Explorar lo urbano y lo cotidiano
La antigua estación de autobuses de Oviedo era uno de los círculos del infierno. Estaba en los bajos de un edificio llamado La Colmena y era de un gris mortecino, y amarillenta, y triste, y decían que por los baños pululaban los chaperos, como ángeles caídos sobre los azulejos. Los baños de las estaciones de autobuses siempre son sórdidos y sucios, un fracaso de la civilización, de la higiene y la convivencia. Yo no sé si había chaperos, aunque una vez en la puerta de aquella estación, siendo yo muy joven, un hombre con voz de serpiente y mirada afilada que fumaba Fortuna me propuso ir a pasarlo bien a un descampado cercano. Tenía viruelas y pústulas en la cara.
La nueva estación de autobuses de Oviedo es cómoda y reluciente, higiénica y apartada, lineal, todo sucede con brillo y fluidez, pero el espacio de aquella estación sumergida en los bajos de La Colmena era tan escaso que cada autobús tenía que hacer unas maniobras complicadísimas para salir. Era como estar en el interior de la Estrella de la Muerte. Yo tuve una novia que vivía en ese edificio y cuya habitación daba a la estación: recuerdo que vivir allí era convivir con el continuo terremoto mudo de los autobuses que entraban y salían constantemente y que solo se callaban durante la madrugada. Recuerdo aquellos amaneceres grises, de cielo asturiano de panza de burra, blanco como la leche, que eran anunciados por el rugido de los motores y los tubos de escape a través de los huecos de la persiana. Nosotros acabamos mal, todo era oscuro. Recuerdo mirar el mapa de las líneas de autobús que había en la pared de la cafetería de la estación y soñar con coger un autobús que me llevase muy lejos (había uno que llegaba hasta Pekín) o que me llevase por mucho tiempo. Un día lo cogí y me vine a Madrid.
El 1 de octubre del año 2001 metí un poco de ropa y algunos libros en una enorme mochila morada marca New Balance y cogí el ALSA Oviedo-Madrid de las nueve de la mañana. Estaba muy asustado porque ese día era el primer día del resto de mi vida, pero de verdad, porque mi vida iba a cambiar radicalmente a raíz de ese viaje, y la chica que viajaba sentada en el asiento contiguo iba llorando, lo que me parecía una premonición fúnebre.
Tenía ganas de irme a Madrid porque siempre había soñado con vivir en una gran ciudad de las que aparecían en el cine y la literatura, y aunque a veces intentaba imaginarme que Oviedo lo era, lo cierto es que Oviedo no daba para tanto. El alcalde plusmarquista y excéntrico del Partido Popular, Gabino de Lorenzo, había peatonalizado todo el centro y limpiado las calles, y la ciudad empezó a ganar el premio Escoba de Oro, de Plata y de Platino a la ciudad más limpia, y también era muy limpia la burguesía ovetense con sus premios Príncipe de Asturias y su temporada de ópera en el Teatro Campoamor, así que yo quería algo de realismo sucio y no tanta placidez de capital de provincias. «La heroica ciudad dormía la siesta», comenzaba con sorna Leopoldo Alas Clarín su novela La Regenta refiriéndose a Vetusta, su trasunto de Oviedo, y, aunque a mí me gustan las siestas, buscaba mayores heroicidades asfálticas.
Además, las ciudades de ese tamaño no dan gran opción al paseante: en veinte minutos de caminata a buen ritmo la ciudad se acaba y empieza lo rural, que implica otro tipo de andadura, menos relacionada con la flânerie urbana de Baudelaire en el París decimonónico y más con las caminatas campestres de Thoreau. Ya decía la Enciclopedia Larousse del siglo XIX, como recoge Rebecca Solnit en Wanderlust, que el flâneur «solo puede existir en la gran ciudad, la metrópoli, ya que una ciudad de provincias ofrecería un escenario muy restringido para su vagabundeo». En realidad, lo más cosmopolita y crudo del apacible Oviedo era aquella estación de autobuses, tan asquerosa y suburbana que podría haber sido sacada del Nueva York de los años setenta, cuando la city entró en bancarrota y se llenó de bandas, delincuencia, drogas y basura. Como digo, al final acabaron construyendo una estación nueva e inmaculada en otro lugar, aunque no muy lejos, como si no hubiera salvación para aquel lugar humeante.
