados por dos semicírculos, ya comenzaba a estar como entre paréntesis. Tenía un aire amargo que inquietaba a la gente. Pero en escena todo esto le proporcionaba una especie de fuerza y de intensidad. Se concentraba y se metía tanto en sus personajes que, por comparación, todos los demás parecían de palo. Su voz (un poco triste en la vida real) se volvía más sonora que las otras. Se aferraba a las palabras con cariño y hacía que brotaran tras una breve pausa, como burlándose del público. Su papel, más que memorizado, parecía improvisado.
Emily pensó que Leon era maravilloso. Nunca había conocido a nadie así. Ella procedía de una familia vulgar y corriente, su infancia había sido normal (la de él fue terrible). Empezaron a estar juntos todo el tiempo; se pasaban la tarde en la cantina bebiendo una sola Pepsi, estudiaban en la biblioteca con las piernas enlazadas por debajo de la mesa. Emily era demasiado vergonzosa para actuar junto a él, pero poseía habilidad manual y trabajaba como escenógrafa. Clavaba plataformas, escalones y balcones, pintaba frondosos bosques sobre lonas que, en la obra siguiente, transformaba en un empapelado floreado y en revestimientos color caoba. Mientras tanto, parecía que incluso aquel pequeño vínculo con el teatro hacía más dramática su vida. Hubo escenas con los padres de Leon, en las que ella fue una observadora cohibida… largas peroratas del padre, un banquero de Richmond, mientras la madre se secaba los ojos y sonreía educadamente a intervalos. Era evidente que la universidad les había informado de que las notas de Leon eran más bajas de lo normal. Si no las mejoraba, lo expulsarían. Casi todos los domingos los padres hacían el camino desde Richmond, solo para sentarse en la abarrotada y oscura sala de visitas del colegio mayor y preguntarle a su hijo a qué clase de profesión aspiraba con semejante nota media. Emily habría preferido no participar en esas reuniones, pero Leon quería que se quedara. Al principio los padres eran amables con ella, pero luego cada vez menos. No podía ser por algo que hubiera hecho, quizá fuera por lo que no hacía. Era muy reservada, ante ellos siempre se quedaba callada. Provenía de un viejo linaje cuáquero y, según había dicho, tenía tendencia a sentirse más cómoda de lo habitual frente a los silencios prolongados. A veces pensaba que todo iba estupendamente, cuando en realidad los demás procuraban encontrar con desesperación algo de que hablar. Pero Emily se esforzaba mucho en ser sociable. Cuando sabía que ellos iban a ir, se pintaba los labios, se ponía medias y, de antemano, preparaba temas neutrales. Mientras Leon y su padre se increpaban mutuamente, ella buscaba en su archivo mental algún tema para distraerlos.
—En clase ahora estamos leyendo a Tolstói —le dijo un domingo de abril a la madre de Leon—. ¿Le gusta Tolstói?
—Sí, claro, tenemos una edición en piel —contestó la señora Meredith, llevándose con delicadeza un pañuelo a la nariz.
—Quizá Leon debería estudiar literatura rusa —continuó Emily—. También leemos obras de teatro.
—Primero que apruebe algo en su maldito idioma —dijo su padre.
—Sí, claro, pero también es en inglés.
—¿Y de qué serviría? —preguntó el señor Meredith—.
Creo que su lengua materna es el mongol exterior.
Mientras tanto, Leon, de pie junto a la ventana, les daba la espalda. Emily se enternecía al ver su pelo enmarañado y la actitud desesperada, pero al mismo tiempo no podía evitar preguntarse cómo se había metido en aquello. En realidad sus padres no pertenecían al tipo de personas que acostumbran a hacer escenas. El señor Meredith era una especie de sólido hombre de negocios. La señora Meredith eran tan solemne y controlada que resultaba extraordinario que hubiera tenido la previsión de llevar un pañuelo. Sin embargo, todas las semanas algo salía mal. Leon tenía una forma tan inesperada de lanzarse al combate. Ella no conocía a nadie tan dispuesto a pelear. Era como si un vuelco mental, que Emily no conseguía seguir, le hiciera propinar, en pleno ataque de rabia, un manotazo, cuando un minuto antes se mostraba perfectamente tranquilo y razonable. Les echaba en cara a sus padres sus propias palabras. Daba puñetazos en su propia palma. La situación era demasiado tensa, pensaba Emily. Se volvió hacia la señora Meredith otra vez.
—Ahora estamos leyendo Ana Karenina —dijo.
—Todo eso son cosas comunistas —dijo el señor Meredith.
—¿Son… qué?
—Seguro, agricultura de tractores, unión de los trabajadores, asesinatos del zar y de Anastasia…
—Bueno, yo no… Creo que todo eso pasó un poco después.
—¿Qué pasa? ¿Eres una de esas estudiantes izquierdistas?
