Complot en Estambul (Serie Thomas Kell 2)

Charles Cumming

Fragmento

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CONTENIDO

Portada

Dedicatoria

Lema

Turquía

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Londres. Tres semanas más tarde

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Agradecimientos

Créditos

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A Christian Spurrier

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Algunas personas [...] sienten una inclinación natural por vivir en ese peculiar mundo del espionaje y el engaño, y se adscriben con la misma facilidad a uno u otro bando, siempre que se satisfaga su anhelo de aventuras del tipo más escabroso.

JOHN MASTERMAN,
THE DOUBLE-CROSS SYSTEM

[...] No estás aquí ni allá,

una urgencia por la que fluyen cosas extrañas y sabidas,

mientras grandes y suaves zarandeos alcanzan el lateral del coche

y toman por sorpresa el corazón y lo abren de un soplo.

SEAMUS HEANEY, POSDATA

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TURQUÍA

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1

El estadounidense se apartó de la ventana abierta y le pasó los prismáticos a Wallinger.

—Voy a por cigarrillos —dijo.

—No hay prisa —repuso Wallinger.

Eran casi las seis de una tarde de marzo gris y apacible, faltaba menos de una hora para que anocheciera. Wallinger dirigió los prismáticos hacia las montañas y enfocó el palacio abandonado de Ishak Pasha. Tras ajustar las dos lentes con un movimiento suave de ambas manos, localizó la carretera de montaña y siguió su trazado hacia el oeste, hasta las afueras de Dogubayazit. La carretera estaba desierta. El último taxi de turistas había regresado a la ciudad. No se veían tanques patrullando la llanura ni dolmus cargados de pasajeros volviendo de las montañas.

Tras oír el ruido sordo de la puerta al cerrarse a su espalda, Wallinger se dio la vuelta y echó un vistazo a la habitación. Landau se había dejado las gafas de sol en la cama más alejada de las tres que había. Se acercó a la cómoda y miró la pantalla de su BlackBerry. Ni una palabra de Estambul todavía; ni una palabra de Londres todavía. ¿Dónde demonios estaba HITCHCOCK? Se suponía que el Mercedes había entrado en Turquía antes de las dos, así que en ese momento los tres debían de estar en Van. Wallinger regresó a la ventana y, entornando los ojos, observó los postes de telégrafo, las torres de alta tensión y los bloques de pisos, de aspecto ruinoso, de Dogubayazit. Muy por encima de las montañas, un avión cruzaba el cielo despejado de oeste a este; una estrella blanca y silenciosa que pasaba hacia Irán.

Wallinger miró su reloj. Las seis y cinco. Landau había empujado la mesa de madera y la silla frente a la ventana, y aplastado su último cigarrillo en un cenicero de Efes Pilsen lleno de marcas y rebosante de filtros amarillentos. Wallinger lo vació por la ventana. Ojalá Landau volviera con algo de comida. Estaba hambriento y cansado de esperar.

La BlackBerry de Wallinger, su único medio de contacto con el mundo exterior, sonó en lo alto de la cómoda. Leyó el mensaje.

Pasan Vértigo a las 17.50 h. Compra tres entradas.

Era la noticia que estaba esperando. HITCHCOCK y el correo habían cruzado la frontera en Gürbulak, en el lado turco, a las seis menos diez. Si todo iba según lo planeado, al cabo de media hora Wallinger avistaría el vehículo por la carretera de montaña. Sacó de la cómoda el pasaporte británico que había recibido por valija diplomática en Ankara una semana antes. Con ese documento, HITCHCOCK podría franquear los controles apostados en la carretera a Van y embarcar en un avión con destino Ankara.

Wallinger se sentó en la cama de en medio. El colchón era tan blando que el somier cedió bruscamente bajo el peso de su cuerpo. Para no perder el equilibrio, se sentó más atrás en la cama, y al hacerlo lo asaltó el recuerdo de Cecilia, y su mente se relajó unos instantes ante la maravillosa perspectiva de pasar unos días con ella. El miércoles tenía previsto volar a Grecia en una avioneta Cessna para asistir a la reunión de la Dirección en Atenas, y el jueves por la noche llegaría a Quíos, a tiempo para cenar con ella.

