La locura de un frente frío que barre la pradera en otoño. Se palpaba: algo terrible iba a ocurrir. El sol bajo, en el cielo: luminaria menor, estrella enfriándose. Ráfagas de desorden, sucesivas. Árboles inquietos, temperaturas en descenso, toda la religión nórdica de las cosas llegando a su fin. No hay aquí niños en los jardines. Largas las sombras en el césped espeso, virando al amarillo. De los robles rojos y los robles palustres y los robles blancos de los pantanos llovían bellotas sobre casas libres de hipoteca. Las ventanas a prueba de temporal se estremecían en los dormitorios vacíos. Y el zumbido y el hipo de un secador de ropa, la discordia nasal de un soplador de hojas, el proceso de maduración de unas manzanas lugareñas en una bolsa de papel, el olor de la gasolina con que Alfred Lambert había limpiado la brocha, tras su sesión matinal de pintura del confidente de mimbre.
Las tres de la tarde era hora de riesgos en estos barrios residenciales y gerontocráticos de St. Jude. Alfred acababa de despertarse en el sillón azul, de buen tamaño, en que llevaba durmiendo desde después de comer. Ya había cumplido con su siesta, y las noticias locales no empezaban hasta las cinco. Dos horas vacías eran un criadero de infecciones. Se incorporó trabajosamente y se detuvo junto a la mesa de ping-pong, tratando de oír a Enid, sin lograrlo.
Resonaba por toda la casa un timbre de alarma que sólo Alfred y Enid eran capaces de oír directamente. Era el timbre de alarma de la ansiedad. Era como una de esas enormes campanas de hierro fundido, con percutor eléctrico, que echan a los colegiales a la calle en los simulacros de incendio. En aquel momento llevaba resonando tantas horas, que los Lambert habían dejado de oír el mensaje de «timbre sonando»: como ocurre con todo sonido lo suficientemente prolongado como para permitir que nos aprendamos los sonidos que lo componen (como ocurre con cualquier palabra cuando nos quedamos mirándola hasta que se descompone en una serie de letras muertas), los Lambert percibían un percutor golpeando rápidamente contra un resonador metálico, es decir: no un tono puro, sino una secuencia granular de percusiones con una aguda superposición de connotaciones. Llevaba tantos días resonando que se integraba en la atmósfera de la casa, sencillamente, salvo a ciertas horas de la mañana, muy temprano, cuando uno de los dos se despertaba sudoroso para darse cuenta de que el timbre llevaba resonando en su cabeza desde siempre, desde hacía tantos meses que el sonido se había visto reemplazado por una especie de metasonido cuyas subidas y bajadas no eran el golpear de las ondas de compresión, sino algo mucho más lento: las crecidas y las menguas de su conciencia del sonido. Una conciencia que se hacía especialmente aguda cuando las condiciones climatológicas se ponían de humor ansioso. Entonces, Enid y Alfred —de rodillas ella en el comedor, abriendo cajones; en el sótano él, inspeccionando la desastrosa mesa de ping-pong—, ambos al mismo tiempo, se sentían a punto de explotar de ansiedad.
La ansiedad de los cupones, en un cajón lleno de velas de otoñales colores de diseño. Los cupones estaban sujetos con una goma elástica, y Enid se daba cuenta entonces de que sus fechas de vencimiento (que muchas veces venían marcadas de fábrica, con un círculo rojo alrededor) habían quedado muy atrás en el tiempo, no ya meses, sino incluso años. Los ciento y pico cupones, por un valor total de más de sesenta dólares (ciento veinte, potencialmente, en el supermercado de Chiltsville, que los valoraba doble), se habían desperdiciado. Tilex, sesenta centavos de descuento. Excedrina PM, un dólar de descuento. Las fechas ni siquiera eran cercanas. Las fechas eran históricas. El timbre de alarma llevaba años sonando.
Volvió a guardar los cupones con las velas y cerró el cajón. Estaba buscando una carta que había llegado unos días atrás, certificada. Alfred oyó que el cartero llamaba a la puerta y gritó «¡Enid, Enid!», tan alto, que no pudo oír el grito con que ella le respondió: «Ya voy yo, Al, ya voy yo.» Alfred siguió gritando su nombre, mientras se acercaba cada vez más, y, dado que el remitente de la carta era la Axon Corporation, 24 East Industrial Serpentine, Schwenksville, Pensilvania, y dado que había aspectos de la situación de la Axon que Enid conocía, pero Alfred no, o eso esperaba ella, se apresuró a esconder la carta en algún lugar situado a unos cinco pasos de la puerta. Alfred emergió del sótano aullando como una máquina de nivelar terrenos «¡Hay alguien a la puerta!», y ella le gritó, elevando aún más el tono de voz, «¡Es el cartero, es el cartero!», mientras él meneaba la cabeza ante lo complicado que era todo.
Enid estaba convencida de que se le aclararía la cabeza sólo con no tener que averiguar, cada cinco minutos, lo que podía estar haciendo Alfred. Pero, por mucho empeño que pusiera, no lograba que él se interesase en la vida. Cada vez que lo animaba a empezar de nuevo con la metalurgia, él se quedaba mirándola como si hubiera perdido la cabeza. Cada vez que le preguntaba si no tenía nada que hacer en el jardín, él contestaba que le dolían las piernas. Cada vez que ella le recordaba que los maridos de sus amigas tenían, todos ellos, un hobby (Dave Schumpert con sus vidrieras, Kirby Root con sus intrincados chalecitos para pinzones morados, Chuck Meisner con el seguimiento horario de su cartera de inversiones), Alfred se comportaba como si ella estuviera distrayéndolo de alguna importantísima ocupación. Y ¿qué ocupación era ésa? ¿Darles una mano de pintura a los muebles del porche? Llevaba desde el Día del Trabajo con la pintura del canapé. Enid creía recordar que no había tardado más de dos horas en acabarlo la última vez que pintó los muebles. Ahora acudía a su taller, todas las mañanas, una tras otra, y, transcurrido un mes, cuando ella se arriesgó a pasar por allí para ver cómo iba la cosa, se encontró con que lo único que había pintado del canapé eran las patas.
Daba la impresión de que a él le apetecía que se marchase. Dijo que se le había secado la brocha, que por eso estaba tardando tanto. Dijo que raspar mimbre era como pelar un arándano. Dijo que había grillos. Ella notó entonces la falta de aire, pero quizá fuera el olor a gasolina y la humedad del taller, que olía a orines (aunque no podían ser orines). Subió las escaleras a toda prisa, a ver si encontraba la carta de la Axon.
Todos los días de la semana, menos el domingo, llegaban kilos de correo por la rendija de la puerta, y ya que no estaba permitido que nada accesorio se apilase en el sótano —porque la ficción de vivir en aquella casa era que nadie vivía en ella—, Enid se enfrentaba a un desafío táctico fundamental. No es que se tomase por una guerrillera, pero eso es lo que era, una guerrillera. Durante el día, transportaba materiales de depósito en depósito, yendo muchas veces sólo un paso por delante del poder establecido. De noche, a la luz de un aplique precioso, pero poc