extendían de pronto hasta parecer mares, selvas que dormían como en los días de la Creación, brisas enfermizas sobre las junglas y los lagos rudos.
Todas las geografías acompañaron mi viaje: nieves perpetuas, roquedales ciclópeos, llanuras con aliento de eternidad e islas perdidas en los brazos de los ríos altivos; playas serenas, atardeceres de fuego, desiertos tristes, soles inquisidores y lunas muertas; oleajes de ruido y furia, y de mar bravo. Y todos los olores de la vida entrando en tus narices.
Sentía que llevaba a América agarrada por la cintura. Y que esa cintura se movía como una serpiente: lúbrica, deseable y venenosa.
Me preguntan a menudo por qué viajo y respondo que, en cierta forma, sólo por escapar de la idea de la muerte.
Pero ahora que recuerdo al Amazonas, creo que lo que hice allí fue algo así como meterme de cabeza en ella. Y entré por la misma boca, como Jonás en Leviatán. A veces, en el Amazonas sientes que allí hay algo que anhela devorarte.
1. DONDE NACE UN RÍO
«El horror supremo en la blancura de su infortunio», así expresaba su visión de Lima el novelista Herman Melville en su Moby Dick. Tal forma de definir a la capital del Perú sonaba, en la expresión del escritor norteamericano, a ballena asesina. Quién sabe si Melville pasó allí una noche de infame borrachera y perdió todo su dinero en un casino. Y tal vez un incidente semejante le hiciera odiar la ciudad para toda la vida, como si se tratara de un monstruo imaginario que no abandonaba su corazón. Así, al menos, le sucedió al capitán Ahab con el legendario cetáceo blanco.
En todo caso, a mí, la capital del Perú siempre me ha parecido una ciudad entristecida, brumosa, agobiada bajo el peso de una desolación que no sé si surge del clima o del corazón de sus habitantes. Lo incaico, como todo el indigenismo americano en general, convoca a la melancolía, quizás porque la memoria de su pasado remite a una tragedia desnuda de glorias literarias. Lima se nos aparece como abrumadoramente melancólica porque es abrumadoramente india.
El escritor José María Arguedas decía de Lima: «La gran ciudad que negaba, que no conocía bien a su padre y a su madre». Y mi amigo el novelista arequipeño Jorge Eduardo Benavides, va más lejos todavía al referirse a ella como «capital mundial de la desesperanza». Supongo que nadie incluiría tal frase en un programa turístico.
La tristeza de Lima me expulsa enseguida, casi al día siguiente de haber llegado. De modo que, como otras veces antes, tomé un avión y volé hacia el sur peruano, hacia Arequipa, el aeropuerto más próximo a Chivay, a su vez la ciudad más cercana a Nevado del Mismi, donde nace el Amazonas.
Llegué una tarde de finales del junio del año 2002, pocos días después de que hubiese concluido una revuelta popular contra el presidente Alejandro Toledo. A los arequipeños les han dado fama de pueblo orgulloso y rebelde, incluso de alentar ideas independentistas. Toledo, en su campaña electoral, había prometido que no privatizaría dos empresas hidroeléctricas estatales que proporcionan energía barata y un buen número de empleos a los habitantes de la región. El sur peruano le votó, Toledo ganó la presidencia y, unos meses después, decidió privatizar las dos hidroeléctricas. Y entonces Arequipa se alzó encolerizada; sus habitantes rompieron el pavimento de las calles para emplear los adoquines como sólidos argumentos con los que rebatir los del presidente electo; y Toledo se tragó su decisión antes de que Arequipa le obligara a tragarse unos cuantos pedruscos. En ocasiones, la historia funciona con una lógica lapidaria.
El día que yo llegué, aún quedaban pintadas contra el presidente en las fachadas de las casas. «Muérete, Toledo, y que viva Arequipa brava, carajo», decía una. «Toledo, privatiza a tu mujer y no jodas», rezaba otra.
Así estaba Arequipa por aquellos días y el turismo se había esfumado.
Poco más de una hora tardó mi avión en alcanzar la ciudad sureña viniendo desde la leviatánica Lima. Una ceñuda cadena de montañas de picos nevados flanqueaba el lado nororiental del aeropuerto arequipeño; al otro lado, la llanura caliza y despoblada se tendía hacia el sur, con hendiduras que rasgaban su suelo formando cañones secos de paredes desnudas. Desierto y montaña pintaban el paisaje andino. El orgulloso cielo rabiaba de azul, alumbrado por un sol de fragua.
Impresiona la primera visión de la cordillera andina y sus nevados. Siempre me ha producido una sensación de magnificencia esta hermosa y poética palabra de nevado, que denomina a las montañas cubiertas de nieves perpetuas. A menudo, el término designa a un tipo de montañas que, junto a la nieve eterna de sus cumbres, tienen la calidad de ser volcanes extintos. Por otra parte, un nevado, al nombrarse, siempre se acompaña con «del». No hay Nevado Mismi, por ejemplo, sino Nevado del Mismi; no se dice Nevado Ruiz, sino Nevado del Ruiz. Ese «del» confiere un definitivo toque aristocrático a las altaneras cumbres de los Andes.