Se oyó la fricción una llave en la puerta. Landau entró en la habitación con dos paquetes de Prestige con filtro y un plato de pide.

—He traído algo de comer —dijo—. ¿Alguna novedad?

El pide despedía el olor agrio del queso cuajado caliente. Wallinger cogió el plato blanco desconchado y lo dejó en la cama.

—Han entrado por Gürbulak justo antes de las seis.

—¿Sin problemas?

Tuvo la impresión de que a Landau no le preocupaba mucho la respuesta. Wallinger dio un mordisco a la masa blanda, todavía caliente.

—Me encantan —dijo el estadounidense, haciendo lo mismo—. Se parecen a esas pizzas con forma de barquito, ¿sabes las que te digo?

—Sí —dijo Wallinger.

No le caía bien Landau. No confiaba en la operación. Ya no confiaba en los Primos. Se preguntaba si realmente, al otro lado de ese mensaje, estaba Amelia preocupándose por Shakhouri. En fin, los riesgos de una operación conjunta. Wallinger era un purista, y siempre le pasaba lo mismo cuando se trataba de cooperar entre agencias, prefería no tener que compartir nada con nadie.

—¿Cuánto tiempo crees que tendremos que esperar? —preguntó Landau, masticando ruidosamente.

—Lo que haga falta.

El estadounidense resopló y rompió el precinto de celofán de uno de los paquetes de cigarrillos. Se hizo un breve silencio entre los dos hombres.

—¿Crees que se ceñirán al plan, o vendrán por la D100?

—Quién sabe.

Wallinger se acercó de nuevo a la ventana y enfocó la montaña con los prismáticos. Nada. Sólo un tanque se arrastraba por la llanura: toda una declaración de intenciones contra el Partido de los Trabajadores del Kurdistán y contra Irán. Wallinger había memorizado el número de matrícula del Mercedes. Shakhouri tenía una mujer, una hija y una madre alojadas en Cricklewood, en un piso franco del SSI, el Servicio Secreto de Inteligencia. Llevaban esperando allí varios días. Querrían saber si el hombre de la casa estaba a salvo. En cuanto viera el vehículo, Wallinger enviaría un mensaje a Londres con la noticia.

—Es como darle a «Actualizar» una y otra vez.

Wallinger se volvió con el ceño fruncido. No había entendido qué quería decir Landau. Al ver su cara de desconcierto, el estadounidense esbozó una sonrisa bajo la espesa barba castaña y añadió:

—Bueno, me refiero a toda esta espera. Es como estar esperando delante del ordenador una noticia, una actualización. Cuando clicas «Actualizar» sin parar en el navegador, ¿sabes?

—Ah, vale. —En ese momento lo primero que le vino a la cabeza fue una frase mítica de Tom Kell: «Espiar es esperar.»

Se volvió hacia la ventana.

Tal vez HITCHCOCK ya estaba en Dogubayazit. La D100 iba cargada de coches y camiones a todas horas del día y la noche. Tal vez habían preferido no seguir el plan de usar la carretera de montaña. Todavía quedaban restos de nieve en las cumbres, y se había producido un desprendimiento sólo dos semanas antes. Los satélites habían mostrado que el paso a través de Besler estaba despejado, pero Wallinger había empezado a dudar de todo lo que le contaban los estadounidenses. Incluso empezaba a dudar de los mensajes de Londres. ¿Cómo podía saber Amelia con certeza quién iba en el coche? ¿Cómo podía estar segura de que HITCHCOCK había salido de Teherán? Los Primos dirigían la exfiltración.

—¿Fumas? —preguntó Landau.

—No, gracias.

—¿Tu gente ha dicho algo más?

—Nada.

El estadounidense rebuscó en el bolsillo y sacó un teléfono móvil. Pareció leer un mensaje, pero se lo guardó para él. Un agravio entre espías. HITCHCOCK era un hombre del SSI, pero el mensajero, la exfiltración, el plan para recoger a Shakhouri en Dogubayazit y sacarlo en avión desde Van era todo responsabilidad de Langley. Wallinger habría preferido correr el riesgo de meterlo en un avión con destino a París desde el aeropuerto Imán Jomeini y afrontar las consecuencias. Oyó el chasquido del encendedor de Landau y en el acto le llegó una nube de humo de tabaco. Se volvió para mirar de nuevo hacia las montañas.