—No, pero no creo que Tolstói viviera tanto.
—Claro que sí —dijo el señor Meredith—. ¿Dónde crees
que estaría tu amigo Lenin de no haber sido por Tolstói?
—¿Lenin?
—¿No lo crees? Mira, muchacha —dijo el señor Meredith inclinándose muy serio hacia ella y entrelazando sus
manos. (Así debía de sentarse en el banco, pensó Emily, para
explicarle a algún granjero por qué no podían concederle un
crédito para su cosecha de tabaco.)—, en cuanto Lenin se
abrió camino, a la primera persona a quien llamó fue a Tolstói. Tolstói esto, Tolstói lo otro… Cada vez que necesitaba
propaganda escrita, decía: «Pídansela a Tolstói. Pregunten a
Leon». ¡Vaya, sin duda! ¿No te lo enseñaron en la escuela?
—Pero…, yo creía que Tolstói había muerto en mil novecientos…
—Cuarenta —dijo el señor Meredith.
—¿Cuarenta?
—Yo estaba en el último año de universidad.
—Ah.
—¡Y Stalin! —dijo el señor Meredith—. ¡Eso sí que era
un equipo! Tolstói y Stalin.
Leon se volvió repentinamente y abandonó la habitación. Le oyeron subir la escalera y dirigirse a los dormitorios. Emily y la señora Meredith se miraron.
—Si quieres mi opinión —continuó el señor Meredith—, Tolstói era una molestia para Stalin. Mira, no podía destituirlo; por entonces ya era muy conocido, pero al mismo tiempo un poco conservador. ¿Sabías que era un hombre acomodado, dueño de un buen pedazo de tierra?
—Es verdad, tenía tierras —dijo Emily.
—Como puedes suponer, debía de ser una persona un
tanto difícil de manejar.
—Claro, sí…
—«En realidad», les dijo Stalin a sus partidarios, «es un
viejo. Un viejo que chochea y con tierras».
Emily asintió con la boca entreabierta.
Leon bajó las escaleras y entró en la sala con una enciclopedia abierta entre las manos.
—«Tolstói, Lev» —leyó en voz alta—, «mil ochocientos veintiocho, mil novecientos diez».
Hubo un silencio.
—Nació en mil ochocientos veintiocho y murió en mil
novecientos…
—De acuerdo —dijo el señor Meredith—. Pero ¿qué tiene que ver con nosotros? No trates de cambiar de tema, Leon. Estábamos hablando de tus notas, tus horrendas notas, y esa maldita ridiculez de ser actor.
—Lo de ser actor me lo tomo muy en serio —dijo Leon.
—¡En serio! ¿Te tomas en serio lo de ser actor?
—No puedes obligarme a que lo deje. Tengo veintiún
años, conozco mis derechos.
—No me digas lo que puedo y lo que no puedo hacer —dijo el señor Meredith—. Te lo advierto, Leon, si te niegas, te saco de la universidad. No pienso pagar la matrícula del curso que viene.
—¡Burt! —dijo la señora Meredith—. ¡No podemos hacer eso! ¡Lo reclutarán!
—El ejército es lo mejor que le puede pasar a este chico —dijo el señor Meredith.
—¡No puedes!
—Ah, ¿no puedo? —dijo volviéndose hacia Leon—. Hoy
te vienes conmigo, a no ser que firmes una declaración notarial comprometiéndote a abandonar toda actividad extraacadémica: teatro, novias…
Agitó en dirección a Emily una mano rosada, de piel tirante.
—Ni hablar —dijo Leon.
—Empieza a hacer el equipaje, entonces.
—¡Burt! —gritó la señora Meredith.
—Con mucho gusto —dijo Leon—, me iré esta misma
tarde, pero no a casa. Ni ahora ni nunca.
—¡Mira lo que has hecho! —dijo la señora Meredith a su esposo.
Leon salió de la habitación. Por las ventanas de la sala, de vidrios pequeños y rugosos, Emily vio su anguloso perfil dislocarse repetidamente, separarse y volver a unirse, mientras cruzaba el patio. Ella se quedó con sus padres, en silencio. Tuvo la sensación de que era uno de ellos, de que pasaría toda su vida en salas de visita recargadas de tapices; una personilla se ca y aburrida.
—Con perdón —dijo, levantándose.
Cruzó la sala, salió y cerró suavemente la puerta a sus espaldas. Luego se precipitó en busca de Leon.
Lo encontró junto a la fuente, frente a la biblioteca, tirando con indolencia piedrecitas al agua. Cuando llegó a su lado, casi sin aliento, y le tocó el brazo, Leon ni la miró. Bajo la luz del sol, su rostro tenía un resplandor oliváceo que a Emily le pareció hermoso. Sus ojos, de largas y espesas pestañas, parecían llenos de maquinaciones. Emily pensaba que nunca encontraría a nadie tan decidido. Hasta sus rasgos físicos resaltaban con más fuerza que los de los demás.