El colosal volcán que se yergue al norte de Arequipa, para protegerla con su sombra o quién sabe si para zampársela en una súbita erupción, se llama Misti, que en lengua aimara quiere decir «señor». Hay otros dos montañones volcánicos en las proximidades de la ciudad: el Pichu Pichu («Pico Pico» en quechua) y el Chachani («Mujer Vestida», en aimara). El más alto de los tres, el Chachani, alcanza los 6.075 metros. En cuanto al
Misti, doscientos cincuenta metros menor que el Chachani, sus faldas casi que arrancan desde los arrabales mismos del costado norte de Arequipa.
Da gusto ver una ciudad a la que parece que van a comerse tres imponentes montes. Una ciudad así tiene que producir, por fuerza, gente exagerada, locos en abundancia y sin duda escritores. Aquí nacieron monstruos como Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso, golfos como el ministro Vladimiro Montesinos y excelentes escritores como Mario Vargas Llosa y Jorge Benavides, supongo que además de numerosos buenos poetas de los que no tengo noticia, porque en muchos lugares de América Latina, como en las urbes y pueblos de Andalucía, hay mayor abundancia de poetas que de carneros.
La rebelión, ya dije, se veía en sus calles, todavía fresca, tras el fracasado trágala del presidente Toledo. Pero los arequipeños son gente trabajadora y aman a su ciudad, de modo que casi todos los cristales rotos durante la revuelta ya habían sido sustituidos por otros nuevos y en las calles del casco antiguo se procedía a devolver los adoquines a su lugar y a borrar las pintadas de las fachadas. Además de eso, las cuadrillas de reparadores estaban constituidas, como corresponde a una ciudad orgullosa de sí misma, por voluntarios.
«La ciudad blanca» llaman a esta urbe en Perú, por el tono de la piedra calcárea utilizada para la construcción de la sillería de la catedral y de los principales edificios de la ciudad vieja, como la antigua iglesia-convento de los jesuitas. Aunque la catedral no exhiba una extraordinaria belleza, tiene sin embargo un púlpito a la vez hermoso y extraño, cincelado por un artista francés. La base fue tallada en madera rojiza de encina y representa al mismísimo Diablo, un joven fornido y muy bello, con alas de pájaro y cola de serpiente, largos cabellos que forman un oleaje de bucles, cuernos mochos de cabra en las esquinas de la frente, boca desdentada y una expresión inmensa de sufrimiento en sus labios dolientes y en sus ojos enloquecidos. El joven Lucifer apoya su mano derecha sobre la cabeza, como si quisiera aliviar el peso de su desdicha, mientras que su mano izquierda se agarra con crispación a una piedra, tratando tal vez de impedir su irremediable caída al abismo. La visión del infeliz te produce una enorme lástima e, incluso, despierta tu ternura. Seguro que nunca ha provocado tanta compasión el Diablo como la que despierta en Arequipa.
Me imagino que fue en este mismo púlpito donde uno de los sacerdotes de la ciudad dirigió su furibunda proclama contra el presidente Toledo durante los días de la revuelta. Según me contaron, más o menos, su sermón fue como sigue: «Hay que dar amor al prójimo siempre amor. Hay que amar al que te debe dinero, porque quizás está necesitado. Hay que amar al que te jode en el trabajo, porque quizás sufre en su hogar. Hay que amar a la suegra, porque la vejez es triste y da mal genio a las mujeres. Pero a los que vienen a privatizar las hidroeléctricas…, a ésos, ¡primero los corremos y luego los amamos!».
Dicho todo esto a lomos del Diablo, sin duda que el asunto era para echarse a temblar. Y puede que fuera el argumento definitivo que hizo a Toledo revocar su decisión sobre las hidroeléctricas.
Dediqué un par de días a visitar Arequipa y preparar mi viaje a Chivay. El lugar más agradable de la ciudad era sin duda la Plaza de Armas, en cuya extensa explanada hay árboles y macizos de flores, quioscos de prensa y de refrescos, una fuente construida en el mismo lugar donde fusilaron en 1854 a un general revoltoso y muchos niños vestiditos de domingo, palomas torreras y limpiabotas, que ofrecen a la clientela casi un trono para sentarse mientras lustran el calzado.
Me llamó la atención ver pasear de un lado a otro de la plaza, desde primeras horas de la mañana hasta bien entrada la noche, a media docena de fotógrafos ambulantes que, cosa curiosa, vestían un peculiar uniforme: gorra de tela blanca, chaleco gris sin mangas y con numerosos bolsillos, camisa azul, corbata negra, pantalón oscuro y zapatos negros y relucientes. Todos sin excepción trabajaban con Polaroid, para entregar casi de inmediato la imagen ya revelada, y cobraban cinco soles por fotografía, un euro y medio al cambio.
Me hice retratar por uno de ellos subido en el altar de un limpiabotas y, mientras se secaba el papel con mi imagen, le pregunté por su vida y su oficio. Se llamaba Germán y obtenía con sus fotos el dinero casi justo para vivir y alimentar a los suyos. Pero se sentía feliz a pesar de los apuros, según me dijo.