El tanque se había detenido en el arcén de la carretera, pero aún se arrastraba un poco de lado a lado, bailando el twist de Tiananmén. La torreta de la ametralladora rotó hacia el noreste y el cañón quedó apuntando justo al monte Ararat. Landau dijo:

—A ver si encuentran el Arca de Noé allí arriba.

Pero Wallinger no estaba para bromas.

Clicar «Actualizar» en un navegador.

Entonces lo vio, por fin. Un punto verde botella, minúsculo, apenas visible en medio del paisaje marrón y cuarteado, avanzaba hacia el tanque. El vehículo era tan pequeño que era difícil seguirlo incluso con la lente de los prismáticos. Wallinger pestañeó, se desempañó la visión, miró otra vez.

—Ahí están.

Landau se acercó a la ventana.

—¿Dónde?

Wallinger le pasó los prismáticos.

—¿Ves el tanque?

—Sí.

—Sigue carretera arriba...

—Vale. Sí. Los veo.

Landau dejó los prismáticos y cogió la cámara de vídeo. Quitó la tapa del objetivo y se puso a grabar el Mercedes desde la ventana. Al cabo de un minuto el vehículo estaba lo bastante cerca para distinguirlo a simple vista. Wallinger podía ver el coche acelerando por la llanura, dirigiéndose hacia el tanque. Había medio kilómetro entre ellos. Trescientos metros. Doscientos.

Wallinger vio que el cañón del tanque continuaba apuntando lejos de la carretera, hacia el Ararat. Lo que ocurrió a continuación fue inexplicable. Cuando el Mercedes pasó junto al tanque, se produjo lo que de lejos pareció una explosión en la parte de atrás del vehículo, que se levantó por el eje trasero y salió propulsado hacia delante, deslizándose de forma silenciosa. Acto seguido, una humareda negra envolvió el Mercedes, que rodó violentamente fuera de la carretera cuando se incendió el motor. Hubo una segunda explosión, luego una bola de llamas inmensa. Landau soltó una maldición en voz muy baja. Wallinger observaba con incredulidad.

—¿Qué coño ha pasado? —dijo el estadounidense, bajando la cámara.

Wallinger se volvió desde la ventana.

—Dímelo tú.

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2

Ebru Eldem no era capaz de recordar la última vez que se había tomado el día libre. «Un periodista siempre está trabajando», le había dicho su padre en cierta ocasión. Y el hombre tenía razón. La vida era una noticia permanente. Ebru buscaba sin cesar un nuevo enfoque, con la sensación continua de estar a punto de dejar escapar un artículo importante. Mientras hablaba con el zapatero de Arnavutköy que le reparaba los tacones, veía en él un artículo sobre la agonía del pequeño comercio en Estambul. Mientras charlaba con el atractivo dueño del puesto de fruta, un hombre de Konya que vendía en el mercado de su barrio, pensaba en un artículo sobre agricultura y migración económica dentro de la Gran Anatolia. Detrás de cada número de su agenda telefónica —y Ebru estaba segura de que, a pesar de su corta experiencia, tenía mejores contactos que ningún otro periodista con su edad y experiencia en Estambul— había una historia por descubrir. Lo único que necesitaba era coraje y tenacidad para desenterrarla.

Por una vez, no obstante, Ebru había dejado de lado sus inquietudes y su ambición, y haciendo un esfuerzo tremendo por relajarse, aunque sólo fuera por un día, había apagado el teléfono móvil y desconectado del trabajo. ¡Era un sacrificio enorme para ella! Desde las ocho de la mañana —remolonear en la cama también era un lujo— hasta las nueve en punto de la noche, Ebru no había prestado atención a ningún mensaje de correo electrónico ni Facebook, y se había dedicado a vivir la vida de una mujer soltera de veintinueve años, sin el lastre del trabajo, sin otras responsabilidades aparte de relajarse y disfrutar. Es cierto que al final se había pasado casi toda la mañana haciendo la colada y ordenando el caos de su apartamento, pero había disfrutado de una comida deliciosa con su amiga Banu en un restaurante de Besiktas, y también se había comprado un vestido en Istiklal y la nueva novela de Elif Shafak, de la que había leído noventa páginas sentada en su cafetería favorita de Cihangir. Luego había quedado con Ryan para tomar unos martinis en el Bar Bleu.