—¿Leon? —preguntó—. ¿Qué vas a hacer?
—Irme a Nueva York —respondió él, como si lo tuviera
planeado hacía meses.
Emily siempre había soñado con visitar Nueva York. Le apretó el brazo, pero Leon no la invitó a ir con él.
Para escapar de sus padres, en caso de que lo buscaran, fueron a un oscuro restaurante italiano próximo al campus. Leon continuó hablando de Nueva York; quizá encontrase algo para la temporada de verano, dijo, o con un poco de suerte un papelito en Off-Broadway. Siempre decía «yo» en lugar de «nosotros». Emily empezaba a desesperar. Deseaba encontrar alguna grieta en su rostro que, en la penumbra del restaurante, brillara con luz propia.
—Hazme un favor —dijo Leon—. Ve a mi habitación y recoge lo imprescindible. Temo que mis padres estén allí esperándome.
—De acuerdo.
—Y trae el talonario de cheques del cajón de arriba de la
cómoda. Necesitaré dinero.
—Leon, yo tengo ochenta y siete dólares.
—Guárdalos.
—Es lo que me queda del dinero que me dio tía Mercer
para gastos. No los necesito.
—Por favor, deja ya de fastidiarme —dijo él, y añadió—: disculpa.
—Está bien.
Regresaron al campus y, mientras él la esperaba junto a la fuente, Emily subió al dormitorio. Los padres no estaban en la sala. Los sillones en que habían estado sentados se hallaban vacíos, el tapizado susurraba poco a poco, conforme se inflaba, haciendo desaparecer los huecos que habían dejado.
Emily subió la escalera que llevaba a los dormitorios, donde había estado muy pocas veces. Las chicas no tenían prohibida la entrada, pero raramente iban; el lugar tenía algo de primitivo. En el corredor, dos chicos jugaban con una pelota de béisbol; se detuvieron de mala gana y, en cuanto ella hubo pasado, volvió a oír a sus espaldas el ruido de la pelota. Llamó a la puerta del cuarto 241.
—¿Sí? —dijo el compañero de habitación de Leon. —Soy Emily Cathcart. ¿Puedo entrar a recoger algunas cosas de Leon?
—Claro.
Estaba sentado ante el escritorio, inclinado hacia atrás, sin hacer aparentemente nada más que tirar clips con una goma elástica. (¿Cómo podría amar a otro después de Leon?) Los clips golpeaban contra el tablero y luego, con un tintineo, entraban en la papelera metálica que había debajo.
—¿Dónde está su maleta? —preguntó Emily.
—Debajo de aquella cama.
La sacó. Estaba cubierta de polvo.
—¿Meredith se va? —preguntó el chico.
—Se va a Nueva York. No se lo digas a sus padres.
—¿Nueva York? Ah —dijo el compañero, sin mucho interés.
Emily empezó a sacar del armario contiguo a la cama la ropa que le había visto usar con más frecuencia: camisas blancas, pantalones color caqui, una chaqueta de pana con la que ella sabía que estaba encariñado. Todas las prendas, almidonadas y limpias, olían a él. Le gustaba el largo de sus pantalones, si ella se los pusiera se perdería dentro.
—¿Tú te vas con él? —le preguntó el compañero de Leon. —No creo que él quiera —dijo Emily.
Otro clip se estrelló contra el tablero.
—Si me lo pidiera, me iría. Pero no lo ha hecho —continuó.
—Claro, tienes que pensar en los exámenes. Sacar por lo menos algunos notables y sobresalientes.
—Me iría sin pensarlo —dijo ella.
—Supongo que el tío querrá viajar sin trabas.
—¿Es este su escritorio?
El chico asintió y la silla volvió de un golpe a su posición. —¿Crees que tendría tu foto sobre mi escritorio? —dijo—. Sin ánimo de ofender, por supuesto.
Emily echó una mirada al retrato, su regalo de Navidad a Leon. Estaba detrás de un despertador, en el marco de cartón de bordes ondulados suministrado por el estudio. Esperaba que la persona de la foto apenas se pareciera a ella. Emily detestaba sentirse consciente de su aspecto físico. La mayor parte de las veces daba un repaso a su cuerpo sin prestarle demasiada atención, y verse forzada a sentarse en la banqueta de un piano con la cabeza ladeada con afectación, sintiéndose obligada a pensar en su piel y en sus pálidas pestañas, que tenían la costumbre de desaparecer en las fotografías, no le había resultado una experiencia agradable. «Sonría —le había dicho el fotógrafo—, no está ante un pelotón de fusilamiento.» Y ella había sonreído rápida y nerviosamente, estirando los labios en una mueca artificial. Nada más agacharse el hombre detrás de la cámara, la sonrisa había desaparecido de forma instantánea. En el retrato había salido seria, con los ojos entornados, velados de preocupación, y los labios ligeramente fruncidos como los de su tía solterona.