—Verá usted, mi padre era muy pobre y yo no quería su vida para mí. Él me decía que yo debía trabajar duro y ser educado y yo al principio le hacía caso y era el mejor en todo. Pero con la juventud enloquecí, y borré con una mano todo lo que había hecho con la otra. Luego reaccioné y aprendí fotografía. Y ahí salí del agujero. Hoy me siento muy orgulloso de mí y les digo a mis hijos lo de mi padre: que trabajen duro y sean educados. Si uno se comporta así, ganará el respeto del prójimo y nada hay en la vida como sentirse respetado. Que te jodan, vale: ¡pero con respeto, carajo!
En los bancos de una de las esquinas de la explanada se sentaban cuatro o cinco «copiadores». Con sus viejas máquinas portátiles de escribir apoyadas en las rodillas, redactaban instancias y cartas para la gente que no sabía escribir o que no tenía una máquina para hacerlo. Cobraban sesenta céntimos de euro por cada folio. Uno de ellos se llamaba Hernando y usaba una Olivetti.
—Redacto oficios, solicitudes y misivas —me dijo.
—¿Cartas de amor?
—De todo. Y la gente que no sabe qué decir me demanda opinión.
Muchos quieren pedir perdón, por ejemplo, porque fueron mujeriegos o
borrachos. Y yo les escribo para sus esposas frases bonitas de súplica. Porque las mujeres perdonan una y otra vez cuando aman, pero son bien duras
el día que dejan de querer. Otros quieren enamorar a una joven y yo les
aconsejo que, si dicen demasiadas cosas bellas a una mujer, como que levita
ella, casi que se echa a volar. Y eso no es bueno. Hay que darles indiferencia también y así mueren por ti. Porque la indiferencia mata. Ya ve: en este
oficio hay que saber dar opiniones útiles y tener mucho vivido.
Arequipa se sostiene en buena medida sobre la industria del turismo, pero en aquellos días la mayor parte de los visitantes se habían ido, asustados por la violencia callejera provocada por la rebelión contra Toledo. Y las agencias de turismo, que son unas cuantas en la ciudad, decidieron organizar un festejo, una especie de pasacalles, en homenaje a los visitantes extranjeros.
El tráfico se paró, los guardias municipales abrieron hueco para el desfile y por el centro histórico de Arequipa marcharon durante un par de horas cientos de empleados de turismo y sus familias, vestidos con trajes tradicionales aimaras y quechuas; formando orquestinas, escuadras de majorettes, fanfarrias y grupos de danza, y portando pancartas de salutación a los bienamados turistas.
Todo fue bien hasta que uno de los grupos, con orgullo, asomó en la calle principal exhibiendo un cóndor. El enorme y pobre pájaro, con una pata rota, era llevado en volandas por dos indígenas, que sujetaban los extremos de sus alas abiertas. Presa de tal guisa, era incapaz de defenderse, por más que tiraba soberbios picotazos a un lado y a otro. De cuando en cuando, las mujeres del grupo lo regaban con el agua de un botijo para remediarle el mal trago.
La cosa no duró más de diez minutos. El tiempo justo que tardaron los componentes de una expedición de suecos en quejarse a la policía por el indigno trato al animal. Los dos hombres fueron detenidos y el ave confiscada como muestra del respeto arequipeño al medio ambiente. Sobre los miserables muertos de hambre que pedían limosna junto a la verja de entrada del antiguo convento jesuita, no hubo ninguna protesta.
Los arequipeños presumen, como casi todas las patrias en donde pones el pie, de tener una gastronomía exquisita. E incluso estando lejos del mar, afirman que sus ceviches (un plato de pescado macerado en limón) son superiores a los de la mayoría del país. Un día almorcé en un restaurante especializado en ceviches y las dos camareras que atendían las mesas, una blanca y la otra negra, no paraban de bromear entre ellas y de gastarse guasas con los extranjeros, sobre todo si eran gringos y no las entendían. En el Atlántico peruano se crían excelentes almejas, a las que allí llaman conchas, unas muy claras y otras muy oscuras, y preparadas en ceviche resultan exquisitas. Siempre que voy a una cevichería, intento tomarlas.
Las dos alegres muchachas vinieron juntas a atenderme.
—¿Qué va a tomar su señoría para comer? —preguntó una.
—¿Tienen conchas? —respondí.
—Nosotras, sí —respondió la otra. Y ambas comenzaron a reír.
—¿Blancas o negras? —precisé.
Se doblaban de risa.
—De las dos… —acertó a decir una de ellas.
Supongo que el lector comprenderá con facilidad que, en argot peruano, la expresión concha equivale a lo mismo que almeja en el argot español.
