Leonardo da Vinci. 500 años (edición estuche con: Matar a Leonardo da Vinci | Leonardo da Vinci -cara a cara-)

Christian Gálvez
Christian Gálvez

Fragmento

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Índice

Leonardo Da Vinci. 500 años

Matar a Leonardo da Vinci

Nota del autor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Quién es quién en Matar a Leonardo da Vinci

Anexos

Galeria de cuadros

Agradecimientos

Nota

Leonardo da Vinci -cara a cara-

Nota del autor

Prólogo (por Ross King)

PARTE 1. INTRODUCCIÓN AL UNIVERSO VINCIANO

La importancia del «cómo»

Leonardo da Vinci

PARTE 2. LA BÚSQUEDA DEL ROSTRO

Siglo XIX: contexto histórico, Romanticismo y la importancia de la imagen del individuo

Leonardo da Vinci: cara a cara

Pequeños apuntes sobre la biblioteca de Leonardo (colaboración de José Manuel Querol)

Influencia de Andrea del Verrocchio en Leonardo

‘Autorretrato’

El retrato de Leonardo da Vinci atribuido a Francesco Melzi

El ‘David’ de Andrea del Verrocchio

Posibles retratos descartados

‘Adoración de los magos’

‘Retrato de un músico’ y ‘Retrato con lira de braccio’

Autorretrato con perro

Posible (autor)retrato de Leonardo da Vinci

La Sábana Santa

El ‘Hombre de Vitruvio’

‘La última cena’

‘La Escuela de Atenas’, de Raffaello Sanzio

La ‘Gioconda’ o ‘Mona Lisa’

PARTE 3. LA IMAGEN QUE PUEDE CAMBIAR TODO

Descubrimiento de la Tavola Lucana y su influencia

PARTE 4. VALORACIONES Y CONCLUSIONES

Estudio morfopsicológico de los rostros (colaboración de Juan Manuel García López y José Diego de Alba González)

Resultados de las valoraciones realizadas

Aportaciones maxilofaciales (colaboración de Manel Gorina Faz)

‘Requiescat in pace’

Conclusiones

Reflexión final

PARTE 5. APÉNDICES

Biografías de Leonardo da Vinci

Libro de Antonio Billi (1516-1525)

Anónimo Gaddiano (1540)

Paolo Jovio (1527)

Giorgio Vasari (1550 y 1568)

Testamento de Leonardo da Vinci

Páginas autógrafas y apócrifas de Leonardo da Vinci (por Charles Ravaisson-Mollien)

Situación política en el Renacimiento de Leonardo da Vinci

Cronología

PARTE 6. NOTAS

Notas explicativas

PARTE 7. BIBLIOGRAFÍA

LÁMINAS

Agradecimientos

Sobre este libro

Sobre el autor

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Corporativa

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A Almudena,

amore

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Vinci, tu victore.

Vinci colle parole un propio cato.

Tal che dell’arte tua ogni autore

resta dal vostro stil vinto e privato.

Vinci, tú vences.

Vences con las palabras como un verdadero catón.

Y es tal tu arte que a todos los demás autores

derrotas y eclipsas con tu estilo.

ANÓNIMO

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Nota del autor

Esta novela está inspirada en hechos reales. Es el resultado de varios años de trabajo, de viajes, de visitas a numerosos archivos, bibliotecas y museos. Fruto de una minuciosa labor de investigación, compilación de fuentes y reconstrucción de los hechos acaecidos en la historia.

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1

2 de mayo de 1519,

mansión de Clos Lucé, Amboise

«Majestad, Leonardo da Vinci se muere».

Salvó las amplias escaleras que separaban la entrada de la primera planta de la hacienda de Clos en cuestión de segundos. Francisco I, rey de Francia, hizo caso omiso de la conducta propia del protocolo real para llegar cuanto antes al lecho de su amigo. No había dudado lo más mínimo en dejar a buen cuidado a su esposa Claudia de Valois un par de días atrás, una vez comprobado el estado de salud de su cuarto hijo y futuro delfín de la casa Valois-Angulema. Confiaba plenamente en el servicio del château de Saint-Germain-en-Laye.

El mensajero había sido escueto y directo. «Majestad, Leonardo da Vinci se muere». No hizo falta añadir nada más. Francisco y Claudia solo necesitaron una mirada para comprender que ese imprevisto tenía un único desenlace. El mismísimo monarca estaría presente en el último aliento del maestro florentino. Como rey, como padrino, como alumno, como amigo.

Dos días intensos de camino reflexionando sobre los últimos tiempos. Solo hacía tres años que Francisco I de Valois y de Angulema había entrado victorioso en Milán después de vencer en la batalla de Marignano a la Confederación Suiza, que por aquel entonces se proclamaba dueña del Milanesado. En ningún momento sus ansias de expansión territorial habían cegado la mente de este joven rey amante de las letras y de las artes. Desde su buen juicio, solo reclamaba lo que por herencia le pertenecía a su esposa Claudia, hija del anterior rey de Francia Luis XII de Orleans.

Allí, en Milán, esperaba un Leonardo cada vez más anciano, pero lo suficientemente vivaz como para embarcarse en una aventura más: cruzar de nuevo las fronteras de su patria y, esta vez, aceptar la invitación de todo un monarca para convertirse en primer pintor, primer ingeniero y primer arquitecto del rey. Aunque, por aquel entonces, Francisco tenía otros planes. Quería, más allá de cualquier cargo cívico, un consejero, un amigo, un padre.

«Haz lo que quieras». Esas fueron sus palabras a un Leonardo que, nada más llegar a la nueva residencia campestre, ya estaba imaginando su nuevo taller mientras el servicio aún no había terminado de desembalar los útiles y las pinturas del maestro.

«¿Cómo despedirte de alguien cuando no estás preparado? ¿Cómo despedirte de alguien cuando sientes que te queda mucho por compartir?». Esas preguntas rondaban la mente del rey mientras subía las escaleras directo a la primera planta de la hacienda donde se había asentado su amigo italiano tres años atrás.

Sus pocos amigos, el servicio, parte de la corte real destinada en Amboise, todos estaban allí, encerrados en una construcción de ladrillo rojo y pizarra. Al cruzar la puerta, no quiso interrumpir el ritual que se celebraba a los pies del anciano que yacía en la cama. Más tarde se enteraría de que Leonardo, que siempre se había debatido entre la fe y la razón, se acababa de confesar y estaba recibiendo la extremaunción, un indicio de que el hijo de Vinci sabía que, poco a poco, se le iba extinguiendo la vida.

Echó un vistazo a la estancia. Todo seguía igual. El escritorio de su amigo seguía donde lo vio escribir por última vez, frente a la ventana. A su derecha, la chimenea, sin síntomas de que se hubiera utilizado recientemente.

En cuanto el sacerdote terminó el trabajo de Dios, se apartó de la cama para dejar paso al rey de Francia. Esta vez, la prisa con la que había llegado hasta el dormitorio se transformó en una sucesión de zancadas pesadas, lentas, prudentes, respetuosas. A medida que Leonardo tornaba la cabeza y, con sorpresa, recibía esa inesperada visita, Francisco I supo valorar con una sonrisa forzada la compañía de la que gozaba su «padre».

Mathurina, su cocinera, ama de casa y la extensión viva de la residencia, ya entrada en años, aguardaba a un lado con una manta, ya que solía preocuparle que su señor cogiera frío. Las arrugas que acumulaba en el rostro eran, en realidad, un conjunto de volúmenes sobre la experiencia que no se habría podido encontrar ni en las mejores colecciones de Lorenzo de Médici.

—Lo último que cenó fue una sopa caliente —dijo entre dientes apartando la mirada al rey, quien a pesar de la confianza que tenía con su señor le causaba un profundo respeto.

Francesco Melzi estaba junto a la cabecera. El fiel secretario personal de Leonardo no llevaba más de doce años junto a él, pero su cariño, su preocupación y su trato familiar le habían valido para ser su mano derecha.

—Todo está dispuesto, majestad —le dijo al rey.

El monarca lo captó enseguida. Leonardo había tenido el suficiente tiempo y reparo para preparar su marcha, y daba por sentado que tenía el testamento dispuesto y que nada más le ataba al mundo de los vivos.

Francisco I de Francia dirigió una rápida mirada a su consejero real, François Desmoulins. Una de las habilidades del joven regente era la comunicación no verbal, algo muy útil en situaciones como aquella. En una fracción de segundo, Desmoulins instó a la comitiva que abarrotaba la pequeña sala que hacía las veces de dormitorio principal que otorgaran a su majestad unos minutos de intimidad. Con un leve gesto de la mano, indicó que los allegados a Leonardo podrían, si era de su agrado, quedarse en la estancia. Nada tenía que ocultar a quienes compartían el mismo afecto por la misma persona.

—Mon père… —fueron las únicas palabras que se atrevió a pronunciar el gobernante de Francia.

—Francesco —dijo con una confianza más allá de toda solemnidad real y un finísimo hilo de voz Leonardo, que había mantenido la costumbre de italianizar los nombres de aquellos con quienes trataba—. Grazie por realizar semejante…

—Nada que agradecer —interrumpió Francisco, evitando que el anciano malgastase esfuerzos en vano—. ¿Dónde está Caprotti? Pensaba que, en un momento así, querría estar presente. —Sabía que la pregunta era la menos adecuada, pero necesitaba arrancar de una u otra manera, y no sabía cuánto tiempo le quedaba.

El joven Francesco se apresuró a contestar. Sabía que Salai era consciente del delicado estado de salud del maestro. Él mismo había procurado hacérselo saber mediante una carta, de la que obtuvo como respuesta un escueto «Tarde o temprano tenía que suceder». Una información que gestionó con cuidado y disimulo, ya que la misiva nunca llegó a manos de Leonardo. Ganas no le faltaron a Francesco, ya que, a pesar del abandono, Leonardo se había acordado de Gian Giacomo Caprotti, alias Salai, con gran generosidad en su testamento. Pero era la voluntad del mayor genio que él había conocido, y decidió mantenerle en la ignorancia para no provocar males mayores. No le costó demasiado mentir a un rey.

—Giacomo se encuentra en Florencia arreglando unos asuntos financieros —afirmó con una credibilidad apabullante— y, ante la imposibilidad de llegar a tiempo hasta vuestras tierras de Francia, he preferido no alertarle de este funesto acontecimiento.

—¡Maldito fornicador, este diablo! —gritó Leonardo acompañando las palabras de una ruidosa tos—. Seguro que está sacando a pasear su verga y, a la vez, limpiando bolsillos, ¡no sabe hacer otra cosa!

Francesco tuvo que apartar la mirada para esconder su risa. Buscó complicidad en Mathurina, pero lo que halló fue una silenciosa reprimenda que le hizo sonrojarse. Francisco seguía con atención toda la escena y, a pesar de la tristeza que se respiraba en el ambiente, esbozó una mueca que bien podría haber desembocado en un gesto hilarante. Pero acto seguido, Leonardo volvió a posar sus ojos en el rey de Francia, como llevaba más de veinte años haciendo.

—Leonardo, mon ami, tranquilo… —susurró Francisco mientras mesaba los cabellos de un anciano ahora alterado que se revolvía ligeramente bajo las sábanas—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti, maître?

—No, majestad. Ya no hay nada que hacer. Querían matar a Leonardo da Vinci. De una u otra manera, lo han conseguido.

Unas diminutas lágrimas se asomaron por los espejos del alma de Mathurina. Francesco Melzi negó con la cabeza.

Cuanto más tiempo pasaba, más le costaba a Leonardo da Vinci articular alguna palabra, y se tomaba su tiempo para poder dosificar el aliento que expelía de una manera inteligente y racional, como si se tratara de un nuevo invento para formular las palabras necesarias en el tiempo correcto.

—Tenéis que disculparme, majestad. —Los ojos atónitos de Francisco I no entendían el porqué de esta súplica—. Vos y todos los hombres. Vos y el mismísimo Dios que está en el cielo. Pido perdón, porque mi trabajo no tuvo la calidad que debería haber tenido. Y es una ofensa para el Creador y para todo lo creado…

Esta vez fueron los ojos de Leonardo los que, a través de la humedad, se volvieron cristalinos. El aire que se respiraba en aquella habitación tenía olor a despedida… y sabor a amargura. François Desmoulins, la personificación del protocolo en la corte real, hacía un titánico esfuerzo por mantener la compostura. No había formado parte del círculo de confianza del casi extinto maestro florentino, pero le profesaba cariño solo por cómo trataba a su alumno y, a la vez, señor de Francia. A los pocos meses de instalarse en los dominios franceses de Francisco, ya se podía leer en la cara del avezado artista italiano la expresión más sincera de agradecimiento por un mecenazgo sin parangón en su tierra natal.

—No soy yo quién para dar consejos a un rey, eso es trabajo de otros que, muy posiblemente, lo hagan mejor que yo —dijo Leonardo señalando con su única mano útil a François, que en ese momento salía de sus pensamientos—. Pero dejadme deciros, majestad, que tenéis que procurar adquirir en esta, vuestra juventud, lo que disminuirá el daño de vuestra vejez. Vos, amante de las letras y las artes, que creéis que la vejez tiene por alimento la sabiduría, haced lo que sea posible e imposible en vuestra juventud de tal modo que, a vuestra vejez, majestad, no os falte tal sustento.

—Así haré, maître Leonardo…

Un nudo en la garganta le impedía hablar. Ni siquiera el utilizar sesenta cañones de bronce contra veinte mil soldados pertenecientes a los tres contingentes de los confederados en la batalla por Milán le había dejado sin palabras.

—Kekko, amigo mío —se dirigió a Melzi—, disponed de todo tal y como hemos decidido. Ahora vos sois el protector.

Las pausas entre palabras eran cada vez más largas.

—Así se hará, maestro —asintió de manera más sentimental que profesional Francesco—. Todo está preparado. Podéis descansar en paz.

Leonardo se volvió hacia su vetusta sirvienta. Antes de abrir la boca, la abrazó con una enorme sonrisa. Mathurina se secaba las lágrimas con un paño, el mismo que días después le sería entregado de una manera especial.

—Mathurina, mandad mis cumplidos a Battista de Villanis, que cuide de Milán y de Salai. Y a vos, constante compañera, gracias por cada palabra de aliento que me habéis dedicado. —Ni siquiera la tos del maestro ensució la atmósfera de cariño—. A veces, al igual que las palabras tienen doble sentido, las prendas están cosidas con doble forro.

