Ceguera asesina

Robin Cook

Fragmento

1

NOVIEMBRE, 6:45 A.M., LUNES

NUEVA YORK

La alarma del viejo «Westclox» de cuerda siempre conseguía arrancar violentamente a Laurie Montgomery de las profundidades del bendito sueño. Aunque poseía ese reloj desde el primer año de universidad, no había llegado a acostumbrarse a su temible estruendo. Siempre la despertaba con un susto, a lo que ella respondía invariablemente lanzándose contra el maldito artefacto como si su vida dependiese de parar el despertador tan pronto como fuese humanamente posible.

Esta lluviosa mañana de noviembre no fue una excepción. Mientras dejaba nuevamente el despertador en el alféizar, Laurie percibió los fuertes latidos de su corazón. La eficacia de ese episodio cotidiano radicaba en la consiguiente descarga de adrenalina. Incluso de haber podido volver a la cama, no habría llegado a pegar ojo. Y lo mismo le pasaba a Tom, su gatito atigrado y semisalvaje de año y medio, que había salido de lo más profundo del armario al oír la alarma.

Resignada a empezar una jornada más, Laurie se levantó, removió los dedos dentro de sus pantuflas de badana y fue a conectar el televisor para ver las noticias locales.

Vivía en un pequeño apartamento de un solo dormitorio en la Calle 19, entre la Primera y la Segunda avenidas, en un edificio de seis pisos. Su casa estaba en la quinta planta, en la parte de atrás. Sus dos ventanas daban a un laberinto de patios traseros.

Puso en marcha la máquina de café que tenía en su diminuta cocina. La noche antes lo había preparado poniendo un filtro con café y la cantidad exacta de agua. Con la cafetera funcionando, arrastró los pies hasta el cuarto de baño y se miró en el espejo.

—¡Uf! —dijo, girando la cabeza de un lado a otro para comprobar los desperfectos de otra noche sin dormir lo suficiente.

Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. A Laurie no le sentaban bien las mañanas. Era una noctámbula consumada y solía leer hasta altas horas de la noche. Le encantaba leer, tanto si era un voluminoso libro de patología como si se trataba de un popular bestseller. Sus gustos eran liberales en cuanto a ficción. En sus estanterías se amontonaban libros de todo tipo, desde novela negra y sagas románticas hasta volúmenes de historia, ciencias en general e incluso psicología. Aquella noche había sido una novela de asesinatos y estuvo leyendo hasta que terminó el libro. Cuando apagó la luz no tuvo arrestos para mirar la hora. Como de costumbre, por la mañana se juró a sí misma que nunca volvería a estar despierta hasta tan tarde.

Con la ducha, la mente de Laurie empezó a despejarse lo suficiente para repasar las cuestiones que se le planteaban ese día. En la actualidad cumplía su quinto mes como inspectora médica adjunta en el Centro de Medicina Forense de la ciudad de Nueva York. El fin de semana pasado, Laurie había tenido que estar disponible, lo cual significaba trabajar sábado y domingo. Había realizado seis autopsias: tres un día y otras tres el siguiente. Varios de los casos necesitaron un seguimiento adicional antes de darlos por terminados, de modo que empezó a hacer mentalmente una lista de lo necesario.

Laurie se secó enérgicamente al salir de la ducha. Daba gracias de que hoy iba a ser un día de «papeleo», es decir, que no le encargarían ninguna autopsia más. Así pues, dispondría de tiempo para hacer las anotaciones necesarias de las autopsias ya realizadas. Estaba esperando material sobre unos veinte casos procedentes del laboratorio, de los investigadores médicos, de los hospitales locales o de la Policía. Esta avalancha de papeleo era lo que constantemente amenazaba con abrumarla.

