Mamut (traducción en lengua española)

Eva Baltasar
Eva Baltasar

Fragmento

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El día que iba a preñarme, cumplía veinticuatro años y organicé una fiesta de cumpleaños que, en realidad, era una fiesta de fecundación encubierta. Algunos compañeros de piso me ayudaron. Llamaron a amigos y conocidos. Mis amigos podían traer a sus conocidos. Necesitaba gente; cuanta más, mejor. Reunir a una multitud, a ese hormiguero donde los gestos épicos pasan desapercibidos. Quería ser madre soltera, que ningún padre me reclamase nunca su parte. Era abril y la primavera estallaba en los ventanales con una inmensa vaharada de vida en suspensión. Esa desmesurada luz me hacía sentir fértil, la tragaba como una medicina, creía en ella, en su función preparatoria para convertir mi vientre en una capilla. Después del almuerzo, me tumbaba en el sofá-cama de mi habitación, apoyaba la cabeza contra los cristales que daban al zoológico y me entregaba a esa fosforescencia que transformaba mi piel en oro, los pelos de mi brazo en espiga pura, mis piernas en disolutos y laxos apéndices. Me masturbaba al sol deseando un hijo. Me dormía acunada por chillidos de aves enjauladas y despertaba al atardecer, cuando un silencio liso preparaba la pendiente por donde no tardarían en rodar las antiguas, retronantes penas de los leones.

Por aquel entonces trabajaba en la universidad, en un grupo de investigación de la facultad de Sociología. El título era «Demografía y longevidad». Nos hallábamos en la primera fase de la investigación, la más extensa: acopiar datos. Pasaba mañanas enteras en centros de día y residencias de ancianos, entrevistando a ese segmento de la población. Era una tarea eterna que solía verse interrumpida por ataques de tos y vómitos de flema. Casi nunca conseguía que respondiesen al cuestionario entero durante una primera entrevista, y tenía que regresar al día siguiente. Cuando me despedía, algunos ancianos me retenían. Me apretaban las manos como queriendo chuparme días de vida, esa lenta savia que alimenta los años. En dos ocasiones, el día siguiente resultó demasiado tarde. Fue una época de pequeños descubrimientos: los abuelos morían de noche, poco antes del alba, tras haber dormido. Y otra cosa: en las residencias los ancianos morían de tres en tres. Un misterio, pero era así. Nadie nace solo, pero los cuerpos, cuando les llega la hora de morir solos, se hermanan como naciones o mosqueteros.

Los trabajos becados brindan sueldos exiguos, pero yo vivía bien. Durante la carrera me había hecho amiga de una estudiante de doctorado y, con ella y dos chicas más, alquilamos un piso cerca de la Ciudadela. El padre de una de ellas fue nuestro aval. Nos mudamos todas a la vez, el primer día del contrato. Entramos en silencio, como se entra a una cripta o se acude a un joyero, luciendo la incrédula sonrisa de quien descubre que la magnanimidad se ha solidificado en paredes. Echamos las habitaciones a suerte y a mí me tocó la más pequeña. La idea era cambiar de habitación cada medio año, pero eso no sucedió nunca. Cada una hizo suyo su espacio, cambió los muebles de sitio, dejó caer pelos en él y mudó sus gustos, su piel. El día de mi vigesimocuarto cumpleaños sólo quedaba yo. Realquilaba habitaciones a estudiantes extranjeros e intentaba no toparme nunca con ellos. Eso hacía que la convivencia fuera aceptable. Era como si, fuera de casa, todo me molestase.