Nadie entendió esta última frase, ni siquiera Mathurina. Tampoco nadie hizo un esfuerzo ipso facto por entender el enigma de sus palabras. Tarde o temprano, alguien se llevaría una sorpresa o el maestro se llevaría el resultado del acertijo a la tumba.

—Leonardo, he dado la orden de iniciar vuestro proyecto. El château de Chambord se empezará a construir en cuanto dispongamos de lo necesario. Domenico está ansioso por visualizar su trabajo arquitectónico fusionado con tu escalera de doble hélice. Francia e Italia todo en uno. A pesar de la dificultad que suponía crearlo partiendo de la nada, os aseguro que será un éxito, mon ami.

Francisco I le regaló esas bellas palabras. Sabía de sobra que Leonardo nunca llegaría a ver la obra terminada. Ni siquiera llegaría a ver el ocaso del sol. Aun así, daba por hecho que una buena noticia alegraría los oídos receptivos de su sabio amigo. Sin embargo, el rey no estaba preparado para escuchar las palabras que serían pronunciadas a continuación.

—Majestad, no he perdido contra la dificultad de los retos. Solo he perdido contra el tiempo… —dijo Leonardo restando importancia a las noticias de Chambord.

—Maître, prefiero que me llaméis Francesco —respondió el rey en un acto de humildad que Leonardo supo agradecer con la más cálida de sus miradas.

—Así sea, querido Francesco, así sea. —Y cerró los ojos—. Kekko…, acercaos…

Su ayudante se aproximó raudo. En ese breve espacio de tiempo, Francesco Melzi obvió la presencia del rey de Francia, y el mismo Francisco I pasó por alto cualquier ausencia de formalidad.

—Decidme, maestro… ¿Qué necesitáis? —preguntó como si el tiempo se parara solo para complacer a su instructor.

—Solo un abrazo, amigo mío. Solo un abrazo —respondió Leonardo con un delicado tono de voz.

Cuando Melzi se abalanzó apaciblemente sobre el cuerpo de su mentor, se creó tal fusión que cualquier pareja de amantes habría recelado. Pero lejos de toda libido, allí se respiraba cariño, respeto, admiración y dolor, mucho dolor.

—Kekko, amigo mío. No estéis tan triste. —Leonardo intentó apaciguar a su joven incondicional con bellas palabras—. Viviré cada vez que habléis de mí. Recordadme. —Y terminó guiñándole un ojo cargado de complicidad.

Leonardo inhaló de tal manera que los camaradas allí presentes supieron al instante que no vería un nuevo amanecer. Que se le escapaba la vida. Después de tanto sufrimiento y tanta persecución. Después de tanto mensaje cifrado y tanta pincelada para la historia. Leonardo da Vinci llegaba a su fin.

—Francesco…, amigos… Ha llegado la hora… —Venerable y vulnerable a la vez, Leonardo estaba preparado para partir—… de que andéis el camino sin mí.

—¡Maestro! —gritó Melzi sin reprimir el sollozo.

—Maître… Mon père… —Las siguientes palabras del rey se ahogaron no solo en su propio mar de lágrimas, sino en el océano que se fusionaba con las lágrimas de los demás.

—Ha llegado la hora… de volar…

Y voló. Más alto y más lejos que nunca. Un vuelo solo de ida. Un vuelo que, tarde o temprano, todos tomaremos. Un silencio sepulcral invadió la sala.

François Desmoulins, como si de un fantasma se tratara, dio media vuelta y, sigilosamente, cruzó la puerta que, acto seguido, cerró con extrema precaución.

Mathurina empapó de lágrimas el paño que ya no enjugaba líquido alguno.

Francisco I guardó silencio. Un silencio cortés y admirable. Un silencio que lo decía todo.

Francesco Melzi, Kekko, se derrumbó en el suelo al pie de la cama con el guiño cómplice revoloteando en su memoria.

Leonardo da Vinci había conquistado el cielo anclado al suelo.

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2

29 de mayo de 1476, calabozos subterráneos del palazzo del Podestà, Florencia

En el año 1476 de Nuestro Señor, una mano trabajaba con esfuerzo sobre la fría y húmeda pared de piedra que cerraba una de las celdas de la prisión, en las estancias inferiores del palazzo del Podestà, futuro palazzo del Bargello, situado a poco más de cuatrocientos metros del centro neurálgico de Florencia. Un edificio bastante reconocible desde la lejanía, pues su torre almenada era una de las más altas de la ciudad. Allí residía el magistrado gobernador de la urbe, un extranjero elegido con el fin de representar la objetividad a la hora de ejercer la justicia.

En la fachada, una inscripción advertía del poder de Florencia:

Florencia está repleta de inimaginables riquezas.

Se proclama vencedora contra sus enemigos tanto en la guerra como en las contiendas civiles.

Disfruta del favor de la Fortuna y tiene una poderosa población.

Con éxito fortifica y conquista castillos.

Reina sobre los mares y las tierras y sobre la totalidad del mundo.

Bajo su mandato, toda la Toscana rebosa felicidad.

Al igual que Roma, Florencia siempre triunfa.

La mano rasgaba una y otra vez en el mismo sentido, para que lo grabado quedara nítido y se pudiera desarrollar la idea siguiente. Ajeno a todo lo que le rodeaba, el veinteañero dueño de esa mano parecía aplicar el arte de la docencia a unos pupilos inexistentes en vez de estar tramando un imposible plan de fuga. Las líneas horizontales terminaban en una bifurcación, y cada opción se convertía en una nueva línea que volvía a concluir irremediablemente en una nueva divergencia. Una ramificación pedregosa con una sola intención. Sus compañeros de celda no sabían distinguir qué le controlaba, su obstinada testarudez o la genialidad que poco a poco le rebosaba por los poros de la piel.

Baccino, días atrás sastre y hoy también prisionero, no se atrevió a preguntar. Sabía perfectamente cuál sería la respuesta del hombre que tenía a escasos metros. El silencio. Tal era su concentración. Aunque tampoco era necesario pronunciar palabra alguna para descodificar el misterio que poco a poco se extendía por la celda pétrea. Estaba calculando probabilidades; «calculando posibles futuros», le habría contestado su compañero de celda. Lo sabía muy bien. Le había visto crear de la misma manera en el taller de Verrocchio, situado desde hacía cinco años en el cuartel de San Michele Visdomini en vía Bufalini, adonde una vez al mes llevaba las indumentarias remendadas de los aprendices por orden del maestro Andrea. El taller era fácil de localizar, pues al menos quince pequeños edificios habían sido demolidos a su alrededor para la inminente construcción del futuro palazzo Strozzi y él tenía que proteger los ropajes que portaba del polvo que se levantaba.

Pero a Baccino se le escapaba esa información, ya que, para él, creyente en el Todopoderoso, solo había un destino y, en el momento y en el lugar en el que se encontraban, este parecía muy próximo. Lo aceptaría con resignación si era lo que el Señor había decidido. Aunque, para qué negarlo, parte de su espíritu deseaba volver al barrio de Or San Michele, donde recientemente había emprendido un negocio, su propia tienda. Trató de ayudar a su manera, escudriñando cualquier indicio de debilidad de la celda con forma de cúpula en la que se encontraban. «Demasiado pequeña, aun para cuatro ocupantes. Es inhumano», pensó.

De repente, sus ojos se posaron en Tornabuoni, con su habitual hábito negro, que descansaba con las manos apoyadas en la cabeza en la esquina opuesta, como si lamentara cada uno de los minutos de vida que se le escapaban bajo las capas infinitas de roca y humedad. No quería que esa falsa imputación manchara el inmaculado apellido que portaba, emparentado nada más y nada menos que con Lucrecia Tornabuoni, esposa de Piero de Médici y madre de Lorenzo de Médici. En definitiva, emparentado con la mujer más influyente de la familia más poderosa de los Estados italianos.

Todo se remontaba a dos meses atrás, a cuatro días antes del vigésimo cuarto cumpleaños de Leonardo. Una mano tan anónima como cobarde destapó la caja de Pandora en una arqueta lateral del palazzo Vecchio. No se conocían las motivaciones de ese individuo, pero el caso es que desató la guerra. Depositó una acusación falsa en el peor sitio donde podía depositarla en toda la ciudad de Florencia. El buzón de piedra, la boca de la verdad, el tamburo. Una simple nota con una acusación detallada con nombres y apellidos era suficiente para comenzar la persecución de los calumniados y conducirlos, como mínimo, ante la justicia. El documento notarial sería desestimado en unas semanas si no llegaban pruebas definitivas y testigos de peso sin cortinas de anonimato para reafirmar la acusación.

«Absoluti cum condizione ut retamburentur».

La entrada a prisión había sido grotesca. El recibimiento en el palacio había sido una constante guerra psicológica. Nada más penetrar por la puerta de la inexpugnable fortaleza, el patio les acogió con una serie de explícitos murales difamatorios, donde los criminales eran atormentados por sus pecados y los diablos les torturaban de camino al infierno.

Una vez dentro, la duda revoloteaba por el reducido techo de la prisión. ¿Se presentaría alguien? ¿Serían condenados? O, por el contrario, ¿quedarían absueltos del crimen imputado? Fuera como fuese, nadie cuestionaba que la duda sembrada mancharía la reputación de más de uno. Solo tenía que correr de boca en boca el texto de la acusación entregado en el tamburo:

Os notifico, signori Officiali, un hecho cierto, a saber, que Jacopo Saltarelli, hermano de Giovanni Saltarelli, vive con este último en la orfebrería de Vacchereccia enfrente del tamburo: viste de negro y tiene unos diecisiete años. Este Jacopo ha sido cómplice en muchos lances viles y consiente en complacer a aquellas personas que le pidan tal iniquidad. Y de este modo ha tenido muchos tratos, es decir, ha servido a varias docenas de personas acerca de las cuales sé muchas cosas y aquí nombraré a unos pocos: Bartolomeo di Pasquino, orfebre, que vive en Vacchereccia; Leonardo di ser Piero da Vinci, que vive con Verrocchio; Baccino el sastre, que vive por Or San Michele, en esa calle donde hay dos grandes tiendas de tundidores y que conduce a la loggia dei Cierchi; recientemente ha abierto una sastrería; Lionardo Tornabuoni, llamado «il teri», viste de negro. Estos cometieron sodomía con el dicho Jacopo, y esto lo atestiguo ante vos.

Dos meses de interrogatorios, torturas y vejaciones que, poco a poco, acabaron minando la moral de los acusados.

Bartolomeo, el orfebre vecino de la localidad de Vacchereccia, fue el primero en rasgar el ambiente con su voz preocupada.

—¿Qué va a ser de nosotros? —preguntó con inquietud más por su integridad que por el resto de sus acompañantes.

—No creo que a estas alturas nos paseen por la calle con un capuchón con la palabra «sodomita» zurcida. Nos van a torturar. Y por muy falsa que sea la acusación, cualquier indicio de veracidad será motivo suficiente para que nos castren. Eso o nos llevarán directos a la hoguera.

La voz era firme. Los ojos no acompañaron la dirección de las palabras que acababa de pronunciar. Seguía pendiente de los ramales que se desvirtuaban en su mente y se restauraban en múltiples oportunidades, la mayoría con resultado funesto. Bartolomeo permutó su preocupación por miedo.

—¡¿Nos van a torturar y quemar?! ¡¿Por una simple acusación anónima carente de pruebas?!

Su reclamo se podía oír a metros de distancia, pero no importaba ni a los nuevos inquilinos de los subterráneos ni a los pocos Oficiales de la Noche y Custodios de la Moralidad de los Monasterios. Baccino se puso a rezar. Estaba tan seguro de su inocencia que sabía que el fin no podía ser otro que el Paraíso, pero una plegaria nunca estaba de más.

—Solo temo una cosa —interrumpió Tornabuoni intentando reflejar una serenidad que no acompañaba al sentimiento que le recorría el cuerpo—. Si los guardias sobornan a Saltarelli y declara en nuestra contra, dará por verdadera la calumnia vertida sobre nosotros y tendremos graves problemas. Jacopo es un imberbe de diecisiete años al que no creo que le guste que le señalen por la calle como un perro al que le agrada que le azoten con la verga.

—¿Crees que se venderá por un par de florines? —se apresuró a indagar Bartolomeo.

—No lo creo —respondió dubitativo Tornabuoni.

Baccino interrumpió la oración. Los ojos se le salían de las órbitas. No daba crédito a la conversación que sus compañeros de celda, que no amigos, mantenían mientras aguardaban un castigo consistente en flagelos y sabe Dios qué cosa peor.

—¡Ignorantes! —gritó, como si de repente quisiera iniciar un ritual cristiano—. ¿No lo veis? Si Judas traicionó a Nuestro Señor por un puñado de monedas, ¿qué no hará este joven de quien nadie hace carrera? ¡Maldita sea, seremos ejecutados en la plaza! Dios mío, ten piedad…

—Dios es sordo.

De nuevo, la voz del ingeniero que surcaba la piedra con un punzón metálico sesgó como una hoz la discusión tan inútil como acalorada que se mantenía en los escasos metros cuadrados que les servían como estancia. Mantenía un tono tranquilo y seguro y no solo en apariencia. El convencimiento de sus palabras y la serenidad de su entonación no eran propios de una situación tan preocupante.

—Y un poco de silencio, per favore. Intento concentrarme. No es fácil para alguien iletrado como yo mantener la serenidad de mis pensamientos si solo decís necedades.

—¿Necedades? —preguntó ofendido el creyente Baccino—. Por lo menos jugamos a adivinar el futuro unos con otros. No tratamos de agarrar con avaricia al destino con las manos y un punzón y adueñarnos de él ignorando la compañía que, tan injustamente acusada como tú, te rodea.

A pesar de que no había una profunda relación entre ellos, nunca se habían hablado de esa manera, todo había sido cortés y educado. Pero el miedo y la incertidumbre poco a poco hacían mella entre los más débiles e inseguros, como era el caso de Baccino.

—La boca ha matado a más gente que la espada, querido Baccino —pronunció la voz. Y añadió—: La libertad es el mayor don de la naturaleza. En cuanto nace la virtud, la envidia viene al mundo para atacarla; y recordad lo que os digo, amigos míos, antes habrá un cuerpo sin sombra que virtud sin envidia.

