La reina del baile (Bajo sospecha 5)

Mary Higgins Clark

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Tres años atrás

Una noche de lunes insólitamente fría e invernal, Virginia Wakeling, de sesenta y ocho años, recorría despacio la galería del vestido del Museo Metropolitano de Arte. Mientras deambulaba por las exposiciones, ninguna premonición le advirtió de que la glamurosa velada acabaría en tragedia.

Ni de que solo le quedaban cuatro horas de vida.

El museo se encontraba cerrado al público porque estaba a punto de comenzar el acto benéfico más lucrativo del año, pero durante la hora previa a la inauguración los administradores habían sido invitados a contemplar en privado los trajes que habían llevado varias primeras damas en el baile inaugural.

El traje de Virginia era una copia del que Barbara Bush había lucido en 1989. La creación de Óscar de la Renta tenía cuerpo en terciopelo negro y falda larga de satén azul eléctrico. Virginia era consciente de proyectar una imagen digna y espléndida, justo la impresión que pretendía causar.

Sin embargo, el maquillaje que le había aplicado Dina seguía sin convencerla del todo; temía que fuese demasiado llamativo. La estilista había insistido diciendo:

—Señora Wakeling, confíe en mí. Estos tonos quedarán perfectos con su pelo oscuro y esa piel tan bonita que tiene. La mejor opción en este caso es un lápiz de labios rojo intenso.

«Tal vez sí —pensó Virginia—, y tal vez no.» Lo que sabía con certeza era que aquel maquillaje tan bien aplicado le quitaba diez años de encima. Fue pasando de un traje al siguiente, fascinada por las diferencias existentes entre ellos: el vestido tubo de un solo hombro de Nancy Reagan; el de Mamie Eisenhower, con dos mil cristales de strass sobre seda rosa; el traje amarillo maíz con ribetes de piel de Lady Bird Johnson; el de Laura Bush, en plata y manga larga; el de Michelle Obama, rojo rubí. Todas aquellas mujeres eran muy distintas entre sí, pero cada una de ellas estaba decidida a proyectar la mejor imagen posible junto a su marido, el presidente del país.

Los años habían transcurrido muy deprisa, pensó Virginia. Bob y ella habían iniciado su convivencia en una casita pareada de tres habitaciones del Lower East Side de Manhattan, un barrio que en aquella época no estaba de moda, pero su vida había empezado a cambiar enseguida. Bob había nacido con un don para el negocio inmobiliario y, al final de su primer año de casados, había pedido un préstamo para adelantar parte de la hipoteca de la casa en que vivían. Esa fue la primera de muchas decisiones brillantes que tomaría en el sector. Ahora, cuarenta y cinco años después, poseían una mansión en Greenwich, Connecticut, un dúplex en Park Avenue, un precioso apartamento frente al mar en Palm Beach y un piso en Aspen, donde pasaban sus vacaciones de esquí.

Un infarto repentino se había llevado a Bob hacía cinco años. Virginia sabía cuánto le habría complacido ver lo bien que llevaba Anna el negocio que él había construido para la familia.

«Cuánto le quise —pensó con nostalgia—, aunque tenía mal genio y era muy dominante. Eso nunca me importó demasiado.»

Luego, dos años atrás, Ivan había llegado a su vida. Tenía veinte años menos que ella y la había abordado durante un cóctel celebrado en una exposición de arte, en un pequeño estudio del Village. Un artículo acerca del artista había llamado la atención de Virginia, que había decidido acudir al evento. Servían vino barato. Ella estaba bebiendo de un vaso de plástico y contemplando a la gente de todo tipo que ocupaba la sala. Fue entonces cuando se le acercó Ivan.

—¿Qué opina de ellos? —preguntó él con voz serena y agradable.

—¿La gente o los cuadros? —respondió ella, y ambos se echaron a reír.

La exposición terminó a las siete. Ivan había sugerido que, si no estaba ocupada, tal vez quisiera acompañarle a un pequeño restaurante italiano de las proximidades cuya comida era deliciosa. Ese fue el comienzo de lo que se había convertido en una constante en su vida.

Por supuesto, resultó inevitable que al cabo de un mes su familia quisiera saber adónde y con quién iba. Como era de esperar, su reacción al oír sus respuestas había sido de horror. Tras graduarse en la universidad, Ivan había seguido su pasión en el ámbito de la salud y el deporte. Por el momento era entrenador personal, pero poseía un talento natural, grandes sueños y una fuerte ética del trabajo, tal vez los únicos rasgos de carácter que compartía con Bob.

—Mamá, búscate a un viudo de tu edad —le había espetado Anna.

—No pretendo casarme con nadie —les dijo ella—, pero, desde luego, me gusta pasar una tarde divertida e interesante.

Ahora, con un vistazo a su reloj de pulsera, se dio cuenta de que llevaba varios minutos inmóvil, y sabía por qué. ¿Era porque, a pesar de la diferencia de edad, estaba planteándose seriamente la posibilidad de casarse con Ivan? La respuesta era «sí».

Tras descartar el pensamiento con un movimiento de cabeza, reanudó su contemplación de los vestidos de las antiguas primeras damas. «Me pregunto si alguna de ellas comprendería o sospecharía siquiera que llegaría a vivir un día como este —pensó—. Desde luego, nunca soñé hasta qué punto cambiaría mi vida. Si Bob hubiese vivido más tiempo y se hubiese metido en política, quizá habría llegado a alcalde o senador, o incluso a presidente. Pero creó una empresa, un barrio y una forma de permitirme apoyar las causas que me importan, como el museo.»

La gala atraía a celebridades de primera categoría y a los donantes más generosos de la ciudad. Como miembro de la junta de administradores, Virginia centraría todas las miradas esa noche, un honor que debía al dinero de Bob.

Oyó unos pasos a su espalda. Era su hija Anna, de treinta y seis años, cuyo vestido era tan hermoso como el que Virginia había encargado para sí misma. Anna había buscado por todo internet un traje similar al de encaje dorado que Oscar de la Renta había diseñado para Hillary Clinton en la inauguración de 1997.

—Mamá, ya llegan los periodistas a la alfombra roja. Ivan te estaba buscando. Creo que se figura que te gustaría estar allí.

Virginia intentó no leer entre líneas. La frase «creo que se figura que te gustaría estar allí» era pasiva-agresiva, como si Anna conociese mejor las preferencias de su madre. La buena noticia era que, al parecer, Anna había mantenido una conversación cordial con Ivan y había venido a buscarla a petición suya.

«Cómo me gustaría que mi familia aceptara la decisión que acabe tomando, sea cual sea —pensó un tanto molesta—. Ellos tienen su propia vida y todo lo que puedan necesitar. Dejadme en paz y permitid que viva mi vida como yo quiera.»

Trató de deshacerse del pensamiento mientras decía:

—Anna, estás preciosa. ¡Qué orgullosa estoy de ti!

Salieron juntas de la galería. El tafetán azul de Virginia cruj

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