No metió la foto en la maleta. Cuando regresó a la fuente para reunirse con Leon, llevaba dos maletas: la de él y la suya.
—No me importa lo que digas —le anticipó desde lejos; estaba tan ansiosa que no podía esperar. Jadeaba y se bamboleaba entre las dos maletas—. Voy contigo. ¡No puedes dejarme aquí!
—¿Emily?
—Creo que deberíamos casarnos. Vivir en pecado no sería correcto; pero si eso es lo que prefieres, también estoy dispuesta. No eres el dueño de Nueva York, así que es inútil que
digas nada. Pienso subir al autobús y sentarme detrás de ti. Le
diré al taxista: «¡Siga a ese taxi!», y al recepcionista del hotel:
«Deme una habitación junto a la de él, por favor».
Leon se rió. Emily comprendió que había ganado la partida. Dejó las maletas y se quedó de pie, mirándole a la cara, sin sonreír. De hecho, le había ganado con una deliberada y calculada valentía que en realidad no poseía y, al ver lo fácil que había sido embaucarle, se alarmó. Podía ser que no lo hubiera embaucado, sino que él supiese lo que el público esperaba. Cuando una chica te persigue con su maleta y se comporta escandalosamente hay que reírse, alzar las manos y rendirse. La risa no era, sin embargo, su mejor expresión, le daba un aspecto más dislocado y desigual que nunca. Había algo asimétrico en su rostro.
—Emily —le dijo—, ¿qué voy a hacer contigo?
—No lo sé —contestó ella.
Ya empezaba ella misma a preocuparse por eso.
Al anochecer viajaban camino de Nueva York en un autocar Greyhound. A la tarde siguiente se hallaban instalados (más bien acampados) en una habitación amueblada con un fregadero en un rincón y el retrete en el vestíbulo. Se casaron el martes, lo más aprisa que permitía la ley. La ceremonia de sacarse el carnet de conducir, pensó Emily, había sido más solemne. La boda no causó en su vida el impacto que esperaba.
Emily encontró trabajo de camarera en un restaurante polaco. Leon —solo de momento— limpiaba un teatro después de la función. Al atardecer vagaba por los cafés para escuchar recitales de actores y poetas. Cuando Emily no tenía que trabajar, la llevaba consigo. «¿No son malísimos?», le preguntaba. «Yo puedo hacerlo mejor.» Emily pensaba lo mismo. Una vez oyeron un monólogo tan malo que se levantaron para irse. El actor se detuvo a mitad de una línea para decirles: «¡Eh, vosotros! No os olvidéis de dejar algún dinero en la taza.» Emily lo habría hecho, habría hecho cualquier cosa con tal de evitar una escena, pero Leon empezó a enfadarse. Notó que, al tiempo que parecía aumentar de tamaño, contenía la respiración. A aquellas alturas ya sabía hasta dónde podía arrastrarlo la ira. Levantó la mano para cogerle el codo, pero en realidad no llegó a tocarlo. Nunca había que tocar a Leon cuando empezaba a montar en cólera. Al cabo de un instante, él soltó el aire y dejó que ella se lo llevara, mientras el actor seguía gritando a sus espaldas.
El verano resultó muy caluroso, plagado de tormentas y de negras nubes de bochorno. Mientras ellos estaban continuamente a punto de quedarse sin un céntimo, el calor de la habitación parecía algo vivo. Por primera vez en su vida, Emily vio lo importante que era el dinero. Sentía que, al pasar entre gente rica, tenía que respirar poco, guardar sus energías, caminar de forma contenida y discreta. Empezaron las discusiones por el dinero. Él era más extravagante, derrochador, decía ella. Él afirmaba que ella era avara.