—Vamos, amigo mío, no es momento de filosofar —inquirió Bartolomeo—. ¿Qué piensas hacer?

Durante unos segundos, el único sonido que hacía caso omiso al silencio que se había producido en la sala eran las esquirlas de piedra que saltaban al suelo golpeadas por un incansable punzón. Nadie se esperaba lo que iban a oír. No era una propuesta. Era una sentencia.

—Yo, Leonardo da Vinci, pienso escapar de esta prisión. Antes muerto que sin libertad.

Mientras tanto, a ciento veinte kilómetros de allí, estaba a punto de emerger la encarnación del nuevo representante del Cielo en la Tierra para desatar su propio Juicio Final.

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3

1476, basílica de San Domenico, Bolonia

Todo había sido silencio. Paz y estudio. Desde que abandonara la casa natal de su padre en Ferrara dos años antes, la tranquilidad del convento de Santo Domingo, en la ciudad de Bolonia, le había servido para poner en orden sus pensamientos. El silencio era un canalizador perfecto para su misión divina. El disgusto que le provocaban horrores como la maldad del ser humano o los cada vez más frecuentes adulterios en unos estados italianos demasiado liberales para su gusto era sutilmente apaciguado por la satisfacción espiritual que le otorgaba la soledad.

Gracias a su abuelo Michele, un buen día descubrió la Biblia. Algo que transformaría para siempre su mente y su alma. Michele, al ejercer de médico de la familia ducal de Ferrara, contaba con una situación económica bastante boyante y no reparó en gastos a la hora de instruir a su pequeño pero curioso nieto.

Ávido de conocimiento, devoraba volúmenes de Platón, Aristóteles, Petrarca o Santo Tomás. Poco a poco moldeaba su realidad desde un punto de vista cada vez menos utópico. Pero, desgraciadamente, su mentor expiró sin completar su formación. Un joven de dieciséis años, ya iniciado en una carrera teológica sin parangón, decidió honrar la memoria de su abuelo, el único miembro de la familia que estuvo verdaderamente a su lado, y lo hizo contra pronóstico, ya que su padre estaba convencido de que sería un buen facultativo.

La ciudad de Ferrara se le quedaba pequeña. Próxima a Venecia, lejos quedaban otros centros políticos y económicos como Milán o Florencia y, más lejos aún, el centro del catolicismo por excelencia, Roma.

Paralelamente, se venían desarrollando, por un lado, tensiones religiosas que condujeron al nacimiento de ideologías conciliaristas que le restaban autoridad al mismo Papa; por otro lado, un periodo de grandes cambios culturales que, desde su punto de vista, llevaban a los Estados italianos a la total destrucción. El pueblo italiano parecía ser partícipe de una floreciente época dorada. Atrás quedaban las historias orales sobre la guerra de los Cien Años, que colapsó los bancos más importantes de Florencia. Atrás también quedaba el miedo a un nuevo resurgir de la peste negra que un siglo atrás había barrido ciudades enteras. El pueblo italiano renacía. Pero para un joven afincado en Ferrara que deseaba despertar a los pecadores y cambiar el mundo, un renacimiento no era suficiente. La sodomía, palabra que instauró el monje benedictino Petrus Damiacus en el siglo XI, se adueñaba de las clases sociales más bohemias. Cualquier acto sexual que no estuviera relacionado con la reproducción sería objeto de castigo terrenal y celestial. Más aún ahora, con el brote de los firenzer, simpatizantes masculinos del sexo anal procedentes de Florencia, la cuna de Piero el Gotoso.

Estaba decidido. Tenía una misión bienaventurada. Esperó el momento oportuno y no tardó mucho en llegar. Siete años de espera no eran nada comparado con lo mucho que tendría que hacer. Durante ese tiempo, Piero di Cosme de Médici fue víctima de la gota y le sucedió Lorenzo de Médici, amante de las artes y el mecenazgo y que, según muchos, propiciaría un periodo de riqueza cultural e intelectual. Venecia perdió de nuevo Negroponto frente a los ejércitos otomanos y, fuera de las fronteras italianas, las coronas de Castilla y Aragón se unieron en una monarquía decididamente católica mediante el matrimonio de Isabel de Castilla con Fernando de Aragón.

En 1474 había llegado la señal que esperaba de los cielos. Un sermón pronunciado por un padre agustino en la pequeña ciudad de Faenza, a cincuenta kilómetros al sudeste de Bolonia, fue el detonante definitivo. Saldría de la tutela de su padre y se trasladaría a Bolonia, nada más que una escala en el meticuloso plan que poco a poco se forjaba en su mente.

Una nota nada más. Ese sería el mensaje que dejaría a su familia, ya que el dolor que le provocaba apartarse de sus seres queridos solo lo mitigaba el amor profundo que sentía por el nuevo mensaje mesiánico que crecía en su interior.

Os ruego, pues, padre mío querido, que pongáis fin a los lamentos y no queráis darme mayor tristeza y dolor de los que ya tengo. Pronto pasarán estos días, en los que la herida es reciente y, después, espero que vosotros y yo seamos consolados por la gracia de este mundo y por la gloria del otro. No me resta sino pediros que varonilmente, como corresponde, consoléis a mi madre, a la cual, tanto como a vos, ruego me concedáis vuestra bendición, y con todo fervor rezaré por vuestras almas.

Dos años después del sermón revelador ya estaba instalado en la ciudad de Bolonia, en un habitáculo lo suficientemente discreto como para seguir con la instrucción necesaria. Todo estaba a punto para su primera aparición pública. Su carácter perseverante le había proporcionado la proposición generosa de oficiar una misa, nada más y nada menos que en la basílica de San Domenico, una de las mayores iglesias de la ciudad. «No podía ser de otra manera», pensó mientras repasaba las palabras que ahora reposaban en un papel pero que, más tarde, se asentarían en su memoria. No podía defraudar a los oyentes, no podía defraudar a San Domenico, fundador de la orden de los dominicos y cuyos restos reposaban en el mismo lugar sagrado donde él estrenaría su trayectoria profesional. Y mucho menos podía defraudar a Dios.

Se había puesto la cogulla de lino teñido de color negro, pues había rechazado cualquier color que pudiera significar lo contrario al luto que sentía en su corazón. Luto por las almas perdidas que intentaría recuperar con la oración. Solo el cíngulo le apretaba el hábito en la cintura como símbolo de castidad. Un voto que juró ejercer la primera y única vez que probó en sus carnes el despecho de un amor no correspondido. Laodamia Strozzi. Aún recordaba su nombre. Y sus ojos. Y su pelo. Mas nunca estuvo lo suficientemente cerca de ella como para recordar su olor. Y ante la negativa del amor, juró no entregarse al querer con ninguna mujer. El cordón que ceñía su alba así se lo recordaba una y otra vez.

No hubo rito de entrada. Ni canto ni saludo. La misa se celebró fuera de la basílica. Miles de personas se amontonaban en la piazza San Domenico, expectantes. Inseguras al principio al ver a aquella figura aparecer en el púlpito de la esquina izquierda del templo. Una señal de la cruz como saludo a la asamblea dominica expectante y al pueblo reunido fue suficiente. La capucha de la cogulla dejaba entrever una imagen poco usual. De aspecto casi enfermizo a pesar de la edad que tenía, los ayunos prolongados y las continuas vigilias se habían apoderado de su porte. Las mejillas hundidas, los pómulos pronunciados, la frente estrecha y la nariz grande y curva invitaban mucho más a la desconfianza que a la fe.

No le hacía falta nada más allá de su voz. No era melodiosa, ni mucho menos dulce. Pero era una voz severa, autoritaria, más parecida al castigador Yahvé que al Padre Todopoderoso anunciado por Cristo. Pero dentro de la supremacía de su voz, la gente hallaba verdad. Aunque fuera su verdad. Escucharle era como ver un amanecer con distintos ojos.

—Veo el mundo al revés, las virtudes y las buenas costumbres olvidadas. Es feliz quien vive de la rapiña y se alimenta de la sangre de los otros. El alma es más hermosa cuantos más fraudes y engaños acumula. Aquel que desprecia al Cielo y a Cristo y procura mantener a los demás bajo su bota gana los honores del mundo. Roma yace postrada, hombres y mujeres compiten en herirse mutuamente. Creo, ¡oh, Rey de los Cielos!, que debes reservar tu castigo solo para hostigar con mayor severidad a los más culpables.

La multitud gritó. Como si se tratase de un clamor único, el nombre del novato predicador se alzó a los cielos. El carácter melancólico y retraído del otrora aspirante a galeno desaparecería para dar paso a un nuevo dominico con una voluntad férrea. Nada más y nada menos que quince mil almas coreaban al novato predicador en la piazza San Domenico. A pesar del fuego que ardía en su interior, no se sentía abrumado. Sabía perfectamente que esas ánimas serían las primeras de otras muchas miles. Tal era su convicción.

Con solo veinticuatro años, en un claro acto de rebeldía, exhibía en público su repugnancia para con Roma, que, a su juicio, había corrompido el mensaje evangélico.

Con solo veinticuatro años, acababa de renacer. Y se había convertido, de la noche a la mañana, en el peor enemigo de Florencia, de Roma y de la propia Iglesia.

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4

30 de mayo de 1476, calabozos subterráneos del palazzo del Podestà, Florencia

El joven Leonardo, con un aspecto desmejorado después de dos meses sin los cuidados a los que le gustaba someter su pelo ondulado de color miel, miraba fijamente la pared recién tallada al bajorrelieve. Miraba, mas no observaba. Sus pensamientos estaban en otra parte. Ni siquiera los ronquidos de Tornabuoni, que se había quedado dormido, ni los rezos de Baccino en voz baja le sacaban de sus reflexiones.

No encontraba una explicación al porqué de la ausencia y el silencio de su padre Piero. En primera instancia, y ante el ofrecimiento del juez, tuvo la posibilidad de solicitar defensa del exterior, y Leonardo no tuvo ninguna duda. Ser Piero Fruosino di Antonio da Vinci, su padre, era un importante notario en la nada más y nada menos que poderosa ciudad de Florencia. Sería una ayuda valiosa e imprescindible para demostrar que todo lo vertido, no solo sobre él, sino sobre el resto de su compañía, era falso. Pero lo único que había obtenido por respuesta era el silencio. La duda le asaltaba. ¿Le habría llegado la misiva? El miedo le asaltaba por partes iguales. ¿Habría ignorado el mensaje de auxilio?

La relación con su padre no había sido como él hubiera querido. Desgraciadamente, el hecho de haber nacido fuera del matrimonio y fruto de una noche de pasión le hacían partir con desventaja con respecto a sus hermanos en cuanto a educación y cariño. «Fruto de una noche de pasión, no hay mejor manera de nacer», se consolaba Leonardo. La poca pasión desplegada en una noche de sexo con una campesina fue desapareciendo poco a poco de la mente de ser Piero. Aquella relación no podía ir a más. Su hijo no podría portar su apellido. Ser Piero estaba prometido con otra mujer. Siguiendo la tradición de la familia, orquestó un matrimonio ventajoso desde el punto de vista económico y social. Albiera, una muchacha de dieciséis años hija del notario Giovanni Amadori, pasó a hacerse cargo de la noche a la mañana de un joven bastardo de menos de un año de edad. Ser Piero quiso que su hijo fuera participando poco a poco en las labores del campo, y Leonardo tenía en su mente imágenes muy frescas de aquellos tiempos en los que se dedicaba, siendo todavía un niño, a la siembra y a la recolecta mientras varios milanos revoloteaban en las proximidades de su cercado. Albiera ya no estaba. A causa de un parto murió repentina e inesperadamente, pero eso no le supuso a su padre ningún impedimento para formalizar un segundo contrato matrimonial con Francesca, hija de ser Giuliano Lanfredini.

Su madre, Caterina, una esclava oriental reconvertida en campesina, se vio obligada a rehacer su vida ante la imposibilidad de hacer frente a los cuidados de un por entonces muy joven Leonardo. Un tiempo después, contrajo matrimonio con un hombre de la región llamado Antonio di Piero Buti del Vacca, conocido por aquellas tierras como Accattabriga, por su pasado como soldado. En estos momentos, se acordaba de ella. De lo mucho que la echaba de menos, de lo mucho que hacía que no se veían. Del cariño que tendría guardado para él. Pero su condición social no habría bastado para deshacer este enredo conspirativo.

Tampoco habría servido la compañía de su abuelo Antonio y de su tío Francesco, grandes impulsores del talento que desarrolló Leonardo junto a ellos. Si no hubiera sido por Francesco, Leonardo nunca habría llegado a Florencia para entrar como aprendiz en el taller de Andrea del Verrocchio, años atrás. Necesitaba a su padre. Ese notario y otrora embajador de la República de Florencia. Ese hombre cuyos contactos no tenían fin.

«Ya que no me diste educación, concédeme la libertad».

Leonardo estaba confuso. No podía haber ningún error. La vieja pañería reformada que servía como oficina para el notario ser Piero da Vinci se encontraba exactamente en la esquina de la vía della Condotta y la piazza Sant’Apollinare, a escasos metros del palazzo del Podestà, donde cuatro individuos se encontraban recluidos sin ningún tipo de justificación. La notificación de Leonardo no debería haber caído en saco roto. Por si eso fuera poco, la casa del notario se encontraba a escasos metros de la oficina donde ejercía, entre la misma piazza Sant’Apollinare y la vía delle Prestanze. No podía tratarse de un error. A menos que no fuera un error.

A pesar de la confusión casi tormentosa, seguía contemplando mentalmente la posibilidad de la fuga, pero cuando echaba un rápido vistazo a su plan tallado en piedra, se daba cuenta de las opciones que quedaban al azar. Cuántas posibilidades no dependían de él. Y poco a poco el plan se fue tiñendo de un negro utópico.

«No puede ser el fin», se decía a sí mismo. «Sé que, tarde o temprano, brindaré al mundo conocimientos nuevos. Soy discípulo de la experiencia. Tiene que ser así». Estaba convencido de su valía. Valores como la curiosidad, la observación, la perseverancia y el sacrificio le habían llevado a abandonar las tierras de Anchiano y Vinci, a trabajar para el maestro Verrocchio e, incluso, a forjarse un espíritu emprendedor con su amigo del alma, Sandro Botticelli.

Estaría fuera, preguntándose en qué lío se habría metido su joven y alocado Leonardo, mientras diseñaba cómo sería su nuevo negocio: Las Tres Ranas de Sandro y Leonardo. Un restaurante con el que pensaban cambiar la historia de la cocina. Seguro que Sandro seguía diseñando cómo sería la fachada de la nueva andadura de sus espíritus emprendedores. En la vida podría imaginar que su socio, su amigo, estaba a escasos metros de distancia con un futuro cuando menos incierto.

Sandro Botticelli se desvaneció en la cabeza de Leonardo cuando los miembros de la guardia se acercaron a la celda vociferando improperios. Leonardo alzó la vista para ver cómo cuatro hombres se aproximaban con un regocijo que no acababa de entender. Tornabuoni, que aún roncaba, se despertó sobresaltado y pasó en cuestión de segundos a un estado nervioso fruto de la visión que tenía delante. Baccino siguió rezando, más fuerte incluso, pero esta vez las oraciones relegaban el protagonismo a unas incipientes gotas de sudor que le surcaban las arrugas de la frente. Bartolomeo, que se mantenía en silencio y distante desde la última conversación, seguía preocupado por su propia integridad y en ningún momento buscó complicidad ni auxilio en sus compañeros. Simplemente se rascaba los brazos con una energía progresiva.

Por alguna extraña razón, los cuatro miembros de la guardia se reían mientras uno de ellos extraía la llave que abría la cancela que separaba a cuatro inocentes de la libertad. Los cuatro ocupantes de la celda pronto descubrirían lo que motivaba la risa de sus captores.

—¡Cerdos sin escrúpulos! ¡En pie! —La voz retumbó en el austero agujero.

El guardián que llevaba la voz cantante no tuvo que repetirlo una vez más. Como impulsados por resortes, los cuatro cuerpos que albergaban almas cada vez menos esperanzadas se alzaron, sin dejar de manifestar síntomas de una mala alimentación durante las últimas semanas, que se traducían en movimientos pausados sin firmeza. No hubo muchas palabras más. Con un simple gesto de cabeza, los tres perros guardianes aferraron al azar a Baccino, Tornabuoni y Bartolomeo y los expulsaron de la celda. El líder de aquel grupo, más parecido a unos mercenarios que a una corporación de justicia, agarró a Leonardo y repitió la operación.

Fuera de la celda, cada uno de los acusados fue conducido por un pasillo diferente, no lejos de la estancia donde habían sido recogidos. Leonardo oía las voces de sus compañeros. Baccino seguía rezando. Bartolomeo intentaba negociar en vano su libertad ofreciendo lo imposible. Tornabuoni se decantó por la parte más protocolaria y mentó a la familia Médici, parientes suyos. El guardia, obviamente, no le creyó, y Tornabuoni solo logró incrementar las risas de su guardián.

Leonardo callaba. Solo observaba. Si había una posibilidad de escapar, pasaría de la utopía a la realidad a través de su riguroso método científico de observación. Escudriñar cada detalle de las celdas, los pasillos, los guardias que iban dejando atrás. El detalle de cada gotera, de cada entrada de luz natural, de los puntos muertos donde solo la luz de las candelas arrojaba algo que no fuera intimidad. Leonardo observaba todo hasta que llegó a la siguiente sala. Una estancia con la que no contaba. Un lugar que no desearía haber visto nunca.

Era una de las salas de tortura del palazzo del Podestà. Leonardo miró a su alrededor con la intención de racionalizar qué le esperaba. Pero no tuvo tiempo suficiente. El guardia le sentó en una silla de madera algo inestable. El hecho de que su centinela fuera más alto, mucho más fuerte y que, posiblemente, estuviera mejor alimentado disipaba cualquier intento mental de Leonardo de enfrentarse a él. Una vez sentado, escasos segundos bastaron para que brazos y piernas fueran fijados con fuerza a la madera mediante unas tiras de cuero que amenazaban con cortarle la circulación sanguínea.

Leonardo probó a mirar a su alrededor de nuevo. «Si sobrevivo a esto, posiblemente encuentre aquí algo útil para mi huida», pensó. Pero no fue la voz del forzudo que afilaba un instrumento inapreciable lo que interrumpió su pensamiento. Fue el llanto de una mujer. Lágrimas acompañadas de lamentos y gritos ininteligibles provenientes de una sala no muy lejana.

—¿Torturáis también a mujeres, cobarde? —acusó Leonardo—. No es una actitud muy viril para alguien que acusa de sodomía.

Una mano le cruzó la cara a Leonardo de izquierda a derecha. Fue la única respuesta que obtuvo frente a la acusación. Solo cuando el forzudo terminó de afilar el objeto fino y punzante que tenía entre las manos pronunció palabra.

—No te preocupes, firenzer. Cuando acabemos con esto, serás tú quien llore y grite como una mujer…

Acto seguido, se despejó la incógnita. Lo que hacía unos momentos era un instrumento que necesitaba afilarse, ahora era un amenazante tenedor de dos puntas por ambos lados. Dos aguijones recién afilados en cada uno de los extremos ansiaban carne para trinchar. Leonardo no entendía nada. No sabía dónde ni cómo iba a ser utilizado. No tuvo mucho tiempo para poner a prueba la rapidez de su inteligencia. De repente, la mano derecha del hercúleo captor le agarró del pelo y le obligó a levantar la cabeza directamente hacia el techo. Sintió cómo el tenedor se le clavaba tanto en el triángulo submandibular como en la parte superior de los pectorales, allí donde los trapecios buscan un punto en común. La posición en la que se encontraba imposibilitaba a Leonardo bajar la cabeza a su posición natural, por lo que en poco tiempo le generaría un gran dolor muscular, debilidad en la zona y, por lo tanto, una inevitable flaqueza con un final no muy agradable.

—A ver cuánto tiempo tardas en bajar la cabeza, bocazas —espetó el guarda.

—¿Cómo te llamas? —murmuró entre dientes Leonardo evitando así ensartarse la boca en el amenazante tenedor.

—¿Y para qué diablos querrías saber mi nombre? —masculló el vigilante mientras desempolvaba una maquinaria al fondo de la habitación.

—Para devolverte la cordialidad que me has ofrecido cuando salga de aquí —dijo Leonardo.

El corpulento torturador se acercó casi doblado de la risa que le habían provocado las últimas palabras de su indefenso prisionero.

—Ja, ja, ja, en estas condiciones acepto el reto, firenzer. Me llamo Giulio.

—Giulio… ¿Qué más? —insistió Leonardo.

—Sabagni, Giulio Sabagni.

Esta vez el guardia se lo deletreó despacio, con cierta ironía, al hombre que tenía en sus redes.

—Te voy a decir algo Giulio Sabagni —masculló Leonardo casi sin poder despegar un labio de otro sobre la amenaza lacerante—. Soy Leonardo da Vinci y no solo tengo memoria. Tengo rencor.

Bajo esta amenaza, el recién identificado Giulio salió de la estancia y, en un breve lapso de tiempo, volvió con un nuevo elemento sorpresa entre las manos. Una jaula que guardaba en su interior un ser que, en masa, había provocado una plaga denominada «peste negra» el siglo anterior. De niño, su abuelo le había contado que, en Florencia, solo un quinto de la población había sobrevivido a esa pandemia provocada en gran parte por las pulgas y las ratas. Y no era precisamente una pulga lo que se hallaba en el interior de la jaula.

Giulio abrió la puerta de la pequeña jaula que sostenía entre las manos y la aproximó al pecho de Leonardo. La rata tenía vía libre para salir, siempre y cuando atravesara las tripas del prisionero. Un pequeño aliciente bastaría para convencer al roedor. Giulio se acercó a una de las candelas que alumbraban la estancia y la aproximó al lado opuesto de la jaula, donde la puerta chocaba contra el pecho del artista. La rata, presa del pánico al ver la llama al otro lado de la jaula, se dirigió a la puerta abierta y se estrelló de lleno con el fino pedazo de tela que le impedía la absoluta libertad. El fuego amenazaba con no dejar de arder, así que la rata se sirvió del instinto más primitivo de todo hombre o animal: el de supervivencia.

Rápidamente, el animal intentó escarbar en la andrajosa vestimenta que Leonardo portaba desde hacía semanas. Al principio, el de Vinci notó una fuerte fricción en el vientre, pero poco a poco se fue agudizando. El tenedor que le sujetaba la cabeza permanecía impasible y Leonardo acusaba en el cuello los dolores de la tensión, aunque procuraba no abrir demasiado la boca a pesar del dolor.

Sin noción del tiempo alguna, al cabo de un rato Leonardo notó cómo la rata le había desgarrado un poco de piel del vientre. Como un acto reflejo, su mente se llenó de imágenes, entre las que destacaban algunas poderosamente por encima del resto. En la primera, se imaginaba a él mismo como una rata desgarrando la pared para trazar un plan de fuga en la roca, tal y como el animal hacía en su vientre. La segunda imagen evocaba a su tío Francesco. Gracias a él, la actividad física y un ligero culto al cuerpo se habían arraigado en Leonardo y su cuerpo atlético tenía una resistencia extra. Había ganado un concurso de fuerza no hacía mucho doblando herraduras con las manos, aunque la parte más musculada y fibrosa de su cuerpo había dado paso a una incipiente delgadez fruto de la escasa ingesta alimenticia en la prisión.

—Vamos, firenzer, solo tienes que cantar —le intentó persuadir Sabagni—. Declárate culpable, acepta las acusaciones y todo esto terminará mucho más rápido. ¿Quién sabe? Igual en la hoguera tardas poco en arder… ¿Qué me dices?

—Solo te agradezco que el tenedor no tenga más puntas… —ironizó Leonardo entre dientes.

Giulio, sorprendido con la respuesta, retrocedió. Le restó importancia, pues sabía que tarde o temprano su preso cedería, bien su lengua mediante declaración, bien su piel mediante la presión de la tortura.

Segundos o minutos, daba igual. Para Leonardo, parecían siglos. Sabía que las gotas que iban surcando su bajo vientre no eran de sudor, tenían un tinte carmesí.

Ese rojo carmesí se tornó metafóricamente en verde esperanza cuando una visita inesperada irrumpió en la sala. Giulio, en un acto reflejo, apartó la llama de la celda. La rata se calmó y frenó su deseo de atravesar carne y entrañas. Leonardo respiró aliviado con síntomas de una imperiosa necesidad de desmayarse, a lo que su cerebro se negaba, ya que cualquier vacilación desembocaría en un cráneo ensartado. Y ese era un futuro que no había calculado ni en sus peores pesadillas. En ese estado de trance, no alcanzó a descifrar la conversación que tenía lugar a escasos metros, pero su cuello de repente se encontró libre, sin presión. El arma punzante había desaparecido. Respiró tranquilo. La rata parecía estar sosegada. Las heridas del cuello provocadas por los aguijones metálicos cicatrizarían. Dejaría crecer aún más la incipiente barba de su cara, eso haría. Todo arreglado. Una barba de color miel.

—¿Padre Piero? —preguntó suplicante con un hilo de voz casi inaudible.

De nuevo, otra mano conocida le cruzó la cara. Como resultado, Leonardo recuperó algo la claridad, no solo de vista sino también de pensamiento. Lo suficiente para darse cuenta de que no era su padre Piero quien había venido en su busca.

—Hemos acabado con la intrusa y el zagal ha recibido lo suyo. ¿Qué se cuece por aquí?

Eran dos nuevos guardias de la noche que iban a sumarse a la fiesta. Quizá su barba no crecería mucho tiempo más.

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30 de mayo de 1476, convento de San Marcos, Florencia

Sandro paseaba por las calles de Florencia sin un rumbo fijo. Botticelli, le llamaban sus más allegados. Un apodo que poco tenía que ver con él. Botticello era el sobrenombre por el que era conocido su hermano mayor Giovanni, un tipo al que le gustaba comer y beber a partes iguales y que, de muy buen talante, aceptó ese apelativo impuesto con más maldad que bondad. Al pasar la mayor parte de su tiempo con su hermano, este no solo le transmitió sus pocos conocimientos, sino también el apelativo por el que sería reconocido en Italia.

Botticelli deambulaba preocupado. Parecía incluso estar perdido en su propia ciudad. Varios pensamientos sin aparente conexión convergían en su cabeza. Casi sin darse cuenta, se topó con un callejón que reconoció enseguida. Su amigo Leonardo, cuatro años atrás, se había independizado del maestro Andrea para montar su propio taller. Se hallaba al final de la calle, a la derecha. «En el futuro, crearé la Academia Vinciana», solía decir Leonardo. Pero lo que se hallaba al final del callejón era una pequeña bottega, suficiente para trabajos esporádicos y con capacidad para tres o cuatro personas. Lamentablemente, el estado en el que se encontraba el taller no tenía nada que ver con cómo se hallaba dos meses atrás, cuando Leonardo lo abría por la mañana temprano. Los listones de madera que hacían las veces de enrejado se hallaban maltratados, pintarrajeados. Alguien había hecho correr la voz, y el rumor se había extendido por la ciudad. La joven promesa de la pintura que gestionaba ese taller se encontraba en las dependencias del palazzo del Podestà acusado de sodomía, prácticas sexuales innobles con un joven inocente. El vecindario no lo perdonó. Sin comprobar la información y sin pulsar la opinión de la mayoría de la ciudadanía, algunos vándalos se habían tomado algo parecido a la justicia por sus propias manos.

Palabras desagradables aparecían talladas irregularmente en la madera. Alguno se había tomado la molestia de utilizar pigmentos para colorear las tablas horizontales. «Cazzo», «firenzer» y otras palabras de mal gusto se podían leer con una caligrafía poco ortodoxa.

Si volvía Leonardo, se llevaría otro gran disgusto. ¿Cómo remontar el taller? ¿Cómo empezar una nueva empresa culinaria? Pero Sandro no quería malgastar el tiempo con esos pensamientos. Tenía que preocuparse de sus encargos.

Apresuró la marcha. Esa visión le había producido cierto malestar, y debía tener todos los sentidos puestos en el siguiente encargo, y a cuya reunión llegaba tarde. De repente, se encontró en la Loggia de Pesce, el gueto de Florencia, y ahí se percató de que su cabeza no estaba centrada en su próxima asamblea privada. Cruzó el Mercato Vecchio no sin dificultad, ya que se encontraba atestado de gente y los olores que allí se mezclaban dejaban sin aliento a más de uno. Debía tener cuidado y mantener los ojos abiertos, ya que muchos peregrinos que pasaban por Florencia en aquellos tiempos llegaban a su destino con mucho menos de lo que había portado desde casa.

Tras sortear una lista interminable de productos comerciables, Sandro aligeró el paso a través de la vía Larga. Pronto llegó a la piazza de San Marco, donde se hallaba el convento del mismo nombre. Allí se efectuaría el pago por su último encargo. Por aquel entonces, el edificio, convento dominico cedido en 1436 por Cosme de Médici, se encontraba en proceso de reestructuración social, ya que Lorenzo de Médici, el Magnífico, estaba estudiando un proyecto de reconversión de parte del convento en biblioteca pública, la primera en el mundo occidental.

Nada más llegar, Sandro se adentró por la puerta principal del convento desde la piazza de San Marco, a la derecha de la basílica. Se persignó y giró a la derecha, en dirección al corredor del Peregrino, donde el legado de Fra Angelico reposaba sobre sus paredes desde hacía no menos de treinta años. Tras rodear el claustro de San Antonio y girar a su izquierda, avanzó por el refectorio hasta llegar a la sala capitular. Allí esperaba su pagador.

Al entrar, lo primero que llamaba la atención era el Santo Domingo asentado en el luneto de la sala y, ya en el interior, una Crucifixión del ya mencionado Fra Angelico. Fray Domenico, de Pescia, esperaba con un grupo de frailes en el centro de la sala. En cuanto llegó Sandro, hizo un gesto leve y su compañía desapareció lentamente. Tan pronto como su séquito se disgregó, fray Domenico abrió los brazos en señal de hospitalidad.

—Caro Alessandro, benvenuto —dijo en un tono de voz que no perturbó la paz del convento.

Sandro, nervioso, imitó el hilo de voz de su pagador.

—Un piacere, fray Domenico. Y un honor.

—El honor es nuestro, querido amigo. ¿Puedo ofreceros algo, por muy humilde que sea?

—No, gracias —contestó nervioso Sandro—. Solo vine a recoger el pago por los servicios ofrecidos.

—Claro, claro. Un artista como vos debéis de estar hasta arriba de encargos, ¿y quién soy yo para robar el tiempo a la musa de la inspiración?

—No son buenos tiempos, fray Domenico. Hay mucha competencia. Ya sabéis…

—Claro, claro… —Fray Domenico alargó la pausa—. ¿Satisfecho con el trabajo realizado? —inquirió el fraile.

—Se podría hacer mejor, pero entonces debería haberlo realizado otro —se defendió Botticelli—. Yo lo hice lo mejor que pude.

—Fue suficiente, amigo mío. Aquí tenéis el pago.

—Grazie mile.

El sonido de las monedas en el saco de tela era directamente proporcional al brillo en los ojos, segundos antes apagados, de Sandro Botticelli. Era un trabajo muy bien remunerado, y con poco esfuerzo para un artista como él.

Sandro dio media vuelta, no sin antes hacer la señal de la cruz por segunda vez. Avanzó decidido hasta la puerta de la sala capitular, pero la misma voz que hacía unos segundos era un hilo tenue casi celestial, ahora retumbó en la habitación.

—¡Sandro Botticelli!

Sandro se quedó petrificado en el sitio. Sabía como buen devoto que cualquier gesto contra la casa de Dios era motivo suficiente para arder en los infiernos toda la eternidad. El tiempo que tardó en girar sobre sus pasos se le hizo eterno. Más que un gran artista de una época dorada que florecía en los estados italianos a pasos agigantados, parecía un chucho a punto de ser castigado. Cabizbajo, giró la cabeza e inició un leve movimiento vertical hasta que sus ojos miraron a la cara de fray Domenico.

—Amigo mío, se me olvidaba proponeros una cosa más…

Sandro dudó. No sabía si se trataba de un nuevo encargo espontáneo o de una estrategia preparada con anterioridad. Que hubiera gritado su nombre en lo sagrado de la sala no ayudó a alimentar su confianza.

—Sandro querido. Después de lo bien que habéis ejecutado vuestro reto anterior, no quería dejar pasar la oportunidad de ofreceros de nuevo un gran trabajo.

—Soy todo oídos, fraile —asintió desconcertado.

—Tengo a otro gran artista de la ciudad pintando para nosotros. ¡Un cenáculo! Acaba de empezar la obra, pero doy por seguro que será una obra maestra. ¡La gente pagará por verla!

Fray Domenico se encontraba satisfecho de su visión de negocio y de la posibilidad de ampliar sus rentas.

—¿De quién se trata? —preguntó celoso Sandro.

—De Domenico di Tommaso Curradi —respondió el fraile sin más. Sabía perfectamente que Sandro Botticelli le reconocería.

—¿El maestro Ghirlandaio? ¡El año pasado pintó los frescos de la capilla de la iglesia de Ognissanti y su nombre suena para convertirse en el retratista oficial de la alta sociedad de la ciudad!

Fray Domenico no cabía en sí de gozo. Sabía perfectamente de quién rodearse.

—Como veis, amigo Botticelli, no escatimamos en gastos. Nunca —más que una afirmación parecía una sentencia.

La inseguridad de Sandro creció. Aceptar un trabajo al lado del maestro Ghirlandaio era todo un reto difícil de asumir, casi imposible de superar. «Lo difícil se consigue, lo imposible se intenta», decía su amigo Leonardo. Pero desgraciadamente su amigo no se encontraba allí con él para llevar la voz cantante y, sin reflexionar, haber aceptado la oferta en nombre de Sandro. Pero ahora tenía su taller bajo el mecenazgo de la familia Médici. Un año atrás, mientras el maestro Ghirlandaio pintaba la capilla de Ognissanti, él creaba para la poderosa familia italiana una Adoración de los Magos donde se podía distinguir perfectamente a Cosme, Piero, Giovanni, Giuliano y Lorenzo. Todos ellos Médici. Incluso se había tomado la libertad de autorretratarse como rúbrica laboral. También sabía que esa obra era del gusto del papa Sixto IV, y se rumoreaba entre el gremio que tarde o temprano sería llamado a Roma. No podía ni quería negar un trabajo a la Iglesia. La disyuntiva surgió cuando fue la Iglesia dominica la que le procuró un nuevo encargo.

—Pondré en orden mi calendario de compromisos y os responderé tan pronto como pueda, fray Domenico. Muchas gracias por vuestra confianza.

—Muchas gracias a vuestro talento, querido Sandro. Ya sabéis dónde está la salida. Permitidme que no os acompañe.

—Grazie, ci vediamo.

—Id con Dios…

Esta vez Sandro aceleró el paso. No quería que su nombre retumbara entre las paredes de la sala capitular y en cuanto cruzó la puerta y giró hacia la derecha para atravesar el largo refectorio que desembocaría de nuevo en la Sala del Peregrino, dejó de sudar.

El sol de la Toscana volvió a acariciarle el rostro. Era el mismo sol que unos minutos atrás, solo que esta vez, acariciaba un rostro con un buen puñado de monedas fruto de un gran trabajo.

Sin pensarlo dos veces, deshizo el camino andado y regresó al barrio del Mercato Vecchio, esta vez convencido de su destino. Se había ganado un buen banquete, pero no de olores, sino de sabores. Paladearía el triunfo. Y se cuidaría mucho de que no le robaran tan preciado botín. Pasaría de largo una vez llegase al Malvagia, más conocido como el prostíbulo de las «mujeres embrujadas» o «las rameras feas», para evitar la tentación, y quizá se tomase un descanso en la Taberna del Caracol, jugase una partida de dados y bebiese una buena copa de un vernaccia o de un trebbiano, vinos de precio prohibitivo, mas no tanto para un recién retribuido Sandro.

Durante el resto del día, tres nombres revolotearían por su cabeza: fray Domenico, Domenico Ghirlandaio y Leonardo da Vinci.

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30 de mayo de 1476, calabozos subterráneos del palazzo del Podestà, Florencia

De nuevo, otra mano conocida le cruzó la cara. Como resultado, Leonardo recuperó algo la claridad, no solo de vista sino también de pensamiento. Lo suficiente para darse cuenta de que no era su padre Piero el que había venido en su busca.

—Hemos acabado con la intrusa y el zagal ha recibido lo suyo. ¿Qué se cuece por aquí?

Eran dos nuevos guardias de la noche que iban a sumarse a la fiesta. Quizá su barba no crecería mucho tiempo más.

—Bene, bene… ¿Qué tenemos aquí? Otro joven salido que no sabe que hay agujeros donde está prohibido meter la verga… —Uno de los guardias agarraba la cabeza de Leonardo, forzando a que se pinchara un poco más.

—Ja, ja, ja, con lo fácil que es contratar en Florencia los servicios de cualquier ramera, ja, ja, ja —se sumó el otro.

—Tú sí que eres un figlio di puttana, Stefano, ja, ja, ja, ja —contestó el primero soltando el pelo del prisionero.

—¡Basta! —gritó el líder, aquel que llevaba interminables minutos torturando al joven Da Vinci—. Tenemos trabajo que hacer. Quitadle la silla, las correas y todo lo demás. Dejadle desnudo.

Acto seguido, los dos fortachones arrancaron de un tirón el mortífero tenedor punzante y lo depositaron en una mesa. Uno de ellos cogió la jaula y cerró la puerta. «Podría ser la cena», pensaba. En pocos segundos las tiras de cuero desaparecieron de muñecas y tobillos, dando lugar a unas marcas amoratadas fruto de la mala circulación por la presión. Leonardo no tuvo fuerzas para impedir que le arrebataran las pocas ropas que llevaba. El esfuerzo que había realizado con el cuello, así como con el abdomen, le habían dejado exhausto. No podía decir no. No podía evitar lo que pudiera acontecer a continuación. Su cerebro funcionaba despacio y selectivo, como si la poca energía que le quedaba fuera para suministrar órdenes estrictas de supervivencia a sus órganos vitales.

Una vez despojado de toda ropa y dignidad, sintió cómo tobillos y muñecas eran presos, de nuevo, de unas cintas aún más anchas que las anteriores. Un cinturón metálico le agarraba el tronco, con varias cuerdas fijadas que se suspendían de una abrazadera de hierro. De repente, un tirón inesperado accionado por el líder de los carceleros le volteó en el aire y le dejó suspendido.

—Bueno, bueno, bueno…, querido firenzer, ha llegado el momento más placentero de la tortura —volvió a decir Giulio con sarcasmo—. ¡Stefano, acércalo!

A la orden, Stefano aproximó una estructura que Leonardo no había visto en su vida. No entendía el porqué de la estructura piramidal que, paso a paso, venía hacia él.

—Si en algún momento creíste que íbamos a tirar de las cuerdas hasta arrancarte las extremidades, te equivocabas —explicó lentamente Giulio—. He dicho que esta parte es la más placentera. Parece ser que la nueva corriente sodomita que invade Florencia rinde culto al sexo anal, algo solo reservado para los animales. No sé, querido amigo, si eres de cabalgar o de ser montado, pero en esta ocasión hemos decidido que tú seas el receptivo.

Leonardo se sentía indignado. No solo por la falsa acusación, sino también por el trato despectivo que Giulio profería a aquellos hombres que, de una forma u otra, habían decidido amar a otros hombres. Tenía muchos amigos que así lo sentían, y no por ello su amor era fruto de la lujuria o de la perversión. Había visto, años atrás, en las dependencias del taller del Verrocchio, a dos zagales besándose con tanta pasión y respeto que no pudo encontrar parangón en ningún otro tipo de pareja. Nada más lejos del vicio. Pero no era momento de hacer entrar en razón a su torturador. Tenía que ganar tiempo.

—Soy inocente de lo que se me acusa —recuperó la palabra Leonardo—. No tengo nada que ver con ese muchacho, Jacopo Saltarelli. Era un modelo del taller de mi maestro en otros tiempos, mas yo llevo cuatro años con mi propio taller, independiente de todo lo que allí se gesta. ¡Podéis preguntar en la Corporación de Pintura de Florencia! ¡Estoy registrado en el Libro Rojo del Gremio de San Lucas! ¡Ellos darán fe de lo que digo!

—Sí, sí. Eso mismo han dicho tus compañeros de celda —afirmó uno de los recién incorporados—. Incluso uno de ellos, el que reza mucho, se ha declarado culpable y os ha culpado a todos vosotros, con tal de que no continuáramos con el, digamos, interrogatorio. Solo por traicionar la amistad que os profería, nos hemos entretenido un poco más con él. En cuanto a Saltarelli…

Todos los hombres de la sala, a excepción de Leonardo, se rieron. Acto seguido, elevaron el cuerpo del joven de Vinci a una altura de dos metros y colocaron la estructura piramidal de forma que coincidiera con el ano del reo.

—Te presento la cuna de Judas. Así la llamamos. ¿No es encantadora? Podemos hacer esto de dos maneras. Poco a poco, para comprobar si es de tu agrado; o, por el contrario, dejarte caer con tu propio peso, aunque lamentablemente no creo que sobrevivieras al impacto.

Los dos nuevos guardias, como respuesta a un gesto de Giulio, empezaron a soltar las cuerdas poco a poco, y el cuerpo de Leonardo comenzó a descender suavemente hacia la afiladísima estructura piramidal que, impacientemente, esperaba a escasos centímetros de su cuerpo.

Leonardo tensaba el cuerpo con las pocas fuerzas que le quedaban, pues el agotamiento era extremo, mas sabía que, si se rendía, el vértice de la pirámide acabaría por desgarrarle el ano o los testículos, que colgaban débilmente encarando la cuna de Judas.

—No te defiendas, tarde o temprano te relajarás. Tarde o temprano te dormirás y, entonces, no habrá semental capaz de llenarte por detrás. ¡La última vez que utilizamos la cuna, el confesor quedó con un ano de dos metros!

Los tres guardias rieron al unísono. Leonardo interrumpió el jolgorio.

—Quiero saber vuestros nombres…

Los guardias se quedaron asombrados por la inesperada petición. Todos menos Giulio, que ya había pasado por ese examen.

—Vai, vai, decid vuestros nombres, mostrad un poco de condescendencia con el preso. Tranquilos. Simplemente quiere recordar vuestros nombres para vengarse cuando salga de aquí. —El tono jocoso era más que evidente.

—Pero si no va a salir de aquí —comentó Stefano ingenuamente.

—Por eso mismo, si es una de sus últimas voluntades, concedédsela —replicó con aspavientos Giulio Sabagni para que no perdieran más tiempo.

—Sono Stefano Molinari, rata inmunda —el insulto sonó impostado.

—Sono Fabio Gambeta. —Este último le escupió.

—Ahora no tenéis escapatoria. Cuando salga de aquí, me vengaré —dijo Leonardo con los ojos cargados de ira.

—¿Es una amenaza, firenzer? —cargó de nuevo contra él Gambeta, esta vez sin salivazo, pero con más agresividad en su hablar.

Leonardo memorizó las caras de cada uno de ellos, sincronizando nombres con rasgos faciales: Giulio Sabagni, Stefano Molinari y Fabio Gambeta.

—Es una promesa —sentenció Leonardo tan seguro de sí mismo que, por un momento, el silencio se apoderó de la cruel situación.

Pasaron horas. Los guardias se habían retirado a comer y a descansar, mientras Leonardo yacía colgado a punto de ser atravesado por una pirámide fálica afilada solo para él. Durante toda la noche, el insomnio provocado por el estrés de la grave situación le hizo pensar en muchas cosas. Tuvo que focalizar la energía parte por parte, recorriendo cada centímetro de músculo en tensión para no convertir sus fuerzas en flaqueza. Pero su mente expansiva le llevaba lejos de allí. A kilómetros de distancia, no en un plano horizontal, sino en un plano vertical. Deseaba poder volar. Volar y escapar de allí. Escapar de todo. Dos alas nada más. ¿Por qué el Creador no nos había otorgado un par de alas para poder escapar de la prisión del suelo?

Volar. Solo volaba con la imaginación. Juró que, si escapaba de allí, centraría sus esfuerzos en conseguir que el hombre surcara, de una u otra manera, los cielos.

Un desgarro hizo que sus pensamientos se estrellaran contra el suelo. Su cuerpo cada vez más fatigado iba cediendo terreno, y la pirámide había alcanzado a su presa. Levemente, había empezado a punzar entre nalga y nalga. Primero notó un pinchazo que se extendió por las ingles. La punzada dio paso a un dolor irritante debido a la incipiente perforación que la pirámide iba ejecutando.

Leonardo pensó en la mujer, aquella cuyos gritos le habían llevado a enfrentarse a Giulio. Aquella mujer que, de una u otra manera, había sido torturada por Stefano y Fabio. A saber cuál habría sido su crimen, si lo había, y cuál habría sido su tortura. También pensó en Saltarelli. «Le habían dado lo suyo», ¿qué significado tenían esas palabras? ¿Significaban que el propio Saltarelli, aquel sobre el cual supuestamente se había cometido el delito, era tan preso como ellos? ¿Qué sentido tenía todo?

El dolor llamó de nuevo a la puerta. Leonardo no sabía de dónde provenía. Sabía que, de momento, los testículos los tenía a salvo. Una de las caras de la pirámide le rozaba y sentía el frío metálico. La zona anal la tenía desubicada por el dolor. No sabía muy bien si el recto era la zona más afectada de su cuerpo o si, por el contrario, con tanto movimiento y tensión de su cuerpo, había conseguido desplazar algún centímetro su complexión para dificultar la penetración.

Solo tenía clara una cosa. Había herida. Y por lo tanto, sangraba.

¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Minutos? ¿Horas? Imposible saberlo a ciencia cierta, ya que la sala no contaba con ninguna oquedad que facilitara la entrada de luz natural a la estancia. ¿Era de día?, ¿de noche? Leonardo trataba de pensar en cosas cotidianas para evitar pensar en el dolor físico.

«Mamma, babbo», pensaba en sus padres. «Vitruvio», pensaba en su perro. Seguro que estaba defendiendo día y noche el taller hasta que llegara su dueño. A pesar de ser casi un cachorro de mastín napolitano, era fiel y muy valiente. «Quiero un caballo», pensaba en los caballos, en lo mucho que le gustaban y lo mucho que deseaba tener uno. «En cuanto salga de aquí compraré un caballo, aunque tarde mucho tiempo en sentarme sobre él». A pesar de lo incómodo de la situación, Leonardo aún tenía tiempo para bromear consigo mismo.

Algo le sacó del trance. De repente, notó mucho movimiento en los pasillos. ¿Se habían olvidado de él? «Una pregunta estúpida», pensó. «Por supuesto. No quieren que confiese, les da lo mismo». Y en efecto, así era. Tarde o temprano corroborarían su culpabilidad y serían colgados en las ventanas del palacio, siempre y cuando tuvieran la suerte o la desgracia de sobrevivir a los «interrogatorios».

Leonardo no habría imaginado ver lo que contempló a continuación ni en tres vidas. Algo parecido a un magistrado daba órdenes a varios varones que, rápidamente, retiraron la pirámide de Judas. En efecto, un leve rastro de sangre reflejaba el sufrimiento de Leonardo, quien al no sentir el hiriente punto de apoyo, se dejó vencer fruto de la fatiga. Con suma delicadeza, los individuos recostaron el cuerpo de Leonardo como si se tratase del descendimiento de una crucifixión, y le desataron por completo. Con una capa, envolvieron el cuerpo de Leonardo que de vez en cuando, reaccionaba con un espasmo provocado por la humedad y las bajas temperaturas de la habitación.

—Ahora tranquilícese —susurró una voz amable—, Lorenzo de Médici está aquí. Están todos en libertad.

Leonardo cerró los ojos. Pocas cosas le importaban en ese momento. Cerró los ojos y voló.

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7

2 de junio de 1476, hospital de los Inocentes, Florencia

Abrió los ojos. De repente, se encontró perdido. Después de dos meses de oscuridad, aquella claridad le parecía celestial. La luz natural que entraba por las ventanas tenía el sabor del triunfo, de la victoria, de la verdad. Estaba tumbado, relajado. Con síntomas de haber sido atendido las últimas ¿horas?, ¿días? No lo tenía muy claro. Pero el simple hecho de mezclar la luz natural de la bella Florencia con las risas de unos niños que, al parecer, se encontraban jugando no lejos de su estancia le parecía suficiente. No recordaba mucho más. Tan solo un dolor persistente en la zona rectal le provocaba inevitablemente una retrospección hasta su recién terminado martirio. Era peor que un sueño, peor incluso que una pesadilla. Había sido muy real.

Se puso en pie, no sin dificultad, y se asomó por la ventana. Cuando sus pupilas asimilaron la cantidad de luz, tan ausente en los últimos días, por fin pudo enfocar. Al ver bajo su ventana la piazza della Santissima Annunziata, enseguida ubicó su posición. ¿Ironía? ¿Destino? Fuera como fuese, no era un asunto en el que él pudiera intervenir. El hospital de los Inocentes le parecía un buen lugar para descansar. El edificio había sido diseñado por una de las personas a las que más había admirado, Filippo Brunelleschi, conocido como el «constructor de la catedral imposible».

Gracias a Filippo, el arte de los puntos de fuga desde el punto de vista pictórico ya no era un enigma. Había inventado la perspectiva cónica. Gracias a esa experiencia en la perspectiva, había conseguido grandes logros arquitectónicos, y uno de ellos era exactamente donde Leonardo se recuperaba física y moralmente. El hospital de los Inocentes marcó un antes y un después en la arquitectura del Renacimiento. En el caso del hospital, los porches porticados de gran espacio diseñados exclusivamente por el artista habían marcado un hito. Menos inspirador para la arquitectura y más útil para el ciudadano de a pie fue la inclusión de un torno de piedra en el muro exterior del hospital, donde las mujeres, de una manera anónima, podían entregar sus bebés recién nacidos para que el orfanato se hiciera cargo de ellos.

«Dos maneras de utilizar un torno de piedra», pensaba Leonardo. «El torno del palazzo Vecchio te puede arrebatar la vida. Sin embargo, el torno aquí presente te puede proporcionar una nueva».

Miró a su derecha. Algunos viandantes portaban votivas de cera e, inequívocamente, eso solo podía significar que se encaminaban al interior de la basílica de la Santissima Annunziata, allí donde la milagrosa imagen de la anunciación había sido iniciada por un monje y terminada, según la creencia popular, por un ángel. Se relajó unos minutos, los suficientes como para volver a sus preocupaciones. A la derecha saludaba la vía dei Servi, que unía las dos iglesias más importantes de la ciudad, con permiso de Santa Maria Novella.

Se imaginaba paseando por la plaza con Vitruvio, su perro. El mastín napolitano que le había regalado su maestro Verrocchio la misma semana en la que decidió independizarse. «Ya que no puedo regalaros un ángel como me habéis regalado a mí, os regalo a vuestro futuro mejor amigo», dijo el maestro Andrea. Dudó cómo llamar al can. Andrea, como su maestro; Ficino, como el responsable del neoplatonismo en la ciudad; Brunelleschi, pero le parecía raro. Al final, había optado por Vitruvio en honor a Marco Vitruvio Polión, arquitecto romano del siglo I a.C. Durante su estancia en el taller como aprendiz, tuvo la ocasión de hojear unos apuntes manuscritos incompletos, que habían pasado por tradición oral, de De Architectura que rondaban la botegga, y se quedó fascinado con los avances. Tardaría años en leer los tratados completos e impresos. Pero los breves apuntes que aunaban principios arquitectónicos con la anatomía humana le abrían un mundo de posibilidades. Así pues, para tratar en un futuro estos temas, nombró a su perro Vitruvio.

¿Dónde estaría Sandro? Leonardo estaba seguro de que no solo ignoraría su paradero, sino también su situación actual. Tenía ganas de abrazarle. De contarle lo sucedido. Algo se forjaba en su interior. Algo con forma de venganza. Y quería hacer partícipe de ese sentimiento a su mejor amigo. Aún quedaba pendiente su gran proyecto culinario, aunque hablar en esos momentos de tenedores no iba a ser de su agrado. «Comida caliente con cuchara durante unos meses», pensaba con socarronería.

Algunas reflexiones le conducían inexorablemente a sus padres, pero para evitar el dolor, Leonardo repasó lo poco que recordaba de sus últimas semanas. Su apresamiento, cuatro días antes de cumplir veinticuatro años. «Mamma mia», ya contaba con veinticuatro primaveras. Casi dos meses preso. «¿Qué habrá sido de mis compañeros de celda?». La tortura, «Giulio Sabagni, Stefano Molinari y Fabio Gambeta», recordaba perfectamente nombres y rostros. Lo último que recordaba era su rescate. No consiguió invocar el rostro y el nombre de la persona a la que vio en último lugar. Lo que sí consiguió traer a la memoria fue el nombre de la persona que lo había rescatado.

—¡Lorenzo de Médici! —exclamó exaltado Leonardo.

El grito no se debió a un efusivo recuerdo. El mismísimo Lorenzo de Médici había accedido a la estancia de Leonardo. Da Vinci estaba estupefacto, por lo que no tuvo tiempo suficiente para refrescar su memoria y darse cuenta de que el palazzo Médici-Riccardi, el gran edificio de estructura cúbica almohadillada con un fuerte carácter horizontal, se encontraba a no más de quinientos metros del hospital, en la vía Larga.

—¡Tranquilo, Leonardo! —El tono amigable de Lorenzo hizo que Leonardo se pusiera más nervioso.

El príncipe instó a sus acompañantes a que esperaran fuera, ya que le gustaba crear un ambiente distendido cada vez que se rodeaba de artistas.

—Amigo Leonardo, poneos cómodo.

—Pero… —titubeó Leonardo—, disculpe la indumentaria. Si hubiera sabido…

Lorenzo de Médici se rio.

—¿Creéis, amigo Leonardo, que estáis en condiciones de hacer gala de buenas maneras y de comportaros como cualquier artista presumido?

Leonardo se sonrojó.

—Amigo Leonardo, relajaos. ¿Todo va bien? Me acaba de informar vuestra cuidadora de que habéis dormido dos jornadas completas y aún no habéis probado bocado. —La preocupación del príncipe Lorenzo era sincera—. Sentaos, por favor.

—No estoy en condiciones óptimas de sentarme, majestad. En cuanto al descanso, lo necesitaba, no voy a engañaros.

—Va bene, va bene. ¿Necesitáis algo más?

—Necesito saber, majestad. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo nos localizó? ¿Qué les ha sucedido a mis compañeros?

Leonardo escupía una pregunta tras otra. La necesidad innata de saber y su excesivo sentido de la curiosidad, sumados a la preocupación innegable de cuanto había ocurrido, hacían que sus palabras sonaran atropelladas en su boca.

—Tranquilo, amigo Leonardo, vayamos por partes. No sabemos muy bien qué ha pasado, pero no me cabe ninguna duda de que se trata de la competencia. ¿Quién? Aún es pronto para saberlo. Quizá no lo descubramos nunca pero lo mejor de todo es que ya ha pasado.

—¿La competencia? No hace ni cuatro años que me independicé y me inscribí en la Compañía de San Lucas. Apenas he tenido trabajos, terminé el año pasado una anunciación, y el contrato se firmó antes de salir del taller de Andrea. Y para nada estoy orgulloso de ese trabajo. ¡Cometí un error de perspectiva! ¿Qué clase de competencia vería una amenaza en mi trabajo? —Leonardo subía el tono cuanto más hablaba—. Aunque en mi defensa sobre esa pintura diré que ¡hay un punto de vista desde el cual todo se vislumbra perfectamente! Si el hipotético espectador se coloca según mira la obra a la derecha de esta…

—Calma, amigo Leonardo, calma —Lorenzo trataba de tranquilizar a su joven promesa—. Hay competencia por todas partes. No olvidéis que ejerzo el mecenazgo en ese mismo taller donde crecisteis y os convertisteis en quien sois hoy. No dudo para nada de vuestra inocencia, ni mucho menos de lo que atañe al taller del Verrocchio. Sé que es poco ortodoxo en el método, que antepone la creatividad de los alumnos antes que las normas estrictas, pero eso no es símbolo de libertinaje, ni mucho menos de sodomía. Pero todo alumno formado en ese taller, así como en el de su competencia, el taller de Antonio del Pollaiuolo, supone una amenaza para todo artista en ciernes. Yo mismo podría serviros como ejemplo. Soy consciente de que no soy un gran gestor. Lo reconozco, pero tengo otras virtudes. Creo que ejerzo la diplomacia política con habilidad, pero aun así, uno se granjea enemigos sin quererlo. Ahí están los banqueros del Papa, los Salviati. Poco a poco van minando la moral de familias florentinas, como es el caso de la familia Pazzi. Pero no me preocupa. No creo que lleguen a ser peligrosos. Algunos florentinos me temen y no me queda más remedio que gobernar con poder absoluto y autoritario. Vuestro caso es distinto, amigo Leonardo. Alguien os profesa ira y envidia. Tanta como para llevarse por delante a tres personas más.

Leonardo repasó mentalmente y de manera prodigiosa las bottegas de pintores que se hallaban en la ciudad. Dentro de los once kilómetros de murallas, cuarenta y cinco torres defensivas y once puertas de acceso bien protegidas, se podían contar, entre los cuatro quartieri en que se hallaba dividida la ciudad, setenta y cinco mil habitantes, ciento ocho iglesias, cincuenta plazas, treinta y tres bancos y veintitrés mansiones a los dos lados del río Arno, unidos por cuatro puentes. Desde el punto de vista comercial, el que a él le concernía, podría encontrar en Florencia unos doscientos setenta talleres especializados en lana, otros ochenta y cuatro especializados en el arte de la talla de madera y casi los mismos dedicados al comercio de la seda. Pero los talleres de artes mayores —pintura, escultura y arquitectura— decidieron romper la vinculación que les unía con la artesanía y cualquier tipo de gremios para gozar de una mayor independencia creativa. ¿Cuántos talleres habría en Florencia? Su déficit de atención en algunas materias le jugaba malas pasadas. Nunca se había tomado la molestia de contar los talleres de sus rivales. Leonardo solo competía contra sí mismo. O eso creía él. Aun así, por aquel entonces, Florencia era una de las ciudades más grandes de Europa. «¿Un lugar con mucha competencia o un lugar donde cuesta mucho hacerse con un nombre?». Dejó a un lado su descuidado recuento y pensó en los suyos.

—¿Cómo están? Baccino, Tornabuoni, Bartolomeo. ¿Están bien?

—Hay buenas y malas noticias. —Lorenzo bajó la mirada, respiró y continuó—: Lionardo Tornabuoni está bien. Gracias a él fue que os encontramos. ¡Es familia mía, por el amor de Dios! No sé cómo no se dieron cuenta en el Podestà. Mi madre quiere arrasar con el consistorio ese. Quiere reconvertirlo en una biblioteca o una sala de exposiciones y acabar con los horrores que allí se cometen. No creo que esto suceda, pero mi madre no entiende de utopías. En cuanto al sastre… la próxima vez tendrá que rezar sin manos…

—¿Le cortaron las manos? ¿Sin juicio? —Leonardo estalló.

—La lengua también, por soplón, supongo… Los carceleros estarían ebrios…

—¡Valientes figli di puttana! —Dio un golpe en la ventana y se llevó las manos a la cara.

—De Bartolomeo no sabemos nada. No sabemos si huyó o si nunca salió de allí. En cuanto a Saltarelli —Leonardo abrió los ojos—, lo encontraron en la orilla del Arno, debajo del ponte Vecchio. Estaba rodeado de carne y pescado putrefactos. Vivo, pero con signos evidentes de haber recibido una paliza y abusos sexuales. Tenía un desgarro anal bastante desagradable y le faltaba algún diente. Todo esto es bastante extraño. Prometo que dirigiré una investigación para hallar a los máximos responsables. Alguien de la Guardia de la Noche tendrá que responder por estos crímenes.

Unas lágrimas recorrían las mejillas del joven de veinticuatro años nacido en Vinci. No sentía mucho aprecio por sus compañeros de celda; de hecho, incluso le molestaban. A Jacopo Saltarelli ni le conocía. Pero lo que allí se había cometido era una injusticia. Y una locura.

—Príncipe Lorenzo —dijo enjugándose las lágrimas—, éramos…, somos inocentes, no hicimos nada. Jacopo era solo un modelo.

—Lo sé, amigo Leonardo. Aun así, todos los artistas de esta generación saben que respeto con quién se quiere ir cada uno al lecho. Me dan igual las relaciones entre hombres, mujeres… Pero la acusación de sodomía ha sido a conciencia. Unos cuatrocientos implicados son acusados cada año y alrededor de cuarenta son castigados y torturados. Debo hacer algo… ¿Qué haréis ahora?

Leonardo se tomó un tiempo para contestar. Necesitaba ordenar de nuevo sus pensamientos. No se hacía a la idea de lo que les había ocurrido a sus compañeros de celda por culpa de una acusación injusta. No tenía explicación para tanta maldad.

—No…, no lo sé… —intentó buscar las palabras adecuadas—. Supongo que comprobaré el estado de mi taller. Debe de estar bastante abandonado. Mi perro debería estar allí. Intentaré retomar el contacto con mis amigos…

—Intentad descansar, amigo Leonardo. Si fuera de vuestra necesidad, no dudéis en localizarme en palacio.

—Gracias, majestad…

—Necesitamos artistas como vos para que se siga escribiendo la historia.

Con ese halago, Lorenzo de Médici hizo ademán de abandonar la sala. Antes de cruzar el umbral de la puerta, la voz de Leonardo reclamó una última atención.

—Una cosa más, majestad —intervino—. Encuentre a los culpables. Se lo suplico. Recuerde que quien no castiga la maldad ordena que se haga.

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8

25 de abril de 1478, Florencia

Los dos últimos años habían desembocado en una época de constantes modificaciones en toda Europa. En lo que al viejo continente se refería, Borgoña y sus fuerzas militares habían sido derrotadas en la batalla de Nancy contra los suizos. Las noticias que llegaban sobre la clase de muerte que le aguardó a Carlos el Calvo eran espeluznantes. La Península ibérica se hallaba en una guerra de sucesión que enfrentaba a Isabel, reina de Castilla desde la muerte de Enrique IV en 1474, con Juana la Beltraneja, sobrina de la primera. El desenlace era inminente y, salvo sorpresas de última hora, Isabel seguiría al mando del reino de Castilla. Quizá lo que más preocupaba acerca de las tierras al otro lado del Mediterráneo eran las breves noticias, a veces tildadas de bulos, que sugerían la inminente creación de un Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.

En los estados italianos, Venecia estaba en boca de todos. En guerra contra los turcos desde 1463 y a pesar de que la ciudad italiana era una gran potencia en sus territorios, estaba a punto de ceder terreno a los otomanos por su ejército naval. La costa de Albania y las islas de Lemnos y Negroponto se preparaban para una invasión inminente. Roma, bajo el mandato de Francesco della Rovere, conocido como el papa Sixto IV, no comulgaba con la política artística liberal de Lorenzo de Médici. El Papa tampoco era un gran ejemplo a la hora de gestionar nada. El mismo Sixto IV ejercía su poder de tal manera que, según la lealtad que se le profesara, así se ascendería de cargo en su gobierno. La preferencia con respecto a su familia era tal que llegaba a ser irritante. Al menos veinticinco familiares directos gozaban de un estatus privilegiado. En relación con Florencia, tal era la confrontación que, durante su mandato, eligió a su sobrino Girolamo Riario como nuevo gobernante de la Toscana. Antes de tomar el poder en su nuevo cargo, Lorenzo y los Médici debían desaparecer. El papa Sixto IV solo puso una condición: sin asesinatos.

En lo que a la ciudad de Florencia concernía, se respiraba en el ambiente un hedor a traición, pues no era ningún secreto para el ciudadano que se avecinaba una guerra por el poder de la ciudad entre la familia Médici y los banqueros Pazzi. Lorenzo el Magnífico, al frente de la ciudad, se había acomodado demasiado y había supuesto que el peso del nombre de su familia sería lo suficientemente fuerte como para evitar cualquier intento de sublevación popular. Pero no era así. Mientras unos admiraban su forma de gobierno por olvidar y dejar atrás costumbres obsoletas de la Edad Media y por su manera de gestionar el progreso intelectual que iluminaba la ciudad, otros pensaban que Lorenzo había convertido sus territorios en un estado feudal cuya economía solo manejaba y malgastaba él mismo. El miedo estaba en las calles. Era cuestión de tiempo saber cómo y dónde, el porqué estaba claro.

Girolamo Riario hizo los contactos necesarios para acceder al puesto que el mismo representante de Dios en la Tierra le había prometido. Con una negociación rápida y ventajosa para ambas partes, accedió a otorgar a la familia banquera de los Pazzi el monopolio de unas minas ricas en alumbre cerca de Tolfa, así como a gestionar algunos derechos en los bancos de la Santa Sede. Nada podía salir mal. Además, era el aliciente final que esperaban los Pazzi. Meses atrás, Lorenzo de Médici les había acusado públicamente de entorpecer las negociaciones de Florencia para la compra de la pequeña ciudad de Imola. Girolamo se cuidó mucho de facilitar cuanta información fuera necesaria para llevar a cabo su brillante plan, pero procuró no dar detalles. La única condición de «no asesinato» del Papa fue omitida. Al fin y al cabo, el fin justificaría los medios.

En medio de esta guerra invisible pseudopolítica, Leonardo estaba ocupado con un retablo que le había sido encargado para la capilla de San Bernardo del palazzo della Signoria, gracias al éxito que había tenido recientemente con su Virgen del clavel para la familia Médici y con el retrato de Ginebra de Benci, encargo de su amigo Bernardo Bembo, que opositaba para senador y gobernador de Rávena. El encargo se había concedido en un primer momento a Filippino Lippi, también por aquel momento amigo y compañero de Sandro Botticelli en la Compañía de San Lucas. Generoso él, le dejó el trabajo a su admirado Leonardo y él se hizo cargo de un pedido posterior, esta vez en la Sala dell’Udienza del mismo palazzo della Signoria o palazzo Vecchio. Aun así, los pagadores no estaban nada contentos con el trabajo de Leonardo. No por la ausencia de calidad, sino por el incumplimiento de los plazos. En su taller, Leonardo dedicaba mucho más tiempo a la ingeniería, la hidráulica y la aeronáutica que a la extracción de colorantes para su nueva obra. Incluso se había inmiscuido en el arte oscuro de la alquimia. Quería conocerlo todo, independientemente de lo que pensaran sus paisanos. El vecindario se había acostumbrado a escuchar sonidos extraños provenientes de su taller, tanto por el día como por la noche, y algunos ya se habían cansado de preguntar qué diablos sucedía en su bottega, pues poco más que el silencio de su propietario se encontraban, ya que Leonardo, bien por protección o bien porque le gustaba cargar con un halo misterioso sobre su persona, imponía la ley del secreto. Fue durante este periodo cuando Da Vinci, receloso no solo de sus inventos y proyectos a largo plazo sino también de sus estudios, apuntes y notas, empezó a escribir de «una manera extraña», como advertirían los escasos privilegiados que atravesaban las puertas del taller como clientes. Leonardo perfeccionó la escritura de derecha a izquierda, de modo especular, para que nadie, ante una posible redada y captura en prisión, fuese testigo de lo que allí experimentaba.

La bottega de Leonardo no tenía la luz natural suficiente como para albergar un taller de pintura propiamente dicho. Era tal el secretismo con el que trabajaba en los últimos tiempos que las ventanas estaban cerradas y solo inmensas cantidades de cera en forma de velas alumbraban el proyecto en el que estuviera metido. Los rayos de sol entraban únicamente cuando recibía a un cliente y, poco a poco, la asistencia a su taller había menguado. Las lenguas eran tan malas como rápidas y Leonardo se acostumbró a recibir y aceptar encargos provenientes de las poblaciones cercanas a las murallas de Florencia.

El aislamiento al que se sometió tampoco ayudó a disipar a los escépticos, con lo que lejos de abrirse al mundo y recuperar la confianza perdida con sus grandes dotes de oratoria, se recluyó en su taller. Los compañeros de la academia del Jardín de San Marcos le echaban de menos.

Habían sido dos años muy duros para él. Mientras estaba a la espera de alguna noticia por parte de Lorenzo de Médici con respecto a las aberraciones que se habían cometido injustamente en el palazzo del Podestà, Leonardo luchaba psicológicamente día y noche contra las pesadillas que le atormentaban. Si durante el periodo de luz solar evitaba acercarse a las pandillas de niños que correteaban por la piazza della Signoria por si pudieran ejercer una prostitución encubierta, de noche se cuidaba mucho de no tomar caminos que incluyeran prostíbulos, tanto heterosexuales como homosexuales. No sabía quién podría estar tras sus pasos. Quizá era un miedo psicológico nada más, pero enseguida la fobia de verse encerrado en una prisión con tres cerdos que caminaban a dos patas le hizo volverse ultraprecavido.

Durante los dos últimos años, la mente emprendedora de Leonardo le había llevado a realizar uno de sus sueños. Bien por pasión o bien por mantener la mente alejada de todo cuanto había sucedido, Leonardo convenció a su amigo Sandro para inaugurar, cerca del ponte Vecchio, su ansiado experimento culinario, Las Tres Ranas de Sandro y Leonardo. Aún no gozaban de la fama suficiente como para que se convirtiera, de la noche a la mañana, en un rotundo éxito. Si bien es verdad que para la inauguración, asistieron un gran número de artistas de la época, sobre todo aprendices, jornaleros, asistentes y algún que otro maestro como Andrea del Verrocchio. Se echó en falta la presencia de algún Médici, lo que le habría dotado de un gran prestigio desde un primer momento. «Agravio comparativo», argumentaron, y no les faltaba razón. Podría ser la primera inauguración de muchas y la asistencia de la más alta nobleza por obligación no sería bien vista por parte de los contribuyentes, que asociarían gastos innecesarios a efectos de dichas celebraciones. Aun así, era un gran motivo para tener el taller bajo mínimos y dedicarse absolutamente a esta nueva empresa. Ya de por sí llamaba la atención la exquisita decoración de la trattoria. El viandante nada más plantarse en la puerta veía perfectamente la división natural desde la entrada. El flanco izquierdo se hallaba decorado por Sandro Botticelli, mientras que el derecho había sido ornamentado por su socio, Leonardo, el de Vinci. No existía competencia en aquel lugar. Nada más lejos de la realidad, pues se hallaban no solo en perfecta armonía, sino también en perfecta sincronía. Mirando de un lado a otro, se podía diferenciar perfectamente el estilo propio de cada uno, pero si uno fijaba la atención en el centro, el sfumato que Leonardo acababa de empezar a perfeccionar cumplía su cometido. Dos artistas para un mismo estilo, el estilo de la cocina.

