Índice
Sabotaje
Asuntos pendientes
La artillería del proletariado
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Los privilegiados
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
El puente
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Asuntos pendientes
Biografía
Créditos
Asuntos pendientes
12 de diciembre de 1934
Garmisch-Partenkirchen
Las cimas nevadas de los Alpes bávaros desgarraban el cielo como las fauces de un depredador prehistórico. Nubes de tormenta arañaban los picos barridos por el viento, y la dentada roca parecía moverse, como si la bestia despertara. Dos hombres entrados en años, ambos de complexión fuerte, observaban la estampa en actitud expectante desde la terraza de un hotel para esquiadores.
Hans Grandzau era un guía cuyo rostro curtido tenía tantas hendiduras como las cumbres de aquellas montañas. Llevaba más de sesenta años atravesando las nevadas laderas. La noche anterior había asegurado que el viento giraría a componente este. El frío siberiano, según él, arremolinaría el aire húmedo procedente del Mediterráneo y lo convertiría en copos de un blanco deslumbrante.
El hombre al que Hans había prometido esa nieve era un americano alto con el pelo y el bigote de un rubio entrecano. Llevaba un traje de tweed de corte deportivo, un cálido sombrero fedora y una bufanda de la Universidad de Yale en la que lucía el escudo del Branford College. Su atuendo era el característico de los turistas adinerados que viajaban a los Alpes para practicar deportes de invierno. Sin embargo, tenía los ojos, de un azul intenso, fijos en un aislado castillo de piedra situado a unos quince kilómetros del escarpado valle.
El castillo había dominado la remota cañada durante mil años. Estaba casi enterrado por las nieves invernales y prácticamente oculto bajo la sombra de las cumbres que se erguían por encima de él. A unos kilómetros debajo del castillo, situado tras una ascensión larga y pronunciada, había un pueblo. El americano observó que una columna de humo avanzaba lentamente hacia ese punto. Estaba demasiado lejos para ver la locomotora que la producía, pero sabía que aquella era la ruta del ferrocarril que cruzaba la frontera hacia Innsbruck. Se cierra el círculo, pensó con seriedad. Los delitos habían comenzado veintisiete años atrás cerca de una vía férrea, en las montañas. Esa noche todo acabaría, de un modo u otro, en el mismo sitio donde había empezado.
—¿Seguro que quiere hacerlo? —preguntó el guía—. Las pendientes son muy pronunciadas y el viento cortará como un cuchillo.
—Estoy tan en forma como usted, viejo amigo.
Con la intención de tranquilizar a Hans, le contó que se había preparado. Al parecer, lo autorizaron a ir con una unidad del ejército estadounidense enviada a Noruega para perfeccionar la destreza bélica y en cuyas montañas acampó durante un mes con una compañía de esquiadores de aquel país.
—Ignoraba que las tropas americanas hicieran maniobras en Noruega —dijo el alemán con frialdad.
Los ojos azules del americano se oscurecieron con el amago de una sonrisa.
—Solo por si hay que regresar para acabar con otra guerra.
Hans le devolvió una sonrisa enigmática. El americano sabía que el guía, si bien era un orgulloso veterano de los Alpenkorps, la división de montaña de élite del ejército alemán creada por el káiser Guillermo durante la Primera Guerra Mundial, no simpatizaba con los nazis, que acababan de llegar al poder en Alemania y amenazaban a Europa con otra guerra.
El americano miró alrededor para asegurarse de que estaban solos. Una camarera de edad avanzada y vestida con un delantal blanco y negro pasaba la aspiradora por el pasillo, tras las puertas de la terraza. El hombre aguardó a que la mujer se marchara. Acto seguido entregó disimuladamente al guía una bolsa de cuero con monedas de oro de veinte francos suizos.
—Pago por adelantado. Este es el trato: si no puedo aguantar el ritmo, usted me deja y se marcha a casa. Coja los esquís. Nos encontraremos en la cuerda de arrastre.
A paso apresurado se dirigió a su lujosa habitación, revestida de madera, donde las mullidas alfombras y el fuego que crepitaba en la chimenea hacían que el panorama exterior pareciera aún más frío. Sin perder un minuto, se cambió y se puso unos pantalones de tela impermeable remetidos en unos gruesos calcetines, unas botas de cordones, dos jerséis de lana finos, un chaleco de piel para pro