A pesar del buen número de quioscos que había en la ciudad, la prensa de información general escaseaba por aquellos días en Arequipa. Pero, a falta de diarios, me lo pasaba muy bien tomando café en una terraza al aire libre de la Plaza de Armas, viendo pasar gente y leyendo La Huaringa, una publicación especializada en lo que podrían calificarse como «asuntos humanos». Gracias a este periódico me enteré de que, según el color de la piel de los hombres y las mujeres, hay zonas de nuestros cuerpos más erógenas que otras. A los blancos y blancas, por lo visto, nos excita que nos acaricien las manos y el rostro; a morenos y morenas (negros y negras), detrás de la oreja y el pecho; a trigueños y trigueñas (rubios y rubias), el cuello, las piernas y las orejas; y a pelirrojos de ambos sexos, la espalda. No se decía nada sobre la gente de pelo castaño ni tampoco sobre los calvos; ni sobre los amarillos y los aceitunados.
También anoté un remedio para prevenir la envidia en el hogar. Lo reproduzco íntegro:
Si siente que su «casa está pesada», con envidias y constantes peleas, entonces prepárese para hacer este simple y rápido ritual que ayudará a eliminarlas. Tome un vaso de cristal que no tenga ningún dibujo, dos limones chicos que estén verdes, brillosos y atractivos, medio litro de agua bendita, una flor blanca (puede ser crisantemo o rosa) y tres monedas de cualquier denominación. Una vez que tenga todo listo haga lo siguiente: dentro del vaso coloque los limones, la flor y las monedas, luego vierta el agua bendita y ponga el vaso detrás de la puerta o en un lugar seguro donde no sea visto por nadie. El vaso con todo eso debe permanecer allí hasta que el agua se consuma. Después de que el vaso no contenga líquido, bótelo a la basura o bien envuelto para evitar los malos olores. Verá pronto cómo las cosas se suavizan en la casa.
Pudiera ser que el remedio de La Huaringa hiciese también un buen servicio en los lugares de trabajo. Lo sugiero por si algún lector se anima a llevar a cabo la prueba. Y le ruego que me escriba luego haciéndome saber el resultado del experimento.
A los arequipeños se los conoce como «characatos» y son gente que considera la condición de nativo de Arequipa casi como un don del cielo y que se extrañan si el forastero no lo reconoce así. Un arequipeño, por ejemplo, casi nunca dice «lo siento», porque no ha sido educado para reconocer que ha cometido un error. Y el extranjero debe de rendirse ante esa virtud de infalibilidad de los characatos.
La noche anterior a mi partida de la ciudad, al terminar mi cena en un bello restaurante cuyas mesas se asomaban a la Plaza de Armas, crucé unas palabras con el camarero.
—¿De dónde es usted? —me preguntó.
—De España —respondí.
—¡Ah! —concluyó el hombre con gesto de asombro—. Pues habla un
español bastante bueno y muy claro: parece usted arequipeño.
Nada puede enorgullecer tanto a un viajero como que le tomen por natural de una tierra privilegiada. «Dios no es sólo grande, sino arequipeño», dicen por allá.
Hay unos ciento cincuenta kilómetros desde Arequipa a Chivay, por una carretera que alterna el asfalto con la pista de tierra. Hasta hace unos pocos años, un bonito trenecillo viajaba entre Arequipa y Puno, con una parada en Sumbay, a mitad del recorrido en el camino de Chivay. Pero el ferrocarril fue clausurado a causa de sus ruinosos dividendos y hoy Sumbay aparece como un poblado vacío sobre el que sopla un viento estepario que arrastra matorrales secos. Su estación parece el decorado para un western sobre las andanzas de Butch Cassidy y Sundance Kid, cuya vida terminó por cierto no muy lejos de aquí, en las vecinas sierras bolivianas.
La carretera va ascendiendo hacia el altiplano, bordeando montañas desnudas, de cumbres como recios nudillos y sienes encanecidas por las nieves. Te rodea un paisaje bravo, sobre todo cuando penetras en la Reserva Nacional de Salinas y Aguada Blanca, la extensa puna cubierta de hierba amarillenta y circundada por serranías azules. Los poblados no abundan en esta dura geografía, apenas grupos de casitas achaparradas y con muros de adobe, que parece quisieran esconderse bajo la tierra en busca de calor. Las gentes de estos pagos cultivan algo de maíz y frijoles, pero poseen nutridos rebaños de llamas y alpacas, dos especies de camélidos domesticados por el hombre hace más de ocho mil años.
En el parque viven otros dos camélidos, en este caso salvajes: la vicuña y el guanaco, cuya lana posee una textura mucho más fina que la de llamas y alpacas. Son especies protegidas, puesto que hace tan sólo unos pocos años estuvieron al borde de la extinción a causa de la calidad de sus vellones. Todo intento por domesticar a estos dos animales ha conducido siempre al fracaso.
También hay pumas y zorros en Aguada Blanca, una especie de conejo-ardilla al que llaman vizcacha, abundantes parejas de tórtolas, tribus de flamencos en las charcas de la altura y un ave de presa parecida al gavilán que se conoce con el nombre de «caracara».
Los conquistadores hispanos, cuando alcanzaron la puna en el siglo XVI, enviaron a España varios cientos de llamas y alpacas para intentar aclimatarlas y crear una industria con la lana de estas «ovejas de cuello largo», como las llamaron entonces. Todos los animales murieron a causa de la sarna y el negocio se fue al garete.