Pero no todo fue como ellos hubieran querido. Una mañana, un cocinero aporreó la puerta del taller de Leonardo con gritos exageradamente endiablados. El sobresalto de Leonardo fue mayúsculo y tardó unos minutos en recuperar la clarividencia mientras corría por las calles de la ciudad siguiendo a su asalariado sin entender muy bien qué sucedía. Al llegar a su trattoria, se espabiló de súbito. Sandro se hallaba de rodillas, con los brazos abatidos, cabizbajo. Las llamas casi le acariciaban el rostro. Llamas enormes que devoraron todo cuanto podía llegar a quedar en pie. Ni siquiera la proximidad del Arno fue suficiente para apaciguar el incendio, cuyo humo podía verse desde cualquier punto de la muralla que circundaba la ciudad. No era un incendio fortuito. El local llevaba varias horas cerrado. Alguien había decidido tirar sus sueños por tierra. De nuevo. Leonardo no lloró. Sandro lloraba por los dos. El de Vinci sentía la ira que, meses atrás, había sentido cuando le acariciaba la «cuna de Judas». La venganza que trataba de evitar se estaba empezando a convertir en un asunto personal.

Pasaron las semanas y el dolor se fue apaciguando. Cada uno volvió a lo que mejor sabía hacer: pintar. Cada uno volvió a abrir las puertas de sus bottegas. Sin embargo, Leonardo cerró las puertas de su amor y de su corazón.

Su socio y amigo Sandro Botticelli trabajaba duro para Lorenzo di Pierfrancesco de Médici, conocido como el Populista y primo del mismísimo gobernante de la República de Florencia, Lorenzo de Médici. Era una situación complicada para el botticello, pues Lorenzo di Pierfrancesco acababa de romper todo tipo de relación con su primo por una mala gestión de la herencia dejada por Piero el Gotoso de Médici, su padre. La disputa con la familia fue a más, y Sandro se encontró en medio de una guerra familiar con el fisco de por medio. «Demasiadas deudas de unos para tantos gastos de otros», pensaba Sandro. Pero Lorenzo di Pierfrancesco era una pieza fundamental en su economía, pues para este La primavera había sido un primer encargo de los muchos que estaban por llegar. Además, la tabla era grande, dos metros de alto por tres de ancho, lo que significaba mucho pigmento. En definitiva, una no desdeñable suma de dinero. No podía dar un no por respuesta a la espera de que Lorenzo el Magnífico se decantara por él.

En realidad, Lorenzo de Médici se había desentendido de los dos. Tanta era la preocupación del Magnífico por la estabilidad de la ciudad que le dedicaba poco tiempo a las artes, sobre todo en esos días, a punto de celebrar la misa de Pascua en el Duomo.

La preocupación del regente de Florencia no podía ser menos, porque, a pesar de su ignorancia, estaba a punto de producirse uno de los mayores atentados de la historia italiana.

Florencia anocheció.

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9

26 de abril de 1478, duomo de Santa Maria del Fiore, Florencia

Florencia amaneció.

El domingo 26 de abril del año 1478 de Nuestro Señor se levantó despejado. Un clima soleado para un día de júbilo. La ciudad de Florencia se disponía a participar en el día de Pascua, y las clases sociales más privilegiadas disfrutarían de un lugar excepcional en la misa que se celebraría en el duomo de Santa Maria del Fiore, situado en una plaza bastante concurrida donde los florentinos solían pasear al atardecer. El oficiante era un invitado de lujo, el cardenal Raffaele Riario, primo de Girolamo y también sobrino del Papa. La catedral, consagrada en 1436 por el papa Eugenio IV, se vestía de gala, como cada año, para recibir a lo más selecto del panorama toscano.

Todo estaba dispuesto, la plaza rebosaba de gente. Por un lado, la burguesía que, lejos de poder acceder al interior para disfrutar de la ceremonia, se conformaba con ver pasar a las celebridades de la época en el cortejo de acceso al recinto. Por otro, los mercaderes ambulantes pretendían sacar tajada, así como los lisiados y los vagabundos que, aprovechando el motivo religioso de las fechas e intentando ganar un sitio cuanto más cerca de la catedral mejor, sacaban toda su artillería interpretativa para cautivar a los más nobles y débiles de espíritu. Los maleantes estaban al tanto, ya que un día como aquel se podría equiparar a toda una semana de saqueos a viajeros descuidados.

El acceso prioritario se dividía, por este orden, en nobleza, banqueros y jueces, doctores y artistas afiliados a un gremio con documento acreditativo. Como si de un cuentagotas se tratara, poco a poco los bancos de Santa Maria del Fiore se fueron llenando. Las fuertes medidas de seguridad, que incluían turnos diurnos de la propia Guardia de la Noche, relajaban el ambiente, y se procuraba que la tranquilidad y la serenidad gobernaran durante el ritual.

Lorenzo de Médici acudió a la misa acompañado no solo de su mujer Clarice de Orsini y de su hermano enfermo Giuliano de Médici, sino también de su madre Lucrecia Tornabuoni y de sus hijos Lucrecia, de ocho años; Piero, de seis; Magdalena, de cinco; y Giovanni, con tres años, todos ellos con sus correspondientes instructores. También marchaba al lado del Magnífico su secretario personal, Angelo Poliziano, humanista de la región de Montepulciano. En la residencia quedaron la pequeña Luigia y la recién nacida Contessina, demasiado jóvenes para guardarse sus llantos espontáneos. Partieron con su séquito pronto, por la mañana, si bien es verdad que el palazzo Médici quedaba a escasos metros de la piazza del Duomo por la vía Larga. Aunque por fuera la residencia de la familia más poderosa de la ciudad parecía una fortaleza sólida, firme e inquebrantable, en su interior se hallaba todo lo que faltaba en la fachada. Cosimo de Médici, el abuelo de Lorenzo, había adquirido tiempo atrás trabajos de Donatello, Paolo Ucello, Giotto y Fra Angelico. En el estudio del Magnífico se guardaban antigüedades, gemas, medallones, monedas y una biblioteca con más de mil volúmenes, algunos de ellos manuscritos salvaguardados con fundas de piel.

La sombra invisible de Girolamo Riario, el sobrino del papa Sixto IV, era alargada. A pesar de permanecer en Roma para no verse involucrado en ningún acto vandálico, había dispuesto sus piezas como si de una buena jugada de ajedrez se tratara. Sus piezas fundamentales: su primo el cardenal Raffaele Riario, oficiante de la misa; el nuevo arzobispo de Pisa, Francesco Salviati, que dada su condición no generaría ningún tipo de sospecha a la hora de acceder a los aposentos del confaloniero y a la Signoria en el palazzo Vecchio; Francesco de Pazzi, ahora tesorero del pontífice y máximo representante de la familia rival de los Médici; y, por último, Bernardo Bandini Baroncelli, el banquero sicario. Este, aprovechando que tiempo atrás había tratado con los Médici, no perdió el tiempo y, a la salida del sol, visitó a Giuliano, hermano de Lorenzo, en su propia residencia. La enfermedad que acusaba sembraba la duda entre los conspiradores, pues no sabían si se confirmaba su asistencia o, por el contrario, causaría baja repentina, lo que trastocaría radicalmente los planes de los Pazzi. Nada más llegar, después de pasar los controles pertinentes de seguridad, Bernardo constató la asistencia de su objetivo, pues ya estaba ataviado con la vestimenta de gala. Acto seguido, abrazó estrechamente a Giuliano, gesto disfrazado de amistad pero que ocultaba un fin mucho más cruel. Con el abrazo, Bernardo se aseguraría de que Giuliano no iría armado a la misa. Después de lisonjear al hermano menor del Magnífico, se excusó con la necesidad de reservar un sitio en el Duomo y partió veloz para hacer circular la noticia. Lorenzo y Giuliano de Médici estarían juntos en la misa. Solo dos objetivos. Solo dos bajas. Una familia y un poder destruidos.

El cortejo atravesó la vía Larga sorteando con autoridad los grupos de curiosos que se acercaban a alabar las cualidades de la familia. Clarice de Orsini fue la más laureada por su belleza, mientras que su madre política, Lucrecia Tornabuoni, era agasajada por su eterna solidaridad. Si bien es cierto que no todos les medían por el mismo rasero, aquellos que pudieran suponer no solo un retraso en la comitiva sino también cualquier tipo de incidente eran apartados con una violencia descarada. Al llegar a la plaza, el servicio de seguridad formó un pasillo humano apartando a los hombres y bestias amontonados en el lugar para dejar paso a la familia regente. La multitud había acudido en masa para disfrutar de la recién terminada procesión.

Aunque los métodos de financiación y los gastos públicos fueron puestos en duda, en general la gente quería a la familia Médici, incluso a pesar de un despotismo oculto que velaba por los propios intereses del linaje.

A la derecha de la puerta mayor, se alzaban imponentes ochenta y dos metros de puro arte y verticalidad. Otro de los grandes símbolos de la ciudad, aunque con algo menos de prestigio que la gran cúpula del maestro Brunelleschi. El campanario, injustamente conocido como Giotto, debía su existencia y su fama no solo al mencionado Giotto di Bondone, sino también al talento de Arnolfo di Cambio, que comenzó la construcción de la catedral; a Andrea Pisano, que continuó la labor de Giotto; y a la finalización de Francesco Talenti, quien le daría la forma definitiva que, en el día de Pascua, observaba impasible e inerte a todos aquellos que accedían al interior de Santa Maria del Fiore.

La figura alta y esbelta de Lorenzo de Médici entró en primer lugar. Inteligente y con una memoria brillante, era muy conocido por su encanto y su brillantez en los coloquios. Se había cuidado mucho en ese aspecto, ya que sus facciones no eran muy atractivas. En un primer momento, sus ojos, su nariz y su voz llamaban la atención de una manera desapacible, desagradable por momentos. Pero Lorenzo sabía cómo desviar la atención del continente y darle la importancia necesaria al contenido de la conversación. Los interlocutores pronto olvidaban el rostro de quien hablaba.

Ataviado con una vestimenta de lujo de colores blancos, morados, verdes y con bordados de lirios de Francia, llamaba la atención de todos los nobles. Su yelmo plateado provisto de plumas azules se podía observar desde cualquier rincón de la catedral. Previamente, había dado órdenes a sus asesores de estar al tanto de cualquier oportunidad de negocio, a pesar de que la iglesia se oponía rotundamente al arte de tratar, pactar y especular en la casa del Señor. Nada más entrar, un gran paño grueso dividía la nave central de la catedral. Las mujeres tomaban el camino de la izquierda, o la sinistra, en el argot florentino; los hombres, el de la derecha. Cuanto mayor era la posición en la sociedad, más cerca se sentaban del altar mayor. La primera fila estaba reservada, a izquierda y a derecha, a la familia Médici.

El cortejo de la familia Médici no tardó en ocupar sus cómodos asientos. En menos de diez minutos, todo el mundo se había acomodado en la nave central, de noventa metros de ancho en la parte del crucero y con capacidad para diez mil personas. Los últimos en llegar, que no disponían de asientos reservados, se conformaron con colocarse en los pasillos laterales de arcos angulares. Incluso hubo quien se atrevió a tomar asiento en el frío suelo de mármol que dibujaba figuras geométricas debatiéndose entre el blanco y el negro. Desde las primeras filas, se podía contemplar la vidriera de la cúpula diseñada por el maestro Donatello. Muchas caras conocidas fueron completando sus puestos. Cualquiera que echara un vistazo rápido a las caras asistentes se encontraría con Francesco Albertini, el clérigo dedicado a escribir las guías turísticas de la ciudad; Giovanni Pico della Mirandola, humanista acogido por el mecenazgo de Lorenzo; el recién llegado de Roma Domenico Ghirlandaio acompañado de su futura esposa Costanza di Bartolomeo Nucci, que se sentaron junto a Sandro Botticelli; Cosimo di Lorenzo Rosselli, conocido por sus trabajos de temática religiosa; el joven Pietro Perugino, recién llegado de la región de Umbría y a quien Lorenzo tenía en muy buena estima; o Antonio di Jacopo Benci, conocido como el Pollaiuolo, autor de los relieves de las puertas del baptisterio junto a Ghiberti, fallecido tiempo atrás.

Pocos minutos antes de comenzar la ceremonia y mientras las primeras filas se deleitaban con la ornamentación decorativa para la ocasión y en los pasillos centrales empezaban los negocios, se inició un ligero movimiento, casi imperceptible.

Cerca del altar mayor, rondaba tranquilo el cura Stefano da Bagnone, que poco a poco fue saludando a los primeros fieles reunidos a la espera del cardenal. La orden era precisa. El último al que saludaría sería a Lorenzo de Médici, justo después de saludar a su hermano Giuliano. Cuando Da Bagnone hubo terminado, dirigió la mirada a un monje que se hallaba detrás del trono episcopal sobre el altar mayor. Era la mirada que esperaba Antonio Maffei. Con su hábito claustral, se dio la media vuelta y, en breves segundos, se produjo la señal que los conspiradores esperaban. Las telas con las banderas de Florencia que colgaban de las cuatro galerías cuadradas que componían la nave central cayeron sobre los asistentes. El revuelo fue una hecatombe. No solo suponía una señal para los traidores, sino toda una declaración de intenciones. Caería la antigua Florencia y resurgiría de nuevo a manos de los Pazzi bajo la supervisión papal. Raffaele Riario no había hecho acto de presencia. De repente, la comparsa Médici se puso en alerta. Demasiado tarde para algunos. Varios guardaespaldas, al no esperar un ataque de tal magnitud y acostumbrados solo a lidiar con algún que otro viandante molesto, se vieron superados por la retaguardia y cayeron en el suelo sin vida. La orden era decapitar solo la cabeza del eje de los Médici, Giuliano y Lorenzo, pero al tratarse de mercenarios contratados a sueldo que, además, disfrutaban del trabajo, Santa Maria del Fiore parecía una de las carnicerías localizadas en el ponte Vecchio después de una matanza. Entre las voces de confusión y l

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