La brújula de Noé

Anne Tyler

Fragmento

1

A punto de cumplir sesenta y un años, Liam Pennywell se quedó sin trabajo. Tampoco era un trabajo del otro mundo. Era profesor de quinto curso de una escuela privada mediocre para chicos. Él no había estudiado para ser profesor de quinto curso. Es más, no había estudiado para ser profesor de nada. Había hecho la carrera de filosofía. Ya, cosas que pasan. Su vida había dado un giro hacia abajo mucho tiempo atrás, y quizá fuera una suerte que Liam hubiera dicho adiós a los pasillos gastados y polvorientos de Saint Dyfrig, a tantas reuniones interminables fuera del horario lectivo y a tantas horas de engorroso papeleo.

De hecho, quizá aquello fuera una señal. Quizá fuera el empujoncito que necesitaba para pasar a la siguiente etapa, la etapa final, la etapa de recapitulación. La etapa en que se sentaría por fin en su mecedora y reflexionaría sobre el porqué de las cosas.

Tenía una cuenta de ahorros decente y la promesa de una pensión, así que su situación económica no era absolutamente desesperada. Sin embargo, iba a tener que ahorrar. La perspectiva de ahorrar le interesaba. Se lanzó a ello con un entusiasmo que no sentía desde hacía años: en cuestión de una semana, dejó su apartamento, grande y anticuado, y alquiló otro más pequeño, de un solo dormitorio con despacho en un complejo moderno de las afueras, por la carretera de circunvalación de Baltimore. Eso, como es lógico, significaba reducir sus pertenencias, pero mejor así. ¡Simplificar, simplificar!

Sin saber cómo, había acumulado demasiados trastos. Tiró montañas de revistas viejas, sobres de papel manila llenos de cartas y tres cajas de zapatos con fichas para la tesis doctoral que nunca había llegado a escribir. Intentó endilgarles los muebles que le sobraban a sus hijas, dos de las cuales ya eran mujeres adultas y vivían en su propia casa; pero ellas los encontraron demasiado cutres. Tuvo que donarlos a Goodwill. Hasta Goodwill rechazó su sofá, y Liam acabó pagando a 1-800-GOTJUNK para que vinieran a buscárselo y se lo llevaran. El resto cupo en la furgoneta de U-Haul –uno de los modelos más pequeños– que alquiló para la mudanza.

Una mañana de sábado, ventosa y despejada, del mes de junio, su amigo Bundy, el novio de su hija menor y él sacaron todas las cajas de su antiguo apartamento y las colocaron a lo largo del bordillo. (Bundy había decretado que tenían que pensar una estrategia antes de empezar a cargarlas en la furgoneta.) Liam se acordó de una serie de fotografías que había visto en una de esas revistas que acababa de tirar. ¿El National Geographic? ¿Life? Diferentes personas de diferentes lugares del mundo posaban entre sus pertenencias en diversos escenarios, siempre al aire libre. Había una progresión que iba desde el contenido de la cabaña del miembro de una tribu de lo más primitivo (un cazo y una manta, en África o algo parecido) hasta la colección de una familia acomodada norteamericana, que ocupaba todo un campo de fútbol: muebles y automóviles, múltiples televisores y equipos de música, percheros con ruedas, vajillas para el día a día y vajillas para ocasiones especiales, etcétera, etcétera. En la acera, la recopilación de Liam, que le había parecido escasa en las habitaciones cada vez más vacías de su apartamento, ocupaba una cantidad de espacio que le producía bochorno. Liam estaba ansioso por apartar sus cosas de las miradas de la gente. Agarró rápidamente la caja que tenía más cerca antes de que Bundy les diera la luz verde.