En julio, Emily tuvo una falta y pensó que quizá estaba embarazada. Se sintió atrapada y horrorizada; no se atrevía a decírselo a Leon. Cuando al final se enteró de que había sido una falsa alarma, tampoco pudo compartir su alivio con él. Se guardó esta experiencia para sí misma y siguió analizándola, tratando de comprenderla. Si no podía contarle una cosa así a su marido, ¿qué clase de matrimonio era aquel? Pero Leon habría montado en cólera para luego hundirse en sí mismo, como el pan con demasiada levadura. Le habría dicho que casarse había sido idea suya y que era ella la que siempre machacaba sobre lo que no podían permitirse. Emily se imaginó tan claramente la escena, que casi creyó haberla vivido. Quedó resentida contra él. A veces, cuando recordaba lo mal que él se había portado, se le llenaban los ojos de lágrimas. ¡Pero él no se había portado mal! ¡No le había dado ninguna oportunidad! (habría dicho él). De un modo u otro, ella continuaba echándole la culpa. Acudió a un centro de planificación familiar y dijo que si se quedaba en estado, su marido la mataría. Naturalmente, lo dijo en sentido figurado, pero debido a la forma en que la miró la asistenta social, dedujo que en aquel barrio una nunca podía estar segura del todo. La mujer le observó los brazos y le preguntó si tenía algún otro problema. Emily habría querido hablarle de su aislamiento, explicarle cómo había mantenido en secreto frente a su propio marido el miedo al embarazo, pero sabía que no era un problema lo bastante grave. En aquel barrio a veces mataban a las mujeres. (Se dio cuenta de lo frívola que debía de parecerle a la asistenta social; llevaba el body y la falda acampanada de danza moderna I.) En aquel barrio, los maridos pegaban y maltrataban a sus mujeres. El suyo, en cambio, sería incapaz de ponerle la mano encima. Estaba segura. Se sentía rodeada por un círculo de inmunidad.
Ella, personalmente, no tenía tendencia a enfadarse. Como mucho sufría algún que otro ataque de resentimiento retardado. En especial cuando, antes de que se diera cuenta, ocurría algo a lo que en realidad debería haberse opuesto.
Si hubiera sido una persona de mal genio, quizá habría sabido qué hilos mover para calmar a Leon. Pero tal como iban las cosas, solo podía ser una espectadora pasiva. Tenía que recordarse a sí misma: «El podrá hacer daño a otros, pero a mí nunca me ha puesto un dedo encima», cosa que le producía un hormigueo de placer. «A veces se pone como loco —le dijo a la asistenta social—, pero es incapaz de tocarme un pelo.» Después se alisó la falda y se quedó mirando sus blancas y exangües manos.
En agosto, Leon conoció a cuatro actores que estaban formando un grupo de teatro improvisado llamado Off the Cuff. Uno de ellos tenía una camioneta y planeaban bajar por la costa este. («Es muy difícil hacerse un hueco en Nueva York», decía Paula, una de las chicas.) Leon se unió a ellos.
Desde el principio se convirtió en un miembro clave. Emily pensaba que de otro modo no le habrían dejado entrar, con esa esposa inútil, que temblaba en público y además ocupaba espacio en la camioneta. «Al menos puedo hacer los decorados», les dijo ella; pero, al parecer, no usaban. Se subían a escenarios desnudos. Tenían pensado presentarse ante el público de un club nocturno y pedir sugerencias sobre las que improvisar. La sola idea aterrorizaba a Emily, pero Leon decía que era la mejor forma de practicar que podía esperarse. Ensayaba con ellos en el apartamento de Barry May, el dueño de la camioneta. Por supuesto que no era un verdadero ensayo, pero por lo menos practicaban cómo trabajar en grupo, intercambiaban gestos y se replicaban con rapidez los unos a los otros, hasta que llegaban a una especie de final. Planeaban hacerlo en tono de comedia; «no se puede esperar mucho más —decían— de un club nocturno». Basaban el espectáculo en situaciones que ponían nerviosa a Emily —la pérdida de un equipaje, un dentista enloquecido—, y ella, mientras miraba la función, fruncía ligeramente el entrecejo, gesto este que nunca la abandonaba, ni tan siquiera cuando reía. En realidad, era terrible perder el equipaje. (Le había sucedido una vez y, hasta que lo recuperó, estuvo toda la noche acostada sin dormir.) Además, imaginar a un dentista que se volvía loco era demasiado fácil. Emily se mordisqueaba los nudillos mientras veía a Leon ocupar el escenario con sus ademanes abiertos y tajantes y con el balanceo de sus caderas al andar. En una escena hacía de marido de Paula, en otra era su prometido. La besaba en los labios. Se trataba solo de una actuación, pero quién sabe, a veces uno actúa como una persona muy distinta y luego se convierte en esa persona. Era posible, ¿no?
Comenzaron la gira en septiembre. Salieron de Nueva York en la camioneta, con todos sus bienes terrenales amontonados en el techo, incluidas las dos maletas repletas de Leon y de Emily y la cafetera plateada que tía Mercer les había enviado como regalo de boda. Primero se dirigieron a Filadelfia, donde Barry conocía a un chico cuyo tío tenía un bar. Durante tres noches representaron sus parodias ante un público que no paró de hablar ni una sola vez. Tuvieron que aceptar las sugerencias de Emily, a quien, por si acaso, habían plantado en un taburete con algunas ideas preparadas. Luego siguieron hasta Haightsville, al sur de Filadelfia. Creían tener un contacto, pero este no funcionó y terminaron en una taberna llamada club Bridas, decorada como un establo. Emily tuvo la sensación de que la mayoría de los clientes estaban casados con personas que aguardaban en casa. Era un grupo de gente de mediana edad: hombres regordetes y trajeados y rubias teñidas, con mucha laca en el pelo y con vestidos una talla más pequeños. Esta gente también hablaba durante la representación, pero propuso algunas ideas. Un hombre pidió una escena en la que una adolescente comunicara a sus padres que dejaba la escuela para convertirse en bailarina exótica. Una mujer propuso que un matrimonio se peleara porque la esposa intentaba introducir nuevos manjares en la alimentación de su marido. Ambas sugerencias causaron murmullos jocosos en todo el local y el grupo las convirtió en escenas bastante divertidas; pero Emily no pudo menos de pensar que eran situaciones reales. El hombre tenía el lastimoso aspecto de desolación de un padre fracasado; la mujer era tan increíblemente alegre que muy bien pudiera acabar de escaparse de un marido insulso. Emily percibía que el público no hacía sino transmitir su dolor. Hasta las risas, surgidas de aquellos hombres rubicundos de caras rellenas y de aquellas mujeres que resistían con valentía el peso de sus elevados peinados, parecían dolientes. Para la tercera parodia, un hombre propuso lo siguiente: la mujer de un bebedor, que puede beber o no y dejar la bebida cuando quiera, suponiendo que quiera alguna vez, empieza a pensar que su marido es en realidad un alcohólico.
—Haced como si la mujer estuviera cada vez más obsesionada —dijo—, tanto que a la que puede echa agua en el
Jack Daniel’s, llama al médico y a Alcohólicos Anónimos. Cuando él le pide una copa, ella le trae un ginger ale con una cucharadita de extracto de brandy McCormick dentro. Cuando él quiere salir a divertirse con sus amigos, ella le dice…
—¡Por favor! —dijo Barry, levantando una mano—. ¡Deje algo para nosotros!
Todo el mundo rió, menos Emily.
Tenían que actuar tres noches en el club Bridas, pero a la segunda Emily no fue. En cambio, se dedicó a pasear por la ciudad hasta casi las diez de la noche, mirando los apagados escaparates de la tienda de ropa Kresge & Lynne y de El Mundo de Knitter. De vez en cuando pasaban a toda prisa coches llenos de adolescentes que le tocaban el claxon, pero que Emily ignoraba. Se sentía mucho mayor que ellos, le sorprendía no ser invisible a sus ojos.
En un drugstore, el único sitio que estaba abierto, compró un neceser completo para viaje, con botes y botellas de plástico y un tubo pequeño de Pepsodent. A aquellas alturas, Leon y ella estaban casi sin un céntimo. Tenían que dormir separados, las tres mujeres en el albergue y los hombres en la camioneta. Lo último que podían permitirse era un neceser de cuatro dólares con noventa y ocho. Regresó rápidamente a su cuarto, se sentía culpable y satisfecha. Se puso a reacomodar sus efectos personales, vertió con cuidado la loción para las manos en una de las botellas, metió su plateado cepillo para el pelo en la anilla de plástico. En realidad, Emily no usaba muchos cosméticos, así que el neceser ocupaba más espacio que las cosas sueltas. Sabía que había sido una equivocación y ni siquiera podía pedir que le devolvieran el dinero porque había usado los frascos. Empezaba a estar harta. Revisó toda su maleta y empezó a tirar cosas: las blusas blancas de la escuela, los tejanos, toda la ropa interior. (Si solo usaba bodys, no necesitaba ropa interior.) Cuando hubo acabado, solo quedaban dos faldas acampanadas y dos bodys de repuesto, un camisón y el neceser. La pequeña papelera de cartón contigua a la cama quedó repleta de cosas «superfluas» arrugadas, ordinarias y transparentes.
La tercera aparición en el club Bridas fue cancelada en beneficio de la novia del primo del dueño, una cantante de canciones melódicas.
—No sabía que todavía existieran cosas así —le dijo Leon a Emily.
Parecía deprimido. Le comentó que no estaba seguro de que aquella experiencia fuera tan valiosa como había creído, pero Barry May, más o menos el jefe del grupo, se negó a abandonar. Quería probar Baltimore, que estaba lleno de bares, dijo. Además, la madre de uno del grupo, Victor Apple, vivía allí, por lo que tendrían alojamiento gratis.