No obstante, la llama dejó un histórico legado en carnes españolas: la sífilis, que se extendió como una lengua de fuego por el resto de Europa. La llama, al parecer, tiene el sexo muy parecido al de la hembra humana y los solitarios soldados de los territorios imperiales de América desahogaban sus pasiones con este larguirucho y desagradecido ovejón que, quizás como venganza por tanto abuso, les contagiaba la enfermedad. A mi país le cabe la gloria de que, durante siglos, la sífilis haya sido conocida en el mundo como «el mal español». Se trata de uno de los rasgos que, junto con la guerrilla, don Quijote, el festejo de los toros y la siesta, han hecho a la patria española famosa en todo el orbe.
Yo viajaba hacia Chivay en un autobús todoterreno con otros diez o doce turistas. La pista ascendía al dejar atrás Aguada Blanca y el aire era capaz de rajarnos las mejillas, con la consistencia de una navaja de hielo. A cuatro mil ochocientos metros de altura, en el mirador de Patapampa, el chófer detuvo el vehículo para que pudiésemos contemplar la cordillera de Chila. Era un día de cielo muy hondo y muy azul y la nieve cegaba con hachazos argentinos las cumbres sombrías de las montañas.
En el mirador, varias mujeres aimaras intentaban vender mantas, gorros, guantes y ponchos de lana de vicuña. Me miraron con fiereza cuando me negué a comprar y no consintieron en dejarse fotografiar. Supongo que tenían sus razones para hacerlo así: bastante frío debían de estar pasando como para aguantar además a un turista-fotógrafo sin recibir nada a cambio. En el suelo de la explanada, varios mojones recogían con tinta roja los nombres y la altura de los picos que se alzaban delante de nosotros. «Nevado del Mismi —leí—, 5.672 metros.»
Era, en la línea de picachos, el que cerraba el lado norte, a mi derecha. Su cumbre tenía una forma algo cuadrada, como la falange de un dedo humano, corto y grueso, que apuntara hacia lo alto, componiendo un gesto en cierto modo displicente, como si enviara a alguien al Infierno. Pensé que, ya desde su nacimiento, aquel río que iba a recorrer hasta su desembocadura mostraba un cierto desdén hacia los dioses protectores de los hombres que, como todo el mundo sabe, habitan en los cielos.
Mientras que al río Nilo se le atribuyen 6.650 kilómetros de recorrido entre su nacimiento en Uganda y su desembocadura en el Mediterráneo, los geógrafos no acaban de ponerse de acuerdo sobre la longitud del Amazonas. He leído en diversos textos las siguientes: 6.275, 6.280, 6.400, 6.448 y 6.763 kilómetros. ¿De cuál fiarse?
Por otra parte, este río parece convocar siempre al desacuerdo. Si tomas un libro de geografía editado en Perú, leerás que el Amazonas nace en los Andes peruanos. Pero si el libro ha sido publicado por los brasileños, dirá que surge en la conjunción de los ríos Negro y Solimões, a la altura de la ciudad de Manaos, en territorio de Brasil.
No obstante, si aceptamos el criterio establecido por la mayor parte de los geógrafos, según el cual el nacimiento de un río se encuentra en el punto más lejano a su desembocadura en un curso de agua no interrumpido, entonces nace en el macizo de los Andes. Y el lugar preciso sería un manantial que brota del Nevado del Mismi, en la sierra de Chila, a más de cinco mil metros sobre el nivel del mar. Mientras todos los hilos de agua que escapan de esta serranía se echan a rodar por su falda occidental y van a dar al océano Pacífico, del que le separan unos ciento sesenta kilómetros, hay un arroyuelo rebelde que toma la dirección contraria, rumbo al Oriente, y que acabará por atravesar toda la cintura del continente latinoamericano hasta verterse en el Atlántico, convertido ya en un coloso tras un viaje de más de seis mil kilómetros. A ese turbión de agua salvaje lo llamamos Amazonas.
La cresta del Nevado del Mismi asoma picuda e irregular sobre la sierra y su altura exacta, de nuevo, se convierte en un pequeño enigma. Para el geógrafo Ortega Ricaurte, se alza 5.362 metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, según la última expedición polaco-norteamericana del año 2000, son 5.597 metros. Y como he contado, en el mirador de Patapampa está escrito en una piedra la cifra de 5.672. Además de eso, el primer manantial del Amazonas brota de una laguna pequeña que, en algunos libros, se llama Vilcanota y, en otros, Quesina.
En 1971, un explorador norteamericano llamado Loren McIntyre, que alcanzó a ver la laguna en las alturas del Mismi, advertía: «Mis compañeros dieron mi nombre al lago por diversión, a sabiendas de que tal vez no sean siempre las aguas más lejanas del Amazonas. La laguna podría desaparecer en una sola estación. Los Andes son montañas recientes que todavía se comban y quiebran».
