EL FUNDO AGUAS PROFUNDAS
Cuando intento sonreír no puedo... / Cuando intento ser feliz no vivo y será porque no estás conmigo... / Cuando llega mi amor todo es distinto, todo es mejor... / Y las noches duran una eternidad...
MANUEL ALEJANDRO
La vida había sido buena con Patricia Zañartu Wulf. Su niñez en el fundo, las visitas al lago Llanquihue, la casa de sus abuelos maternos en Puerto Octal, las meriendas: tartas y galletas alemanas... Tardes llenas de una lengua tan diferente a la paterna, de cuadros, de fotografías de otro mundo, del mundo europeo de sus antepasados Wulf.
La niñez entera con su padre, protegiéndola de todas las cosas malas de la vida.
Pero hasta en su pequeño mundo existía la maldad.
En el colegio de religiosas de Santiago, disfrutaba. En la hacienda no había muchos niños y en el colegio jugaba con chicas de su edad, salía por las calles de Santiago acompañada de niñas y monjas, veía edificios y coches. Hasta entonces, sus ojos estaban llenos de campo y ganado. Paseos por La Alameda, el Mercado Central, la iglesia de San Agustín, los puestos de helados, las risas con sus amigas. Sólo extrañaba a su padre y a Juan Acosta, aunque las cartas y alguna visita hacían más fácil la separación.
Todo era hermoso en la vida de Patricia. En ese momento sólo la falta de una madre ensombrecía su corta existencia. Las abuelas Zañartu y Wulf habían intentado que no añorase a la mujer rubia que ocupaba un gran espacio en el salón de la hacienda: un óleo enorme le había enseñado desde niña la cara y el cuerpo de su madre; cuadro ante el cual no dejaba de acudir cada noche su padre previamente a la cena.
—Ésta es tu madre, Patricia. Murió poco tiempo después de nacer tú, hija. Nunca debes olvidarla, yo jamás lo he hecho.
Y ella siempre la tuvo presente. Hasta ese momento, hasta su regreso del viaje por tierras europeas, su mayor problema era no tener a quién contarle sus penas de niña, de adolescente. Y ahora, minutos antes de salir al porche, se había postrado ante el retrato de su madre y había llorado implorando ayuda.
Patricia no podía creer que aquello estuviese sucediendo: era pobre. La hacienda de su padre estaba seca; la falta de agua la estaba llevando a la ruina. Se dejaba mecer por el ritmo que sus pies imprimían a la mecedora; estaba sola, el rancho casi vacío. Su padre enterrado en el cementerio de la hacienda, junto a su madre.
Los abuelos partieron al cielo, gustaba decir Patricia, y ahora estaba totalmente sola y sin nadie en quien apoyarse. Carmela y Tomás eran los únicos que no habían abandonado el rancho.
Un ama de llaves y un peón no eran de gran ayuda frente al poder de Acosta.
Y Acosta la acechaba, el rufián se lo había dejado claro aquella misma tarde, sus abogados lo habían hecho. Ella tenía veinte años, unos estudios que le servían de poco y miles de hectáreas sin ganado y sin agua. Juan Acosta era consciente de lo que hacía y sus abogados, los mejores de Chile. El viejo Acosta siempre había sido un buen vecino, su padre y él eran amigos, no entendía el motivo del cambio de actitud, el viejo pretendía que se casase con él. Se habría vuelto loco. Patricia recordó al hijo de Acosta, un niño de ojos grises, tímido, con el pelo revuelto en bucles rubios. Jugaban juntos, acudían a los rodeos juntos, fueron buenos compañeros hasta que ella se fue al colegio y él, a terminar sus estudios en Europa. Juan Acosta Epple era un buen chico; de su padre, no podría decir lo mismo nunca más.
—Patricia, niña, tienes que comer algo, he hecho un asado de cordero, chapaleles y unas galletas. Al menos eso, niña, al menos chapaleles...
—No quiero nada, Carmela. Nada. Morirme, puede que morirme sí quiera.
—¡No digas eso! Nada es tan terrible como para pedir la muerte. Todo se arreglará.
—Ni el fundo es nuestro, Carmela. No tengo nada.
—La casa del lago, tienes la casa del lago y la herencia de tus abuelos, muchos se darían por contentos, Patricia. En estos tiempos vaya que se darían por contentos; entre eso y las tierras del lago, puedes vivir tranquila el resto de la vida, niña. Hasta podemos montar una tienda si quieres. Tomás y yo te ayudaremos. Pondremos una tienda de dulces; ahora vienen muchos turistas.
—Confitera y sin mi ganado y los campos: buen porvenir me propones, Carmela. ¡Quiero el fundo, quiero la tierra, quiero el ganado y quiero mi vida de antes! ¡Quiero ver muerto a Juan Acosta, eso quiero! ¡El viejo está enfermo del chape, se ha vuelto loco! ¡Casarme con él!
—¡Jesús! ¡No digas eso ni en broma, Patricia! El viejo algún motivo tendría antes de hacer esto, no puedes desear la muerte a alguien que ya lo está.
Antes de que Patricia pudiese pedir explicaciones sobre las palabras de Carmela, sintió el rugido de un motor. Una potente moto se acercaba por el camino polvoriento; llegó a su lado y el rugido paró en seco. Patricia se incorporó, un hombre descabalgó de la moto y de pie ante ella, se quitó el casco y los guantes. Unos muslos apretados por la tela del tejano, una piel cubierta por una barba espesa de varios días y unas manos rudas saludaron a las mujeres. Los ojos eran grises, una mezcla entre gris y azul, y la miraban con dureza.
Patricia se volvió hacia Carmela con una mirada interrogante. Carmela saludaba al hombre.
—Buen día tenga, señor Acosta.
—Buen día, Carmela. Patricia...
Patricia estaba perdida, la respuesta de Carmela, la noticia de que el viejo Acosta estaba muerto la había desconcertado, no lograba entender nada. Musitó un saludo.
—Hola, Juan, no te había reconocido.
—A ti es difícil reconocerte, Patricia. Muy difícil.
Acompañó las palabras de una mirada que hizo que Patricia se sonrojase. Juan siempre era dulce; lo era. Ahora la miraba de una forma extraña. Parecía recorrer su cuerpo con los ojos.
—Ponnos algo de beber, Carmela, por favor. Tengo que hablar con la señorita Zañartu.
Carmela obedeció la orden sin rechistar, abandonó el porche y se encaminó al interior de la casa.
—No eres quién para ordenar nada a Carmela.
—Eso vamos a hablarlo ahora. Ahora vamos a ver si soy alguien o no. Me han dicho mis abogados que según tú, mis propuestas no te satisfacen. Al parecer, me consideras viejo y despreciable, Patricia. Peor para ti. A mí tampoco me agrada la idea de tener que pasar el resto de mi vida con una señoritinga caprichosa. Y llamarme viejo es un poco ridículo, a los veintinueve años no se es viejo.
—¡Qué dices! ¡Estás tan loco como tu padre! No sé de qué me hablas, me habéis arruinado, me has quitado el agua de mi hacienda y ahora tú me hablas con palabras que no entiendo. A ti no te he llamado viejo nunca.
—Deja en paz a mi padre, déjalo que descanse en paz, Patricia. Está muerto. Ni lo mentes. Ni yo mismo entiendo nada de esto, pero voy a hacer lo que los dos viejos quisieron. Sus motivos tendrían.
—Continúo sin entenderte, Juan. No comprendo nada de lo que me dices. ¿Quién es el otro viejo?
—Tu padre, los dos decidieron esto, Patricia. Y pienso ponerle pino a lo que decidieron, lo que tú y yo pensemos no tiene importancia.
—Mi padre no pudo darte mis tierras, Juan. Mi padre no hizo eso.
—Tu padre me dio las tierras, tengo el uso; la propiedad la tendré pasado mañana, cuando nos casemos. Ya lo he dispuesto todo. Vendrán los peones y algún amigo, nada más. Al regreso de nuestro viaje de novios daremos una fiesta. Antes no habrá celebraciones.
Carmela dejó sobre un velador unos vasos, una jarra con limonada y se retiró de nuevo al interior de la casa. Patricia miraba a Juan Acosta como quien mira a un loco peligroso, a punto estaba de llamar a gritos a Tomás. Podía atacarla en cualquier momento.
—Viviremos aquí, esta casa me gusta más que la de mi fundo. Mientras estemos fuera, en el viaje, las cuadrillas la pondrán a punto. Iremos a esquiar a Bariloche, lo tengo todo reservado. Supongo que aún tendrás ropa de esquí.
—Sí, este invierno esquié en Austria, claro que tengo ropa de esquí. Estás loco, Juan, no sé de qué hablas, no sé qué pretendes ni sé por qué te comportas así. No piens