En cuanto llegaron, Emily supo que Baltimore no funcionaría. Aunque condujeron kilómetros y kilómetros por dentro de la ciudad (Victor se las arreglaba para perderse siempre), esta no dejaba de parecerle estrecha y asfixiante, todas aquellas manzanas de casas tristes, algunas no más anchas que una habitación; todos aquellos callejones con llantas viejas, botellas y somiers tirados; todos aquellos hombres desesperanzados, inútiles, hundidos en la bebida. Sin embargo, enseguida se encariñó con la madre de Victor. La señora Apple era una mujer alta, alegre y desgarbada, de pelo corto y canoso y rostro fuerte. Era la propietaria de una tienda llamada «Artesanías Diversas», así como del edificio que la albergaba y en el que vivían varios artesanos, algunos de los cuales pagaban un alquiler simbólico hasta que consiguieran abrirse camino. Al grupo de actores le cedió un apartamento en el tercer piso, sin muebles, destartalado, pero limpio. Estaba dividido por un oscuro pasillo, una sala y un dormitorio a un lado, y la cocina y el segundo dormitorio al otro. Al final del pasillo había un cuarto de baño antiguo, con una ventana pegada al edificio vecino, construido hacía mucho tiempo. Lo único que se veía era un cuadrado de ladrillos huecos. A Emily, por alguna razón, esta vista le producía bienestar.
Era el único paisaje que, últimamente, la había hecho sentirse segura.
Ahora le parecía que acomodarse a nuevos lugares iba desgastando a las personas a trozos. Grandes fragmentos de sí misma se habían desprendido y quedado atrás en Nueva York, Filadelfia, Haightsville; en cualquier lugar donde ella hubiera colocado, con cuidado, el peine y el cepillo plateado de su madre sobre una cómoda ajena y despintada y donde hubiera simulado cierta familiaridad con las paredes desconchadas y el alto techo agrietado de otra persona. No podía evitar seguir a la señora Apple por todas partes. Quitaba el polvo de las tallas de madera y de los muebles hechos a mano de la tienda de abajo, aprendió a utilizar la caja registradora y, cuando había mucho ajetreo, atendía a los clientes. No lo hacía por dinero, sino por el aroma fresco de la madera nueva, de las telas recién tejidas, y por la espontánea y animada amistad de la señora Apple.
Emily y Leon dormían en dos sacos de dormir en el cuarto de delante. Barry, Paula y Janice, transversalmente los tres en el cuarto del fondo. (Emily había renunciado a intentar comprender aquello.) Victor esparcía su maraña de mantas en un rincón de la sala. Durante el día, Barry buscaba trabajo, mientras los otros se quedaban en casa y jugaban a las cartas. Ya no ensayaban las parodias, ni siquiera las mencionaban. Pero a veces, viéndoles jugar al póquer, Emily tenía la sensación de que para aquella gente todo era una representación. Cuando perdían, gruñían y se tiraban del pelo; cuando ganaban, saltaban, arrojaban sus cartas al techo y tocaban una imaginaria trompeta, «¡ta, ta, ta!», haciendo una reverencia. Sus vocales eran más pronunciadas que las de la mayoría de la gente y no paraban de enfatizar. A veces había que hablar así para hacerse oír por encima del alboroto. Emily se veía cambiada. Se oía hablar con mayor dureza, arrastrando las palabras. En una ocasión se vio inesperadamente en un espejo, su carita afilada, pálida como la de un fantasma, pero con un brazo extendido en un gesto grandilocuente, como si estuviera sobre un escenario con capa y chambergo. Se detuvo a mitad de la frase y volvió a encogerlo.
Los bares de Baltimore no pertenecían al tipo de locales interesados en actuaciones. Eran bares para beber, decía Barry, aquella era una ciudad de mucho alcohol. En uno había tenido que pasar por encima de un cuerpo caído ante la puerta, inconsciente o muerto, y no le pareció muy útil pedir trabajo allí. Pasó una semana y luego otra. Vivían a base de una marca barata de atún en escabeche y la señora Apple había dejado de invitarles a cenar con tanta frecuencia como antes. Por alguna razón, la caja de pinturas de teatro se rompió y los tubos de maquillaje rosa pálido, color carne, rodaron por los rincones como barras de tiza abultadas y se quedaron allí, inundando la casa de un florido olor a dama anciana. Janice y Paula dejaron de hablarse, y Janice trasladó su saco de dormir a la cocina.
Barry encontró trabajo, pero solo para él. Un amigo de un amigo montaba una obra propia. Cuando lo anunció, Emily no estaba; ayudaba en la tienda de Artesanías Diversas. Lo único que supo fue que, cuando regresó, Barry guardaba sus cosas en la mochila y tenía el labio inferior hinchado. Leon se había marchado. Los demás, sentados en el suelo, le observaban enrollar sus tejanos con manos temblorosas.
—Ese marido tuyo es un demente —le dijo a Emily. Le temblaba hasta la voz.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella, y los demás se pusieron a hablar todos a la vez.
No era culpa de Barry, dijeron. En este mundo, uno tenía que cuidarse primero de sí mismo; ¿qué esperaba Leon? Emily nunca llegó a aclarar todos los pormenores, pero captó lo esencial. Lo que la sorprendía era lo poco que le preocupaba todo el asunto. Incluso había algo agradable en la herida del labio de Barry. La piel se había abierto en lo más abultado de la hinchazón; le recordó una ciruela muy madura.