En 1985, otro norteamericano, John Kane, llegó al mismo lugar. Escribió: «El hombre debe de poner nombre a las cosas, aun cuando sus definiciones eliminen la poesía natural de éstas. La fuente del Amazonas no es un estanque en concreto ni un trozo de hielo. Es un lugar entero, todo aquel entramado gris y frío. Lo son la cascada helada y el lago McIntyre; pero también la bruma, el viento, los picachos y el frágil encaje de barro y hierba que se derrama bajo la pared de la montaña. Caía la nieve. ¿No eran acaso esos copos las primeras gotas del Amazonas? ¿Se pueden separar la nieve del arroyo, el hielo del aire, el viento del sol?».
Desde la laguna, un hilo de agua desciende hasta formar un riachuelo conocido como Huarahuarco, para unos, y Hornillos para otros. Y así, cuesta abajo, recogiendo otros arroyos y riachuelos que van engordando su cauce, se forma el Apurímac, un río vigoroso y bronco, de gran caudal, cuyo nombre significa en lengua quechua «el rugidor» o «el que habla como un rey». Sus cañones y gargantas están entre los más hondos de la Tierra.
El río crece con la aportación de nuevos cursos de agua y su nombre va cambiando: Mantaro, Ene, Tambo, Urubamba… y, al fin, el coloso Ucayali. Cuando otro coloso, el Marañón, rinde sus aguas al Ucayali, viniendo desde el noroeste de Perú, la corriente se llama ya Amazonas. Desde allí, y en su camino hacia el Atlántico, el gran río de América va recogiendo el agua de otros gigantes como el Napo, el Negro, el Madeira y Tapajós. La cifra de tributarios del Amazonas se estima en unos mil cien cursos de agua, algunos de ellos considerados entre los más largos del planeta, como el Madeira, que mide 3.350 kilómetros.
Quizás el enigma sobre la longitud real del río resida en su desembocadura. Muchos kilómetros antes de llegar a ella, a poco de dejar atrás la boca del Xingú, uno de sus grandes tributarios, el Amazonas se disloca, enloquece, se desmembra en decenas de brazos, forma islas y canales y crea un dédalo de tierra y agua donde cualquier navegante de antaño se hubiera perdido de no conocer a fondo la región, como le sucedió a Orellana en su segundo viaje. Los brasileños dejan de llamarlo Amazonas y ponen diversos nombres a cada canal o brazo del río que llega al mar: Pará, Guamá, Guajará-Mirim… Hay en el centro del delta una isla de aluvión que se llama Marajó y tiene un tamaño similar al de Suiza. Y la anchura de la hoz del río alcanza los doscientos cuarenta kilómetros.
Sucede que, si toma uno como desembocadura del Amazonas el canal situado al sur del delta, por la parte de Belém do Pará, el río mediría cien kilómetros más que el Nilo. Pero si se determina que su cauce va a morir en el canal situado al norte de la isla de Marajó, la longitud total sería en unos setenta kilómetros inferior al curso del Nilo.
La cuenca del Amazonas alberga más de seis millones de kilómetros cuadrados, distribuida entre Brasil, Perú, Colombia, Bolivia, las Guayanas, Surinam, Ecuador y Venezuela, y produce el 20 por ciento del oxígeno del planeta. Su red fluvial cubre catorce mil kilómetros, pero las pequeñas embarcaciones pueden utilizar hasta cincuenta y cinco mil. Allí se encuentra el 25 por ciento de las especies vegetales y animales conocidas por el hombre. La población de la región se sitúa en unos veintidós millones de personas, diecisiete de ellas en territorio brasileño.
La Amazonia no puede calificarse nada más que como un desatino cósmico, la más grande exageración cometida por el Universo desde la Creación, el Big-Bang y el Diluvio de los días de Noé. No está hecha a medida del hombre y, quizás por ello, se nos antoja satánica.
El mirador era una réplica aproximada de la nada. Una pequeña loma se alzaba a la derecha, la pista de tierra tenía el mismo color pardo que el suelo de los alrededores, fragmentado en miles de piedras, quizás rotas por una antigua erupción volcánica. Delante, el camino parecía arrojarse hacia un precipicio invisible, desde lo alto de un cerro, y sólo la sólida gallardía de la cordillera de Chila y la presencia de otros seres humanos alrededor daban fe de que el nuestro era un planeta habitado.
Y de pronto el mundo se movía bajo mis pies, como si un terremoto arrancase de los intestinos de la Tierra y se dirigiera hacia la altura metiéndose en el interior de mi cuerpo, dejándome indefenso ante la nada, mi sentido del equilibrio perdido y el cerebro convertido en un pedazo de carne que flotaba en un líquido espeso. Mis pulmones semejaban ser dos pequeños globos de goma, incapaces de recoger y soportar la pureza de aquel aire soberbio.
En aquellas regiones llaman «soroche» al mal de altura, ese vértigo que produce la disminución de la presión atmosférica. Te acometerá en forma casi inevitable si echas a andar unos pocos pasos cuando te encuentras a cuatro mil ochocientos metros sobre el nivel del mar y tan sólo unas horas antes desayunabas a dos mil trescientos.
El chófer del vehículo me dio un puñado de hojas de coca y me aconsejó que bebiera agua en abundancia y que me quedase en mi asiento, dentro del autobús, hasta llegar a Chivay.