En los cinco meses que habían transcurrido desde su primera cita, su relación había pasado de ser una aventura informal y sin ataduras a convertirse en algo más serio. Al principio sus encuentros se habían limitado casi exclusivamente al dormitorio del apartamento de Ryan en Tarabya. Ebru sabía que él llevaba allí a otras chicas, pero estaba convencida de que con ninguna tenía tanta conexión ni era tan abierto y franco como con ella. Ebru lo notaba no sólo por las palabras que Ryan le susurraba al oído cuando hacían el amor, sino sobre todo por la forma en que la acariciaba y la miraba a los ojos. Más adelante, cuando empezaron a conocerse mejor, conversaban a menudo sobre sus familias respectivas, y también sobre política turca, la guerra en Siria o el bloqueo en el Congreso; sobre toda clase de temas, en realidad. A Ebru la había sorprendido la sensibilidad de Ryan respecto a temas políticos y su conocimiento de la situación actual. Él le había presentado a sus amigos. Los dos habían hablado de viajar juntos, e incluso de conocer a los padres del otro.

Ebru sabía que no era guapa —bueno, al menos no tan guapa como algunas de las chicas que buscaban marido o un viejo adinerado en el Bar Bleu—, pero tenía cerebro y era apasionada, y los hombres siempre habían apreciado esas cualidades en ella. Sin embargo, cuando pensaba en Ryan, siempre sentía que era muy diferente a los demás. Ebru estaba encantada con el hecho de que tuvieran una conexión física tan fuerte, por supuesto —era un hombre que sabía estar con una mujer, que sabía cómo satisfacerla—, pero también le gustaban su inteligencia y su vigor, su forma de tratarla, con ternura y respeto.

Esa noche había sido una de tantas en su relación. Habían tomado demasiados cócteles en el Bar Bleu, cenado en el Meyra, hablado de libros, de la imprudencia de Hamás y Netanyahu, y a medianoche habían vuelto al apartamento de Ryan donde se habían abalanzado el uno sobre el otro en cuanto se había cerrado la puerta. El primer polvo había sido en la sala, el segundo en el dormitorio, con los kilims apilados en el suelo y la pantalla de la lámpara de pie que había junto al sillón todavía sin colocar. Luego Ebru se había quedado tumbada entre sus brazos pensando que nunca podría querer así a otro hombre. Por fin había encontrado a alguien que la comprendía y con quien podía ser ella misma.

Todavía impregnada del sudor de su cuerpo y el aroma de su aliento, Ebru había salido del edificio justo después de las dos mientras Ryan seguía roncando ajeno a todo. Había tomado un taxi a Arnavutköy, y al llegar a casa se había duchado y metido en la cama con la intención de levantarse en menos de cuatro horas para ir a trabajar.

Burak Turan, de la Policía Nacional Turca, creía que había dos tipos de personas en el mundo: las que no sufren por levantarse temprano y las que sí. Como norma que seguir en la vida, le había resultado útil. La gente con la que valía la pena estar no se iba a dormir después de Muhtesem Yüzyil y no saltaba de la cama a la seis y media de la mañana con una sonrisa pintada en la cara. De hecho, había que andarse con ojo con esa gente. Eran unos enfermos del control, obsesos del trabajo, fanáticos de la religión. Turan se consideraba miembro de la categoría opuesta: la que está formada por los que exprimen al máximo la vida; personas creativas, generosas, que disfrutan de la compañía de los demás. Por ejemplo, cuando terminaba su jornada de trabajo, le gustaba ir a un club de Mantiklal, cerca de la comisaría, donde se tomaba un té y charlaba relajadamente con los parroquianos. Al volver a casa, su madre ya tenía la cena preparada, como siempre, y luego él salía un rato a tomar una copa a algún bar de la zona. Se acostaba a medianoche, o a la una, o a veces más tarde. ¿De dónde si no sacaba uno el tiempo para divertirse? ¿Acaso había otro modo de conocer chicas? Si uno siempre estaba concentrado en el trabajo, obsesionado con dormir lo suficiente, ¿qué le quedaba? Burak sabía que no era el policía más trabajador de la comisaría, pero se contentaba con ir tirando mientras otros, tipos mejor conectados, conseguían ascensos antes que él. ¿Y eso le importaba? Mientras tuviera un sueldo, no le faltara el trabajo, pudiera visitar a Cansu los fines de semana y le dejaran ver los partidos del Galatasaray en el Turk Telecom un sábado de cada dos, Burak consideraba que la vida se portaba bastante bien con él.

