1
Sidney
Algo iba mal.
Al principio la mujer del control de pasaportes había preguntado con una amplia sonrisa:
–¿Cómo está, colega?
–Bien –le había mentido Harry Hole.
Hacía más de treinta horas que había salido de Oslo vía Londres, y desde el trasbordo en Baréin había permanecido en el mismo maldito asiento junto a la salida de emergencia. Por razones de seguridad apenas podía inclinarse hacia atrás, así que al llegar a Singapur tenía las lumbares hechas polvo.
Ahora la mujer apostada tras el mostrador no sonreía.
Había examinado su pasaporte con notorio interés. No era fácil saber si el motivo de su buen humor inicial era la fotografía o su nombre.
–¿Negocios?
Harry Hole suponía que en la mayoría de los lugares del mundo los funcionarios de pasaportes habrían añadido un «señor», pero, según había leído, ese tipo de fórmulas de cortesía no estaban muy extendidas en Australia. Tampoco le importó mucho. Harry no estaba demasiado acostumbrado a viajar al extranjero, ni era un esnob. Tan solo deseaba una habitación de hotel y una cama cuanto antes.
–Sí –contestó mientras repiqueteaba los dedos contra el mostrador.
Y en aquel instante la mujer frunció los labios, puso mala cara y dijo con voz estridente:
–¿Por qué no tiene visado en su pasaporte, señor?
El corazón le dio un vuelco, como hacía indefectiblemente cada vez que percibía que se aproximaba una catástrofe. ¿Quizá solo empleaban «señor» cuando la situación se ponía fea?
–Perdón, me olvidé –murmuró Harry mientras buscaba de modo febril en sus bolsillos interiores.
¿Por qué no habían grapado el visado especial al pasaporte al igual que hacen con los visados normales? De la cola detrás de él le llegó el débil zumbido de un walkman y no dudó de que se trataba de su compañero de asiento en el avión. Llevaba escuchando el mismo casete durante todo el viaje. ¿Y por qué narices nunca recordaba en qué bolsillo había metido las cosas? Encima hacía calor, aunque ya casi eran las diez de la noche. Harry notó que empezaba a picarle el cuero cabelludo.
Finalmente encontró el documento y, aliviado, lo puso sobre el mostrador.
–¿Es usted policía?
La funcionaria de pasaportes alzó la mirada del visado especial y le examinó detenidamente. Ya no tenía los labios fruncidos.
–Espero que no hayan asesinado a algunas noruegas rubias… Se rió entre dientes y estampó el sello sobre el visado especial.
–Bueno, solo a una –respondió Harry Hole.
La zona de llegadas estaba repleta de representantes de turoperadores y chóferes de limusina que portaban carteles con nombres, pero en ninguno de ellos ponía Hole. Este se disponía a coger un taxi cuando un hombre de pelo negro y rizado y una nariz extraordinariamente ancha, que vestía vaqueros azul celeste y una camisa hawaiana, se abrió camino entre los carteles dando zancadas en dirección a él.
–¡El señor Holy, supongo! –afirmó de modo triunfal.
Harry Hole reflexionó un instante. Había decidido emplear el inicio de su estancia en Australia en corregir la pronunciación de su apellido y evitar ser relacionado con un hole, «agujero» Mr. Holy, señor Santo, quedaba mucho mejor.
–Andrew Kensington, ¿cómo está? –preguntó el hombre con una sonrisa a la vez que extendía una enorme mano.
Fue como si hubiese metido la mano en un exprimidor. –Bienvenido a Sidney. Espero que haya disfrutado del vuelo –dijo el extraño con evidente sinceridad, como si se tratara del eco de las palabras que la azafata había pronunciado tan solo veinte minutos antes.
Agarró la maltrecha maleta de Hole y se dirigió hacia la salida sin mirar atrás. Harry le siguió pisándole los talones.
–¿Trabajas para la policía de Sidney? –comenzó a decir. –Claro, colega. ¡Cuidado!
La puerta giratoria golpeó a Harry en la cara, en plena napia, y le saltaron las lágrimas. Una mala astracanada no habría empezado peor. Se frotó la nariz y se puso a decir palabrotas en noruego. Kensington le dirigió una mirada compasiva.
–Malditas puertas, ¿eh? –dijo él.
Harry no contestó. No sabía cómo se respondía a esa clase de comentarios en Australia.
En el aparcamiento, Kensington abrió el maletero de un Toyota pequeño y muy usado y metió la maleta en él.
–¿Quiere usted conducir, amigo? –le preguntó sorprendido. Harry advirtió que se había acomodado en el asiento del conductor. ¡Qué fastidio…! Había olvidado que en Australia se circulaba por la izquierda. No obstante, el asiento del copiloto estaba tan lleno de papeles, cintas y porquería que Harry se sentó detrás.
–Usted debe de ser aborigen –dijo en cuanto tomaron la autopista.
–Veo que no hay quien le engañe, agente –repuso Kensington mirando por el retrovisor.
–En Noruega les llamamos negros australianos.
Kensington mantenía fija la mirada en el retrovisor.
–¿En serio?
Harry empezó a sentirse incómodo.
–Esto… solo quiero decir que, obviamente, sus antepasados no
pertenecieron a los reclusos que Inglaterra envió aquí hace doscientos años –explicó Harry para demostrar que poseía unos mínimos conocimientos de la historia del país.
–Es verdad, Holy, mis antepasados llegaron algo antes. Hace cuarenta mil años, para ser exactos.
Kensington le sonrió por el retrovisor. Harry se prometió mantener la boca cerrada un buen rato.
–Entiendo. Llámeme Harry.
–De acuerdo, Harry. Yo soy Andrew.
Durante el resto del trayecto, Andrew se hizo cargo de la conversación. Condujo a Harry a King’s Cross sin parar de hablar por el camino: ese era el centro de la prostitución y del tráfico de drogas y, en general, de todas las actividades clandestinas de la ciudad. Uno de cada dos escándalos parecían guardar relación con algún hotel o antro de striptease dentro de ese kilómetro cuadrado.
–Ya hemos llegado –dijo Andrew de repente.
Se detuvo junto al bordillo, bajó del coche y sacó el equipaje de Harry del maletero.
–Hasta mañana –dijo Andrew, y en un abrir y cerrar de ojos tanto él como el vehículo se esfumaron.
Con la espalda dolorida y los primeros síntomas del jet lag asomando, Harry y su maleta se encontraron solos en la acera de una ciudad cuyo número de habitantes casi equivalía a la población entera de Noruega y ante el ostentoso Crescent Hotel. Junto a la placa de la puerta había tres estrellas. El jefe de policía de Oslo no tenía fama de generoso en lo que se refería al alojamiento de sus empleados. Sin embargo, esta vez quizá no resultaría tan mal. A los funcionarios debían de hacerles descuentos, y seguramente le darían la habitación más pequeña del hotel, pensó Harry.
Y así fue.
2
Gap Park
Harry llamó con cuidado a la puerta del jefe de la brigada de investigación criminal de Surry Hills.
–¡Pase! –atronó una voz desde el interior.
Un hombre alto y ancho con una panza destinada a impresionar permanecía junto a la ventana, detrás de un escritorio de roble. Bajo una rala melena sobresalían unas cejas grises y pobladas, pero entre las arrugas que rodeaban sus ojos asomaba una sonrisa.
–Harry Hole de Oslo, Noruega, señor. –Siéntese, Holy. Tiene un aspecto cojonudo para estas horas de la mañana. Espero que no haya visitado a ningún agente de la unidad de estupefacientes. –Neil McCormack soltó una carcajada.
–Es el jet lag. Llevo despierto desde las cuatro de la madrugada, señor –explicó Harry.
–Por supuesto. Era una broma que solemos gastar por aquí. Tuvimos un caso de corrupción muy sonado hace un par de años, ¿sabe? Condenaron a diez policías por, entre otras cosas, traficar con drogas; se las vendían los unos a los otros. Se comenzó a sospechar de un par de ellos porque estaban extrañamente despiertos… las veinticuatro horas del día. En realidad no es para tomárselo a broma. –Se rió entre dientes satisfecho mientras se colocaba las gafas y hojeaba los documentos que tenía delante–. A usted le han mandado para ayudarnos a resolver el caso del homicidio de Inger Holter, ciudadana noruega con visado de trabajo en
Australia. Una rubia guapa, a juzgar por las fotografías. Veintitrés años, ¿no?
Harry asintió con la cabeza. McCormack se puso serio.
–Fue hallada por los pescadores en Watson’s Bay, en la parte
que da al océano, concretamente en Gap Park. Semidesnuda. Las
marcas indicaban que antes de estrangularla la violaron, pero no
había restos de semen. A continuación la trasladaron a altas horas
de la noche al parque, donde arrojaron el cuerpo por el acantilado.
Hizo una mueca.
–Si las condiciones meteorológicas hubiesen sido peores, las
olas seguramente la habrían arrastrado lejos. Sin embargo, el cuerpo permaneció entre las rocas hasta que fue hallado a la mañana
siguiente. Como ya he mencionado, no había semen, dado que
tenía la vagina seccionada como un filete de pescado y el agua del
mar había lavado a esta chica a fondo. Por tanto, tampoco disponemos de huellas dactilares, aunque tenemos la hora aproximada del
fallecimiento… –McCormack se quitó las gafas y se frotó el rostro–. Pero carecemos de un asesino. ¿Qué coño piensa hacer usted
al respecto, señor Holy?
Harry estaba a punto de contestar cuando fue interrumpido. –Lo que usted piensa hacer es observar con atención cómo procesamos a ese cabrón, informar a la prensa noruega sobre el excelente trabajo que llevamos a cabo juntos, asegurándose de no ofender a la embajada noruega o a la familia, y, aparte de eso, disfrutar de unas vacaciones y enviar un par de postales a su querida jefa. Por cierto, ¿cómo está?
–Muy bien, que yo sepa.
–Una mujer estupenda. Le habrá explicado lo que se espera de
usted…
–Más o menos. Debo participar en la investiga… –Estupendo. Olvídelo. Estas son las nuevas reglas. Número uno: desde este instante me hace caso a mí, y solo a mí. Número dos: no participará en nada que yo no le haya encargado. Y número tres: a la mínima que se pase de la raya le meto en el primer vuelo de vuelta a casa.
Lo dijo con una sonrisa, pero el mensaje quedó claro: no debía meterse donde no le llamaran; se encontraba allí en calidad de observador. Incluso podría haberse traído el bañador y la cámara de fotos.
–Tengo entendido que, en cierta medida, Inger Holter era famosa en la televisión noruega, ¿no?
–Relativamente famosa, señor. Fue presentadora de un programa juvenil que se emitió hace un par de años. En realidad antes de que sucediera esto casi había caído en el olvido.
–Sí, me han informado de que los periódicos de Noruega están armando mucho alboroto con este asesinato. Un par de ellos ya han mandado a gente aquí. Les hemos dado lo que tenemos, que no es mucho, claro. Por tanto, imagino que pronto se cansarán y regresarán a casa. No saben que usted está aquí, tenemos niñeras para que cuiden de ellos, así que no hace falta que usted se preocupe.
–Muchas gracias, señor –dijo Harry de corazón.
La idea de tener pegados a los talones a unos entusiastas periodistas noruegos no era tentadora en absoluto.
–De acuerdo, Holy, le seré sincero y le contaré cuál es la situación. Mi jefe me ha comunicado a las claras que los dirigentes de la ciudad de Sidney prefieren que este caso se resuelva con la mayor rapidez posible. Como siempre, se trata de política y pasta.
–¿Pasta?
–Bueno, se calcula que el paro en Sidney llegará a más del diez
por ciento este año y la ciudad necesita cada centavo que le proporciona el turismo. Tenemos unas olimpiadas a la vuelta de la
esquina, en 2000, y cada vez vienen más turistas de Escandinavia.
Los asesinatos, especialmente los que quedan sin resolver, son una
pésima publicidad para la ciudad. Así que estamos haciendo todo
lo que podemos: tenemos un equipo de cuatro investigadores trabajando en el caso con acceso prioritario a los recursos de la policía: las bases de datos, el personal técnico forense, la gente de laboratorio, etcétera.
McCormack sacó una hoja y se quedó mirándola con el ceño fruncido.
–En realidad usted debería trabajar con Watkins, pero ya que pidió expresamente a Kensington, no veo ningún motivo para oponerme a su deseo.
–Señor, por lo que yo sé, no he…
–Kensington es un buen hombre. No hay muchos agentes
aborígenes que hayan ascendido tanto como él.
–¿No?
McCormack se encogió de hombros.
–Es lo que hay. Bueno, Holy, si necesita algo ya sabe dónde
encontrarme. ¿Alguna pregunta?
–Tan solo una formalidad, señor. Quisiera saber si es correcto en este país el tratamiento de «señor» a un superior o si resulta un pelín demasiado…
–¿Formal? ¿Rígido? Supongo que sí. Pero a mí me gusta. Me recuerda que, de hecho, yo soy el jefe de este tinglado.
McCormack se rió a carcajadas y dio por concluida la reunión con un demoledor apretón de manos.
–El mes de enero es temporada alta en Australia –explicó Andrew mientras avanzaban dificultosamente entre el tráfico de los alrededores de Circular Quay–. Los turistas van a la ópera de Sidney, pasean en barco por el puerto y admiran a las chicas en Bondi Beach. Qué pena que tengas que currar.
Harry negó con la cabeza.
–Lo prefiero. De todas formas, los lugares turísticos me provocan sudores fríos.
Salieron a la New South Head Road, donde el Toyota aceleró en dirección al este y Watson’s Bay.
–La zona este de Sidney no es precisamente c