—Bueno —dijo—, supongo que todo será para mejor. —Recuerda bien mis palabras —le dijo gravemente Barry—, vives con un hombre peligroso. No sé cómo no estás asustada.
—A mí nunca me haría daño —respondió Emily.
No entendía por qué Barry se lo tomaba tan a pecho. ¿Acaso no era algo que ocurría a menudo en la vida de aquellas personas? (Dramas, actitudes extravagantes.) Se quitó del cabello algunas horquillas y se colocó las trenzas más arriba. Los demás la miraban. Emily se sentía ligera y despreocupada.
Janice y Paula regresaron a Nueva York. Janice pensaba aceptar una vieja proposición de matrimonio. «Espero que la oferta todavía siga en pie», dijo. Emily no tenía ni idea de lo que iba a hacer Paula, tampoco le importaba. Estaba cansada de vivir en grupo. Se llevó bien con ellas hasta el final y les dijo adiós educadamente, pero por dentro le irritaba cada palabra que pronunciaban.
Quedaba Victor. Victor no estaba tan mal, tenía solo diecisiete años y parecía aún más joven. Era un chico delgado, cerrado y tímido, con una sombra de bigote que Emily ansiaba afeitarle. Una vez que los demás se hubieron marchado, él trasladó sus mantas al cuarto del fondo. Aparecía a la hora de las comidas, vergonzoso y esperanzado. Era un poco como tener un hijo, pensaba Emily.
Dado que no tenía ni un céntimo, Emily empezó a trabajar como ayudante de Artesanías Diversas. Leon encontró un empleo de media jornada en una gasolinera Texaco. Victor sencillamente le pedía dinero prestado a la señora Apple y ella se lo dejaba aunque acompañado de un sermón. Quería que él volviera a la escuela o que, por lo menos, se presentara a los exámenes libres. Lo amenazaba con enviarlo a vivir con su padre, al que Emily siempre había supuesto muerto. Después de aquellos sermones, Victor deambulaba por el apartamento dando patadas a los zócalos. Emily se compadecía de
él, pero pensaba que la señora Apple tenía algo de razón. No podía entender cómo las cosas habían llegado a aquel punto. Todos parecían vivir unas vidas amorfas, sin firmeza.
—Si lo piensas, en primer lugar es asombroso que tu madre te dejara ir a Nueva York —le dijo a Victor—. La verdad, es una mujer muy… sorprendente.
—Sí, para ti —dijo Victor—. Las madres de los demás siempre nos parecen muy agradables, pero vistas de cerca son intransigentes, avaras y carecen de sentido del humor.
Por entonces la señora Apple le fue a Emily con una idea. (Probablemente pensó que si se la sugería a Victor, este la rechazaría de modo automático.) Si tan encaprichados estaban con el teatro, dijo, ¿por qué no daban funciones para niños en las fiestas de cumpleaños? Podían poner un anuncio en el periódico, instalarse un teléfono, usar su máquina de coser Singer y hacer algunos trajes para empezar. Las madres podrían llamar y pedir Caperucita Roja o Rapunzel. (Emily sería una Rapunzel encantadora con su larga melena rubia.) Seguro que estarían encantadas de pagarles bien, ya que las fiestas de cumpleaños eran un engorro.
Emily comunicó la idea, porque pensó que era algo con lo que ella se atrevía. Frente a unos chiquillos, por lo menos no se quedaría helada. Victor estuvo enseguida de acuerdo, pero Leon dudaba.
—¿Nosotros tres solos? —preguntó.
—Podemos cambiarnos de ropa muchas veces y si de
verdad necesitamos más personajes, por aquí siempre hay
gente.
—Mi madre puede hacer de bruja —dijo Victor.
—Pues, no sé —dijo Leon—. Si quieres que te diga la verdad, a mí eso ni siquiera me parece teatro.
—Ay, Leon.
Emily renunció al tema durante unos días. Observaba cómo Leon lo pensaba. Regresaba de la gasolinera con las manos negras y manchaba los tiradores de las puertas y los interruptores de la luz. Incluso después de lavarse, las líneas de la piel y el borde de las uñas seguían negros. En la cocina, mientras esperaba el atún, se ponía las manos sobre las rodillas y las estudiaba, las giraba y volvía a estudiarlas.
—Supongo que esas obras para niños serán un recurso temporal —dijo por fin.
Emily no contestó.
—Probar una vez no nos hará daño, solo para no quedarnos atascados donde estamos —añadió Leon.
Durante todo aquel tiempo, Emily y Victor habían ido trazando un plan, tan seguros estaban de que Leon cambiaría de idea. Ya habían pedido un teléfono