Pero había desventajas. Por supuesto que las había. A medida que se hacía mayor cada vez llevaba peor lo de recibir órdenes, y menos si se las daban tipos más jóvenes que él. Algo que ocurría cada vez más a menudo. Las nuevas generaciones subían empujando fuerte, ansiosas por sacarlo de la circulación. Y además había demasiada gente en Estambul; joder, la ciudad estaba superpoblada. Y qué decir de las redadas de madrugada: se habían hecho decenas en los últimos dos años. Solían estar relacionadas con los kurdos, pero no siempre era así. Como la de esa mañana. Una periodista había escrito sobre la red Ergenekon, o el Partido de Trabajadores del Kurdistán —Burak no lo tenía claro—, y les habían dado la orden de detenerla. En la furgoneta, mientras esperaban delante de su bloque de pisos, los hombres habían hablado del tema. La mujer escribía para el Cumhuriyet. Eldem. El teniente Metin, con aspecto de no haberse acostado en tres días, había murmurado algo sobre «vínculos con el terrorismo» mientras se ponía el chaleco. Burak no podía creer lo que algunas personas estaban dispuestas a tragarse. ¿Acaso el teniente no sabía cómo funcionaba el sistema? Diez contra uno a que Eldem había cabreado a alguien del Partido de la Justicia y el Desarrollo, y un esbirro de Erdogan había visto una oportunidad para lanzar un mensaje de advertencia. Así funcionaba la gente del gobierno. Siempre tenías que estar alerta con ellos. Eran todos madrugadores.

Burak y Metin formaban parte del equipo de tres hombres a los que se les ordenó detener a Eldem a las cinco en punto de la madrugada. Sabían lo que se esperaba de ellos: que montaran un escándalo, despertaran a los vecinos, aterrorizaran a la periodista y la arrastraran detenida a la furgoneta. Unas semanas antes, en la última incursión que habían hecho, Metin había cogido una fotografía enmarcada del salón de un pobre desgraciado y la había tirado al suelo, probablemente porque quería emular a los polis que salían por la televisión en Estados Unidos. Pero ¿por qué tenían que hacerlo en plena noche? Burak nunca podría entenderlo. ¿Por qué no detenerla de camino al trabajo, o hacerle una visita al Cumhuriyet? Pues no, había tenido que ponerse la puta alarma a las tres y media de la madrugada, presentarse en comisaría a las cuatro, y luego sentarse en la furgoneta durante una hora con ese peso en la cabeza, cansado y aturdido por la falta de sueño, sintiendo los músculos blandos, el cerebro lento. Cuando se encontraba así, Burak se volvía irascible. Si alguien hacía algo para irritarlo, o decía algo que no le gustaba, si se producía un retraso en la operación, o cualquier contratiempo de la clase que fuera, le entraban ganas de dispararle en las rodillas. La comida no lo ayudaba y el té tampoco. No era una cuestión de azúcar en la sangre, simplemente le cabreaba tener que levantarse de la cama cuando los demás habitantes de Estambul seguían durmiendo como troncos.

—¿Hora? —preguntó Adnan desde el asiento del conductor, perezoso incluso para mirar el reloj.

—Las cinco —respondió Burak, ansioso por ponerse en marcha.

—Menos diez —lo corrigió Metin.

Burak lo fulminó con la mirada.

—A la mierda —dijo Adnan—. Vamos.

