Manhattan Transfer

John Dos Passos

Fragmento

Capítulo I. Embarcadero

Capítulo I

EMBARCADERO

Tres gaviotas giran sobre las cajas rotas, las cáscaras de naranja, los repollos podridos que flotan entre los tablones astillados de la valla. Las olas verdes espumajean bajo la redonda proa del ferry que, arrastrado por la marea, hiende el agua, resbala, atraca lentamente al embarcadero. Manubrios que dan vueltas con un tintineo de cadenas, puertas que se levantan, pies que saltan a tierra. Hombres y mujeres entran a empellones en el maloliente túnel de madera, apretujándose y estrujándose como las manzanas al caer del saetín a la prensa.

La enfermera, llevando la cesta en el brazo estirado, como si fuera un orinal, abrió la puerta de una gran sala excesivamente recalentada. En el aire impregnado de olor a alcohol y a yodoformo, ásperos berridos subían en espiral de otras cestas colocadas a lo largo de las paredes verdosas. Al dejar la cesta en su sitio le echó una mirada con los labios fruncidos. El recién nacido se retorció débilmente entre algodones como un hervidero de gusanos.

En el ferry iba un viejo tocando el violín. Tenía una cara de mona, toda torcida de un lado, y llevaba el compás con la punta de un zapato de charol resquebrajado. Bud Korpenning, sentado en la barandilla, de espaldas al río, le miraba. La brisa le alborotaba el pelo alrededor del borde ajustado de su gorra, y secaba el sudor de su frente. Tenía los pies llenos de ampollas, estaba hecho polvo, pero cuando el ferry se alejó del embarcadero cabalgando sobre la rizada superficie del río, sintió por todas sus venas un cálido hormigueo.

—Oiga, amigo, ¿hay mucho desde donde desembarcamos hasta la ciudad? —preguntó a un joven de sombrero de paja y corbata a rayas blancas y azules, que estaba en pie junto a él.

La mirada del joven subió desde los zapatos deformados por la caminata hasta las muñecas rojas de Bud, que asomaban por las rozadas mangas de su chaqueta, atravesó su delgado pescuezo de pavo y fue a clavarse impúdicamente en sus ojos resueltos, sombreados por una visera rota.

—Depende de adonde quiera usted ir.

—¿Dónde está Broadway?... Quiero ir al centro, al centro de todas las cosas.

—Tome usted hacia el este, baje luego por Broadway y llegará al mismo centro si anda bastante.

—Gracias. Eso haré.

El violinista recorría la multitud, tendiendo un sombrero, y el viento agitaba mechones de pelo gris en su calva raída. Bud le vio volver hacia él su rostro triste, con dos ojos negros como cabezas de alfiler, que le miraban fijamente.

—Nada —dijo con aspereza.

Y se volvió a mirar la inmensidad del río, brillante como un cuchillo. Los tablones del embarcadero se acercaron, crujieron al choque del ferry. Hubo un rechinar de cadenas, y Bud fue arrastrado por la multitud muelle adelante. Salió por entre dos vagones de carbón a una calle polvorienta por donde pasaban tranvías amarillos. Las rodillas le empezaron a temblar. Hundió las manos hasta el fondo de sus bolsillos.

EAT[1] escrito sobre un remolque antes de la esquina. Se instaló dificultosamente en una banqueta giratoria y se puso a estudiar con cuidado la lista de precios.

—Huevos fritos y un café.

—¿Vueltos? —preguntó un hombre pelirrojo que detrás del mostrador se limpiaba con el delantal sus brazos gordos llenos de pecas.

—¿Qué? —preguntó Bud sobresaltado.

—Los huevos, si los quiere usted vueltos o con la yema encima.

—Ah, sí, vueltos.

Bud se dejó caer de nuevo sobre el mostrador, con la cabeza entre las manos.

—Mala cara trae usted, amigo —dijo el hombre cascando los huevos en la grasa chirriante de la sartén.

—Vengo andando desde el norte del estado. Esta mañana hice veinte kilómetros.

El del mostrador lanzó un sonido silbante entre sus dientes.

—Ha venido a la ciudad a buscar trabajo, ¿eh?

Bud hizo un signo de afirmación con la cabeza. El otro echó los huevos crepitantes y tostados en un plato que empujó hacia Bud después de poner un poco de pan y mantequilla en el borde.

—Voy a darle un consejito, amigó, que no le costará nada. Antes de ponerse a buscar, aféitese, córtese el pelo, cepíllese el traje, que está lleno de pelusa. Así le será más fácil encontrar algo. En esta ciudad lo que vale es la facha.

—Yo puedo trabajar como cualquiera. Soy un buen trabajador —gruñó Bud con la boca llena.

—Le digo que eso es todo —dijo el pelirrojo.

Y se volvió a su hornillo.

Ed Thatcher subía temblando las escaleras de mármol del gran vestíbulo del hospital. El olor de las medicinas se le pegaba a la garganta. Una mujer de cara almidonada le miraba por encima de una mesa de escritorio. Él trató de hablar con voz firme.

—¿Quiere usted decirme cómo está la señora Thatcher?

—Puede usted subir.

—¿Pero, dígame señorita, marcha todo bien?

—La enfermera del piso le podrá dar cualquier información que usted le pida. Escalera de la izquierda, tercer piso, sala de maternidad.

Ed Thatcher llevaba un ramo de flores envuelto en un papel verde. La gran escalera oscilaba al subir él tropezando con las puntas de los pies en las varillas de bronce que sujetaban la esterilla. Una puerta cortó, al cerrarse, un chillido ahogado. Ed paró a una enfermera.

—¿Me hace el favor? Quisiera ver a la señora Thatcher.

—Bueno, vaya usted, si sabe dónde es.

—Pero la han cambiado de sitio.

—Entonces tendrá usted que preguntar en el escritorio, al fondo de la galería.

Se mordió los labios. En el fondo de la galería una mujer de cara colorada le miró sonriendo.

—Todo a las mil maravillas. Es usted el feliz padre de una robusta niñita.

—¿Sabe usted? Es nuestro primer hijo, y Susie es tan delicada... —balbuceó parpadeando.

—Ah, sí, comprendo, a usted le preocupaba, naturalmente... Puede usted entrar y hablarle cuando se despierte. La niña nació hace dos horas. Tenga mucho cuidado de no cansarla.

Ed Thatcher, un hombre pequeño con un bigotillo rubio y unos ojos descoloridos, le cogió la mano a la enfermera y se la sacudió, mostrando en una sonrisa sus dientes amarillos y desiguales.

—Es el primero, ¿sabe usted?...

—Mi enhorabuena —dijo la enfermera.

Filas de camas bajo la biliosa luz de los mecheros, un olor nauseabundo a sábanas constantemente sacudidas, caras gordas, demacradas, amarillas, blancas. Aquí está. Las trenzas rubias de Susie enmarcaban su carita torcida y crispada. Desenvolvió sus rosas y las puso sobre la mesilla de noche. Mirar por la ventana era lo mismo que mirar al fondo del agua. Los árboles de la plaza se entretejían como azules telarañas. A lo largo de la avenida se encendían lámparas que proyecta

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