La verdad

Riikka Pulkkinen

Fragmento

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1

La mujer corría hacia él.

Martti había tenido muchas veces el mismo sueño. La mujer estaba a punto de decirle algo, pero él no llegaba a captar sus palabras porque siempre despertaba un instante antes.

Esta vez también ocurrió. Ya despierto, miró el reloj de la mesita de noche.

La una y veinte.

Elsa dormía a su lado. Su respiración sonaba ligeramente entrecortada, aunque no mucho más que la de una persona sana. A pesar de que al acostarse había creído que no se atrevería a cerrar los ojos, Martti había logrado conciliar el sueño.

Era la primera noche que Elsa pasaba en casa desde hacía más de dos semanas. Al principio, él se había resistido a que su mujer volviera, no porque no deseara que estuviera junto a él, ni muchísimo menos: ella pertenecía a aquel lugar, había sido su hogar durante más de cincuenta años. Sin embargo, había temido encontrársela una mañana muerta a su lado, con los pies fríos.

«Me estoy consumiendo —le había dicho ella la semana anterior en el hospital para enfermos terminales. Era como un grito de socorro—. No dejes que me pudra aquí, quiero irme a casa.»

Y habían organizado su vuelta.

Elsa había enfermado hacía apenas seis meses. En diciembre, Martti se percató de que su mujer se había quedado en la mitad; tras pesarse en la balanza de la piscina cubierta, ella había pedido cita con el médico.

«No será nada», había comentado. «Nada en absoluto», había confirmado él. Y con un beso, Elsa le había borrado la preocupación del rostro.

Todo sucedió muy rápido: el examen, la biopsia, el diagnóstico.

Cuando volvían del hospital, tras enterarse de la terrible noticia, Martti lloró. Elsa no dijo ni una palabra, se limitó a apretarle la mano durante todo el trayecto a casa, e incluso en el ascensor.

Se quedaron largo rato de pie en el pasillo, uno apoyado en el otro. En la ventana, la flor de Pascua; en la habitación, la penumbra de la tarde.

—Por si acaso, pasemos una bonita Navidad —había propuesto Elsa.

El día de Navidad llegó Eleonoora con toda su familia. Elsa no había tenido valor para contárselo, pero su hija lo adivinó; esas cosas no le pasan inadvertidas a un médico. Y enseguida empezó a preocuparse por ella de un modo que, superficialmente, podía tomarse por una sucesión de molestas órdenes. Elsa no le hizo caso, limitándose a contestarle en el mismo tono que había empleado con Martti: «Ahora celebremos la Navidad.»

Y a pesar de todo habían sido unas Navidades felices. En Nochebuena fueron a patinar, el día de San Esteban a esquiar. Elsa se había sorprendido de sus propias fuerzas; había comido media tableta de chocolate con almendras y descendido luego por la colina alborotando como una niña.

El tratamiento comenzó a principios de año. Le recetaron citostáticos sólo para unas semanas, un mes. Después pasaron a lo que llamaban «terapia analgésica», la terapia paliativa. En ese momento, Elsa se echó a llorar.

Martti intentó ser fuerte y mantener la esperanza. Le preguntó qué deseaba hacer.

—Podríamos dar una vuelta en coche —contestó ella—. Salir sin rumbo, hasta que caiga la noche, escuchando música como cuando viajábamos.

Y así, desde finales de febrero, habían salido todas las tardes. La primavera era rosácea y amarillo claro, como siempre. Elsa lo instaba a que condujera despacio, porque quería ver mejor el cielo, las nubes que lo atravesaban cual enormes edificios. A principios de marzo, al llegar a un aparcamiento de Lauttasaari, oyeron el trino de un mirlo. Permanecieron allí largo rato, con las luces apagadas y en la oscuridad, escuchándolo.

—Es curioso, apenas tengo miedo —dijo Elsa.

—Sí, no hay que tener miedo —aseguró Martti.

Pero no era cierto. Martti temía las noches, esos momentos en que despertaba solo a merced de un sueño confuso. Temía despertar y que Elsa, a su lado, ya no respirara.

Quizá también a Eleonoora la inquietaba lo mismo, pues se había opuesto categóricamente a que su madre recibiera el tratamiento en casa.

—Sé lo que nos espera, créeme —aseguró Eleonoora cuando se quedó un momento a solas con su padre tras la consulta sobre el tratamiento—. No lo aguantaré sin ayuda, y tú tampoco. Y no puedo obligar a las chicas a que cuiden de su abuela, es pedirles demasiado, todavía son unas niñas.

La preocupación de Eleonoora seguramente era distinta de la de Martti, igual que el dolor de la pérdida sería diferente cuando llegara el momento. Aun así, lo desconcertó el comportamiento de su hija. No lograba ver más allá de las apariencias: una férrea organización y la determinación casi inmutable que traslucía su rostro. Con frecuencia le volvía a la mente una idea que lo inquietaba desde que Eleonoora se había convertido en adulta: aquella mujer le había robado a su niña con trenzas; tras aquella fría seriedad tenía prisionera a su Ela sonriente. Si pudiese pronunciar alguna palabra mágica oculta en la infancia de su hija, Eleonoora sería de nuevo Ela, andaría brincando por el pasillo, haría muecas delante del espejo y juntos irían a comprar helado.

La decisión definitiva sobre el tratamiento en casa se tomó cuando las hijas de Eleonoora se ofrecieron a ayudar a su abuela. Eleonoora habló con ambas, explicándoles sin ambages lo que significaba cuidar de un moribundo.

—No me da miedo —afirmó Maria con aire resuelto. Aunque era la más pequeña, parecía más madura que su hermana.

Anna mostraba cierta volubilidad, en la que Martti se reconocía, viendo en ella su mismo carácter impresionable de tiempo atrás. No obstante su inseguridad, Anna había asentido con convicción cuando Eleonoora le pidió ayuda.

Las últimas semanas Elsa había mejorado. Le habían prescrito un nuevo analgésico, más fuerte que los anteriores. Y era eficaz, aunque el médico había señalado que podía ocasionar torpeza, dificultad en los movimientos.

Martti se había inquietado ante tal posibilidad, y en privado le había preguntado, sin andarse con rodeos:

—¿Cuánto tiempo queda? ¿Cuántas semanas?

—No piense en semanas —había aconsejado el doctor—. Hay días buenos y días malos, y en este tipo de enfermedad las diferencias entre ambos son enormes. A veces, la paciente podría no acusar casi ningún síntoma.

Se había visto obligado a conformarse. Las palabras del médico le hicieron observar a Elsa. Deposit

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