Lo primero que oyó Ebru fue un ruido muy cerca de la cara. Luego comprendió que había sido el estruendo de la puerta del dormitorio cuando la habían derribado de una patada. Se incorporó en la cama —estaba desnuda— y gritó, convencida de que una banda de hombres iba a violarla. Estaba soñando con su padre, con sus dos sobrinos pequeños, y ahora había tres hombres dentro de su habitación diminuta, lanzándole ropa, gritándole que se vistiera, llamándola «puta terrorista».

Ella ya sabía qué pasaba. Siempre había temido que llegara ese momento. Todos lo temían. Todos se censuraban las palabras, todos elegían con cautela los reportajes. Una frase fuera de lugar, una conclusión aquí o una sugerencia allá bastaban para dar con los huesos en la cárcel. La Turquía moderna. La Turquía democrática. Turquía todavía era un Estado policial. Siempre lo había sido. Siempre lo sería.

Uno de los hombres la estaba arrastrando; le decía que iba demasiado lenta. Para su vergüenza, Ebru rompió a llorar. ¿Qué había hecho mal? ¿Qué había escrito? Mientras se vestía, se ponía unas bragas y se abotonaba los vaqueros, pensó que Ryan la ayudaría. Él tenía dinero e influencia y haría lo posible por salvarla.

—¡Déjalo! —le rugió uno de ellos.

Ebru había intentado coger su teléfono. Vio el apellido del policía en la placa de la solapa: TURAN.

—¡Quiero un abogado! —gritó.

Burak negó con la cabeza.

—Ningún abogado va a ayudarte —dijo—. Y ahora ponte una jodida blusa.

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LONDRES
TRES SEMANAS MÁS TARDE

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3

Thomas Kell sólo llevaba unos segundos en la barra cuando la dueña se volvió hacia él y le guiñó un ojo.

—¿Lo de siempre, Tom?

Lo de siempre. Era una mala señal. Pasaba cuatro noches de siete en el Ladbroke Arms, cuatro noches de siete bebiendo pintas de Adnams Ghost Ship con la única compañía del crucigrama del Times y un paquete de Winston Lights. Tal vez no había otra alternativa para los espías caídos en desgracia. Hacía dieciocho meses que el Servicio Secreto de Inteligencia le daba la espalda, y Kell vivía en un estado de animación suspendida desde entonces. No estaba fuera, pero tampoco estaba dentro. En Vauxhall Cross sólo un grupo selecto de sumos sacerdotes sabía cuál había sido su papel en la operación para salvar la vida de François Malot, el hijo de Amelia Levene. Para el resto de personal del MI6, Thomas Kell seguía siendo el «Testigo X», el agente que había presenciado un interrogatorio demasiado agresivo de la CIA a un ciudadano británico en Kabul y que no había logrado impedir la entrega del sospechoso a una prisión secreta de El Cairo y posteriormente al gulag de Guantánamo.

—Gracias, Kathy —dijo, y dejó un billete de cinco libras en la barra.

Un alemán adinerado estaba de pie a su lado hojeando la edición de fin de semana del Financial Times mientras picaba guisantes con wasabi de un bol. Kell recogió el cambio, salió fuera y se sentó a una mesa de pícnic bajo el calor abrasador de una estufa de pie. Era el atardecer de un Domingo de Pascua lluvioso, el pub —como el resto de Notting Hill— estaba casi vacío. Kell tenía la terraza para él solo. La mayoría de los residentes del barrio se encontraban fuera de la ciudad, probablemente en sus casas de Gloucestershire, o esquiando en los Alpes suizos. Incluso la reluciente comisaría de policía del otro lado de la calle parecía medio dormida. Kell sacó el paquete de Winston y hurgó en busca de su mechero, un Dunhill de oro grabado con las iniciales P. M. Era un recuerdo privado de Levene, que había ascendido a jefa del MI6 en septiembre.

«Cada vez que enciendas un cigarrillo, puedes pensar en mí», le había dicho ella riendo entre dientes mientras apretaba el encendedor en la palma de su mano.

Típico de Amelia: un gesto en apariencia íntimo y sincero, pero que en última instancia podía negarse y quedar reducido a un regalo desinteresado entre amigos.