Lo primero que hacía cada día, antes de salir de la cama, era abrir el ventanal y tragar el aliento de la mañana. Me envolvía en el edredón y permanecía tumbada unos minutos. Al clarear el día, Barcelona tiene un aire sacrílego. Se abalanza sobre la masa de luz aún pálida que se origina mar adentro y se apropia de ella remolcándola con su lucrativo fórceps. Es el momento de despertadores y estimulantes, prisas, portazos y dolores de cabeza. Un inmenso engranaje escupe y arranca, el lenguaje lo mantiene engrasado, un lenguaje desapasionado y soez que pervierte el sentido original del lenguaje. Me desperezaba tomando conciencia de esa profanación. Luego me dirigía a la ducha y lavaba mi cuerpo, me vestía con ropa limpia, comía alimentos procesados. Cuando salía de casa, antes de enterrarme en el metro, miraba un instante hacia la parte de montaña e imaginaba otras montañas más altas, más vacías y más grandes. Me convertía en un animal cautivo que alza su hocico y permanece pensativo porque ha olido los dedos de un niño y ha retenido ese hambre.

Las paredes de algunos geriátricos me inquietaban. Había visitado decenas de centros en todos los distritos municipales. En los barrios acomodados, las residencias eran pulcras a la manera de los museos. Callada vaciedad cargada de matices humanos. Aquí y allá, en las salas y al final de los pasillos, reproducciones de Monet, Renoir, Degas. Paredes tapizadas con telas lisas. Los ancianos encajaban allí como en una vitrina. Solían vestir bien, llevaban chaquetas de jinete y la raya de los pantalones en su sitio. Les gustaban los pañuelitos de cuello y los tonos granate. Siempre habían vivido con la cabeza alta y ahora aprendían a morir de la misma forma, luciendo aclaradas cabelleras de un luminoso blanco y nariz y orejas depilados. La soledad les rondaba como un buitre. Ellos la ignoraban, no justificando nunca a sus hijos, ni siquiera mostrando una foto de su nieto pequeño. Maquillaban su vejez con conciertos de Vivaldi y suites de Bach, pero ya parecían estar muertos, como si su corazón continuara funcionando por pura inercia. La mayoría tenía una acompañante, una mujer robusta de pelo corto y uniforme ajustado. Los ancianos se apoyaban en ellas como en una madre y las sometían a las escurriduras de su poder: les mandaban hacer encargos, se empeñaban en pasear con su silla de ruedas por la grava de los jardines. Ellas los empujaban de un lado a otro, les leían la correspondencia, les frotaban los pies diabéticos con aceites hidratantes. De noche les arropaban y aparcaban sus sillas en el pasillo antes de bajar al vestíbulo, donde se esperaban unas a otras con su abrigo, del que sobresalía una bata, puesto, y su bolso de cuero colgado en bandolera. A veces me unía a ellas. No callaban ni agotadas. Hacíamos juntas el primer tramo en autobús. Luego cada una tomaba su línea de metro. A medida que nos alejábamos de la residencia, los barrios se apretujaban. Lejos de allí, las bailarinas de Degas colgadas de la pared eran testigos mudos de esa linde donde la vida se zambulle en la muerte.

Día fértil número dos, medianoche. Ya no cabía nadie en el piso y el timbre aún sonaba de vez en cuando. Dejé de abrir. Esa mañana había ido a la ferretería y comprado un pestillo. Ahora mi habitación podía cerrarse por dentro. Llevaba una semana masturbándome con el consolador a diario. Cuando no lo utilizaba durante un tiempo, mi vagina se cerraba como si hubiese nacido hombre y me hubiera abierto una adrede, por lo que la siguiente penetración siempre resultaba molesta, debía realizarla con cuidado, embadurnar el consolador con lubricante e introducírmelo lentamente. Y eso no podía ser, tenía que preñarme con el primer grito. Había música, comida, bebida, ceni­ceros y gente, mucha gente. Había escondido mis objetos personales en mi armario. La casa era un escenario, una plaza, la amable antesala de un laboratorio experimental. Había comido cacahuetes, había abierto botellas, pero no regalos. A las dos de la madrugada llegó un segundo grupo de gente. El lavabo estaba hecho un asco. Era el momento. Le vi en la terraza. Me acerqué, le quité su

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