Durante el resto del camino, el autobús bajó hacia el valle girando curva tras curva, entre pequeñas terrazas de cultivos, cercados de ganado, ocasionales estanques para el riego y la cordillera que crecía más y más delante de nuestros ojos. El Nevado del Mismi parecía ganar altura al lado de sus compañeros, como si quisiera constituirse ante mi mirada en el monarca indiscutible de las cumbres. Cuando sentí que el soroche perdía fuerza en mi organismo, pedí al chófer que se detuviera y fotografié la cima donde nace el Amazonas.
En estos casos, me arrepiento siempre de no ser un joven escalador capaz de emplear varios días o semanas en alcanzar las montañas más altas del mundo. El Mismi no lo es, desde luego; pero si pretendes subirlo se precisan buenas piernas y un equipo apropiado, además de compañeros avezados en la escalada. Yo no contaba con nada de todo eso, por lo que debía resignarme a verlo desde los bordes de sus faldas, aguantando la asfixia del soroche.
Pero me pareció magnífico observarlo por vez primera desde allí, sabiendo lo que ocultaba en sus riscos más elevados aquella montaña: la cuna del curso de agua más poderoso de la Tierra.
Pienso ahora que el Mismi bien podría haber sido, en ese instante, uno de los ángeles terribles del Duino rilkiano que, indiferente, desdeñaba por el momento destruirme.
Viajaba sentado al lado del chófer, un mestizo joven, pequeñajo, feo y vivaz, y al tipo le llamó la atención verme tomar notas en mi cuaderno. Me preguntó qué escribía y le contesté que me interesaba el Amazonas. Y entonces me largó un discurso sobre los años en que había trabajado como guía de montaña para diversas expediciones americanas, francesas y alemanas que buscaban la fuente del río, entre ellas la del comandante Cousteau. Manejaba los datos sobre el lugar con cierta confusión, lo que me hizo sospechar que, si no mentía del todo, al menos exageraba bastante. En cualquier caso, no me despertaba ningún interés su catálogo de embarullada información y le pregunté.
—¿Es usted arequipeño?
—Desde luego, señor, y con orgullo.
—¿Y qué le pareció la revuelta contra el presidente Toledo?
—Se veía venir que nos iba a engañar. A la gente, incluso a la gente
de Arequipa, los políticos la burlan cómo quieren.
Luego me guiñó un ojo.
—¿Vio usted fotos de su mujer? —preguntó.
—Alguna vez.
—Rubia, bonita, buen cuerpo… Su familia viene de Bélgica, no sé si
lo sabe.
—Algo he leído.
—Pues le diré una cosa en confianza: yo estuve con ella…, estuve…
¿Entiende lo que significa? ¿No se dice así en España?
Puse cara de lelo.
—No sé a qué se refiere.
—¡Que la tumbé, carajo!
—Vaya, enhorabuena.
—Hice de guía para ella y una amiga con la que vino a visitar el valle y una noche, después de tomar bastante, se encaprichó de mí y así fue.
¿Qué le parece?
—Un privilegio, amigo.
—No se lo cuento a mucha gente, créalo; porque, claro, es la presidenta
y andar con estos chismes puede ser peligroso. Pero usted viene del extranjero.
—Nunca están de más las precauciones, amigo. Seré discreto, se lo aseguro.
—De todas formas, no me gusta Toledo. A mí no me la dio nunca…, aunque yo sí que le di bien a su esposa.
Y el fanfarrón rió con ganas mientras tomaba la última curva antes de alcanzar el valle.
Llegamos a Chivay cercana la hora del mediodía. La ciudad, poblada por diez mil almas, descansa agazapada a tres mil quinientos metros de altura en el valle del río Colca, rodeada por un circo de montañas cuyas cumbres, en su mayor parte, superan con creces los cinco mil metros y algunas los seis mil. Chivay es la capital de la provincia de Caylloma, región que suma catorce pueblos, todos ellos con su iglesia colonial, legado de la dominación española. Los más bonitos son los templos de Yanque y Lari. Y el más feo, precisamente el de Chivay.
La población mayoritaria la forman aimaras y quechuas, y sus lenguas se conservan tan vivas como hace siglos en los valles cercanos a Chivay. Colca, en aimara, significa granero: y granero fue siempre este valle perdido del sur peruano. Aún se utilizan para los cultivos los mismos sistemas de hace casi dos mil años y continúan vivas las terrazas (o «andenes») que los primeros habitantes de la región excavaron en las faldas de las montañas para la siembra de papas, maíz, quinuas y muchas otras plantas de raíces o frutos alimenticios. Los huertos de estas terrazas, que en Perú se siguen llamando chacras —palabra de origen quechua admitida por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua—, cuentan con un sistema propio y original de riego y drenaje.
