Las némesis

Philip Roth

Fragmento

Alrededor de la tumba, en el ruinoso cementerio, estaban algunos de sus antiguos colegas publicitarios de Nueva York, que recordaron su energía y su originalidad y le dijeron a su hija, Nancy, que trabajar con él había sido un gran placer. Varios de los presentes habían viajado desde Starfish Beach, el complejo residencial para jubilados en la costa de Jersey donde él había vivido desde la festividad de Acción de Gracias de 2001; eran los ancianos a los que recientemente había dado clases de pintura. Y estaban sus dos hijos, Randy y Lonny, hombres de mediana edad nacidos de su turbulento primer matrimonio que, muy apegados a su madre, poco sabían de él que fuese digno de elogio y mucho de espantoso, y que habían acudido tan solo por sentido del deber. Su hermano mayor, Howie, y su cuñada habían viajado en avión desde California la noche anterior, y también estaba presente una de sus tres ex esposas, la de en medio, la madre de Nancy, Phoebe, una mujer alta, muy delgada y canosa, cuyo brazo derecho le pendía flácido al costado. Cuando Nancy le preguntó si quería decir algo, Phoebe sacudió tímidamente la cabeza, pero de todos modos habló en voz queda, con cierta dificultad.

–Cuesta tanto de creer… Sigo pensando en él nadando en la bahía… eso es todo. Sigo viéndolo cruzando a nado la bahía.

Y entonces le tocó el turno a Nancy, que se había encargado de organizar el funeral de su padre y había llamado por teléfono a los presentes, de modo que los deudos no se redujeran a su madre, ella misma, su hermano y su cuñada. Había una sola persona que no estaba allí porque la hubieran invitado, una mujer robusta, de cara agradable y redondeada y cabello pelirrojo teñido, que se había presentado en el cementerio diciendo ser Maureen, la enfermera particular que cuidó de él años atrás, después de que le operasen del corazón. Howie la recordó y fue a darle un beso en la mejilla.

–Empezaré por contaros algo de este cementerio –les dijo Nancy a los presentes–, porque he descubierto que el abuelo de mi padre, mi bisabuelo, no solo está enterrado en la zona más antigua, al lado de mi bisabuela, sino que fue uno de sus fundadores en 1888. La asociación que financió y levantó el cementerio estaba formada por las sociedades funerarias de organizaciones y congregaciones benéficas judías diseminadas por los condados de Union y Essex. Mi bisabuelo era el dueño de una pensión en Elizabeth que acogía sobre todo a inmigrantes recién llegados, y su bienestar le concernía más de lo que cabría pensar de un patrono. Por ello formó parte del grupo que compró el campo que había aquí, lo niveló y ajardinó, y por ello fue el primer presidente de la junta del cementerio. Entonces era relativamente joven, pero se encontraba en la plenitud de su vigor, y su nombre es el único que consta en el documento donde se especifica que el cementerio se destina a «enterrar a los miembros fallecidos de acuerdo con la ley y el ritual judíos». Como es bien evidente, el mantenimiento de las parcelas individuales, de la valla y las puertas ya no es como debería ser. Algunos elementos se han es tropeado y caído, las puertas están oxidadas, los cerrojos han de saparecido, ha habido vandalismo. Ahora este lugar se ha convertido en el trasero del aeropuerto, y lo que se oye desde varios kilómetros de distancia es el estruendo constante de la autopista de Nueva Jersey. Por supuesto, primero pensé en los lugares realmente hermosos donde podría enterrar a mi padre, los lugares en los que él y mi madre nadaban juntos cuando eran jóvenes, y los sitios de la costa donde a él le gustaba nadar. No obstante, pese a que ver el deterioro que nos rodea me rompe el corazón, como probablemente os sucede a vosotros, y tal vez incluso hace que os preguntéis por qué nos hemos reunido en un terreno tan marcado por el tiempo, quería que yaciera cerca de quienes le amaron y de los que descendía. Mi padre quería a sus padres y debía estar cerca de ellos. No deseaba que estuviera solo, enterrado en cualquier parte. –Guardó un momento de silencio para serenarse. Era una mujer de unos treinta y cinco años, de facciones delicadas y sencilla belleza, como la de su madre, y no imponía con su presencia, ni siquiera daba una impresión de valor, sino que parecía una abrumada chiquilla de diez años. Se volvió hacia el ataúd, tomó un puñado de tierra y, antes de dejarlo caer sobre la tapa, dijo quedamente, todavía con el aire de una muchacha perpleja–: Bueno, esto es todo. No podemos hacer nada más, papá.

