Incertidumbre

Miguel Alcantud

Fragmento

Capítulo 1

1

Había abierto esa puerta cientos de veces, o miles, o qué sé yo. Mínimo una vez a la semana durante treinta y dos años.

Pero esta vez era distinto. Esta vez no había nadie detrás de la puerta que me dijera «cariño», ni «cielo» ni «princesa».

Esta vez mi abuela no estaba en su casa.

Ni mi abuela ni nadie.

Cuando me dijo que me regalaba su piso, pensé que era efecto de la demencia que la estaba invadiendo poco a poco. Cuando iba a visitarla a la residencia Cruz del Camino, cada vez era más raro que se encontrara totalmente bien.

Mi abuela ya no era mi abuela.

A veces sí, y entonces seguía siendo esa mujer extraña y parlanchina que durante muchos años me había cuidado. Y me contaba cosas de cuando yo era pequeña, de cuando mi padre era pequeño o de cuando ella era pequeña. Nunca he entendido la fijación de mi abuela por la gente pequeña.

Entré en su piso despacio, en silencio. Detrás de mí oía los pasos de Matías.

El recibidor, con su mueble horroroso, las figuritas, el espejo…

Seguía sintiéndome culpable por haber llevado a mi abuela a una residencia.

El salón era como un museo: el sofá de terciopelo verde, la tele antigua ¡de tubo!, los cuadros, más figuritas, muebles y más muebles.

—¿Qué vamos a hacer con todo esto?

Matías observaba la habitación con temor. Le costaba fijar la mirada en un sitio. Un aparador le llevaba a un pequeño Lladró, que a su vez le trasladaba a una escena de caza en la pared, que le guiaba hasta dos platos, recuerdo de Salamanca.

«¿Qué vamos a hacer con todo esto?», me preguntaba yo también. Por un lado, quería montar mi propia casa, pero sentía que tirar las cosas de mi abuela era traicionarla.

Dos años en la residencia y yo seguía sintiéndome culpable.

—Me voy a quedar este cuarto para montar el estudio.

Matías apareció sonriente por la puerta de una habitación. Entraba y salía de todos los sitios, abría cajones y armarios… Estaba muy excitado. Yo esperaba beneficiarme de esa excitación esa misma noche. Mientras tanto, él estaba buscando dónde meter su guitarra, su teclado, su ordenador y todos esos juguetes que se amontonaban en nuestro pequeño piso de cuarenta y siete metros en el centro de Madrid.

Ella no quería ser una molestia. Lo decía así: «No quiero ser una molestia». Y decidió buscarse una residencia en internet. Luego Matías y yo la acompañamos a verla, pero fue ella quien la encontró. Y según la vio decidió que era el sitio donde iba a morir.

Aun así, yo seguía sintiéndome culpable.

Y ahora me había regalado su piso. Cuatro habitaciones, ciento cincuenta metros, en una zona noble de Madrid. Junto al metro y, además, exterior. Había ya pasado por tantos pisos de alquiler que cada vez que entraba en uno lo veía con ojos de inmobiliaria.

Mi abuela había decidido morir en la residencia; estaba segura de que nunca iba a volver al piso y quería quitarme el problema de la herencia, o de que tuviese que esperar a que se muriera.

Tener que esperar a que se muriera...

La culpa, siempre la culpa.

—Susana, ¿has visto esto? —llamó mi atención Matías.

Tenía una pequeña tortuga de porcelana en la mano. Otras cincuenta nos miraban con cara de nada, de tortuga.

—Vivi nunca me dejaba tocarlas —dije yo sin acercarme.

—Aprovecha —me retó.

Pero yo no quería aprovechar. Nunca me habían gustado las tortugas.

Me fui al dormitorio de mi abuela, que iba a ser el nuestro. Matías, a mi espalda, a mi lado. Se movía muy rápido ese día, más de lo normal en él, que ya solía ser rápido.

La habitación nos pareció de película de miedo. La cama era de madera con un cabecero alto que parecía un retablo, coronado por la inevitable cruz colgada en la pared. Las mesillas eran de madera oscura. A un lado estaba un mueble que no sabría definir, cruce entre cómoda, escritorio y estantería, también de madera oscura. Las paredes, menos la del crucifijo, estaban llenas de cuadros sin ningún orden aparente, como si solo estuvieran colocados así para aprovechar cualquier hueco que hubiera. Parecía la celda de un monje con horror vacui.

El baño del dormitorio, en cambio, era fantástico. Los azulejos blancos, el latón, los grifos…, todo estaba impecable. Lo fascinante de la decoración es que si esperas el tiempo suficiente todo vuelve a ponerse de moda, y justo el baño había alcanzado ese punto de maduración óptimo.

Matías me besó. Tenía ese extraño don de saber besarme en el momento oportuno. Justo estaba pensando en mi abuela, en la residencia, en que cuando muriera ya no me quedaría familia... Matías no sabía nada de eso, o mejor dicho, lo sabía, pero no que yo lo estaba pensando.

Fui (fuimos) a ver mi antiguo cuarto. Estaba tal y como lo había dejado al irme. Al menos ya no tenía los pósteres y todas las tonterías de mi adolescencia, con lo que no me daba vergüenza entrar en él. Decidí que en principio no íbamos a cambiarlo mucho para convertirlo en el dormitorio de invitados. También podría ser la habitación de Vivi si decidía venir a pasar alguna temporada con nosotros. ¿Era eso justo? ¿O debería cederle el dormitorio principal e irnos Matías y yo a mi antiguo cuarto? La casa era suya. Pero yo sabía que ella no lo hubiese permitido. Lo cierto es que mi cuarto era más pequeño para estar los dos, pero yo me sentiría menos mal con esa solución.

Cerré la puerta de mi habitación mientras pensaba que ese problema se quedaba dentro y que podría recuperarlo cuando me viera con fuerzas para pensar en ello.

Seguí paseando por la casa. No quería cambiar nada de como lo tenía Vivi, pero, si no lo hacía, nunca sería mi casa, y eso sería traicionarla más todavía.

¿Por qué esta alegría me daba tanta tristeza? Me sentía como si estuviera despidiendo a Vivi, y no quería tener esa sensación.

—No quiero tirar nada —le dije.

—¿Y qué hacemos? —me preguntó con cautela.

Sabía que caminaba por terreno resbaladizo.

—No lo sé —contesté, si es que eso era una respuesta.

Matías me abrazó. Yo me sentía como si estuviera haciendo algo malo. Eran las cosas de mi abuela, de mi familia. Era su casa. Yo no tenía derecho.

Se lo confesé a Matías.

—¿Por qué me siento como si estuviera haciendo algo malo?

—No estás haciendo nada malo.

—¿Y por qué me siento así? —insistí.

—No tienes por qué sentirte mal. Ella es la que quiere que vivamos aquí —argumentó.

Y ya no me apetecía hablar más, así que me separé de su abrazo y fui hacia la cocina.

Es muy difícil explicar algo así a quien no lo siente.

Los armarios y los electrodomésticos estaban como nuevos; no eran los mismos que cuando yo vivía aquí

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