En Chivay me alojé en un pequeño y bonito hotel, en los altos del pueblo, que tenía un sugerente nombre: Pozo del Cielo. No había más que un par de huéspedes registrados, aparte de mí, por aquellos fríos días del otoño andino. A través de la ventana del comedor, entre la turba de estrellas, se dibujaba con claridad la Cruz del Sur, y sobre las luces tímidas de Chivay, gracias al poderoso farol de la luna, podían distinguirse las sombras negras de los nevados y la larga línea de sus cimas. Por las mañanas, los cristales estaban cubiertos de vaho y, cuando los limpiaba pasando la palma de la mano, veía la hierba cubierta por la escarcha y el cielo teñido de una acerada luz azul que parecía capaz de congelar al sol. Tomaba café, rosquillas y una infusión de hojas de coca para combatir el soroche.
En una modesta agencia de viajes que había en la plaza central de Chivay, compré aquella tarde un billete para unirme a un grupo de turistas en una visita al cañón del río Colca y a los refugios del cóndor, el gran carroñero de los Andes. Salimos al día siguiente, poco después del mediodía, a bordo de una furgoneta algo destartalada y cuyo motor sonaba como el pecho de un tuberculoso al respirar. Viajábamos a bordo seis personas, además del chófer.
Pese a su decrépito aspecto, el vehículo trepaba con pasmosa facilidad aquella empinada pista de suelo destrozado, que se abría como una honda cicatriz en la ladera de una gran montaña. Abajo del profundo valle de nuestra derecha, brincaba el río formando un cauce plateado y vivo. Y más arriba del valle, las colinas se elevaban con suavidad y los andenes de los cultivos descendían como escalones hacia el angosto llano. Bajo el sol de la altura, brillaban en recio azul algunos estanques artificiales destinados al riego de las chacras.
Poco a poco, el valle se fue estrechando mientras crecían las montañas del otro lado, como si las rocas de las sierras fueran tragándose al río y al breve pedazo de tierra llana de sus orillas. Y cosa de una hora después de nuestra salida de Chivay, desaparecieron los cultivos y todo rastro de presencia humana. Más arriba, el chófer detuvo el vehículo y nos indicó, señalando a la vertiginosa pared que crecía en vertical a nuestra izquierda, una serie de agujeros excavados en la roca. Eran enterramientos aimaras, de varios siglos de antigüedad. Parecían nidos de golondrinas abandonados por los pájaros, clavados allá arriba, en la pared inclemente. Me pregunté cómo habrían trepado hasta allí los indígenas para abrir los nichos y cómo se las arreglaron para subir los cadáveres.
—¿Han trabajado los arqueólogos en los sepulcros? —preguntó un joven viajero.
—No, señor —respondió el chófer—, porque los profanadores de tumbas llegaron mucho antes y se lo llevaron todo.
—¿Y cómo llegaron hasta allí arriba los ladrones? —pregunté a mi vez. —Pues supongo que de la misma forma que lo hicieron los aimaras —contestó el hombre.
—¿Y cómo llegaron los aimaras? —siguió una chica americana.
—¿Y quién lo sabe, señorita, si nadie quedó vivo para explicarlo? —concluyó el chófer.
La lógica de aquel guía pesaba tanto como los montes de piedra que nos rodeaban. Y era tan natural como los cielos y como las rocas y como el eco del cañón que comenzaba a abrirse debajo de nosotros.
En Pinchollo, un pequeño y mísero pueblo trazado entre los roquedales, donde a pesar de la pobreza hay una iglesia colonial española, comienza el cañón del Colca. Su longitud supera los cien kilómetros, lo cual resulta ya bastante singular. Pero lo que hace excepcional a este estrechísimo desfiladero por donde discurre el hilo del Colca es su profundidad: cosa de tres mil doscientos metros, dicen unos; tres mil cuatrocientos, aseguran otros; quién sabe si tres mil ochocientos, aventuran los más audaces.
En todo caso, y a pesar de que el famoso cañón del Colorado es bastante más largo que el del Colca, no alcanza la profundidad de su competidor andino. Los peruanos, orgullosos de ello, gustan de decir que el cañón del Colorado «se pone colorado» cuando le hablan de esta barrancada de los Andes del Perú. La verdad es que uno enrojece de vergüenza al oír un chiste tan bobo.
A las cuatro y media llegábamos a un punto que se conoce como la Cruz del Cóndor, en donde una cruz de piedra marca una altura de tres mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Los montañones se derrumbaban en picado hacia el abismo, semejantes a torreones vencidos, desde uno y otro lado de las cumbres. Se aproximaba la hora del ocaso, la hora en que los cóndores regresaban a sus guaridas, a las cuevas naturales de la pared del acantilado. Desde las honduras del río se alzaba hasta nosotros un eco ronco, como el lamento de amor de un joven puma.
Los esperábamos anhelantes, poseídos por una suerte de misticismo. En estos días en los que la Naturaleza anda en retroceso y todos sentimos que estamos a punto de matarla, visitamos los parques protegidos casi con la misma reverencia con que, antaño, los hombres acudían en procesión a los recintos sagrados de sus dioses. Hemos hecho de las reservas naturales una especie de Meca o Vaticano. Y nuestro íntimo y emocionado rezo brota, ante la visión de un cóndor andino o de un elefante africano, con la misma devoción que la plegaria de un muecín desde el minarete de una mezquita. El ecologismo ha creado su propia liturgia.
Y llegaron al fin. Conté siete, algunos de ellos volando apenas diez o