Laurie se sirvió café en la cocina. Luego volvió con la taza al cuarto de baño para maquillarse y secarse el pelo. Arreglarse el pelo era lo que le llevaba más tiempo. Lo tenía espeso, largo y de un color castaño rojizo cuyas mechas gustaba de dar brillo con henna una vez al mes. Laurie estaba orgullosa de su pelo, que consideraba su mejor peculiaridad. Su madre siempre la estaba animando a que se lo cortara, pero a Laurie le gustaba llevarlo largo hasta los hombros y hacerse trenza o recogérselo en lo alto de la cabeza. En cuanto al maquillaje, Laurie defendía siempre la teoría de que «menos es más»: un poquito de perfil para realzar sus ojos verdeazulados, unos toques de lápiz para definir sus finas cejas rubiorrojizas y una breve aplicación de rímel, para completar su rutina con unos toques de rosa coral y lápiz de labios. Satisfecha del resultado, cogió su taza de café y se retiró al dormitorio.

Había empezado Good Morning America. Escuchó sin prestar demasiada atención mientras se ponía la ropa que había dispuesto la noche antes. La patología forense seguía siendo con mucho cosa de hombres, pero ello animaba a Laurie a realzar su feminidad mediante su vestido. Se puso una falda verde y un jersey de cuello cisne a juego. Al contemplarse en el espejo, se gustó. Era la primera vez que se ponía este conjunto. Le hacía parecer más alta que su metro sesenta y dos e incluso más esbelta que sus cincuenta y dos kilos.

Después de beber su café, tomar un yogur y poner galletas para gato en el plato de Tom, Laurie se puso la trinchera con cierta dificultad. Luego cogió el bolso, el almuerzo —que también había dejado listo la noche anterior—, el maletín y salió del apartamento. Tardó un poco en cerrar toda la colección de cerraduras de la puerta, herencia del anterior inquilino. Laurie fue hacia el ascensor y pulsó el botón de bajada.

Casi en el mismo momento, tan pronto el vetusto ascensor empezaba su gimoteante subida, Laurie oyó el clic de la cerradura de Debra Engler. Al volver la cabeza, Laurie observó cómo la puerta del apartamento delantero se abría un poquito y alguien tiraba de la cadena de seguridad. El ojo inyectado en sangre de Debra la miraba fijamente. Encima del ojo había una greña enmarañada de cabello gris.

Laurie respondió al ojo entrometido con una mirada agresiva. Era como si Debra estuviera siempre acechando detrás de la puerta ante el menor ruido en el pasillo. Esa repetida intrusión exacerbaba a Laurie. Pese al hecho de que el pasillo era una zona común, aquello le parecía una violación de su intimidad.

—Será mejor que cojas el paraguas —dijo Debra con su ronca voz de fumadora.

El que Debra tuviese razón no hizo sino irritar aún más a Laurie. Había olvidado el paraguas, ciertamente. Sin dar a Debra el menor signo de reconocimiento por temor a animarla en su irritante manía de vigilar, Laurie volvió hacia su puerta y se dispuso a repetir la complicada sucesión de apertura de cerrojos. Cinco minutos después, al entrar en el ascensor, vio que el ojo inyectado en sangre continuaba mirando resueltamente.

La exasperación de Laurie se desvaneció mientras el ascensor descendía con lentitud. Sus pensamientos giraron otra vez en torno al caso que la había estado preocupando sobremanera todo el fin de semana: un chico de doce años que había recibido un pelotazo en el pecho jugando a béisbol.

—La vida no es justa —murmuró Laurie en un susurro, pensando en la prematura muerte del muchacho.

Las muertes de niños eran las más duras de concebir. Creyó que su paso por la Facultad la haría insensible a ello, pero no fue así. Y tampoco cuando estuvo de residente en anatomía patológica. Pero ahora que estaba en medicina forense, estas muertes le resultaban más difíciles aún de aceptar. ¡Eran tantos los que morían! Hasta el accidente, la víctima del pelotazo había sido un niño sano, radiante de salud y vitalidad. Todavía recordaba su pequeño cuerpo tendido sobre la mesa de autopsias; la auténtica imagen de la salud, aparentemente d

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