Entonces recordó la máxima estoica que su padre decía décadas atrás, y se echó a llorar. «No se puede rehacer la realidad –le dijo–. Tómala como viene. No cedas terreno y tómala como viene.»

El siguiente en arrojar tierra sobre la tapa del ataúd fue Howie, a quien él idolatraba cuando eran niños y que a su vez siempre lo había tratado con dulzura y afecto, enseñándole pacientemente a montar en bicicleta, nadar y practicar todos los deportes en los que el mismo Howie sobresalía. Aún parecía que pudiera atravesar con el balón el centro mismo de la línea defensiva, y tenía setenta y siete años. Nunca le habían tenido que hospitalizar y, aunque los dos eran hijos de los mismos padres, él se había mantenido espléndidamente sano durante toda su vida.

Tenía la voz ronca de emoción cuando le susurró a su esposa:

–Mi hermano pequeño… No tiene ningún sentido. –Entonces se dirigió a todos los presentes–: Vamos a ver si puedo hacerlo. Hablemos de la persona. Mi hermano… –Hizo una pausa para poner en orden sus ideas, a fin de poder hablar juiciosamente. Su manera de expresarse y su agradable tono de voz eran tan parecidos a los de su hermano que Phoebe empezó a llorar, y Nancy se apresuró a tomarla del brazo–. En sus últimos años –siguió diciendo, los ojos dirigidos a la tumba–, tuvo problemas de salud, y también estaba solo… lo cual no es un problema menor. Hablábamos por telé fono siempre que podíamos, aunque hacia el final de su vida él se alejó de mí por razones que nunca han estado claras. Desde su época en el instituto sintió el impulso irresistible de pintar, y cuando se retiró de la publicidad, un campo en el que cosechó un éxito considerable, primero como director de arte y luego tras su ascenso a director creativo… en fin, después de una vida dedicada a la publicidad, pintó prácticamente cada día de todos los años que le quedaban. Podemos decir de él lo que sin duda han dicho de ellos los seres queridos de casi todos los que están enterrados aquí: debería haber vivido más. Eso es muy cierto. –Al llegar a este punto, hizo una pausa y la expresión resignada y melancólica de su semblante cedió el paso a una triste sonrisa–: Cuan do empecé a ir al instituto y por las tardes tenía entrenamiento, él se encargaba de los recados que yo tenía que hacer para mi padre al salir de la escuela. Le encantaba tener solo nueve años y, con un sobre que contenía los brillantes en el bolsillo de la chaqueta, ir en autobús hasta Newark, donde el engastador, el medidor, el pulimentador y el reparador de relojes con los que trabajaba nuestro padre se sentaban en sus respectivos cubículos, encerrados en la casa de la avenida Frelinghuysen. Esos viajes entusiasmaban al chico. Imagino que contemplar a los artesanos mientras realizaban su tarea solitaria en aquellos estrechos cuartitos le dio la idea de utilizar sus manos para crear arte. Creo que mirar las facetas de los brillantes a través de la lupa de joyero de mi padre alimentó su deseo de dedicarse al arte. –De repente Howie no pudo contener la risa, una ligera ráfaga de alivio en su penosa tarea, y comentó–: Yo era el herma

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos