La señal de la cruz

Glenn Cooper

Fragmento

001

1

Siria Palestina, 327 d.C.

El despiadado sol de Jerusalén había abrasado la tierra hasta dejarla compacta como la piedra. A pesar del calor ardiente de mediodía, los trabajadores, de piel curtida, balanceaban de un lado a otro sus pesados picos y no osaban tomarse un descanso. La señora estaba cerca, observando sus más nimios movimientos, atenta a la sinfonía que formaban aquellos instrumentos de hierro al chocar con el duro suelo.

Ella permanecía a cubierto del sol, supervisando la excavación desde una tienda montada sobre un montículo de detritos aplanados. Soldados romanos de rostro impenetrable montaban guardia a ambos lados de la abertura. Ni ellos ni los compañeros que conformaban un círculo impenetrable alrededor del lugar eran legionarios comunes, sino una división de centuriones de élite escogidos por el mismo emperador. No es que existieran amenazas concretas contra la señora, ni tampoco que flotara en el aire la menor sensación de peligro. En verdad, la mayor parte del pueblo de Jerusalén apoyaba sus acciones y agradecía su generosidad para con los pobres, pero no había margen para el menor error. Cualquier rebelde armado con una honda podría causar un desastre. Y ella era la madre del emperador, emperatriz por derecho propio.

Flavia Julia Helena Augusta.

La tabernera que desposó a un emperador, Constancio Cloro, y dio a luz a otro, aún más poderoso, al que la historia bautizaría como Constantino el Grande. El hombre que desafió siglos de tradición romana, barrió el panteón de dioses y abrazó el cristianismo.

Y si Constantino se ocupó del barrido, Helena fue la escoba.

Esa joven religión cristiana la tenía tan fascinada que, pese a estar a punto de cumplir los ochenta años, una edad en la que la mayoría de las damas nobles y ricas se limitaban a dejarse llevar de una estancia a otra en sus cómodas villas romanas, la ágil Helena se embarcaba en peregrinajes a lejanas tierras en busca de los restos de Jesús.

A su llegada a la Ciudad Santa de Jerusalén acompañada de su séquito, asombró a la plebe paseándose entre la gente por los mercados y las iglesias, preguntando por los relatos de sus ancestros sobre la ubicación de la tumba de Jesucristo y sobre el Gólgota, el lugar donde fue crucificado. La tradición oral era poderosa. En una tierra tan antigua y rica en contadores de historias, tres siglos no eran más que un grano de arena. Ahora, tras dos años de expedición, el final se anticipaba próximo y la misión de Helena ofrecía un resultado deslumbrante. Había ordenado construir iglesias en el pueblo de Belén, donde, según ella, había nacido Jesús, y en el monte de los Olivos, desde el cual Cristo ascendió a los cielos. Esos descubrimientos no eran más que nimiedades si se comparaban con la ingente tarea realizada en el monte Calvario, el lugar donde, conforme a la mayoría de los relatos de la gente, había sido enterrado. Doscientos años antes, tras las violentas y destructivas revueltas judías, el emperador Adriano había emprendido la reconstrucción de Jerusalén. Cubrió el montículo del Calvario de tierra y allí alzó un gran templo dedicado a Venus, y a Helena le había correspondido la tarea de derribar aquel edificio piedra a piedra.

El venerado obispo Macario de Jerusalén era el compañero constante de Helena, su consejero espiritual y la persona que había escogido el lugar exacto donde excavar una vez completada la demolición del templo. Un grupo de trabajadores, formado en su mayor parte por sirios y griegos, provistos de picos y palas y dirigidos por el capataz, un sirio servil llamado Safar, había encontrado enseguida una vieja tumba excavada en la piedra al estilo judío. Safar ayudó a Macario a descender al fondo del foso y, cuando este regresó junto a Helena, proclamó con los ojos anegados en lágrimas que aquella era la auténtica tumba del Salvador. Semanas más tarde, no muy lejos de allí, los excavadores extrajeron tres juegos de maderos podridos y petrificados. Una vez sacados del foso y sometidos a la inspección de Helena, ella y Macario anunciaron con orgullo que se trataba de las cruces de Jesús y los dos ladrones. Pero ¿cuál de ellas era la cruz de Cristo?

Macario propuso una solución a aquel irritante problema.

Llevaron tres pedazos de madera, uno de cada cruz, junto al lecho donde agonizaba una anciana, aquejada de un tumor en el estómago. Primero, colocaron en sus manos uno de esos trozos, sin resultado alguno. Lo mismo sucedió con el segundo. Con el tercero, en cambio, se obró el milagro. Aferrada a la madera, el color de su cara pasó de amarillento a sonrosado y la hinchazón del estómago disminuyó. Por primera vez en mucho tiempo la anciana se incorporó y sonrió.

Habían encontrado la Vera Cruz.

Ahora Helena se enfrentaba a una última búsqueda antes de reunir las reliquias y viajar de regreso a Roma: hallar los clavos que se habían usado para la crucifixión.

—¿Serán tres o cuatro? —preguntó a Macario.

El obispo, sentado junto a ella en la tienda, respondió:

—No sabría deciros, señora. Había verdugos que preferían un clavo distinto para cada tobillo mientras que otros los atravesaban ambos con uno solo.

—Ojalá se den prisa —dijo ella—. Ya no soy joven.

Como era de esperar, el obispo se echó a reír. Le había oído decir lo mismo muchas veces.

En el fondo del foso y oculto a la vista, Safar observaba a sus hombres rascar la tierra del lugar donde habían encontrado la Vera Cruz. Su ojo, siempre avizor, distinguió algo. Apartó al hombre que tenía más cerca y continuó la tarea con su pico. Se arrodilló y extrajo una estaca grande, negra por el óxido. Tenía la misma longitud que la mano de un hombre, era de caña cuadrangular y su cabeza plana se mantenía intacta. Estaba a punto de sacarla del todo cuando su mirada se posó en un segundo clavo, más corto, con el extremo roto. Entonces, uno de los trabajadores gritó algo en sirio desde unos metros de distancia. Había desenterrado otro clavo, y luego el propio Safar dio con un punto negro más mientras limpiaba el foso. Ya tenía los cuatro clavos. Al último le faltaba la mitad de la cabeza: debía de haberse partido cuando lo clavaron o extrajeron de la cruz.

—La señora estará contenta, ¿no? —dijo el trabajador a Safar.

—Estoy seguro de que estará encantada —repuso Safar, elevando la mirada al cielo pálido—. Su trabajo ha terminado. Ahora nos dejará en paz.

—¿Recibiremos algunas monedas? —preguntó el hombre a Safar.

—Me dará una bolsa llena y, si tienes la boca cerrada, yo me encargaré de que cobres tu parte.

—¿Tener la boca cerrada? ¿Sobre qué?

—Pienso darle solo tres clavos.

—¿Y el cuarto?

—Ese es mío —dijo Safar, señalando el último que habían encontrado, el de la cabeza rota—. He aguantado lo mío trabajando bajo el yugo de una mujer.

—Es una emperatriz.

—Sigue siendo una mujer. Esta es mi recompensa por tanta indignidad. Además, si lo ve roto, aún nos acusará de haber causado el daño. Yo venderé la reliquia. Y tú, si te atreves a hablar, morirás pobre.

Safar picó la tierra que rodeaba el cuarto clavo hasta que pudo sacarlo. Cerró el puño en torno a él con avaricia, pero enseguida aflojó la mano. Notó un temblor en la muñeca, un calor ligeramente desagradable, así que

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