Cuando llegué a Madrid me hospedé en la pensión Rubio, que había encontrado a muy buen precio en internet (internet, como quien dice, acababa de popularizarse entonces entre el ciudadano de a pie), muy cerca de la plaza de Tirso de Molina, punto de reunión de borrachos y yonquis en los días laborables y de activistas de extrema izquierda, con sus puestos de parafernalia, los domingos de Rastro. En la pensión renté una habitación sin baño, de modo que tenía que hacer cola en el estrecho pasillo cuando quería hacer uso del inodoro, en una fila formada por personas de dudosa procedencia, como si aquel fuera un puerto mercante donde se reuniesen rudos marineros de los siete mares. Aquello me producía una mezcla de excitación romántica, de incontinencia urinaria y de miedo.
Lo primero que hice la primera noche en mi nueva ciudad, después de dejar mi escueto equipaje en mi cuarto (donde, me explicitaron, no podía recibir visitas), fue salir a pasear. Fue aquel el primer paseo de aquella nueva vida capitalina: caminé hasta la Puerta del Sol al anochecer, y de ahí subí por la populosa calle Preciados hasta la plaza de Callao, y me sorprendió que todo estuviese tan cerca y que hubiese tanta algarabía callejera por la noche. Es común que los recién llegados a Madrid piensen que hay unas distancias enormes entre las paradas de metro (razón que explicaría por qué hay metros y paradas), pero en realidad en la zona central de la ciudad las paradas están bastante próximas y se puede caminar sin demasiado esfuerzo entre ellas. Pero esto no lo entiende uno al llegar de la provincia, cuando piensa que todo es mastodóntico, así que toma el metro para trayectos absurdos, como el que hay entre Sol y Callao, a tiro de piedra por la superficie. De alguna manera, el metro es el esqueleto de Madrid y los que aquí aterrizan conocen primero esa estructura ósea subterránea y luego le van poniendo encima la musculatura, como en los muñecos anatómicos que se usan en las escuelas. Se conoce el andamio de Madrid por abajo y luego se encajan las piezas por encima.
Sentía aquella noche una enorme separación entre el mundo y yo, como si el mundo fuera una bola de cristal llena de miedo y yo caminase en su centro, como un observador neutral de una realidad externa y completamente ajena a mí mismo. En verdad era una realidad totalmente ajena, porque yo no tenía en aquel lugar ni una raíz, ni un contacto, solo una habitación sin baño pagada en la (algo tétrica) pensión Rubio. Es la sensación que muchas veces he logrado tener después de largas jornadas de paseo, esa especie de estado de trance en el que uno pasea y pasea y se funde con el paseo pero se separa del mundo, porque el paseo, bien ejecutado, también tiene su parte de misticismo, de conexión con lo numinoso, de experiencia de lo inefable. Aquella primera noche entré en una franquicia de bocadillos, de esas que no había en Oviedo, y pedí un menú sobre una bandeja con mantelillo de papel: recuerdo que me sentía tan fuera de lugar, tan asustado, que al decirle al chaval con gorra que me atendía que quería Coca-Cola y patatas fritas me temblaba la voz. Al final me perdí en la Plaza Mayor, en cuya simetría aún no sabía orientarme.
Aunque durante aquellos meses y años pasaba algo de tiempo en la Facultad de Ciencias Físicas de la Universidad Complutense (porque cursar el segundo ciclo por la especialidad de Astrofísica era el verdadero motivo de mi viaje), la mayor parte del tiempo en Madrid me lo pasaba paseando, como el niño que pasa días jugando con los regalos que le han traído los Reyes Magos: la ciudad estaba nueva y había que empezar a darle buen uso. Esta era una ciudad que me acababan de regalar y en la que se podía caminar durante horas y horas y la ciudad no se acababa. Al contrario: la ciudad iba mutando, mostrando diferentes urbanismos y configuraciones, diferentes cielos y luces según la hora del día, y una diversidad infinita de personas procedentes de cualquier parte del mundo: «Madrid, rompeolas de todas las Españas», escribió Antonio Machado en tiempos muy anteriores a la globalización y a los grandes flujos de migración externa. Seguían rompiendo sus olas en Madrid todas las Españas y todos los mundos, y cada vez más fuerte era el oleaje.
La ciudad es el sitio donde ahora viven los seres humanos y donde vivirán en el futuro. Desde los inicios de la Revolución Industrial, en el siglo XVIII, la población fue creciendo y moviéndose del campo a la ciudad, donde se asentaban las industrias florecientes. En España durante el siglo XX se experimentó el llamado éxodo rural, que llevó a millones de personas a trasladarse a la urbe en busca de los nuevos trabajos, de una vida alejada de las miserias y los esfuerzos del campo, una vida moderna dentro de la sociedad de consumo, aunque cuando llegaron muchos descubrieron que las miserias y los esfuerzos de la vida en poblados chabolistas, arrabales y cinturones industriales eran los mismos o peores que en el mundo rural.
La buena noticia del despoblamiento del campo, a pesar de que se abandonen pueblos encantadores, culturas tradicionales y maneras de vivir, es que la presión humana sobre el territorio será mucho menor: el planeta puede agradecer un respiro en la infección, carcoma cósmica, que somos. El célebre sociobiólogo Edward O. Wilson, gran estudioso de las hormigas, propone en su proyecto Half Earth que la mitad de la superficie terrestre se convierta en una reserva natural libre de actividades y presencia humanas para preservar la biodiversidad. A ver si sale.
La emigración del campo a la ciudad, además del vaciamiento del campo, es la responsable de que muchas personas de mi generación tuvieran un «pueblo» al que regresar los veranos, ese lugar donde se estaba en contacto con la vida rural, en mayor rozamiento con la naturaleza y los ciclos de la vida, en toda su hermosura y brutalidad, porque el campo es mucho más brutal que en la imagen roussoniana que podemos tener desde nuestros apartamentos citadinos. Era aquel el pueblo de los veranos, de la libertad y las primeras veces, donde todo el mundo se conocía, donde las familias eran extensas, y las redes de solidaridad más densas, y donde se practicaba la crianza compartida. Los hijos y los nietos de mi generación ya no tendrán pueblo al que regresar, solo coworkings. Yo nunca he tenido pueblo, pero me ha dicho un amigo campestre, el músico y «showman electrorrural» Rodrigo Cuevas, que este miedo que tengo al tiempo y a la muerte se atenúa cuando ves nacer y morir a las gallinas y a los burros y te das cuenta de que solo eres una parte irrelevante de la gran danza universal de la vida y de la muerte que baila el dios Shiva.
La emigración en el resto de Europa sucedió, como suele pasar, antes que en España, durante el siglo XIX, al calor explosivo de la Revolución Industrial. En esa época la población de Londres creció un 380 por ciento (de 1 a 3,8 millones de habitantes), la de Berlín un 765 por ciento y la de Nueva York un 2.000 por ciento. Las ciudades colapsaron y se hicieron insoportables: había enfermedades, alcoholismo, hacinamiento, suicidios, locura… El mundo sórdido y oscuro de Jack el Destripador. Los proletarios se pudrían en los hiperpoblados barrios obreros y los burgueses trataban de no resultar invadidos por aquella turba. «A finales del siglo XIX, los gobiernos y el gran capital eran conscientes de que esta situación era incompatible con los objetivos del capitalismo monopolista. Por un lado, la ciudad era un caos funcional, y, por otro, un perfecto caldo de cultivo para el comunismo, lo que explica que su racionalización se planteara como una cuestión de Estado», explica el catedrático de arquitectura Carlos García Vázquez en Teorías e historia de la ciudad contemporánea. Esta situación insostenible de decadencia urbana es la que llevó a desarrollos racionales y planificados como el Plan Castro en Madrid (que creó barrios como Salamanca, Chamberí o Argüelles) o el Ensanche de Barcelona, de Ildefonso Cerdá.
Luego, en el siglo XX, también a base de migración, se construyó buena parte de la periferia de grandes ciudades industriales como Bilbao, Barcelona o Madrid, acogiendo en las peores condiciones a las gentes del campo que iban llegando. Fue una época, la segunda mitad del siglo XX, en la que los gobiernos de corte socialdemócrata que levantaron el Estado del Bienestar tras las ruinas humeantes de la Segunda Guerra Mundial adoptaron las directrices de La Carta de Atenas, manifiesto urbanístico del IV Congreso Internacional de Arquitectura Moderna: el Estado se ponía al frente de un desarrollo urbano bien planeado y se ocupaba de alojar a la población, en unos años en los que había escasez de viviendas.
La vivienda era el factor prioritario al que todo lo demás en la ciudad se debía supeditar, mientras que la actividad se segregaba en varias zonas: para vivir, para circular, para trabajar y para dedicarse al ocio. En Reino Unido se levantan las new towns, en Francia las villes nouvelles, en España esos poblados y polígonos que exploraremos en la periferia obrera de la urbe. Eran modelos urbanísticos aplicables en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia, cosa que, como veremos, contribuyó a destruir notablemente el carácter de las ciudades y a crear existencias alienadas.
En España hemos sido emigrantes al exterior, como siempre se recuerda, pero también hemos sido emigrantes, y muchos, al propio interior, al interior del país y de nosotros mismos. Hoy cerca del 80 por ciento de la población española vive en ciudades, atrapada en la intensa red de acero, hormigón y cristal, bajo la boina de smog, y atrás se ha quedado la España Vacía, esa Siberia ibérica que popularizó el escritor Sergio del Molino, donde los pueblos se quedan primero sin la algarabía de los niños y luego completamente abandonados.
En el caso de mi Asturias natal se vivía, cuando yo me fui, otro tipo de éxodo, el de la juventud en busca de oportunidades, un éxodo que el entonces presidente regional calificó como una «leyenda urbana», pero que existió y que todavía existe, porque Asturias vive lo que llaman un «invierno demográfico», como si con solo esperar el tiempo suficiente fuese a llegar la primavera. La crisis también trajo un éxodo de la juventud española, sobrecualificada, hiperpreparada y sin expectativas, pero a las ciudades del extranjero, en lo que se conoce como «fuga de cerebros» y que deja una España también vacía, pero de talento.
Madrid, como tantas otras ciudades contemporáneas, quiere convertirse, o la quieren convertir, en una «ciudad global», término acuñado por la socióloga Saskia Sassen: uno de los importantes nodos de la red económica planetaria conectados por las autopistas de la información, una capital de la globalización donde tengan sede las más grandes empresas y las firmas más exclusivas y se atraiga a los congresos, al turismo, a los grandes eventos. Como la propia Sassen señala, la ciudad global tiene un alto coste social: no es la ciudad donde todos viviremos en armonía, sino tal vez todo lo contrario, presa de las crecientes desigualdades, de la gentrificación, de la turistificación.
En el futuro se plantea, además, el problema de las megaúrbes: cómo gestionar ciudades mastodónticas, hiperpobladas, contaminadas, en las que, además, no se produce nada de lo que se necesita para vivir y todo hay que traerlo de fuera: es preciso traer agua, traer alimentos, traer productos de consumo, traer energía y combustible. Yo no sé muy bien qué hacemos los que vivimos en las ciudades más que mandar correos electrónicos y hacer llamadas telefónicas, celebrar reuniones y emitir informes, da la impresión de que el Producto Interior Bruto (PIB) de las ciudades se genera a golpe de clic, en un mundo de fantasía donde nada es tangible. Las ciudades del futuro serán ciudades que yo imagino distópicas, como en Blade Runner, neblinosas y violentas, rodeadas de miseria, sobrevoladas por artefactos voladores (ya sean coches o drones de Amazon que nos traen los libros), aunque, en vista del rumbo que tomamos, probablemente esa fealdad distópica se consiga enterrar bajo un colorido envoltorio apetecible e hipermoderno.
En los paseos por la ciudad gigantesca el recién llegado caminaba y caminaba y las calles se iban tendiendo frente a uno, como si algún Dios fuese inventando el mundo, la ciudad, a cada paso. Como en el videojuego Minecraft. O como los aborígenes australianos: sus walkabouts son una red de caminos que trazaron sobre la enorme isla-continente en tiempos ancestrales, una red de vías del cántico que teje la geografía con la historia y la creación del universo. A cada camino, que muchas veces cruzan territorios inhóspitos y desérticos, le corresponde un canto que va narrando las historias mitológicas de los lugares. Los aborígenes erran por el desierto durante una temporada de su adolescencia, a modo de rito de iniciación, y podría decirse que cuando los aborígenes caminan cantando van inventando el mundo, su mundo, parte a parte. Yo, como un aborigen (aunque en realidad era lo contrario, un recién llegado), canturreaba a modo de iniciación en mis paseos y el nuevo mundo, la ciudad, se iba levantando a mi paso, barrio a barrio.
También descubrí que la ciudad no es un territorio totalmente libre por el cual uno puede campar a sus anchas, discurrir con libre albedrío. Basta con mirar en Google Earth: desde arriba la ciudad se revela como el laberinto en el que viven las ratas de laboratorio que somos los ciudadanos. En la ciudad podemos transitar por las calles y por las plazas, pero la mayor parte de los espacios nos están vedados.
Desde el mapa de Google podemos ver con cierto detalle esos patios de luces de las casas de nuestros propios vecinos, los tejados de los otros edificios para los que no tenemos llave, las terrazas a las que no podemos acceder, las fincas cerradas a cal y canto, los jardines del palacio de Liria, propiedad de la Casa de Alba, las industrias químicas, los parques donde se aparcan los autobuses públicos, los espacios muertos, llenos de tierra y matojos, dentro de los rizos que hacen las autopistas, los centros logísticos desde donde se distribuyen los enormes contenedores que llegan en trenes de mercancías desde los puertos: nuestra única opción es caminar por los espacios públicos que, por lo general, solo nos permiten avanzar o retroceder, subiendo o bajando la calle. Así, la ciudad es el roce continuo entre lo público y lo privado, el lugar donde se confrontan los intereses de unos y de otros, los espacios donde unos ganan y otros pierden. ¿Vida nocturna o descanso del vecindario? ¿Calles para coches o para peatones? ¿Terrazas en las aceras o paso libre al ciudadano? ¿Viviendas para especular o para vivir? ¿Una ciudad para turistas o para vecinos?
El urbanismo, de hecho, es concebido con frecuencia como la forma de lidiar en estos conflictos entre lo que es nuestro (si es que tenemos algo) y lo que es de todos, entre lo que los demás ven de nosotros y nuestra intimidad, oculta tras las paredes de nuestra casa. Antes de ser suelo urbano, el suelo que pisamos en una ciudad suele ser suelo rural, y lo primero que se hace al trazar una urbe es segregar lo que será espacio público, las calles, los parques, las plazas, los lugares donde nos encontraremos, circularemos y comerciaremos, y lo que será espacio privado, las parcelas donde se edificarán las viviendas y donde transcurrirán nuestros amores, nuestras siestas y nuestros mayores dramas vitales. A veces en estos procesos de urbanización, como hemos visto en tantos pueblos y ciudades españolas, se generan pingües beneficios para los corruptos locales.
La trama resultante de todos estos factores dirá mucho de cómo será la ciudad, de su vida interna y de su aspecto, organizada como las romanas en torno a dos grandes vías (el cardo y decúmano), generada de forma casi caótica, con pequeñas callejuelas serpenteantes que difícilmente forman ángulos rectos y que muchas veces acaban en cul-de-sac (sucede en ciudades medievales como Toledo o Córdoba), o en trazado perfectamente ortogonal, en cuadrículas que recuerdan a las de las onzas de las tabletas de chocolate (como el caso de los ensanches del siglo XIX de Madrid y Barcelona).
Igual que mirar cada vez más allá en el espacio exterior es mirar cada vez más lejos en el pasado del Universo, pasear por una ciudad también es un viaje en el tiempo, pues a nuestro paso también se van mostrando los diferentes modelos de ciudad, como en un patchwork que el tiempo ha ido sedimentando, desde los intrincados cascos antiguos de piedra a los nuevos desarrollos urbanísticos de la periferia, formados, por lo general, por bloques clónicos y calles sin vida.
Y para conocer la ciudad es crucial recorrerla, vivirla, utilizarla, como señala Francesco Careri en su seminal libro Walkscapes. El andar como práctica estética: «En las facultades de arquitectura me di cuenta de que los estudiantes –es decir, la futura clase dirigente– lo saben todo acerca de la teoría urbana y los filósofos franceses se consideran expertos en ciudades y en espacio público, pero en realidad nunca han experimentado jugando a la pelota en la calle, encontrándose con los amigos en la plaza, haciendo el amor en un parque, entrando ilegalmente en un edificio industrial en ruinas, atravesando una favela, deteniéndose para pedir información a un transeúnte. ¿Qué clase de ciudad podrán producir estas personas que tienen miedo de andar?».
Así le cogí el gusto a pasear por este collage urbano, sobre todo por la zona de Madrid que se llama popularmente la «almendra central», los barrios encerrados por el río Manzanares y la circunvalación de la M30, donde se supone que ocurre todo lo que tiene que ocurrir; o al menos eso era lo que yo, como recién llegado, pensaba entonces. Y es lo que todavía piensan muchos madrileños, de dentro y de fuera, y, definitivamente, la práctica totalidad de los turistas. Ahí, en el cogollo central madrileño, están la Gran Vía y la Puerta del Sol, Lavapiés y Malasaña, Chueca y La Latina, el barrio de Salamanca y Chamberí, el estadio Santiago Bernabéu y el Congreso de los Diputados: el Madrid que parece que importa si uno no mira más allá. En esos barrios me entretuve durante algunos años, paseando.
«Con supremo cariño y atención ha de estudiar y contemplar el que pasea las más pequeñas de las cosas vivas», escribió el escritor y ferviente paseador Robert Walser, que paseó toda su vida («Sin pasear estaría muerto», decía). Walser paseó mucho, tanto que un día de invierno de 1956 salió a caminar por el bosqu