En realidad, Kell nunca había sido un gran fumador, pero últimamente los cigarrillos se habían convertido en lo único que marcaba el ritmo de sus jornadas rutinarias e invariables. Durante veinte años, como espía, a menudo había llevado encima un paquete como accesorio: pedir fuego era una manera de iniciar una conversación; ofrecer un cigarrillo podía hacer que un agente bajara la guardia. Sin embargo, en ese momento, el tabaco era parte del mobiliario de una vida solitaria. Y sufría las consecuencias: se sentía menos en forma y gastaba mucho más dinero. A pesar de que todas las mañanas se despertaba tosiendo como un moribundo, no tardaba en buscar un chute de nicotina para empezar el día. Había descubierto que no podía funcionar sin cigarrillos.

Kell estaba atravesando lo que un antiguo colega había descrito como la «tierra de nadie» de la mediana edad. Su trabajo había implosionado, su matrimonio había fracasado. En Navidad, su mujer, Claire, le había pedido finalmente el divorcio para empezar una relación con su amante, Richard Quinn, un Peter Pan con un fondo de inversiones, dos matrimonios a sus espaldas, una casa adosada de catorce millones de libras en Primrose Hill y tres hijos adolescentes en St. Paul’s. Pero Kell no lamentaba la separación, ni le molestaba que Claire hubiera mejorado su estatus; en general se sentía aliviado por haberse liberado de una relación que al fin y al cabo no les hacía felices a ninguno de los dos. Esperaba que con Dick Siffredi —así llamaban de forma cariñosa a Quinn— Claire disfrutara de la plenitud que tanto ansiaba. Estar casada con un espía, le había dicho ella en una ocasión, era como estar casada con media persona. En su opinión, Kell llevaba años física y emocionalmente separado de ella.

Dio un trago a la Ghost. Era la segunda pinta de la noche y tenía un sabor más empalagoso que la primera. Tiró al suelo el cigarrillo a medio fumar y sacó su iPhone. El icono verde de «Mensajes» estaba vacío; el sobre de «Correo», lo mismo. Había terminado el crucigrama del Times hacía media hora, pero se había olvidado la novela que estaba leyendo —El sentido de un final, de Julian Barnes— en la mesa de la cocina de su piso. No tenía mucho que hacer salvo tomarse la cerveza y observar esa calle anodina. De vez en cuando pasaba un coche, o un vecino con su perro, pero, aparte de eso, Londres permanecía inusualmente silenciosa. Era como escuchar la ciudad amortiguada a través de unos auriculares. Ese silencio siniestro no hacía más que aumentar la sensación de inquietud de Kell. No era un hombre proclive a la autocompasión, pero tampoco quería pasarse muchas más noches bebiendo solo en la terraza de un elegante pub gastronómico del oeste de Londres esperando a que Amelia Levene se dignara a devolverle el trabajo. La investigación oficial del Testigo X se estaba demorando; Kell llevaba casi dos años esperando para saber si sería absuelto de todos los cargos, o si lo presentarían como un chivo expiatorio. Con la excepción de la operación de tres semanas organizada para rescatar al hijo de Amelia, François, el verano anterior, y un contrato de un mes asesorando a una firma de espionaje industrial en Mayfair, llevaba fuera de juego demasiado tiempo. Quería volver al trabajo. Quería ser un espía otra vez.

Y entonces ocurrió un milagro. El iPhone se iluminó. En la pantalla apareció «Amelia L3», como una señal del Dios en el que Kell todavía creía de vez en cuando. Contestó antes de que terminara el primer tono.

—Hablando del rey de Roma.

—¿Tom?

Se dio cuenta de inmediato de que algo iba mal. La voz por lo general autoritaria de Amelia sonó temblorosa e insegura. Había llamado desde su número privado y no desde un fijo o un servicio telefónico cifrado. Tenía que ser personal. Al principio, Kell pensó que debía de haberle ocurrido algo a François, o que el marido de Amelia, Giles, había muerto en un accidente.

—Es Paul.

Eso lo dejó sin aliento. Kell sabía que sólo podía estar hablando de Paul Wallinger.

—¿Qué ha pasado? ¿Está bien?

—Está muerto.

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