Bundy enseñaba educación física en Saint Dyfrig. Era un hombre esquelético, negro como el carbón, alto como una jirafa, de aspecto frágil, pero capaz de levantar pesos asombrosos. Y a Damian –un chaval de diecisiete años, mustio y lánguido– iba a pagarle por ayudarlo. Así que Liam dejó que ellos dos cargaran con lo más pesado mientras él, bajo, fornido y deformado, se encargaba de las lámparas, los cacharros de cocina y otros objetos ligeros. Había metido sus libros en cajas de cartón pequeñas, y esas también las llevó él; las amontonó con cariño y minuciosidad contra la pared interna izquierda de la furgoneta, mientras Bundy cargaba él solito con un escritorio y Damian se tambaleaba con una silla Windsor por sombrero. Damian tenía la postura de un tísico: la espalda estrecha y curvada y las rodillas dobladas. Parecía una coma ambulante.

El apartamento nuevo estaba a unos ocho kilómetros del viejo; el trayecto era una breve excursión por North Charles Street. En cuanto hubieron cargado la furgoneta, Liam se puso delante con su coche. Había dado por hecho que Damian, que todavía no tenía edad para conducir vehículos de alquiler, iría de pasajero en la furgoneta con Bundy, pero el muchacho se metió en el coche de Liam y permaneció en silencio, nervioso, mordiéndose la uña de un pulgar, escondido detrás de una melena lacia y negra. A Liam no se le ocurría nada que decirle. Cuando pararon en el semáforo de Wyndhurst, estuvo a punto de preguntarle cómo estaba Kitty, pero decidió que quizá sonara raro que le preguntara por su propia hija. No abrieron la boca hasta que se desviaron de Charles, y entonces fue Damian quien dijo:

–Chulo, el adhesivo.

Como no tenían ningún coche delante, Liam comprendió que Damian debía de referirse al adhesivo del parachoques de su coche. («adhesivo», rezaba; hasta entonces, nadie había apreciado la agudeza.)

–Gracias –dijo Liam. Y entonces se animó a añadir–: También tengo una camiseta en la que pone «camiseta». –Damian dejó de morderse la uña y lo miró boquiabierto–. Je, je –dijo Liam con intención de ayudar, pero le pareció que Damian no lo captaba.

El complejo al que se mudaba Liam estaba enfrente de un pequeño centro comercial. Consistía en varios edificios de dos plantas, con la fachada plana, de color beige, anodinos, colocados en ángulo unos con otros bajo unos pinos altos y enclenques. A Liam le preocupaba no tener suficiente intimidad, porque había una red de senderos entre los edificios, provistos de grandes ventanas; pero durante todo el proceso de descarga no vieron ni a un solo vecino. La alfombra de hojas de pino secas amortiguaba sus voces, y el viento que soplaba entre las ramas de los árboles producía un susurro continuo e inquietante. «Guay», dijo Damian, presuntamente refiriéndose a ese sonido, pues lo dijo mirando hacia arriba. Volvía a cargar con la silla Windsor, que se balanceaba sobre su cabeza como un sombrero desproporcionado.

El apartamento de Liam estaba en la planta baja. Por desgracia, la entrada era compartida: una puerta de acero pesada, de color marrón, daba a un vestíbulo de bloques de hormigón que olía a humedad; la puerta del apartamento de Liam estaba a la izquierda, y justo enfrente había un tramo de escalera empinada, de cemento. Los apartamentos del primer piso eran más baratos, pero a Liam le habría deprimido subir esa escalera todos los días.

No se le había ocurrido pensar dónde iba a colocar sus muebles. Bundy fue dejando las cosas donde le parecía, pero Damian resultó ser muy maniático: empujó la cama de Liam primero hacia un lado y luego hacia otro, buscando la mejor vista. «Tienes que poder mirar por la ventana nada más abrir los ojos –explicó–, porque, si no, ¿cómo vas a saber qué tiempo hace?» La cama estaba dejando marcas en la moqueta, y Liam solo quería que el chico parara de moverla. ¿Qué más le daba a él el tiempo que hiciera? Cuando Damian empezó a hacer lo mismo con el escritorio –había que orientarlo de modo que la luz del sol no se reflejara en la pantalla del ordenador–, Liam le dijo:

–Mira,

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos